SILENCIOS
Paco Piquer
Ante el espejo, que le devuelve un rictus indefinido, se
contempla deseando entrever los secretos de una infelicidad que, aunque lejana, le atenaza
como una pesada ancla a un pasado nebuloso.
La peonza gira y gira sobre el asfalto
transmitiéndole en sus parábolas reflejos acerados en los que intenta adivinar, leer,
las claves de pasadas locuras.
En su mano, la cuerda que enrolla una y otra vez hasta
lograr el impulso necesario para sus piruetas.
Y a su espalda, desnuda y blanca, la mujer que, hoy,
le conduce por caminos de olvido, que aprieta sus senos contra su cuerpo, intentando que
dé esa media vuelta, ese giro liberador y, en un abrazo, abandone sus tormentos.
Pero es la misma cuerda que, de una parte, impele la
peonza que, girando, proyecta las imágenes que desea revivir para olvidarlas, para
liberarse de ellas, la que le ata a su tristeza, la que le impide volverse y abrazar, en
la mujer que ama, la destrucción de su pasado.
Cuánto tiempo ha transcurrido ya. Le cuesta recordar,
le falta precisar los pequeños detalles, no consigue que aquellos hechos deleznables se
aparezcan ante él concretos, nítidos, haciéndole sentir de nuevo la náusea, la
angustia de la pesadilla, para borrarlos para siempre de su mente.
Se mira de nuevo en el espejo y ante él aparece, como
en un holograma, un rostro que ya no es el suyo, que aún no es el suyo.
Apenas un adolescente. Un niño. Se peina, se repeina,
deshace una y otra vez la raya del pelo, moja de nuevo el peine, para darle más
consistencia, mientras su madre, contemplándole, sonríe complacida.
La adora. Siempre pendiente de él desde que murió su
padre. Y de su hermano. Su hermano de dieciocho años, que está empezando a vivir la
vida. A descubrirla. Pronto se graduará e ingresará en la universidad. Es un chico
brillante, inteligente. A su modo, es la referencia en que se mira, el camino a seguir.
Ella es aún joven, atractiva. Ha conseguido recuperar
su antiguo empleo y ha luchado para educarles sin carencias emotivas ni materiales. Les ha
inculcado valentía ante la vida destrozada por la ausencia del padre.
Forman los tres un grupo que unido por la adversidad
se siente orgulloso de su reacción ante la misma.
Su vida transcurre plácida, organizada, sin
altibajos, hasta que él aparece.
Su madre lo ha conocido en una celebración de la
empresa. También trabaja allí. Han salido algunas veces a cenar y al cine. Una noche se
presenta en casa. Va a recogerla para reunirse con unos amigos comunes. Es un tipo
agradable. Su madre parece feliz, ilusionada. Su hermano y él se miran y sonríen. Ella
se merece lo mejor.
Se comporta amigablemente con ellos. Respeta el papel
de la madre que los ha educado y no trata de asumir en ningún momento un rol que no le
corresponde.
La boda no se hace esperar. Es una ceremonia sencilla
a la que asisten, únicamente, los más allegados y algunos compañeros de la empresa.
Se las ingenian para que los dos chicos pasen unos
días con una tía mientras dura una mínima luna de miel. Al regreso, contagian su
felicidad. Les han traído incluso unos regalos. Unos libros para su hermano y para él,
una peonza que, en seguida, el marido de su madre le enseña a manejar.
La peonza se convierte en una obsesión. Juega con
ella todas las horas del día que le deja libre el colegio. Enrolla la cuerda. La lanza
con un preciso impulso de su brazo y la contempla ensimismado mientras gira sobre su punta
de acero, hasta que vencida la fuerza centrífuga cae sobre su lado en unos movimientos
que asemejan estertores.
Es ya un experto. Se atreve incluso con lanzamientos
lejanos. Ese domingo intenta salvar con el impulso una franja de césped que existe en el
patio posterior. La cuerda resulta escasa y la peonza se escapa, sin control, hacia la
puerta exterior del sótano, cayendo escaleras abajo. Ensimismado, baja las escaleras para
recuperarla. Quizás aún no esté preparado para determinadas filigranas. Seguirá
practicando.
Con la peonza en la mano, con los ojos saltándosele
de la órbitas contempla espeluznado la escena. Desde ese momento todo se sucede a una
velocidad de vértigo.
La peonza sale de su mano con precisión absoluta e
impacta brutalmente contra la cabeza del hombre que, conmocionado, se golpea en su caída
con un antiguo banco de carpintero, donde su hermano yace, sujetas las manos a su espalda
por unos cables. Su madre, amordazada y atada a su vez a una columna, es obligada a
presenciar la sodomización.
La peonza sigue girando, mientras, sudoroso, se
contempla en aquel espejo que, ahora sí, le devuelve visiones, extractos concretos de los
hechos, de la conjura al narrar las circunstancias de aquella muerte y de los silencios
que jamás han roto.
Siente de nuevo la presión de los pechos de su mujer
en la espalda y se vuelve lentamente, cansinamente, para abrazarla y abandonar por
enésima vez aquella pesadilla.
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