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julio -agosto 2000  num 19

biografía  |  versión en inglés

cross.jpg (12183 bytes)Dios Santo, Murdeena
de Lynn Coady
Traducción: Laura Manero

 

Su madre os diría que todo empezó con los paseos. Sin más ni más, no mucho después de que la despidieran del Busy Burger y de llevar unos cuantos días dando vueltas por la casa. Murdeena sale de repente con eso de «creo que me voy a dar un paseo». Margaret-Ann estaba acabando de fregar los platos y se apresuró a secarse las manos cuando lo oyó porque creía que en realidad Murdeena estaba dando rodeos para pedir que la llevara en coche a alguna parte.
      — ¿Adónde quieres ir? — pregunta.
      — No lo sé, sólo voy a dar un paseo por ahí.
      — ¿Por dónde vas a pasear?
      — Creo que iré hasta el mar o a alguna otra parte.
      — Vamos, yo te llevo — dice mientras busca las llaves.
      — ¡Cómprame un «Rasque y gane»! — grita el Sr. Morrison desde el sofá al oír el tintineo del llavero.
      — No, no, no — empieza Murdeena— . Sólo voy a dar un paseo, a mirar al mar.
      — Te llevo en coche, podemos sentarnos dentro y mirarlo juntas — insiste Margaret-Ann. No sabe qué se trae su hija entre manos.
      — Pero es que quiero dar un paseo — dice Murdeena.
      — ¿Y quién sale a dar paseos? — comenta Margaret-Ann. Lo cierto es que lleva razón. Ya nadie sale a dar paseos. Los únicos que lo hacen son viejos y viejas a quienes el médico les ha dicho que deben hacer más ejercicio. Se los puede ver dando la vuelta a la manzana cada noche después de la cena, con aspecto de no estar nada a gusto.
      — Pero ¿qué te pasa? — pregunta Margaret-Ann. Cree que Murdeena se siente mal porque la han despedido y quiere regodearse en la tristeza.
      — Nada, mamá. Hace muy buena noche.
      — Pues siéntate en el porche, no tienes por qué ir dando vueltas por ahí.
      — Pero es que quiero hacerlo.
      — Venga, que te traigo una taza de té.
      — No quiero tomar más té. Quiero dar un paseo.
      Al pensar en los ancianos, Margaret-Ann cae en la cuenta de que pasear es una distracción muy saludable y que tal vez debería fomentarla.
      — O sea que ahora te ha dado por las costumbres sanas, ¿no?
      — No.
      — Bueno, si es lo que quieres hacer — dice, perpleja— , ¿estarás bien?
      — Sí — entretanto, Murdeena rebusca por el porche, intenta encontrar algo con que calzarse los pies.
      — ¿Quieres una chaqueta?
      — Sí, me pondré mi cazadora.
      — Quizás te vaya mejor la mía — dice Margaret-Ann, sin poder estarse quieta durante el transcurso de toda la escena.
      — No, estaré bien.
      — ¿Qué te has puesto en los pies?
      Ése sí que es un problema. Nadie camina, así que nadie tiene zapatos para caminar. Murdeena se decide por un par de botas camperas que compró en Sydney cuando aún estaban de moda.
      — Con eso no puedes caminar.
      — Están hechas para que la gente camine. Los vaqueros. Los vaqueros recorren todas las montañas.
      — Las recorren montados a caballo — protesta Margaret-Ann.
      — Bueno, de momento me servirán — Murdeena se pone la cazadora.
      Ronald alza la voz de nuevo:
      — No irá a salir sola, ¿verdad? — grita desde el sofá.
      — Sí, quiere ir a dar un paseo.
      — ¿Hasta dónde va a ir?
      — ¡Ya está bien, Señor, te traeré una boleto de lotería! — dice Murdeena a voces para evitar que empiece de nuevo todo el teatrillo, y luego sale por la puerta dando pesados pasos con sus botas. De modo que es Margaret-Ann la que debe quedarse a dar explicaciones.
      Ella os diría que fue entonces cuando empezó todo, a pesar de que al principio no parecía nada del otro mundo. Murdeena salía a pasear. Sola, por la noche. A lo mejor era por lo del despido, eso es lo que pensó Margaret-Ann. A Murdeena nunca la habían despedido, a pesar de que el Busy Burger era ya su segundo trabajo, porque antes había sido cajera en Sobey's, durante cuatro años, justo hasta que lo cerraron. Lo hacía de maravilla y todo el mundo la quería mucho. A ella también le gustaba porque podía ver a toda la gente de la ciudad y enterarse de las novedades. El Busy Burger no era tanto de su estilo porque casi todos lo que iban allí eran estudiantes del instituto y Carl Ferguson, el gerente del local, era un auténtico gilipollas. En Sobey's se llevaba estupendamente con su jefe, porque habían ido juntos al colegio, pero Carl Ferguson era un viejo cabrón perverso con el que no se entendía, además no le gustaban las chicas y las trataba a todas como si fueran imbéciles. A Murdeena la contrató precisamente porque no sabía hacer bien las cuentas. Aunque la caja registradora le calculara una cantidad, nunca le daba el cambio correcto a nadie. Nunca se le habían dado bien los números, ninguno de los profesores del colegio supo explicarle por qué el profesor de matemáticas daba por hecho que era una retrasada fronteriza mientras que todos los demás le ponían sobresalientes y notables. Debe de existir algún trastorno que hace que no entiendas las matemáticas, igual que el de los que no saben deletrear, y eso es lo que le pasaba a Murdeena. Si le comentabas cualquier cosa relacionada con números, cambiaba de tema. Si le preguntabas cuántos habitantes tenía la ciudad, contestaba: «Ah, bastantes»; o, si no: «Pues, supongo que más o menos como Amherst. Tal vez más». Y si la presionabas para que diera una cantidad, decía algo como: «Ah... Quizás... Varios centenares». Era una buena forma de quedarse con ella en el instituto. Todos nos reíamos.
      Sin embargo, su cabeza no funcionaba de ese modo, la cabeza de muchas personas no funciona así. Eso no la hacía ser corta pero, de todos modos, Carl Ferguson la trataba como si lo fuera. Ella ponía siempre mucho cuidado al comprobar la cantidad de la caja y contar meticulosamente el cambio, pero a veces aquel cabrón se ponía a su lado a observar cómo hacía sus lentas cuentas antes de coger el dinero de la caja y ponérselo en la palma de la mano, con una sonrisita repugnante que la ponía muy nerviosa. Así es que un día, justo delante de él, le dio a Neil MacLean un billete de veinte en lugar de uno de cinco. Neil explicaba que había visto cómo le temblaba la mano en aquel momento, y que había intentado hacerle algún gesto o alguna seña para decirle de alguna manera que el cambio era incorrecto. Aún así, antes de que tuviera oportunidad de hacer nada, Carl Ferguson va y le arranca el billete de las manos. «¡Por el amor de Dios, mujer!», gritó. «¿Qué pretendes? ¿Arruinarme?» Y Murdeena se puso a llorar y Neil, seguramente con ánimo de ayudarla, le dijo a Carl que era un cabrón, pero entonces fue cuando Carl le soltó que estaba despedida, seguro que para cerrarle la boca a Neil y demostrar que podía hacer y decir todo cuanto le diera la real gana en su propio establecimiento.
      Todo el mundo detestaba a Carl después de aquello porque a todos les gustaba Murdeena. En Sobey's, siempre que le daba mal el cambio a alguien, se limitaban a decir: «Vaya, cariño, tienes que darme algo más», o algo menos, o lo que fuera, y entonces la ayudaban a contar el cambio correcto y se reían juntos un buen rato.
      De modo que estaba cobrando el paro otra vez y en la ciudad todos hablaban de que iban a abrir un gran almacén de alimentos al por mayor, y Margaret-Ann no hacía más que decirle que no tenía de qué preocuparse.
      — No estoy en absoluto preocupada — dice Murdeena.
      — Entonces ¿a qué viene tanto pasear?
      Eso fue después del cuarto paseo de la semana. Murdeena estaba probando todos los zapatos que había en el armario, quería encontrar el par que le fuera mejor para caminar. Esa noche lo había intentado con unas viejas zapatillas de baloncesto de su hermano Martin, de hacía ocho años.
      — ¡No voy a pasear porque esté preocupada por nada! — dice Murdeena, sorprendida. Y su forma de decirlo es tan clara y directa que Margaret-Ann sabe que no miente. Eso hace que se ponga más nerviosa todavía.
      — Bueno, por amor de Dios, Murdeena, ¿y qué haces yendo de un lado para otro tú sola?
      — Fuera se está bien.
      — Se está bien, ¿no?
      — Sí.
      — Pues a mí me parece que es una auténtica pérdida de tiempo cuando yo podría llevarte en coche adonde tú quisieras.
      Murdeena aún no se ha sacado el carnet de conducir. Ésa es otra de las cosas que son peculiares en ella. Dice que no tiene sentido porque nunca va a ninguna parte. A Margaret-Ann y a Ronald les agrada porque así los continúa necesitando para que hagan cosas por ella de vez en cuando.
      — Si quisiera ir en coche — contesta Murdeena— , iría en coche.
      — ¡Pero es que no parece tener el más mínimo sentido! — espeta Margaret-Ann con la esperanza de que Murdeena deje de tomarle el pelo al actuar como si todo fuese normal.
      La gente de la ciudad empezaba a hacer comentarios. Cullen Petrie, de la oficina de correos:
      — Vaya, he visto que tu hija sale a pasear últimamente.
      — Sí, es lo último que le ha dado por hacer.
      — ¡Pues, bien por ella! También yo debería salir más a menudo.
      — Sí, igual que todos — dice Margaret-Ann mientras humedece los sellos con diligencia.
      — ¡Es una chica fuerte!
      — Sí que lo es.
      — Cada noche la veo por ahí — comenta Cullen Petrie, maravillado— . Cada noche.
      — Ya — Margaret-Ann recoge el correo marcando sus ademanes de forma deliberada, como para poner a Cullen en su lugar— . Sí, es muy fuerte, es cierto.
      Cullen la detiene al salir para decirle que Murdeena entregue una solicitud en la oficina de correos, le gustará ver qué puede hacer por ella. A Margaret-Ann le gustaría mandarlo a paseo.
      — En cualquier caso, no tienes por qué encontrar un trabajo ahora mismo — no hace más que repetirle a su hija— . Aún puedes cobrar el paro durante un año y tienes muchas cosas que hacer mientras tanto.
      — Es cierto — coincide Murdeena mientras da zancadas con un viejo par de botas de trabajo para ver cómo le sientan, sin prestar demasiada atención— , tengo muchas cosas que hacer.
      Murdeena siempre está de aquí para allá, eso comenta todo el mundo. Toca el piano para los ancianos todos los fines de semana y siempre ayuda a vender tés y pastas en la iglesia. A veces lee en la misa y también juega con su equipo de béisbol. Solía ser el equipo de Sobey's antes de que cerraran, pero todos disfrutaban tanto del juego que los empleados no quisieron acabar con el equipo. Arrancaron las enseñas baratas de los uniformes y continuaron jugando contra otras compañías de la ciudad. A nadie le importaba. Como broma, se cambiaron el nombre por el de Sobao's.
      A algunas personas les preocupa que no tenga novio, pero para Margaret-Ann y Ronald es todo un alivio, les gusta que esté así. En el instituto salió con un chico durante tres años, y parecía que todo estaba ya muy encarrilado para después de la graduación, pero ¿no se fue él a la universidad y le prometió que hablarían de boda cuando regresara a casa en vacaciones? Bueno, no se necesita ser adivino, ¿verdad?
      Así que Murdeena no ha salido con nadie desde entonces, ya hace casi cinco años. Tiene su pequeño grupo de amigos, los mismos que cuando iba al instituto, y suelen salir todos juntos a tomar algo a la taberna y de vez en cuando se van de viaje a la isla, o a Halifax. Hay un par de chicos con los que pasa bastante tiempo, pero en realidad forman parte de la pandilla, uno tiene novia y el otro está casado.
      Por eso a nadie se le ocurre con quién podría acabar Murdeena. Ella conoce a todos los de la ciudad y todos la conocen a ella. Cada cual tiene su lugar y representa su papel. Así que es muy difícil pensar que la naturaleza intrínseca de las cosas pueda cambiar. Como empezar algo con alguien a quien conoces desde que tenías dos años. En cierto modo, no parece adecuado.
      — A la mierda — anuncia una noche después de cenar. Tiene hasta el último par de zapatos de la casa alineados en el suelo de la cocina.
      — Y ahora ¿qué? — se queja Margaret-Ann, aunque Murdeena no haya abierto la boca hasta ese momento. Siempre está algo tensa después de la cena porque sabe que su hija saldrá de casa e irá quién sabe adónde— . ¿Qué te pasa?
      — Ninguno me va bien — da una patada a los zapatos.
      — ¿Qué quieres decir? Ponte esas preciosas zapatillas deportivas.
      — No.
      — Pues ponte las botas del desierto.
      — Están gastadas. Los he gastado todos. Ninguno me va bien.
      — ¿Te hacen daño? A lo mejor deberías ir al médico.
      — No me hacen daño, mamá, pero no me van bien.
      — Vaya por Dios, Murdeena, saldremos y te compraremos un par de esas dichosas Nike de cien dólares si con eso vas a quedarte tranquila.
      — Voy a probar algo diferente — dice mientras se sienta en una de las sillas de la cocina. «Gracias a Dios», piensa Margaret-Ann. «Se quedará y se tomará el té como una persona normal.»
      Sin embargo, Murdeena no va ni mucho menos a buscar la tetera. Lo que hace es quitarse los calcetines. Su madre la mira sin fijarse demasiado en lo que hace. Luego se levanta y va al armario. Saca la cazadora. Se la pone. Margaret-Ann parpadea deprisa, como si le hubieran dado a un interruptor.
      — Pero, en el nombre de Dios, ¿qué haces ahora?
      — Me voy a dar un paseo.
      Margaret-Ann se derrumba sobre la silla en la que se había sentado Murdeena, con una mano sobre la boca.
      — ¡No llevas zapatos! — murmura.
      — Voy a probar así — dice su hija, vacilante, en la puerta— . Creo que me irá mejor.
      — ¡Dios Santo, Murdeena, no puedes ir caminando por ahí sin zapatos! — gime su madre.
      Murdeena aprieta los labios y no le pregunta por qué, porque lo sabe tan bien como Margaret-Ann. Pero es tozuda.
      — No pasará nada. No hace frío.
      — ¡El suelo está lleno de cristales rotos!
      — Venga, mamá, eso no es cierto.
      — Al menos ponte unas sandalias — dice Margaret-Ann, esperando llegar a un acuerdo. Sigue a Murdeena hacia la salida porque ya se va, ha salido por la puerta, lo va a hacer. Y se apresura, porque sabe que si su madre la agarra de la cazadora, la meterá en casa de un tirón.
      — No tardaré mucho — dice mientras baja corriendo los escalones del porche.
      Margaret-Ann se queda allí de pie, abre y cierra los ojos. Piensa en Cullen Petrie, que estará sentado en el porche de su casa, al otro lado de la calle, tomando la brisa nocturna.
      Murdeena Morrison ha estado desfilando sin zapatos y con los pies descalzos por toda la ciudad, es lo que todo el mundo comenta. Se sorprenden y se burlan juntos. No saben qué intenta demostrar, pero resulta hasta gracioso. La gente toca la bocina cuando pasa por su lado y ella sonríe y saluda, sabe qué quieren decir. «¡Vas a coger frío!», grita la mayoría, aunque todavía sea pleno verano. Los únicos que se muestran arrogantes son los adolescentes, que de cualquier forma son arrogantes con todo el mundo. La llaman «¡Hippy!» desde la bicicleta porque no saben qué otra cosa decirle a una persona que va sin zapatos. A veces le gritan: «¿No te has dejado algo en casa?».
      Murdeena les contesta a voz en grito: «¡No! ¡Gracias por preocuparte!». Tiene muy buen carácter, así que nadie monta ningún escándalo, al menos no delante de ella. Si eso es lo que desea hacer, es lo que desea hacer, dicen moviendo la cabeza.
      Margaret-Ann sale a comprar con el ceño fruncido y nadie se atreve a mencionarle nada. Murdeena ha dejado de llevar zapatos por completo. Se deja caer por la farmacia, o por el hogar de ancianos, o donde sea, con esos pies grandes y sucios. La Sociedad de Damas Caritativas ofreció una cena de langosta y allí estaba Murdeena, como de costumbre, llevando platos y tazas de té a las viejas señoras, y Margaret-Ann no alcanzaba a comprender cómo a nadie se le quitó el apetito. Murdeena tropezó con una taza de té: «¡No te vayas a quemar los deditos, cariño!». Risas de gallina.
      — ¡No quiero oír ni una palabra más al respecto! — anuncia Margaret-Ann una noche mientras cenan. Murdeena levanta la vista de las patatas. Aún no ha abierto la boca.
      No cabe duda de que se trata de una señal para Ronald, que deja el tenedor, suspira y se limpia la boca con una servilleta de papel.
      — Bueno — dice mientras busca las palabras adecuadas— . ¿Y qué harás en invierno? El suelo estará cubierto de nieve.
      Margaret-Ann enseguida asiente con la cabeza. Lógica pura y dura.
      Murdeena, encorvada aún sobre su plato (durante estos últimos días ha comido como un jugador de fútbol americano, pero no ha engordado ni un ápice, al contrario que antes), les sonríe de pronto a ambos con un amor sorprendente.
      — ¡En invierno me pondré unas botas! — exclama— . ¡No me he vuelto loca!
      Se dispone a zamparse las patatas pero de repente estalla en una risa y las esparce por toda la mesa.
      — ¡Por el amor de Dios, Murdeena! — se queja su madre mientras se levanta— . Se diría que te han criado los salvajes.
      — Eso es políticamente incorrecto — articula Ronald con cuidado, sin haber hecho más que mirar la televisión desde que se jubiló.
      — Y una mierda — Margaret-Ann se expresa con más cuidado si cabe. Murdeena continúa riéndose por encima de su plato. Ese plácido júbilo que demuestra en los últimos tiempos empieza a sacar de quicio a Margaret-Ann. Es como si estuviera en posesión de un gran secreto oculto que les va a comunicar en cualquier momento y con el que les provocará un infarto triple instantáneo.
      — ¿Y qué es eso tan divertidísimo que te ronda la cabeza, eh? — le suelta de repente a Murdeena— . No haces más que pasearte sonriendo como una boba, como si nos estuvieras tomando el pelo a todos, alardeando de esos horribles pies que tienes.
      Ofendida, Murdeena se los mira por debajo de la mesa:
      — No son tan feos.
      — ¡Son más feos que un pecado!
      — ¿Desde cuándo?
      — ¡Desde que has decidido que querías ir enseñándoselos por ahí a todo el mundo!
      — ¿Por qué habría de molestarse nadie en mirarme los pies? — quiere saber Murdeena, completamente desconcertada.
      — ¡Eso mismo! — contraataca su madre— . ¿Por qué habría de molestarse nadie en mirarte los pies?
      Y así lo dejan durante un rato.
      Siempre había sido la niñita más dulce y apacible. Ni siquiera había llorado cuando era bebé. De niña nunca contestaba. De adolescente no estuvo arisca. Era la más pequeña y la mejor de los hermanos. Martin había conducido borracho y tuvo que escoger entre Alcohólicos Anónimos o ir a la cárcel, Cora se quedó embarazada, luego se casó y después se divorció, y Alistair no aprobó el noveno curso. Todos ellos se habían trasladado lejos de casa. Sin embargo, Murdeena nunca les había dado problemas. Agradable era la palabra que mejor la describía. Siempre fue la más agradable de sus hijos. Todo el mundo pensaba lo mismo. No obstante, poco a poco, empieza a hablarle a Margaret-Ann como si creyera que es imbécil.
      — Mamá — le dice despacio y con paciencia— , hay cosas que ahora mismo no comprendes.
      — Mamá — murmura con una sonrisa indulgente— , todo se aclarará.
      Margaret-Ann hinca un puño rojo y agresivo en una bola de masa de pan fermentada:
      — Guárdate tus "mamás" y métetelos donde te quepan, por favor, cariño.
      — Venga, mamá — Murdeena mueve la cabeza y se aleja sonriendo, los pies descalzos se le pegan al linóleo del suelo de la cocina. Margaret-Ann le lanza a su hija una manopla del horno a la espalda y rebusca por el mostrador para encontrar algo más consistente con lo que seguir. No soporta que Murdeena adopte esa actitud condescendiente con ella.
      El mundo parece estar al revés. La oye en el salón con Ronald, aconsejándole con solemnidad que apague el televisor y escuche lo que tiene que decir, y Ronald intenta bromear con ella y jugar a «cinco lobitos tiene la loba» para hacerla reír. Pero ella no quiere darle la mano. Margaret-Ann oye a su hija hablarle con calma a su marido mientras él se ríe y canturrea. Está aterrorizada. Se va a la cama sin preguntarle a Ronald qué intentaba decirle Murdeena. Se enterará esa misma semana. La gente del hogar de ancianos estaba disfrutando de un bonito baile tradicional escocés cuando la pianista apartó bruscamente las manos de las teclas y cerró el instrumento de un golpe. El fuerte clong de la madera retumbó por toda la sala y las cuerdas del piano zumbaron de pronto nerviosas, al unísono. Un par de viejos dieron un grito de sorpresa y otro más, que había estado dormido, se habría levantado como fuera de la silla de ruedas de no haber estado atado a ella.
      — Murdeena, cariño, ¿quieres matar de un susto a estas pobres gentes? — dijo entrecortadamente la hermana Tina, organizadora de los eventos e informante de Margaret-Ann.
      — Tengo tantísimas cosas que decirles — parece ser que contestó Murdeena con la mirada fija en el piano cerrado, que tenía el aspecto de una boca sellada sobre sus dientes— . Y aquí me tenéis, ¡tocando bailes escoceses! — rió para sí misma.
      — ¿Estás cansada, cariño? — preguntó la hermana Tina con su voz de niña pequeña, calculada siempre para resultar tranquilizadora e inofensiva a todo el que estuviera junto a ella. Se movió con cuidado hacia delante, con los mismos gestos no amenazadores con los que se acercaba a los ancianos.
      Con una espontaneidad desconcertante, Murdeena gritó de repente:
      — ¡Tengo muchas novedades!
      — ¿Qué le sucede? — ladró Eleanor Sullivan, quien adoraba una buena melodía al piano— . ¡Que le traigan una copa de ron!
      — Dadle unas zapatillas, tiene los pies fríos — pronunció con dificultad Angus Chisholm, adormilado aún tras haber sido arrancado de un sueñecito.
      — Tengo unos buenos calcetines de lana que se puede poner — ofreció la Sra. Sullivan, la más despierta y oficiosa de todos ellos— . Corra y vaya a buscárselos, hermana, querida.
      De pronto, todos los ancianos le ofrecían calcetines a Murdeena. Un par de ellos hacían señales a la hermana Tina para que se acercara y les ayudara a sacarse las zapatillas... Era evidente que Murdeena las necesitaba más que ellos.
      — Hace años que no he podido sentir estos malditos pies míos — argumentaba Annie Chaisson mientras luchaba por deshacerse de sus peúcos con borlas.
      — Por el amor de Dios, que nadie se quite los zapatos — ordenó la hermana Tina— . ¡Van a coger frío y no habrá suficientes personas para cuidar de ustedes!
      — ¡No necesito su calzado! — gritó Murdeena— . ¡Necesito que me escuchen! ¡Necesito que me crean, que confíen en mí y que me escuchen!
      Aquellas frases resultaron estrafalarias de lo serias que sonaron, y los ancianos dirigieron la mirada a cualquier lugar que no fuera el piano. Murdeena iba de un lado a otro sobre el taburete y les sonreía radiantemente. Lo que sucedió a continuación fue aún peor.
      — Supongo que te has enterado — le dijo Murdeena a su madre. Después de la velada con los ancianos se había ido a dar un paseo y había estado fuera durante dos horas y media. Margaret-Ann está plantada en medio de la cocina, casi da golpes en el suelo con el pie, igual que la caricatura de una madre que está enfadada de tanto esperar. Hasta podría creerse que Murdeena es una adolescente que se ha pasado la noche de juerga por ahí. Ronald está sentado a la mesa de la cocina con aire aprensivo porque Margaret-Ann se lo ha ordenado y porque así es como se siente.
      — Supongo que tienes algo que explicarnos — dispara Margaret-Ann— . Tu padre me ha dicho que a él ya se lo has contado. Y ahora que lo has compartido con una panda de viejos chochos incontinentes y seniles, a lo mejor se lo puedes decir a tu propia madre.
      — Muy bien — responde Murdeena antes de inspirar una bocanada de aire— . Allá va.
      — Pues vamos a oírlo — dice Margaret-Ann.
      — Soy el Camino y la Luz — dice Murdeena.
      — ¿Y eso a qué viene ahora?
      — Soy el Camino y la Luz — dice Murdeena.
      — ¿Tú? — pregunta Margaret-Ann.
      — Yo.
      — Ya veo.
      Ronald se cubre con las dos manos la parte inferior de la cara y dirige la mirada de una mujer a otra.
      — ¿Y qué camino y qué luz son esos? — pregunta Margaret-Ann con las manos apoyadas en las caderas.
      — ¿Qué...?
      — ¿De qué camino y de qué luz estamos hablando?
      Murdeena traga saliva y aprieta los labios de una forma muy suya, tozuda aunque insegura.
      — El camino — dice— del Cielo.
      Margaret-Ann mira a su marido, que se encoge de hombros.
      — Y la luz — continúa Murdeena— de... Bueno, tú ya lo sabes, mamá. No tendría que explicártelo.
      — ¿De?
      — De la salvación.
      Murdeena se aclara la voz para romper el silencio. Pasan toda la noche despiertos discutiendo sobre el tema.
      En primer lugar, la arrogancia. Es de lo más arrogante ir caminando por ahí pensando que eres «el no va más», como Margaret-Ann insistió en expresarlo. No quería hablar de ello en ningún término que no fuera ése.
      — Lo que estás diciendo es que eres mejor que todos nosotros — era el argumento expuesto por Margaret-Ann.
      — ¡No, no!
      — Te paseas por ahí hablando como si lo supieras todo. Nadie te lo va a consentir.
      — No, todo no — dijo Murdeena. Sin embargo, sonreía un poco, se notaba que en realidad pensaba que estaba siendo modesta.
      — La gente no te lo va a consentir — repitió Margaret-Ann— . Dirán: «Murdeena Morrison: ¿quién se ha creído que es?».
      — ¡Oh, por todos los santos, mamá! — explotó Murdeena con una impaciencia muy poco propia de ella— . No te olvides de Nazaret, cuando Jes... quiero decir, yo, cuando yo le explicaba al pueblo de Nazaret...
      — Eso es una blasfemia — Margaret-Ann se tapó los oídos.
      — ... que era el Camino y la Luz, no creas que la gente no iba por ahí diciendo: «¡Vaya, ese Jesucristo debe de creerse que es algo especial! ¡Siempre de un lado para otro y predicando entre el pueblo!».
      — ¡Es una blasfemia! — gritó Margaret-Ann por encima del latido de la sangre que le bombeaba en la cabeza. Sus manos apretaban con demasiada fuerza contra las orejas.
      — Eso es lo mismo que decían entonces.
      Margaret-Ann tenía razón y Murdeena estaba equivocada. Nadie quería oír esas cosas. Murdeena les gustaba a todos, pero había sacado esos sucios pies descalzos y estaba pisoteando toda su tierra sagrada. Las noticias no tardaron en correr.
      Al servirle el té a la Sra. Foguere en el sótano de la iglesia, se inclina sobre ella para hablarle.
      — Érase una vez una pequeña ciudad junto al mar... — empieza.
      — Oh, por favor, cariño, ahora no — interrumpe la Sra. Foguere, que a estas alturas ya sabe lo que viene a continuación, y todo el mundo la mira con pena.
      — No, no pasa nada — dice Murdeena— . Le voy a contar una historia.
      — Sólo quiero tomarme el té, cielo.
      — Había toda una ciudad llena de gente, ¿sabe? ¡Y todos estaban dormidos! ¡La ciudad entera!
      — No creo que me apetezca escuchar tu historia, cariño — dice la Sra. Foguere.
      — ¡No, no! ¡Es una parábola! Espere un poco — insiste Murdeena— . Toda esa ciudad, todos, estaban dormidos, pero lo curioso es... que andaban sonámbulos y hacían todo lo que tenían que hacer como si estuvieran despiertos.
      — No me apetece escucharlo, Murdeena.
      — Sí, por amor de Dios, cariño, si lo que quieres es hablar, vete a conversar un rato con el padre — la Sra. MacLaughlin, sentada a la mesa contigua y de todos conocida por sus directos modales, alza la voz.
      — ¡Pero es que es una parábola! — explica Murdeena.
      — ¡Pues a mí no me parece una de esas endemoniadas parábolas! — se queja la Sra. MacLaughlin. Las mujeres que están junto a ella refunfuñan en asentimiento.
      Murdeena se yergue y repasa la sala con la mirada:
      — Bueno, es que todavía estoy empezando a pillarle el truco.
      Las damas apartan la vista de ella. En su lugar, encuentran consuelo mirándose unas a otras: con sus vestidos y sus fibras y sus cosméticos agresivos y desesperados. Por fin, alguien se burla y comenta que ha pasado mucho tiempo desde el Sermón de la Montaña, a lo que una recatada ola de risitas cruza la estancia. Murdeena apoya las manos en las caderas. Muchas de las damas apuntan más tarde lo mucho que se parecía a Margaret-Ann en aquel momento.
      — Pues al infierno con todas ustedes — declara antes de salir corriendo de la sala con sus flagrantes pies descalzos.
      Nunca nadie había oído a Murdeena decir algo por el estilo, por lo menos nadie de la Sociedad de Damas Caritativas.
      La hermana Tina se llega hasta la casa para hacer una visita.
      — Al comprender que soy el Camino y la Luz — se explica Murdeena— , no estaría bien que no quisiera hablar de ello todo lo posible.
      — Sí, pero, cariño, no era una historia demasiado sutil, ¿no crees? A nadie le gusta oír ese tipo de cosas sobre sí mismo.
      — Lo importante no es que les vaya a gustar — escupe Murdeena— . Deberían quedarse en silencio y escucharme.
      Con esto, Margaret-Ann se reclina en su silla y grazna. La hermana Tina sonríe un poco mientras juega con el paño sobre el que descansa la tetera.
      — Deberían hacerlo — insiste la chica.
      — No están de acuerdo contigo, cariño.
      — Entonces pueden irse al infierno, como les he dicho antes.
      — ¡Cuidado con lo que dices por esa boca! — apenas consigue decir su madre, furiosa pero sin poder evitar una media sonrisa.
      La hermana Tina levanta una manita con la diminuta autoridad que posee:
      — Bueno, ése no es un sentimiento muy cristiano, ¿no te parece, Murdeena?
      — Es tan cristiano como el que más — responde Murdeena. Es un escándalo lo segura de sí misma que está.
      Al día siguiente, la hermana trae consigo al padre.
      — No soporto la forma que tiene de hablarle ahora a todo el mundo — le confiesa Margaret-Ann en la puerta— . Es una horrible sabelotodo.
      El padre asiente con la cabeza, dando a entender que la comprende, y se rasca la barriga. Los dos, él y Murdeena, se quedan solos en el comedor para poder hablar con toda libertad.
      Agachada detrás de la puerta, Margaret-Ann escucha cómo se queja su hija:
      — ¿Para qué sirven los comedores a fin de cuentas? Ni siquiera utilizamos esta sala. Todo está cubierto de polvo.
      — ¡Así debe ser! — grita Margaret-Ann exasperada. Su hija se ha vuelto obtusa, a parte de todo lo demás. La hermana Tina se la lleva con gentileza de vuelta a la cocina.
      La visita del padre resulta básicamente inútil. Al terminar no hace más que comentar lo muy respondona que se ha vuelto la pequeña Murdeena. No deja que le digan nada. «No deja que le digan nada», no hace más que repetir. El padre no sabe muy bien cómo tratar con alguien que no deja que le digan nada. Aclara que por lo tanto es Murdeena quien tiene la culpa de su inutilidad, y se va a darle la comunión al vecino de al lado, Allan Beaton, que vive confinado en su casa.
      — Por aquí todo el mundo es demasiado viejo — murmura Murdeena cuando el cura se ha ido. Lo observa a través de la ventana mientras la enfermera de Allan Beaton le sostiene la puerta para que dejarlo entrar. La enfermera tampoco es lo que se diría una jovencita. El padre es más bien calvo, con un poco de pelo como de borra de algodón, y su cara parece una bolsa de papel arrugada.
      — Últimamente no haces más que quejarte — refunfuña su madre mientras va al comedor con un trapo de quitar el polvo.
      Así que ahora Murdeena anda por ahí convencida de que puede curar a los enfermos. Está segura de que eso hará que se callen. En la explanada del aparcamiento del centro comercial, Leanne Cameron le pilla el dedo por accidente a su niño de siete años con la puerta del coche y Murdeena baja de un salto del Chevrolet de su madre y se acerca corriendo, los pies descalzos le queman contra el asfalto, una enorme sonrisa llena de expectación le atraviesa el rostro. Al pobre niño se le ponen los pelos de punta y, nada más verla, empieza a gritar el doble de fuerte que antes. Murdeena intenta agarrarle la mano una y otra vez, pero Leanne no la deja ni acercársele. Mucha gente contempla y comenta esa escena. Margaret-Ann se promete que nunca volverá a llevar a Murdeena a la compra, ni a ningún otro sitio, por lo que a ella respecta.
      Margaret-Ann declara oficialmente que «ya ha tenido bastante». Hace la prueba de aplicarle a su hija el trato del silencio, pero Murdeena está demasiado preocupada para darse cuenta. Eso hiere sus sentimientos, así que deja los experimentos y acaba por no volver a dirigirle la palabra a su hija. Sus días se llenan cada vez más de rabia y silencio, mientras lo único que espera es que Murdeena se ocupe de su madre y haga lo que debe hacer. Atenderla.
      — Atiende a tu madre — le ruega Ronald por la noche, bajando la voz para que la televisión impida que las palabras lleguen a la cocina— . Por favor, ve y atiéndela.
      La cabeza de Murdeena se yergue de golpe como si hubiese estado dormida y alguien hubiera dado una palmada junto a su oreja.
      — ¿Se ha hecho daño? ¿Le sale sangre? — mueve los dedos con impaciencia, haciendo ejercicios de calentamiento.
      Empieza a merodear por los partidos de béisbol de los niños; espera que a alguien le golpee una pelota en la cara o que se abra la muñeca al tirarse a una base. Ronda como un espíritu maligno y, en consecuencia, los niños ponen mayor cuidado en sus juegos durante todo el verano. Murdeena observa con los dedos cruzados a los bebés que aprenden a caminar y se alejan de sus padres en dirección a unos cristales rotos o algo semejante.
      Sin embargo, a estas alturas la gente sabe bien que ha de mantener a sus hijos lejos de Murdeena Morrison. En el transcurso de un par de meses se ha convertido en algo instintivo dentro de la comunidad. También acecha en los partidos de los adultos, aunque ya hace mucho que dejó de jugar con los Sobao's.
      Nadie sabe muy bien cómo decirle a Murdeena que deje de ir a tocar el piano, porque lo ha estado haciendo de forma voluntaria desde que tenía trece años; Margaret-Ann pensó que sería una buena forma de que practicara y al mismo tiempo hacer algo bueno por esos viejos chochos incontinentes y seniles. Así que Murdeena se acercaba hasta allí todos los domingos después de cenar, y durante los siguientes diez años nunca surgió motivo alguno por el que tuviera que dejar de hacerlo. Se trataba de una relación perfectamente satisfactoria, aunque algo estancada tal vez. Los ancianos pedían las mismas canciones un domingo por la noche tras otro, y Murdeena las interpretaba siempre de forma impecable. "La boda de Main" y "La soirée de Kelligrew" y otras por el estilo. Algunos de los ancianos que estaban en el hogar cuando había empezado a tocar ya habían fallecido, pero la mayoría seguía por allí, viviendo los últimos años de su vida mientras Murdeena experimentaba casi la totalidad de la suya, una chica de la provincia, desabrida e inofensiva, que según ellos debería estar incordiando con la ropa y los novios, consumiendo su juventud.
      Sin embargo, ya no hay nada que incordie a Murdeena. Sus amigos la han abandonado en respuesta al tono «supremo y todopoderoso» que ha adoptado frente a ellos, su madre está enfadada y su padre nunca había hablado demasiado con ella de todos modos. Los ancianos son el único público cautivo del que dispone. Durante un tiempo, después de la velada en la que cerró el piano de un golpe, fingía a medias que iba allí a tocar para ellos, pero las melodías solían desvanecerse al cabo de pocos minutos. Furtivamente, empezaba a hacer averiguaciones sobre la rodilla de Angus Chisholm, la cadera de Annie Chaisson, la artritis de Eleanor Sullivan.
      — Sólo con que me dejara tomarla de las manos durante un par de segundos, Sra. Sullivan — rogaba.
      — Cariño, me encantaría que me tomaras de la mano, pero no con un espíritu blasfemo.
      Sin embargo, le prestaban atención. Los ancianos son las personas más tolerantes de toda la ciudad, por alguna razón no se sienten ni amenazados ni escandalizados por lo que Murdeena tiene que decir. Tampoco la fastidian por su aspecto, ni siquiera mencionan sus pies. Ahora Murdeena tiene siempre los labios apretados, y también el cuerpo; ya ha perdido toda la grasa acumulada de tanto caminar por las calles durante horas hasta que se hace de noche y se olvida a veces de ir a cenar. Es octubre, y por el momento no hay ni rastro de zapatos. Los ancianos deciden que es asunto suyo y no dicen ni una palabra.
      De ese modo, rechazada por la ciudad, poco a poco dirige toda su atención hacia los atentos viejos, sentados en sus sillas cada domingo por la noche hasta que las enfermeras los ayuden a irse a la cama, siempre esperando para escuchar a Murdeena. La hermana Tina (que salta y se altera a cada palabra que sale por la boca de Murdeena como si la hubieran pinchado con un atizador al rojo vivo) pronto se da cuenta de que no tiene por qué preocuparse de que vayan a ofenderse por lo que diga la chica. Los ancianos acogen la blasfemia con mejor humor que el resto de la ciudad. Han nacido en granjas, han crecido en las colinas de valles remotos donde cruzarse con otro ser humano en el camino, sin que importara quién fuera ni qué tuviera que decir, era un inmenso e inesperado placer, y por lo tanto los viejos escuchan humildes, caritativos, educados, alineados unos junto a otros en frente del piano.
      Es como si Murdeena imaginase que los ancianos representan las primeras líneas, que si consigue abrirse paso entre ellos todo lo demás se irá esclareciendo. El mundo volverá a entrar en razón. Por eso, un domingo tras otro, deja la música para ponerse a suplicar. Un domingo tras otro les suplica hasta que se hace de noche.
      Y a ellos les parece bien. Dejan que les hable y que extienda sus manos hacia ellos. Nunca se quejan ni la interrumpen. Sonríen con su vieja cara amable y paciente y se niegan a dejarse tocar.

© 2000 Lynn Coady
Traducción: ©
Laura Manero
versión en inglés

"Dios Santo, Murdeena" (Jesus Christ, Murdeena) fue publicado en la antología de cuentos Play The Monster Blind, 2000.   Esta versión electrónica  ha sido publicada en  The Barcelona Review con el permiso de la The Bukowski Agency, Canadá y Mercedes Casanovas Agencia Literaria, Barcelona.
Esta historia  no puede ser archivada ni distribuida sin el permiso expreso de Barcelona Review. Rogamos lean las condiciones de uso.
biografía

foto: Christy Ann Conlin

lynn.CoadyLynn Coady fue adoptada por una numerosa familia de Cape Breton y creció en el industrial Port Hawkesbury, Nova Scotia, y en rural Margaree Valley. Se graduó en Carlton University en Ottawa y luego obtuvo su Doctorado por la University of British Columbia en Vancouver, ciudad en la que reside en la actualidad en compañía de su esposo. Ha publicado relatos en la mayoría de las revistas literarias de Canada. También ha escrito obras de teatro y guiones de cine. Su primera novela Strange Heaven fue finalista en el Governor General´s Award for Fiction, en 1998, y ganó el Dartmouth Book Award y el ABPA Booksellers Choice Award. El libro también mereció, ese mismo año, el premio al autor más prometedor menor de treinta años, que otorga la Canadian Author´s Association.

Traductora:
Laura Manero nació en la ciudad de Tarragona hace 23 años. Licenciada en Traducción e Interpretación por la Universidad Autónoma de Barcelona, ha empezado a colaborar con diversas editoriales en publicaciones de carácter divulgativo. En la actualidad trabaja con la ilusión de tener un futuro en el mundo de la traducción.
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