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índex català   enero - feb  2003  n° 34

NAIPE QUEMADO
Dante Bertini

       
 Todo había empezado como un juego inventado por Papá para que el Nene se fuera a la cama sin protestas, y que Mamá, con cara complacida, seguía con la mirada desde la cocina mientras preparaba la cena, lavaba los platos o ponía en remojo las legumbres para el almuerzo del día siguiente, contenta de saber que cuando el Nene estuviera dormido tendría unos momentos de paz para sentarse junto a su hombre a hablar de los acontecimientos del día, escuchar música o simplemente acariciarse el uno al otro hasta que el sueño los venciera.
      Mientras ella vivió, todas las cartas estuvieron sobre la mesa y los presagios eran sólo una excusa, el previsible adelanto de lo que sucedería un momento después: "hay un nene que se lavará los dientes", "hay cierto niño que tiene que irse a dormir", "esta carta anuncia un sueño plácido con muchos angelitos para alguien que yo me sé". Eran tan de broma los vaticinios que hasta el mazo oracular era mestizo: restos de otros mazos desahuciados, una forzada convivencia pacífica entre naipes españoles y franceses.
      Sin embargo, los tres eran felices cómplices de ese ritual doméstico, de esa puesta en escena repetida cada noche con el absoluto beneplácito de los otros. En ella cada cual jugaba un rol previamente asignado: Mamá sonreír, Papá mezclar la baraja y repartirla sobre la mesa formando un dibujo que en cada tirada pretendía ser diferente, el Nene acatar refunfuñando lo que el destino supuestamente le ordenaba.
      El día que internaron a Mamá, fue el Nene -que a esa altura se llamaba Carlitos- quien insistió para que aquella misma noche Papá volviera a barajar las cartas, pero fueron los dos, sin decirse una palabra ni atreverse a levantar los ojos de la mesa, los que humedecieron con sus lágrimas el tapete de lana verde cuando una dama de pique apareció rodeada de bastos.
      La enterraron un domingo de sol radiante en que la primavera cercana se presentía en las ramas todavía negras de los plátanos, mientras Carlitos no podía dejar de pensar cómo le hubiera gustado aquel día a su pequeña madre. Esa misma tarde, con los ojos nublados, quemó en un fogón de la cocina la carta con la dama de pique y, sin pedir permiso a nadie, soltó las dos cotorras, regaló las plantas a las vecinas del edificio y decidió que la vida era un sinsentido que ni siquiera merecía el altivo gesto del suicidio.
      A partir de aquella noche en que la cocina se había quedado sin sonidos, ya no se cenó en la casa. El padre adquirió, según dijeron, la melancólica costumbre de los bares, y el hijo prefería comer cualquier cosa por la calle, entre cigarrillo y cigarrillo.
      Se encontraban al regreso; casi de madrugada y frente a una taza humeante de un líquido impreciso. Los dos igualmente taciturnos, opacos y sin esperanza, con la desolada certeza de que la alegría se había escapado tras una mujer menuda con nombre de flor antigua, esa mujer que ahora yacía sola y callada en un lugar cerrado, oscuro y húmedo. El padre seguía jugando cada noche con el ajado mazo de cartas, y el hijo, ya Carlos para siempre, preguntaba sobre el porvenir de una existencia que el padre descifraba promisoria, leyendo paz donde sólo había espadas. Apasionadas mujeres esperando a la vuelta de cualquier esquina, fortunas millonarias al alcance de la mano, viajes a exóticos países en compañía de importantes personajes; según Papá, todo aparecía allí, sobre el tapete verde, como si de una pantalla de cine se tratara, contradiciendo los días repetidamente iguales, la mediocridad sin atenuantes del Nene ya crecido. Éste, que calló al principio para engañar la realidad y no desconsolar al padre, empezó al poco tiempo a ahogarse con tanta saliva amarga mal tragada, con tanta desmentida silenciosa, con tanto grito sofocado. Grababa en su mente las cartas portadoras de bonanza y esa misma noche las convertía en ceniza. Quería obligar a la suerte -y a su padre, que dormía inocente- a no mentirle. El viejo, sin notar que el número de cartas disminuía cada noche impidiéndole componer los antiguos arabescos, pensaba haber perdido la habilidad para el dibujo, culpando de este hecho desgraciado a la senilidad y la nostalgia, a las que llamaba, para sí y con inconsciente ternura, "mis dos nuevas compañeras de infortunio."
      La noche en que del mazo amestizado quedó tan sólo un as de trébol mustio, el Padre se levantó en silencio de su silla y, aunque mirando hacia la mesa, habló al hombre que tenía a su lado:
      -Usted tiene suerte, hijo, pero no tanta como para compartirla.
      Carlitos, finalmente un maduro señor Carlos, pudo ver cómo su padre se marchaba. Jamás, pese a esperarlo, vio el regreso.

© Dante Bertini 2003

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Dante BertiniDante Bertini Nacido en el bonaerense barrio de Almagro, es ciudadano español desde 1977. En sus oficios de escritor y dibujante ha sido colaborador de diversos medios de España y Argentina (Lateral, Clarín Cultural, Co&Co, L'Il.lustració, Diógenes, The Barcelona Review, Escribir y publicar, El Mundo, Rolling Stones, Cinemanía, El Libertino y Lote, entre otros) e ilustrador diario de El Periódico de Catalunya y La Opinión de Buenos Aires en diferentes y distanciadas épocas. Premio La Sonrisa Vertical 1993 por la novela El hombre de sus sueños, fue primer finalista del mismo premio en 1992 con la novela Salvajes mimosas, ambas editadas en la editorial Tusquets (1993-1994). Acaba de escribir su primera obra teatral, Colchón de llamas, y actualmente finaliza una novela corta sin título definitivo. Es autor de varios libros de poemas y ha ilustrado diversos libros para niños y adultos.
       

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  enero - febrero 2003  número 34 

Narrativa

Neus Aguado:Tres cuentos inéditos
Dante Bertini: Naipe quemado
Dorothy Parker: El banquete de sapos
Juan Francisco Ferré: La Edad Media

Ensayo

Alfredo Bryce Echenique por Ernesto Escobar Ulloa
El otro mensual por Francisco Javier Cubero
Hanif Kureishi y su visita a Barcelona por Sara Martín Alegre

Poesía

Ana Nuño: Barcelona, mujeres poetas (6)
Daniel Najmías: Diez desnudos (los poemas de la pierna)

Reseñas

El amante de mi madre de Urs Widmer
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