NAIPE QUEMADO
Dante Bertini
Todo había empezado como un juego inventado por Papá
para que el Nene se fuera a la cama sin protestas, y que Mamá, con cara complacida,
seguía con la mirada desde la cocina mientras preparaba la cena, lavaba los platos o
ponía en remojo las legumbres para el almuerzo del día siguiente, contenta de saber que
cuando el Nene estuviera dormido tendría unos momentos de paz para sentarse junto a su
hombre a hablar de los acontecimientos del día, escuchar música o simplemente
acariciarse el uno al otro hasta que el sueño los venciera.
Mientras ella vivió, todas las cartas estuvieron
sobre la mesa y los presagios eran sólo una excusa, el previsible adelanto de lo que
sucedería un momento después: "hay un nene que se lavará los dientes",
"hay cierto niño que tiene que irse a dormir", "esta carta anuncia un
sueño plácido con muchos angelitos para alguien que yo me sé". Eran tan de broma
los vaticinios que hasta el mazo oracular era mestizo: restos de otros mazos desahuciados,
una forzada convivencia pacífica entre naipes españoles y franceses.
Sin embargo, los tres eran felices cómplices de ese
ritual doméstico, de esa puesta en escena repetida cada noche con el absoluto
beneplácito de los otros. En ella cada cual jugaba un rol previamente asignado: Mamá
sonreír, Papá mezclar la baraja y repartirla sobre la mesa formando un dibujo que en
cada tirada pretendía ser diferente, el Nene acatar refunfuñando lo que el destino
supuestamente le ordenaba.
El día que internaron a Mamá, fue el Nene -que a esa
altura se llamaba Carlitos- quien insistió para que aquella misma noche Papá volviera a
barajar las cartas, pero fueron los dos, sin decirse una palabra ni atreverse a levantar
los ojos de la mesa, los que humedecieron con sus lágrimas el tapete de lana verde cuando
una dama de pique apareció rodeada de bastos.
La enterraron un domingo de sol radiante en que la
primavera cercana se presentía en las ramas todavía negras de los plátanos, mientras
Carlitos no podía dejar de pensar cómo le hubiera gustado aquel día a su pequeña
madre. Esa misma tarde, con los ojos nublados, quemó en un fogón de la cocina la carta
con la dama de pique y, sin pedir permiso a nadie, soltó las dos cotorras, regaló las
plantas a las vecinas del edificio y decidió que la vida era un sinsentido que ni
siquiera merecía el altivo gesto del suicidio.
A partir de aquella noche en que la cocina se había
quedado sin sonidos, ya no se cenó en la casa. El padre adquirió, según dijeron, la
melancólica costumbre de los bares, y el hijo prefería comer cualquier cosa por la
calle, entre cigarrillo y cigarrillo.
Se encontraban al regreso; casi de madrugada y frente
a una taza humeante de un líquido impreciso. Los dos igualmente taciturnos, opacos y sin
esperanza, con la desolada certeza de que la alegría se había escapado tras una mujer
menuda con nombre de flor antigua, esa mujer que ahora yacía sola y callada en un lugar
cerrado, oscuro y húmedo. El padre seguía jugando cada noche con el ajado mazo de
cartas, y el hijo, ya Carlos para siempre, preguntaba sobre el porvenir de una existencia
que el padre descifraba promisoria, leyendo paz donde sólo había espadas. Apasionadas
mujeres esperando a la vuelta de cualquier esquina, fortunas millonarias al alcance de la
mano, viajes a exóticos países en compañía de importantes personajes; según Papá,
todo aparecía allí, sobre el tapete verde, como si de una pantalla de cine se tratara,
contradiciendo los días repetidamente iguales, la mediocridad sin atenuantes del Nene ya
crecido. Éste, que calló al principio para engañar la realidad y no desconsolar al
padre, empezó al poco tiempo a ahogarse con tanta saliva amarga mal tragada, con tanta
desmentida silenciosa, con tanto grito sofocado. Grababa en su mente las cartas portadoras
de bonanza y esa misma noche las convertía en ceniza. Quería obligar a la suerte -y a su
padre, que dormía inocente- a no mentirle. El viejo, sin notar que el número de cartas
disminuía cada noche impidiéndole componer los antiguos arabescos, pensaba haber perdido
la habilidad para el dibujo, culpando de este hecho desgraciado a la senilidad y la
nostalgia, a las que llamaba, para sí y con inconsciente ternura, "mis dos nuevas
compañeras de infortunio."
La noche en que del mazo amestizado quedó tan sólo
un as de trébol mustio, el Padre se levantó en silencio de su silla y, aunque mirando
hacia la mesa, habló al hombre que tenía a su lado:
-Usted tiene suerte, hijo, pero no tanta como para
compartirla.
Carlitos, finalmente un maduro señor Carlos, pudo ver
cómo su padre se marchaba. Jamás, pese a esperarlo, vio el regreso. |