Quince años
no son un regalo del cielo
(ni las letras son un blanco fácil)
-Fragmentos del discurso pronunciado con ocasión del XV
aniversario de la revista mexicana Blanco Móvil-
por Eduardo Mosches
Hoy se encuentra, vestida de
azul, frente a todos ustedes y de costado a mí, y no es que me mire de reojo, como
reacción a cierto disgusto rebelde a la imagen paterna, no, simplemente no encontró
lugar más adecuado, frente al público, o sea, frente a los lectores, los escritores, los
fotógrafos, los pintores. Sí, es necesario decirlo, le gusta que hablen de ella y mucho
más en esta edad, alegre y difícil, de los quince años. Me decía que había elegido
vestirse de azul no como reacción políticamente acomodaticia a los tiempos políticos,
no, en absoluto, sino que porque le recuerda un poco el cielo y eso la lleva a mirar lo
más alto posible y observar algún pájaro que revolotea, o una pareja de pájaros
enamorados, o ese avión que se aleja y la acerca a aeropuertos lejanos y a idiomas de
diferentes sonidos, donde busca -y encuentra- a hombres y mujeres que le hablen suave ,
con dulzura a veces y otras con esa impertinencia que las experiencias de la vida llegan a
darle a la palabra escrita. Además, le agrada que el vestido sea un poco kitsch,
algo diferente a lo que las personas de buenas costumbres -las así llamadas por lo menos-
por ir a la iglesia los domingos y no usar condón, no osarían usar por hallarlo
demasiado rimbombante.
Pero demos un salto hacia atrás, tomemos de la nariz el
tiempo transcurrido y recordemos oh, la memoria- ese instante en que nació.
No fue un parto difícil. Fue convenientemente natural. No
es mi intención hablar del instante en que fue concebida, porque fue un acto bastante
colectivo y, si bien no fue una orgía, sí un momento de suma libertad. Muchos
participamos, y casi dudo de mi paternidad.
La primera cobija se la regaló Julio Cortázar. Era roja, y
quizá fue casualidad, pero así lo decidió para que tuviese tan buenos sueños como los
de una Maga, y ningún pulóver, para que se pudiese meter en su vida sin demasiada
angustia, más bien con esa sonrisa que pueden llegar a brindar los conejitos blancos y
pasar de balcón en balcón por algún puente inestable. En fin, fue su primer padrino.
Más tarde tuvo muchos que la cuidaron y le hicieron regalos, aunque la mayor parte eran
escritos, desde poemas hasta leyendas, para que fuesen conformando en su interior mundos
de intensa creación. Se entretuvieron con ella desde la sonriente Margo Glantz con sus
memorias hasta Roa Bastos, hombre de dura madera, con su adustez casi guaraní y su
lirismo cargado de una importante estética moral, y también la meció ese español que
le dijo que había que coger la vida y estrujarla contra nuestro corazón: Camilo José
Cela. Después, casi al quinto mes, se nos movió muy feo la ciudad y se llevó un gran
susto, pero la gente la hamacaba y todos eran amorosos con ella, y entre ellos; había que
comprender y restañar toda esa muerte que vivió nuestra ciudad de México. Algún pañal
de papel y letras le dio la Poniatowska, con su sonrisa amplia, su espíritu crítico y su
ojo avizor; Mónica Mansour le contó algunos cuentos del amigo que escribió sobre los
vivos y los muertos de Comala, y le arrancó una sonrisa triste, pero sonrisa al fin. Le
llegaron algunas noticias de un gran campeonato de fútbol mientras Borges le hablaba al
oído y Samperio le hablaba de Lenin; también se habló de su primera casa, muy llena de
libros, con un nombre de independentista hindú, pues se crió entre libros y entre
conocidos lectores que beben café a tragos largos mientras las noticias de las dictaduras
del Cono Sur llenaban de rabia la espuma cargada de los capuchinos. Y cumplió su primer
año con el regalo de Felisberto Hernandez, que le enseñó cómo las mesas hablan y las
sillas no sólo sirven para sentarse, sino también para amarlas. En una de ellas jugó un
largo rato. Cuando estuvo a punto de cumplir el año y medio, ya creció y se tuvo que
comprar ropa nueva. Y le contaron muchos narradores qué había pasado en la ciudad el 2
de octubre en que alguien quiso matar , ahogar la libertad. Le hablaron al oído de ese
día triste. Y llegaron los italianos, no sólo con el aroma a salsa y espaguetis;
vinieron muchos cuentistas que habían salido de la fogata de Calvino, Sanguinetti,
Sciascia y el Eco de alguna rosa con su nombre y un Moravia envuelto en tinieblas y
amores. Y siguieron llegando algunos visitantes de Argentina, y eran, otra vez, el vidente
Borges y el patriarca y profético Sábato. El Río de la Plata olía a asesinados
todavía en esos días. Corría el año de l987. Y pasaron los meses y siguió creciendo,
y muchos amigos entraron por las ventanas para conocer la niña, que hoy aún se acuerda
de María Luisa Puga, Cristopher Domínguez, Noé Jitrik y de la fina presencia y delicado
hablar y escribir de Aline Petterson, gente toda y más- que le sacó nuevas
sonrisas.
Los meses iban pasando; las letras formaban arcoiris y
algunas tinieblas también, incrustadas en las oraciones. Ya a los tres años, Bukowski se
la sentó medio lascivamente en las rodillas, porque siempre fue muy cachondo y quería
que también ella sintiera cierto temblor entre los muslos. Muslos de tinta y leche. Y
después, como al rato, tuvimos que cambiar de casa, dejar la casa de los libros, la
librería y el café, y nos fuimos a vivir un poco más libres, aunque un poco más
inseguros, y eso también forma parte de la libertad.
Y cambió un poco la cara. Y fue la nueva época. El gateo
había quedado atrás, ya caminaba con cierta seguridad y hasta cantaba y se entretenía
con pintores: el primero que le hizo dibujos fue Macotela, pedazos de ciudad para ilustrar
la sonrisa de los que llamamos contemporáneos. Ya estábamos en el 89. Otros -Noé Katz,
José Luis Cuevas, Roger Von Gunten, Magali Lara, Arturo Rivera y Alberto Castro Leñero-
la visitaron pincel en mano. Se juntaron el color, la línea y la palabra . Todos
comenzaron a formar muy voluntariamente parte del club de los amigos. Y otros vinieron y
te sacaron fotografías, de perfil, de la ciudad, con bailarines y con cuerpos desnudos
para que no aprendiera a temer su propia desnudez , sino a amar su cuerpo. Y a mirar más
allá de lo que se puede ver a simple vista.
Continuaron llegando las visitas y un amigo catalán, Lluís
Maristany, se nos murió, y ella lloró y yo también. Ya estábamos en el 91. Y al
ritmo poético de la saudade brasileña, llegó otro amigo a darle más color a sus
facciones, a jugar con las pinturas: Pablo Rulfo le hizo muchos guiños con sus ojos de
pintor poeta. Creció, y empezó a viajar a través de ojos que nos invitaban desde otros
países: recorrió la tristeza subterránea, y el doloroso canto de poetas y cuentistas
llegó de Cuba, la isla que fue de la utopía.
No dejaron de llegar amigos, como el cantante de poemas y
poeta que cantaba que era Eduardo y, además, Langagne; llegaron con sus maletas repletas
del interior del país: desde San Luis Potosí, por ejemplo, hasta el norte seco de
Sonora. Cuando cumplió diez años, hicimos una linda fiesta en este mismo salón, y pasó
mucha gente de otros países y hasta vinieron invitados del otro lado de la frontera
norte; los chicanos la saludaron un buen rato. Y comenzaron a llegar también las risas y
palabras del otro lado del mar, del Medio Oriente y un poco de África, algo de Europa, en
fin, se mezclaron los aromas escritos de Israel, Angola, España , Austria, las cartas y
los verbos, las oraciones hechas imaginación, en un intenso movimiento migratorio de
palabras, espejos y luces de tonalidades varias. Cómo no nombrar, entre otros, a Gerardo
Amancio, a Samuel Gordon, que en los últimos tiempos se rodeó de otras compañías
adolescentes, pero que aún la quiere, y a Eduardo Milán, que con ironía poética no
siempre la atiende como ella quisiera. Todos ellos y muchos más le entregaron parte de su
ser para realizar y conformar esto en que hoy, quince años después, se ha transformado
ella, Blanco Móvil.
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