EL PERSONAJE INTRAVENOSO:
ALFREDO BRYCE ECHENIQUE
por Ernesto Escobar Ulloa
A Anne-Laure
Aunque
su carrera literaria cobrara notoriedad con una novela insuperable, Un mundo para
Julius, Alfredo Bryce Echenique sigue siendo un autor que tiene mucho qué decir y
mucho qué contar. Su última novela, El huerto de mi amada (Premio Planeta 2002),
podría calificarse como una triste historia divertida en la que, pese a su abusado
formalismo o quizá gracias a él, frases interminables y envolventes como remolinos van
desplegando una trama totalmente inverosímil dentro de un mundo perfectamente creíble,
aquel que se remonta a la Lima de los años cincuenta pero cuyas leyes perviven hasta hoy:
a la vez colonial, a la vez decimonónica y a la vez prototípica metrópoli sudamericana
contemporánea, donde la hipocresía, como en las novelas de Galdós, revolotea entre las
patadas y codazos que se dan las clases bajas y las adulaciones que éstas practican
frente a la clase dominante con el fin de ascender socialmente, mientras, y éste es el
condimento propiamente peruano, una y otra entrechocan de incontables maneras con los
consabidos prejuicios raciales que van del cholo al blanco, del blanco al cholo, del cholo
al indio, etcétera. Por el tema, nada nuevo dentro del ámbito de la narrativa peruana;
por el enfoque, en cambio, Bryce, confiado en su inconfundible estilo literario, inyecta
una poderosa dosis de ironía, una irreverencia y hasta una saña tales que el tema se
enriquece y se convierte en una de esas desgracias que, como afirmara en sus Antimemorias,
mejor afrontar con la filosofía de la risa que con la del llanto. Y reímos, vaya que sí
reímos, pero nos queda un amargo sabor de boca cuando descubrimos que la verdad literaria
tiene un paralelo con la realidad vivida y que, por tanto, los mellizos Céspedes, esos
personajes con los que el autor se encarniza tanto, podrían tener correspondientes harto
capaces como ellos de las peores bajezas con tal de pellizcar la gloria de alcurnia:
"¿y sabes qué, mi amor?, pues que los tipos a veces te dan mucha pena, otras como
que te dan mucha risa, pero, aunque esto te suene muy poco cristiano, también hay otras
veces que, vistos en conjunto, te dan un poquito de asco..."
Esta batalla social en la que todo vale conlleva una
decadencia moral que la sociedad peruana arrastra desde las épocas del virreinato y que,
empobreciéndola, da cabida y pleno derecho de existencia a uno de los peores males del
mundo, el racismo (que como afirmara Vargas Llosa en unas páginas memorables de El pez
en el agua, aquellas en las que describe los complejos y resentimientos de su propio
padre, es "la enfermedad nacional por antonomasia"). Por el modo como está
retratado y como peruano, este racismo visceral es el gran tema de El huerto de mi
amada. Todo gira en torno a él, y el vertiginoso romance que viven Natalia Larrea y
Carlitos Alegre, es algo así como la rosa que florece en medio del muladar, un bálsamo,
la demostración al menos ilusoria de que hay sentimientos impermeables a este orden de
ruindades. El huerto es la representación de aquel oasis:
"En fin, era como si el amor divino y el humano se rozaran risueñamente, se
dieran los buenos días y las buenas noches, y los amantes de carne y hueso extrajeran de
aquel cotidiano aunque milagroso contacto licencia de eternidad y bula absoluta y
todopoderosa para no pagar ni una sola de sus infracciones de tráfico por la ciudad y la
sociedad de Lima, el mar y el cielo y el mundo entero."
Aunque algunas voces discrepantes la consideren poco
meritoria del premio Planeta, la novela se defiende sola muy bien y de hecho sobresale
entre la gran cantidad de narrativa que las editoriales desparraman en el mercado cada
año, y no sería de extrañar que el tiempo llegara a incluirla en la lista de lecturas
obligatorias o recomendadas que los escolares peruanos deberían leer para comprender,
como con Los cachorros o Los gallinazos sin plumas, algo más acerca de los
problemas de su país.
Por lo demás, el premio parecía verse necesitado de un
prestigio supuestamente perdido y Alfredo Bryce Echenique hace mucho que llegó a ese
pódium que solo alcanzan aquellos pocos que, escriban lo que escriban, la crítica
siempre acabará reconociéndoles su aporte a la literatura, a la cultura y al pensamiento
actuales. El novelista peruano tuvo oportunidad de ratificar todo esto en la reciente
conferencia celebrada en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona, mareando al
público con un discurso que fue una fiesta de sabiduría, coherencia y humor, y en el
que, más de una vez, a diferencia de las típicas conferencias literarias, hubo que pedir
silencio al público que reía a rabiar para que continuara la charla. El título de la
misma, "El cosmopolitismo en la literatura a partir del boom
latinoamericano", terminó quedándose corto, gracias a que el autor, receloso del
discurso leído, aprovechó las previsibles digresiones para irse por las ramas y contar
anécdotas desternillantes acerca sus amigos escritores del boom, sus viajes, y
para tratar de explicar, desperdiciando ironía, su condición de peruano. No obstante,
los apuntes que extrajo de su portentosa memoria de catedrático, dejaron
entrever conclusiones plausibles acerca del trayecto por la historia de la literatura
hispanoamericana. Su andadura empezó tardíamente, ya que "la novela estuvo
prohibida" según enfatizó Bryce "para que los latinoamericanos no hicieran las
locuras que harían en el futuro", y debido a este desfase con respecto a la cultura
europea (en América la brújula y la lupa son descubrimientos simultáneos cuando en
Europa tuvieron que pasar siglos entre uno y otro), hubo siempre en Latinoamérica un
complejo de inferioridad que desembocó en la utilización de un enfoque occidental que
tergiversó la realidad del continente. "Fuimos cubiertos, no descubiertos",
dijo Bryce. De ahí que el primer Indigenismo, el llamado Indianismo Romántico, hiciera
mucho por estereotipar al indio desde la perspectiva del colonizador en lugar de penetrar
en su filosofía a fin de comprenderlo y darle una voz propia. Esfuerzo inocuo, por lo
demás, porque como afirmara Bryce, el único que podía leer esas infumables novelas para
campesinos "era el mismo patrón". La ruptura definitiva (tras la aparición de
eximios islotes en el mar de la europeización como Juan Rulfo, César Vallejo o Faustino
Sarmiento) se produce con la llegada del boom y muy en especial con García
Márquez y Cien años de soledad, novela en la que por fin el punto de vista se
corresponde con la idiosincrasia de lo narrado, y en la que, además, en incontables
choques culturales se resuelven los problemas de desfase que sitúan nuevamente al
continente en su lugar correspondiente, como por ejemplo, cuando los hombres de José
Arcadio Buendía vieron, frente a ellos y "rodeado de helechos y palmeras ... un
enorme galeón español". Otros autores abrieron nuevos horizontes. Gracias a Julio
Cortazar, por ejemplo, que solía quejarse de lo serios que se volvían los escritores
latinoamericanos cuando escribían novelas, Bryce Echenique no sólo se encontró con la
posibilidad del humor y formas de expresión literarias más distendidas o lúdicas, sino
también con la oportunidad de latinoamericanizar Europa y explicar desde el viejo
continente, a la vez, su condición de latinoamericano. El autor evocó el momento en que,
acabado de llegar a Francia, se paró ante Notre Dame y se dio cuenta de que aquella
iglesia "en el Perú era más bonita". Su díptico Cuadernos de Navegación
en un sillón Voltaire, es decir las novelas La vida exagerada de Martín Romaña
y El hombre que hablaba de Octavia de Cádiz, conforma un testimonio revelador
acerca de la vida de esa bohemia desastrada que fue la bohemia latinoamericana en París,
artistas, pintores, escritores que, malviviendo como sus análogos en Trópico de
cáncer, se liberan de la grandeza europea para identificarse entre sí como
latinoamericanos. En las novelas de Bryce Echenique, incluso aquellas que tienen
escenarios y personajes europeos, la peruanidad es un elemento que despunta por todas
partes, ya que, en mayor o menor medida, el autor se novela a sí mismo y algo de
autobiográfico se vislumbra por lo menos en el tratamiento de la historia, cargada
intencionadamente de giros, guasas y palabras típicamente limeñas. En El huerto de mi
amada leemos: "Acurrucada y desnuda, a su lado, o, más bien, calatita y
acurrucadota", que no es lo mismo. Esta operación lingüística tiene por objeto
describir el mundo desde la intimidad de un personaje recurrente, que, ya sea Martín
Romaña o Felipe Carrillo, no deja de ser el mismo cosmopolita muy peruano. Por ello,
cuando el autor arranca Permiso para vivir con un poema de Kavafis, explica:
"Pero como tantas veces he oído decir, no es lo mismo un desnudo griego que un
calato peruano, que también quiere decir misio que también quiere decir
sin un cobre. Eclecticemos, pues, muy peruanamente a Kavafis, quitémosle un
poco de audacia y agreguémosle un poco de limeñísimo pisco sauer. O ron de quemar. Lo
habremos así rutinizado un poco".
Rutinizado, eclectizado, bien podríamos decir,
latinoamericanizado, apropiado, en fin, el ajuste de cuentas con la cultura occidental se
da plenamente, y de este modo, la cultura se vuelve comercio, materia de mercaderes y
viajantes que la intercambian como intercambian sedas o piedras preciosas; y la
autobiografía se confunde con la novela y la novela con la autobiografía y Bryce
Echenique puede ser de nuevo Carlitos Alegre o Tantas veces Pedro, porque la
palabra es la misma en cualquier género y es ahí donde se encuentran el escritor, el
autor, la persona y el personaje, y de cuando en cuando, el respetado lector. |