Dios Santo, Murdeena
de Lynn Coady
Traducción: Laura
Manero
Su madre os diría que todo empezó
con los paseos. Sin más ni más, no mucho después de que la despidieran del Busy Burger
y de llevar unos cuantos días dando vueltas por la casa. Murdeena sale de repente con eso
de «creo que me voy a dar un paseo». Margaret-Ann estaba acabando de fregar los platos y
se apresuró a secarse las manos cuando lo oyó porque creía que en realidad Murdeena
estaba dando rodeos para pedir que la llevara en coche a alguna parte.
¿Adónde quieres ir? pregunta.
No lo sé, sólo voy a dar un paseo por ahí.
¿Por dónde vas a pasear?
Creo que iré hasta el mar o a alguna otra
parte.
Vamos, yo te llevo dice mientras busca
las llaves.
¡Cómprame un «Rasque y gane»! grita
el Sr. Morrison desde el sofá al oír el tintineo del llavero.
No, no, no empieza Murdeena .
Sólo voy a dar un paseo, a mirar al mar.
Te llevo en coche, podemos sentarnos dentro y
mirarlo juntas insiste Margaret-Ann. No sabe qué se trae su hija entre manos.
Pero es que quiero dar un paseo dice
Murdeena.
¿Y quién sale a dar paseos? comenta
Margaret-Ann. Lo cierto es que lleva razón. Ya nadie sale a dar paseos. Los únicos que
lo hacen son viejos y viejas a quienes el médico les ha dicho que deben hacer más
ejercicio. Se los puede ver dando la vuelta a la manzana cada noche después de la cena,
con aspecto de no estar nada a gusto.
Pero ¿qué te pasa? pregunta
Margaret-Ann. Cree que Murdeena se siente mal porque la han despedido y quiere regodearse
en la tristeza.
Nada, mamá. Hace muy buena noche.
Pues siéntate en el porche, no tienes por qué
ir dando vueltas por ahí.
Pero es que quiero hacerlo.
Venga, que te traigo una taza de té.
No quiero tomar más té. Quiero dar un paseo.
Al pensar en los ancianos, Margaret-Ann cae en la
cuenta de que pasear es una distracción muy saludable y que tal vez debería fomentarla.
O sea que ahora te ha dado por las costumbres
sanas, ¿no?
No.
Bueno, si es lo que quieres hacer dice,
perpleja , ¿estarás bien?
Sí entretanto, Murdeena rebusca por el
porche, intenta encontrar algo con que calzarse los pies.
¿Quieres una chaqueta?
Sí, me pondré mi cazadora.
Quizás te vaya mejor la mía dice
Margaret-Ann, sin poder estarse quieta durante el transcurso de toda la escena.
No, estaré bien.
¿Qué te has puesto en los pies?
Ése sí que es un problema. Nadie camina, así que
nadie tiene zapatos para caminar. Murdeena se decide por un par de botas camperas que
compró en Sydney cuando aún estaban de moda.
Con eso no puedes caminar.
Están hechas para que la gente camine. Los
vaqueros. Los vaqueros recorren todas las montañas.
Las recorren montados a caballo protesta
Margaret-Ann.
Bueno, de momento me servirán Murdeena
se pone la cazadora.
Ronald alza la voz de nuevo:
No irá a salir sola, ¿verdad? grita
desde el sofá.
Sí, quiere ir a dar un paseo.
¿Hasta dónde va a ir?
¡Ya está bien, Señor, te traeré una boleto
de lotería! dice Murdeena a voces para evitar que empiece de nuevo todo el
teatrillo, y luego sale por la puerta dando pesados pasos con sus botas. De modo que es
Margaret-Ann la que debe quedarse a dar explicaciones.
Ella os diría que fue entonces cuando empezó todo, a
pesar de que al principio no parecía nada del otro mundo. Murdeena salía a pasear. Sola,
por la noche. A lo mejor era por lo del despido, eso es lo que pensó Margaret-Ann. A
Murdeena nunca la habían despedido, a pesar de que el Busy Burger era ya su segundo
trabajo, porque antes había sido cajera en Sobey's, durante cuatro años, justo hasta que
lo cerraron. Lo hacía de maravilla y todo el mundo la quería mucho. A ella también le
gustaba porque podía ver a toda la gente de la ciudad y enterarse de las novedades. El
Busy Burger no era tanto de su estilo porque casi todos lo que iban allí eran estudiantes
del instituto y Carl Ferguson, el gerente del local, era un auténtico gilipollas. En
Sobey's se llevaba estupendamente con su jefe, porque habían ido juntos al colegio, pero
Carl Ferguson era un viejo cabrón perverso con el que no se entendía, además no le
gustaban las chicas y las trataba a todas como si fueran imbéciles. A Murdeena la
contrató precisamente porque no sabía hacer bien las cuentas. Aunque la caja
registradora le calculara una cantidad, nunca le daba el cambio correcto a nadie. Nunca se
le habían dado bien los números, ninguno de los profesores del colegio supo explicarle
por qué el profesor de matemáticas daba por hecho que era una retrasada fronteriza
mientras que todos los demás le ponían sobresalientes y notables. Debe de existir algún
trastorno que hace que no entiendas las matemáticas, igual que el de los que no saben
deletrear, y eso es lo que le pasaba a Murdeena. Si le comentabas cualquier cosa
relacionada con números, cambiaba de tema. Si le preguntabas cuántos habitantes tenía
la ciudad, contestaba: «Ah, bastantes»; o, si no: «Pues, supongo que más o menos como
Amherst. Tal vez más». Y si la presionabas para que diera una cantidad, decía algo
como: «Ah... Quizás... Varios centenares». Era una buena forma de quedarse con ella en
el instituto. Todos nos reíamos.
Sin embargo, su cabeza no funcionaba de ese modo, la
cabeza de muchas personas no funciona así. Eso no la hacía ser corta pero, de todos
modos, Carl Ferguson la trataba como si lo fuera. Ella ponía siempre mucho cuidado al
comprobar la cantidad de la caja y contar meticulosamente el cambio, pero a veces aquel
cabrón se ponía a su lado a observar cómo hacía sus lentas cuentas antes de coger el
dinero de la caja y ponérselo en la palma de la mano, con una sonrisita repugnante que la
ponía muy nerviosa. Así es que un día, justo delante de él, le dio a Neil MacLean un
billete de veinte en lugar de uno de cinco. Neil explicaba que había visto cómo le
temblaba la mano en aquel momento, y que había intentado hacerle algún gesto o alguna
seña para decirle de alguna manera que el cambio era incorrecto. Aún así, antes de que
tuviera oportunidad de hacer nada, Carl Ferguson va y le arranca el billete de las manos.
«¡Por el amor de Dios, mujer!», gritó. «¿Qué pretendes? ¿Arruinarme?» Y Murdeena
se puso a llorar y Neil, seguramente con ánimo de ayudarla, le dijo a Carl que era un
cabrón, pero entonces fue cuando Carl le soltó que estaba despedida, seguro que para
cerrarle la boca a Neil y demostrar que podía hacer y decir todo cuanto le diera la real
gana en su propio establecimiento.
Todo el mundo detestaba a Carl después de aquello
porque a todos les gustaba Murdeena. En Sobey's, siempre que le daba mal el cambio a
alguien, se limitaban a decir: «Vaya, cariño, tienes que darme algo más», o algo
menos, o lo que fuera, y entonces la ayudaban a contar el cambio correcto y se reían
juntos un buen rato.
De modo que estaba cobrando el paro otra vez y en la
ciudad todos hablaban de que iban a abrir un gran almacén de alimentos al por mayor, y
Margaret-Ann no hacía más que decirle que no tenía de qué preocuparse.
No estoy en absoluto preocupada dice
Murdeena.
Entonces ¿a qué viene tanto pasear?
Eso fue después del cuarto paseo de la semana.
Murdeena estaba probando todos los zapatos que había en el armario, quería encontrar el
par que le fuera mejor para caminar. Esa noche lo había intentado con unas viejas
zapatillas de baloncesto de su hermano Martin, de hacía ocho años.
¡No voy a pasear porque esté preocupada por
nada! dice Murdeena, sorprendida. Y su forma de decirlo es tan clara y directa que
Margaret-Ann sabe que no miente. Eso hace que se ponga más nerviosa todavía.
Bueno, por amor de Dios, Murdeena, ¿y qué
haces yendo de un lado para otro tú sola?
Fuera se está bien.
Se está bien, ¿no?
Sí.
Pues a mí me parece que es una auténtica
pérdida de tiempo cuando yo podría llevarte en coche adonde tú quisieras.
Murdeena aún no se ha sacado el carnet de conducir.
Ésa es otra de las cosas que son peculiares en ella. Dice que no tiene sentido porque
nunca va a ninguna parte. A Margaret-Ann y a Ronald les agrada porque así los continúa
necesitando para que hagan cosas por ella de vez en cuando.
Si quisiera ir en coche contesta
Murdeena , iría en coche.
¡Pero es que no parece tener el más mínimo
sentido! espeta Margaret-Ann con la esperanza de que Murdeena deje de tomarle el
pelo al actuar como si todo fuese normal.
La gente de la ciudad empezaba a hacer comentarios.
Cullen Petrie, de la oficina de correos:
Vaya, he visto que tu hija sale a pasear
últimamente.
Sí, es lo último que le ha dado por hacer.
¡Pues, bien por ella! También yo debería
salir más a menudo.
Sí, igual que todos dice Margaret-Ann
mientras humedece los sellos con diligencia.
¡Es una chica fuerte!
Sí que lo es.
Cada noche la veo por ahí comenta
Cullen Petrie, maravillado . Cada noche.
Ya Margaret-Ann recoge el correo
marcando sus ademanes de forma deliberada, como para poner a Cullen en su lugar .
Sí, es muy fuerte, es cierto.
Cullen la detiene al salir para decirle que Murdeena
entregue una solicitud en la oficina de correos, le gustará ver qué puede hacer por
ella. A Margaret-Ann le gustaría mandarlo a paseo.
En cualquier caso, no tienes por qué encontrar
un trabajo ahora mismo no hace más que repetirle a su hija . Aún puedes
cobrar el paro durante un año y tienes muchas cosas que hacer mientras tanto.
Es cierto coincide Murdeena mientras da
zancadas con un viejo par de botas de trabajo para ver cómo le sientan, sin prestar
demasiada atención , tengo muchas cosas que hacer.
Murdeena siempre está de aquí para allá, eso
comenta todo el mundo. Toca el piano para los ancianos todos los fines de semana y siempre
ayuda a vender tés y pastas en la iglesia. A veces lee en la misa y también juega con su
equipo de béisbol. Solía ser el equipo de Sobey's antes de que cerraran, pero todos
disfrutaban tanto del juego que los empleados no quisieron acabar con el equipo.
Arrancaron las enseñas baratas de los uniformes y continuaron jugando contra otras
compañías de la ciudad. A nadie le importaba. Como broma, se cambiaron el nombre por el
de Sobao's.
A algunas personas les preocupa que no tenga novio,
pero para Margaret-Ann y Ronald es todo un alivio, les gusta que esté así. En el
instituto salió con un chico durante tres años, y parecía que todo estaba ya muy
encarrilado para después de la graduación, pero ¿no se fue él a la universidad y le
prometió que hablarían de boda cuando regresara a casa en vacaciones? Bueno, no se
necesita ser adivino, ¿verdad?
Así que Murdeena no ha salido con nadie desde
entonces, ya hace casi cinco años. Tiene su pequeño grupo de amigos, los mismos que
cuando iba al instituto, y suelen salir todos juntos a tomar algo a la taberna y de vez en
cuando se van de viaje a la isla, o a Halifax. Hay un par de chicos con los que pasa
bastante tiempo, pero en realidad forman parte de la pandilla, uno tiene novia y el otro
está casado.
Por eso a nadie se le ocurre con quién podría acabar
Murdeena. Ella conoce a todos los de la ciudad y todos la conocen a ella. Cada cual tiene
su lugar y representa su papel. Así que es muy difícil pensar que la naturaleza
intrínseca de las cosas pueda cambiar. Como empezar algo con alguien a quien conoces
desde que tenías dos años. En cierto modo, no parece adecuado.
A la mierda anuncia una noche después
de cenar. Tiene hasta el último par de zapatos de la casa alineados en el suelo de la
cocina.
Y ahora ¿qué? se queja Margaret-Ann,
aunque Murdeena no haya abierto la boca hasta ese momento. Siempre está algo tensa
después de la cena porque sabe que su hija saldrá de casa e irá quién sabe
adónde . ¿Qué te pasa?
Ninguno me va bien da una patada a los
zapatos.
¿Qué quieres decir? Ponte esas preciosas
zapatillas deportivas.
No.
Pues ponte las botas del desierto.
Están gastadas. Los he gastado todos. Ninguno
me va bien.
¿Te hacen daño? A lo mejor deberías ir al
médico.
No me hacen daño, mamá, pero no me van bien.
Vaya por Dios, Murdeena, saldremos y te
compraremos un par de esas dichosas Nike de cien dólares si con eso vas a quedarte
tranquila.
Voy a probar algo diferente dice
mientras se sienta en una de las sillas de la cocina. «Gracias a Dios», piensa
Margaret-Ann. «Se quedará y se tomará el té como una persona normal.»
Sin embargo, Murdeena no va ni mucho menos a buscar la
tetera. Lo que hace es quitarse los calcetines. Su madre la mira sin fijarse demasiado en
lo que hace. Luego se levanta y va al armario. Saca la cazadora. Se la pone. Margaret-Ann
parpadea deprisa, como si le hubieran dado a un interruptor.
Pero, en el nombre de Dios, ¿qué haces ahora?
Me voy a dar un paseo.
Margaret-Ann se derrumba sobre la silla en la que se
había sentado Murdeena, con una mano sobre la boca.
¡No llevas zapatos! murmura.
Voy a probar así dice su hija,
vacilante, en la puerta . Creo que me irá mejor.
¡Dios Santo, Murdeena, no puedes ir caminando
por ahí sin zapatos! gime su madre.
Murdeena aprieta los labios y no le pregunta por qué,
porque lo sabe tan bien como Margaret-Ann. Pero es tozuda.
No pasará nada. No hace frío.
¡El suelo está lleno de cristales rotos!
Venga, mamá, eso no es cierto.
Al menos ponte unas sandalias dice
Margaret-Ann, esperando llegar a un acuerdo. Sigue a Murdeena hacia la salida porque ya se
va, ha salido por la puerta, lo va a hacer. Y se apresura, porque sabe que si su madre la
agarra de la cazadora, la meterá en casa de un tirón.
No tardaré mucho dice mientras baja
corriendo los escalones del porche.
Margaret-Ann se queda allí de pie, abre y cierra los
ojos. Piensa en Cullen Petrie, que estará sentado en el porche de su casa, al otro lado
de la calle, tomando la brisa nocturna.
Murdeena Morrison ha estado desfilando sin zapatos y
con los pies descalzos por toda la ciudad, es lo que todo el mundo comenta. Se sorprenden
y se burlan juntos. No saben qué intenta demostrar, pero resulta hasta gracioso. La gente
toca la bocina cuando pasa por su lado y ella sonríe y saluda, sabe qué quieren decir.
«¡Vas a coger frío!», grita la mayoría, aunque todavía sea pleno verano. Los únicos
que se muestran arrogantes son los adolescentes, que de cualquier forma son arrogantes con
todo el mundo. La llaman «¡Hippy!» desde la bicicleta porque no saben qué otra cosa
decirle a una persona que va sin zapatos. A veces le gritan: «¿No te has dejado algo en
casa?».
Murdeena les contesta a voz en grito: «¡No!
¡Gracias por preocuparte!». Tiene muy buen carácter, así que nadie monta ningún
escándalo, al menos no delante de ella. Si eso es lo que desea hacer, es lo que desea
hacer, dicen moviendo la cabeza.
Margaret-Ann sale a comprar con el ceño fruncido y
nadie se atreve a mencionarle nada. Murdeena ha dejado de llevar zapatos por completo. Se
deja caer por la farmacia, o por el hogar de ancianos, o donde sea, con esos pies grandes
y sucios. La Sociedad de Damas Caritativas ofreció una cena de langosta y allí estaba
Murdeena, como de costumbre, llevando platos y tazas de té a las viejas señoras, y
Margaret-Ann no alcanzaba a comprender cómo a nadie se le quitó el apetito. Murdeena
tropezó con una taza de té: «¡No te vayas a quemar los deditos, cariño!». Risas de
gallina.
¡No quiero oír ni una palabra más al
respecto! anuncia Margaret-Ann una noche mientras cenan. Murdeena levanta la vista
de las patatas. Aún no ha abierto la boca.
No cabe duda de que se trata de una señal para
Ronald, que deja el tenedor, suspira y se limpia la boca con una servilleta de papel.
Bueno dice mientras busca las palabras
adecuadas . ¿Y qué harás en invierno? El suelo estará cubierto de nieve.
Margaret-Ann enseguida asiente con la cabeza. Lógica
pura y dura.
Murdeena, encorvada aún sobre su plato (durante estos
últimos días ha comido como un jugador de fútbol americano, pero no ha engordado ni un
ápice, al contrario que antes), les sonríe de pronto a ambos con un amor sorprendente.
¡En invierno me pondré unas botas!
exclama . ¡No me he vuelto loca!
Se dispone a zamparse las patatas pero de repente
estalla en una risa y las esparce por toda la mesa.
¡Por el amor de Dios, Murdeena! se
queja su madre mientras se levanta . Se diría que te han criado los salvajes.
Eso es políticamente incorrecto
articula Ronald con cuidado, sin haber hecho más que mirar la televisión desde que se
jubiló.
Y una mierda Margaret-Ann se expresa con
más cuidado si cabe. Murdeena continúa riéndose por encima de su plato. Ese plácido
júbilo que demuestra en los últimos tiempos empieza a sacar de quicio a Margaret-Ann. Es
como si estuviera en posesión de un gran secreto oculto que les va a comunicar en
cualquier momento y con el que les provocará un infarto triple instantáneo.
¿Y qué es eso tan divertidísimo que te ronda
la cabeza, eh? le suelta de repente a Murdeena . No haces más que pasearte
sonriendo como una boba, como si nos estuvieras tomando el pelo a todos, alardeando de
esos horribles pies que tienes.
Ofendida, Murdeena se los mira por debajo de la mesa:
No son tan feos.
¡Son más feos que un pecado!
¿Desde cuándo?
¡Desde que has decidido que querías ir
enseñándoselos por ahí a todo el mundo!
¿Por qué habría de molestarse nadie en
mirarme los pies? quiere saber Murdeena, completamente desconcertada.
¡Eso mismo! contraataca su madre
. ¿Por qué habría de molestarse nadie en mirarte los pies?
Y así lo dejan durante un rato.
Siempre había sido la niñita más dulce y apacible.
Ni siquiera había llorado cuando era bebé. De niña nunca contestaba. De adolescente no
estuvo arisca. Era la más pequeña y la mejor de los hermanos. Martin había conducido
borracho y tuvo que escoger entre Alcohólicos Anónimos o ir a la cárcel, Cora se quedó
embarazada, luego se casó y después se divorció, y Alistair no aprobó el noveno curso.
Todos ellos se habían trasladado lejos de casa. Sin embargo, Murdeena nunca les había
dado problemas. Agradable era la palabra que mejor la describía. Siempre fue la
más agradable de sus hijos. Todo el mundo pensaba lo mismo. No obstante, poco a poco,
empieza a hablarle a Margaret-Ann como si creyera que es imbécil.
Mamá le dice despacio y con
paciencia , hay cosas que ahora mismo no comprendes.
Mamá murmura con una sonrisa
indulgente , todo se aclarará.
Margaret-Ann hinca un puño rojo y agresivo en una
bola de masa de pan fermentada:
Guárdate tus "mamás" y métetelos
donde te quepan, por favor, cariño.
Venga, mamá Murdeena mueve la cabeza y
se aleja sonriendo, los pies descalzos se le pegan al linóleo del suelo de la cocina.
Margaret-Ann le lanza a su hija una manopla del horno a la espalda y rebusca por el
mostrador para encontrar algo más consistente con lo que seguir. No soporta que Murdeena
adopte esa actitud condescendiente con ella.
El mundo parece estar al revés. La oye en el salón
con Ronald, aconsejándole con solemnidad que apague el televisor y escuche lo que tiene
que decir, y Ronald intenta bromear con ella y jugar a «cinco lobitos tiene la loba»
para hacerla reír. Pero ella no quiere darle la mano. Margaret-Ann oye a su hija hablarle
con calma a su marido mientras él se ríe y canturrea. Está aterrorizada. Se va a la
cama sin preguntarle a Ronald qué intentaba decirle Murdeena. Se enterará esa misma
semana. La gente del hogar de ancianos estaba disfrutando de un bonito baile tradicional
escocés cuando la pianista apartó bruscamente las manos de las teclas y cerró el
instrumento de un golpe. El fuerte clong de la madera retumbó por toda la sala y
las cuerdas del piano zumbaron de pronto nerviosas, al unísono. Un par de viejos dieron
un grito de sorpresa y otro más, que había estado dormido, se habría levantado como
fuera de la silla de ruedas de no haber estado atado a ella.
Murdeena, cariño, ¿quieres matar de un susto
a estas pobres gentes? dijo entrecortadamente la hermana Tina, organizadora de los
eventos e informante de Margaret-Ann.
Tengo tantísimas cosas que decirles
parece ser que contestó Murdeena con la mirada fija en el piano cerrado, que tenía el
aspecto de una boca sellada sobre sus dientes . Y aquí me tenéis, ¡tocando bailes
escoceses! rió para sí misma.
¿Estás cansada, cariño? preguntó la
hermana Tina con su voz de niña pequeña, calculada siempre para resultar tranquilizadora
e inofensiva a todo el que estuviera junto a ella. Se movió con cuidado hacia delante,
con los mismos gestos no amenazadores con los que se acercaba a los ancianos.
Con una espontaneidad desconcertante, Murdeena gritó
de repente:
¡Tengo muchas novedades!
¿Qué le sucede? ladró Eleanor
Sullivan, quien adoraba una buena melodía al piano . ¡Que le traigan una copa de
ron!
Dadle unas zapatillas, tiene los pies fríos
pronunció con dificultad Angus Chisholm, adormilado aún tras haber sido arrancado
de un sueñecito.
Tengo unos buenos calcetines de lana que se
puede poner ofreció la Sra. Sullivan, la más despierta y oficiosa de todos
ellos . Corra y vaya a buscárselos, hermana, querida.
De pronto, todos los ancianos le ofrecían calcetines
a Murdeena. Un par de ellos hacían señales a la hermana Tina para que se acercara y les
ayudara a sacarse las zapatillas... Era evidente que Murdeena las necesitaba más que
ellos.
Hace años que no he podido sentir estos
malditos pies míos argumentaba Annie Chaisson mientras luchaba por deshacerse de
sus peúcos con borlas.
Por el amor de Dios, que nadie se quite los
zapatos ordenó la hermana Tina . ¡Van a coger frío y no habrá suficientes
personas para cuidar de ustedes!
¡No necesito su calzado! gritó
Murdeena . ¡Necesito que me escuchen! ¡Necesito que me crean, que confíen en mí
y que me escuchen!
Aquellas frases resultaron estrafalarias de lo serias
que sonaron, y los ancianos dirigieron la mirada a cualquier lugar que no fuera el piano.
Murdeena iba de un lado a otro sobre el taburete y les sonreía radiantemente. Lo que
sucedió a continuación fue aún peor.
Supongo que te has enterado le dijo
Murdeena a su madre. Después de la velada con los ancianos se había ido a dar un paseo y
había estado fuera durante dos horas y media. Margaret-Ann está plantada en medio de la
cocina, casi da golpes en el suelo con el pie, igual que la caricatura de una madre que
está enfadada de tanto esperar. Hasta podría creerse que Murdeena es una adolescente que
se ha pasado la noche de juerga por ahí. Ronald está sentado a la mesa de la cocina con
aire aprensivo porque Margaret-Ann se lo ha ordenado y porque así es como se siente.
Supongo que tienes algo que explicarnos
dispara Margaret-Ann . Tu padre me ha dicho que a él ya se lo has contado. Y ahora
que lo has compartido con una panda de viejos chochos incontinentes y seniles, a lo mejor
se lo puedes decir a tu propia madre.
Muy bien responde Murdeena antes de
inspirar una bocanada de aire . Allá va.
Pues vamos a oírlo dice Margaret-Ann.
Soy el Camino y la Luz dice Murdeena.
¿Y eso a qué viene ahora?
Soy el Camino y la Luz dice Murdeena.
¿Tú? pregunta Margaret-Ann.
Yo.
Ya veo.
Ronald se cubre con las dos manos la parte inferior de
la cara y dirige la mirada de una mujer a otra.
¿Y qué camino y qué luz son esos?
pregunta Margaret-Ann con las manos apoyadas en las caderas.
¿Qué...?
¿De qué camino y de qué luz estamos
hablando?
Murdeena traga saliva y aprieta los labios de una
forma muy suya, tozuda aunque insegura.
El camino dice del Cielo.
Margaret-Ann mira a su marido, que se encoge de
hombros.
Y la luz continúa Murdeena de...
Bueno, tú ya lo sabes, mamá. No tendría que explicártelo.
¿De?
De la salvación.
Murdeena se aclara la voz para romper el silencio.
Pasan toda la noche despiertos discutiendo sobre el tema.
En primer lugar, la arrogancia. Es de lo más
arrogante ir caminando por ahí pensando que eres «el no va más», como Margaret-Ann
insistió en expresarlo. No quería hablar de ello en ningún término que no fuera ése.
Lo que estás diciendo es que eres mejor que
todos nosotros era el argumento expuesto por Margaret-Ann.
¡No, no!
Te paseas por ahí hablando como si lo supieras
todo. Nadie te lo va a consentir.
No, todo no dijo Murdeena. Sin embargo,
sonreía un poco, se notaba que en realidad pensaba que estaba siendo modesta.
La gente no te lo va a consentir
repitió Margaret-Ann . Dirán: «Murdeena Morrison: ¿quién se ha creído que
es?».
¡Oh, por todos los santos, mamá!
explotó Murdeena con una impaciencia muy poco propia de ella . No te olvides de
Nazaret, cuando Jes... quiero decir, yo, cuando yo le explicaba al pueblo de Nazaret...
Eso es una blasfemia Margaret-Ann se
tapó los oídos.
... que era el Camino y la Luz, no creas que la
gente no iba por ahí diciendo: «¡Vaya, ese Jesucristo debe de creerse que es algo
especial! ¡Siempre de un lado para otro y predicando entre el pueblo!».
¡Es una blasfemia! gritó Margaret-Ann
por encima del latido de la sangre que le bombeaba en la cabeza. Sus manos apretaban con
demasiada fuerza contra las orejas.
Eso es lo mismo que decían entonces.
Margaret-Ann tenía razón y Murdeena estaba
equivocada. Nadie quería oír esas cosas. Murdeena les gustaba a todos, pero había
sacado esos sucios pies descalzos y estaba pisoteando toda su tierra sagrada. Las noticias
no tardaron en correr.
Al servirle el té a la Sra. Foguere en el sótano de
la iglesia, se inclina sobre ella para hablarle.
Érase una vez una pequeña ciudad junto al
mar... empieza.
Oh, por favor, cariño, ahora no
interrumpe la Sra. Foguere, que a estas alturas ya sabe lo que viene a continuación, y
todo el mundo la mira con pena.
No, no pasa nada dice Murdeena .
Le voy a contar una historia.
Sólo quiero tomarme el té, cielo.
Había toda una ciudad llena de gente, ¿sabe?
¡Y todos estaban dormidos! ¡La ciudad entera!
No creo que me apetezca escuchar tu historia,
cariño dice la Sra. Foguere.
¡No, no! ¡Es una parábola! Espere un poco
insiste Murdeena . Toda esa ciudad, todos, estaban dormidos, pero lo curioso
es... que andaban sonámbulos y hacían todo lo que tenían que hacer como si estuvieran
despiertos.
No me apetece escucharlo, Murdeena.
Sí, por amor de Dios, cariño, si lo que
quieres es hablar, vete a conversar un rato con el padre la Sra. MacLaughlin,
sentada a la mesa contigua y de todos conocida por sus directos modales, alza la voz.
¡Pero es que es una parábola! explica
Murdeena.
¡Pues a mí no me parece una de esas
endemoniadas parábolas! se queja la Sra. MacLaughlin. Las mujeres que están junto
a ella refunfuñan en asentimiento.
Murdeena se yergue y repasa la sala con la mirada:
Bueno, es que todavía estoy empezando a
pillarle el truco.
Las damas apartan la vista de ella. En su lugar,
encuentran consuelo mirándose unas a otras: con sus vestidos y sus fibras y sus
cosméticos agresivos y desesperados. Por fin, alguien se burla y comenta que ha pasado
mucho tiempo desde el Sermón de la Montaña, a lo que una recatada ola de risitas cruza
la estancia. Murdeena apoya las manos en las caderas. Muchas de las damas apuntan más
tarde lo mucho que se parecía a Margaret-Ann en aquel momento.
Pues al infierno con todas ustedes
declara antes de salir corriendo de la sala con sus flagrantes pies descalzos.
Nunca nadie había oído a Murdeena decir algo por el
estilo, por lo menos nadie de la Sociedad de Damas Caritativas.
La hermana Tina se llega hasta la casa para hacer una
visita.
Al comprender que soy el Camino y la Luz
se explica Murdeena , no estaría bien que no quisiera hablar de ello todo lo
posible.
Sí, pero, cariño, no era una historia
demasiado sutil, ¿no crees? A nadie le gusta oír ese tipo de cosas sobre sí mismo.
Lo importante no es que les vaya a gustar
escupe Murdeena . Deberían quedarse en silencio y escucharme.
Con esto, Margaret-Ann se reclina en su silla y
grazna. La hermana Tina sonríe un poco mientras juega con el paño sobre el que descansa
la tetera.
Deberían hacerlo insiste la chica.
No están de acuerdo contigo, cariño.
Entonces pueden irse al infierno, como les he
dicho antes.
¡Cuidado con lo que dices por esa boca!
apenas consigue decir su madre, furiosa pero sin poder evitar una media sonrisa.
La hermana Tina levanta una manita con la diminuta
autoridad que posee:
Bueno, ése no es un sentimiento muy cristiano,
¿no te parece, Murdeena?
Es tan cristiano como el que más
responde Murdeena. Es un escándalo lo segura de sí misma que está.
Al día siguiente, la hermana trae consigo al padre.
No soporto la forma que tiene de hablarle ahora
a todo el mundo le confiesa Margaret-Ann en la puerta . Es una horrible
sabelotodo.
El padre asiente con la cabeza, dando a entender que
la comprende, y se rasca la barriga. Los dos, él y Murdeena, se quedan solos en el
comedor para poder hablar con toda libertad.
Agachada detrás de la puerta, Margaret-Ann escucha
cómo se queja su hija:
¿Para qué sirven los comedores a fin de
cuentas? Ni siquiera utilizamos esta sala. Todo está cubierto de polvo.
¡Así debe ser! grita Margaret-Ann
exasperada. Su hija se ha vuelto obtusa, a parte de todo lo demás. La hermana Tina se la
lleva con gentileza de vuelta a la cocina.
La visita del padre resulta básicamente inútil. Al
terminar no hace más que comentar lo muy respondona que se ha vuelto la pequeña
Murdeena. No deja que le digan nada. «No deja que le digan nada», no hace más
que repetir. El padre no sabe muy bien cómo tratar con alguien que no deja que le digan
nada. Aclara que por lo tanto es Murdeena quien tiene la culpa de su inutilidad, y se va a
darle la comunión al vecino de al lado, Allan Beaton, que vive confinado en su casa.
Por aquí todo el mundo es demasiado viejo
murmura Murdeena cuando el cura se ha ido. Lo observa a través de la ventana
mientras la enfermera de Allan Beaton le sostiene la puerta para que dejarlo entrar. La
enfermera tampoco es lo que se diría una jovencita. El padre es más bien calvo, con un
poco de pelo como de borra de algodón, y su cara parece una bolsa de papel arrugada.
Últimamente no haces más que quejarte
refunfuña su madre mientras va al comedor con un trapo de quitar el polvo.
Así que ahora Murdeena anda por ahí convencida de
que puede curar a los enfermos. Está segura de que eso hará que se callen. En la
explanada del aparcamiento del centro comercial, Leanne Cameron le pilla el dedo por
accidente a su niño de siete años con la puerta del coche y Murdeena baja de un salto
del Chevrolet de su madre y se acerca corriendo, los pies descalzos le queman contra el
asfalto, una enorme sonrisa llena de expectación le atraviesa el rostro. Al pobre niño
se le ponen los pelos de punta y, nada más verla, empieza a gritar el doble de fuerte que
antes. Murdeena intenta agarrarle la mano una y otra vez, pero Leanne no la deja ni
acercársele. Mucha gente contempla y comenta esa escena. Margaret-Ann se promete que
nunca volverá a llevar a Murdeena a la compra, ni a ningún otro sitio, por lo que a ella
respecta.
Margaret-Ann declara oficialmente que «ya ha tenido
bastante». Hace la prueba de aplicarle a su hija el trato del silencio, pero Murdeena
está demasiado preocupada para darse cuenta. Eso hiere sus sentimientos, así que deja
los experimentos y acaba por no volver a dirigirle la palabra a su hija. Sus días se
llenan cada vez más de rabia y silencio, mientras lo único que espera es que Murdeena se
ocupe de su madre y haga lo que debe hacer. Atenderla.
Atiende a tu madre le ruega Ronald por
la noche, bajando la voz para que la televisión impida que las palabras lleguen a la
cocina . Por favor, ve y atiéndela.
La cabeza de Murdeena se yergue de golpe como si
hubiese estado dormida y alguien hubiera dado una palmada junto a su oreja.
¿Se ha hecho daño? ¿Le sale sangre?
mueve los dedos con impaciencia, haciendo ejercicios de calentamiento.
Empieza a merodear por los partidos de béisbol de los
niños; espera que a alguien le golpee una pelota en la cara o que se abra la muñeca al
tirarse a una base. Ronda como un espíritu maligno y, en consecuencia, los niños ponen
mayor cuidado en sus juegos durante todo el verano. Murdeena observa con los dedos
cruzados a los bebés que aprenden a caminar y se alejan de sus padres en dirección a
unos cristales rotos o algo semejante.
Sin embargo, a estas alturas la gente sabe bien que ha
de mantener a sus hijos lejos de Murdeena Morrison. En el transcurso de un par de meses se
ha convertido en algo instintivo dentro de la comunidad. También acecha en los partidos
de los adultos, aunque ya hace mucho que dejó de jugar con los Sobao's.
Nadie sabe muy bien cómo decirle a Murdeena que deje
de ir a tocar el piano, porque lo ha estado haciendo de forma voluntaria desde que tenía
trece años; Margaret-Ann pensó que sería una buena forma de que practicara y al mismo
tiempo hacer algo bueno por esos viejos chochos incontinentes y seniles. Así que Murdeena
se acercaba hasta allí todos los domingos después de cenar, y durante los siguientes
diez años nunca surgió motivo alguno por el que tuviera que dejar de hacerlo. Se trataba
de una relación perfectamente satisfactoria, aunque algo estancada tal vez. Los ancianos
pedían las mismas canciones un domingo por la noche tras otro, y Murdeena las
interpretaba siempre de forma impecable. "La boda de Main" y "La soirée
de Kelligrew" y otras por el estilo. Algunos de los ancianos que estaban en el
hogar cuando había empezado a tocar ya habían fallecido, pero la mayoría seguía por
allí, viviendo los últimos años de su vida mientras Murdeena experimentaba casi la
totalidad de la suya, una chica de la provincia, desabrida e inofensiva, que según ellos
debería estar incordiando con la ropa y los novios, consumiendo su juventud.
Sin embargo, ya no hay nada que incordie a Murdeena.
Sus amigos la han abandonado en respuesta al tono «supremo y todopoderoso» que ha
adoptado frente a ellos, su madre está enfadada y su padre nunca había hablado demasiado
con ella de todos modos. Los ancianos son el único público cautivo del que dispone.
Durante un tiempo, después de la velada en la que cerró el piano de un golpe, fingía a
medias que iba allí a tocar para ellos, pero las melodías solían desvanecerse al cabo
de pocos minutos. Furtivamente, empezaba a hacer averiguaciones sobre la rodilla de Angus
Chisholm, la cadera de Annie Chaisson, la artritis de Eleanor Sullivan.
Sólo con que me dejara tomarla de las manos
durante un par de segundos, Sra. Sullivan rogaba.
Cariño, me encantaría que me tomaras de la
mano, pero no con un espíritu blasfemo.
Sin embargo, le prestaban atención. Los ancianos son
las personas más tolerantes de toda la ciudad, por alguna razón no se sienten ni
amenazados ni escandalizados por lo que Murdeena tiene que decir. Tampoco la fastidian por
su aspecto, ni siquiera mencionan sus pies. Ahora Murdeena tiene siempre los labios
apretados, y también el cuerpo; ya ha perdido toda la grasa acumulada de tanto caminar
por las calles durante horas hasta que se hace de noche y se olvida a veces de ir a cenar.
Es octubre, y por el momento no hay ni rastro de zapatos. Los ancianos deciden que es
asunto suyo y no dicen ni una palabra.
De ese modo, rechazada por la ciudad, poco a poco
dirige toda su atención hacia los atentos viejos, sentados en sus sillas cada domingo por
la noche hasta que las enfermeras los ayuden a irse a la cama, siempre esperando para
escuchar a Murdeena. La hermana Tina (que salta y se altera a cada palabra que sale por la
boca de Murdeena como si la hubieran pinchado con un atizador al rojo vivo) pronto se da
cuenta de que no tiene por qué preocuparse de que vayan a ofenderse por lo que diga la
chica. Los ancianos acogen la blasfemia con mejor humor que el resto de la ciudad. Han
nacido en granjas, han crecido en las colinas de valles remotos donde cruzarse con otro
ser humano en el camino, sin que importara quién fuera ni qué tuviera que decir, era un
inmenso e inesperado placer, y por lo tanto los viejos escuchan humildes, caritativos,
educados, alineados unos junto a otros en frente del piano.
Es como si Murdeena imaginase que los ancianos
representan las primeras líneas, que si consigue abrirse paso entre ellos todo lo demás
se irá esclareciendo. El mundo volverá a entrar en razón. Por eso, un domingo tras
otro, deja la música para ponerse a suplicar. Un domingo tras otro les suplica hasta que
se hace de noche.
Y a ellos les parece bien. Dejan que les hable y que
extienda sus manos hacia ellos. Nunca se quejan ni la interrumpen. Sonríen con su vieja
cara amable y paciente y se niegan a dejarse tocar.
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