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índex català              julio - agosto  n° 43

Guías mestizos, dioses antiguos y novelitas inútiles
por Francisco Casavella

       

       

Cómo sabrán, uno de los debates que ocupa a los hombres de letras y a sus circunstancias editoriales y periodísticas versa sobre la muerte de la novela. En una realidad tejida de ficciones, dominada por la influencia de la televisión, de la información, del cine ¿qué necesidad hay de expresar los conflictos del ser humano por medio de la prosa en un género caduco? Es más ¿por qué hacerlo en su forma jurásica? ¿Escribir mamotretos de quinientas, de ochocientas, de mil páginas?
      A eso podría responder que, a lo largo de mi vida, uno de los mayores placeres, no sólo intelectuales, sino también sensuales y emotivos, surge de la lectura de largas novelas que construyen un mundo al que me he entregado durante semanas, víctima entusiasta de su poder de seducción, más vivo al fin que en la vida. Porque esas novelas consiguen que un artificio parezca más real que la realidad misma, dominada como nunca por productos bastardos, por viscosas apariencias, por tramposos fantasmas.
      Por lo general, y muchas veces de un modo esquinado y abúlico, a la novela se le tiende a buscar una utilidad más sólida que el mero juego intelectual con algunas resonancias metafísicas, sociales o emocionales. Y si no hay utilidad, por lo menos que haya respuestas. Y eso es muy difícil, por no decir absurdo, porque hoy en día nadie cree en la utilidad de la paradoja, anegados todos por la invasión del simulacro, por la excelente reputación de una emboscada farsa, por la fascinación de miradas atónitas ante rabos que menean perros con la indiferente complicidad de los centinelas de lo real.
      Podríamos afirmar que una paradoja es la brillante forma de la inquietud, la expresión de una dificultad insuperable para el pensamiento racional. O la permanencia del carácter ambiguo de los seres humanos, de su relación y de las situaciones grandes y pequeñas, graves o ligeras, que generan esas relaciones ambiguas entre seres humanos ambiguos en un mundo al que, si no queremos trivial, se nos mostrará áspero y caótico. Paradoja es también el esfuerzo del individuo por captar la verdadera esencia de las cosas, su misterio, y la duda continua ante la formación poliédrica de esas mismas cosas, representadas en su memoria por el sentido múltiple y variable de un tiempo pasado que pensaba como propio. El novelista es un cazador de paradojas que luego teje y modela con intención arquitectónica hasta construir pequeños hoteles a la orilla del mar, o sólidos edificios urbanos, o inmensas catedrales orientadas a Jerusalén (o a Atenas).
      A continuación, sin intentar ser ingenioso, voy a intentar la paradoja. Y la paradoja que ensayo es explicar por medio de un ejemplo cinematográfico la necesidad de aguantar, y hasta leer, a un novelista inútil que escribe novelas inútiles.
      Recurriré al género del Oeste, tan rico en arquetipos. Y el arquetipo que me parece explicación cabal del papel del verdadero novelista en nuestra sociedad es el guía mestizo.
      Hagan memoria. Los cineastas suelen utilizar al guía mestizo como el mensajero de una tragedia o de un peligro. El guía mestizo precede a la caballería y la informa sobre los planes y el territorio de los indios. Ese guía mestizo, por lo general, es feo, posee algún tipo de deformación y suele desaparecer a media película. Del guía mestizo se duda, casi nunca se sabe si está con nosotros o está con ellos, y ésa es la causa fundamental de que tampoco se tome en cuenta su esquinado relato sobre las posibles acciones del enemigo. Del guía mestizo sabemos muy poco: que lleva un uniforme desarrapado, mitad indio, mitad yanqui, coronado a veces por un par de plumas, un gorro de piel de nutria o un sombrero ajado que a buen seguro le robó a un muerto. De un bolsillo asoma siempre el cuello de una petaca de agua de fuego.
      El guía mestizo no pertenece a ningún bando. Habla, sí, el lenguaje de la tribu, se adentra en territorio enemigo y vuelve luego para contar lo que ha visto. Encima, el maldito se expresa con un discurso que se pretende enigmático, cargado de paradojas. Se empeña en decirnos que las cosas no son lo que parecen, que esa huella no es esa huella, que a los apaches, si se les ve, es que no son apaches. Desde luego, no cree en lo racional del ejército, en sus tácticas, en sus sistemas, en su disciplina, en su cadena de mando, en sus conductos reglamentarios y en sus ambiciones destempladas de fanfarria, vanidad infantiloide y sala de banderas.
      Lo que cuenta puede ser verdad o mentira. En un caso o en otro, pagará por ello.
      Con el verdadero novelista inútil de nuestros días sucede lo mismo que con el guía mestizo. Es feo, su oficio es consecuencia de algún tipo de malformación física o espiritual, y si no hace carrera, si no se convierte en funcionario o académico, o no logra alcanzar un éxito ajeno por completo a la literatura, es muy posible que su presencia se esfume. Al novelista, si le pedimos algo, si tan listo es, le pedimos respuestas, tesis, moralejas, compromisos. Y él se empeña sólo en formularnos preguntas, nos expone situaciones, crea conflictos sin tomar partido. Encima, muchas veces, esas situaciones adolecen de una clara falta de seriedad, son cómicas, o excesivas, o discretas y esquivas a la hora de transmitir los matices más profundos de su contenido. El verdadero novelista inútil está decididamente contra nosotros y, en verdad, no sabemos si domina ese lenguaje de la tribu, o si lo que nos cuenta no es más que un camelo para hacernos perder el tiempo o caer finalmente en la trampa. El verdadero novelista inútil, aunque parezca mentira, es inútil. Y eso lo sabíamos ya en el momento en que espoleó su caballo para cruzar el río que marca la frontera con el territorio apache. No será necesario escucharle cuando vuelva. Sobre todo, si se alarga, si entra en detalles, si se hace el oscuro. Nadie aguanta a ese mestizo tuerto cuando se pone misterioso y formula paradojas. Cuando nos da a entender, muy poco a las claras, que sus tonterías, sus historias del hombre sin orejas y el dios de la lluvia, nos son de algún modo necesarias.
      Luego llegan los bárbaros y la masacre. Y nada tenemos que agradecerle al guía mestizo, porque la Historia nos enseña que los bárbaros siempre acaban llegando y la vida pretende que siempre sea demasiado tarde.
      Olvidemos pues al guía mestizo si no lo teníamos olvidado ya. Que sólo permanezca la evocación del respeto que ese extraño ser profesaba a las supersticiones. Invoquemos a los dioses antiguos a través de mi novela, El día del Watusi.
      La acción de El día del Watusi transcurre entre el quince de agosto de 1971 y un momento indeterminado del verano del año 95. Fue entonces, en el verano de 1995, cuando se me ocurrió la idea de escribir un relato de extensión considerable que intentara edificar, al modo en que sólo lo puede hacer el género novelístico, los cómos, los porqués, los para qués y los y qués de una situación determinada: la transición española.
      Pero, en esta novela, la transición española no es la Transición Española, sino su relación con un individuo que es hijo directo de ese momento. Un individuo que busca en un día, en la jornada que vivió al final de su infancia, en El día del Watusi, las palabras que le devuelvan la armonía con un espíritu que intuye por encima de las épocas. El mismo individuo que recorre los sistemas y conoce los mecanismos por los que se dispersó cierto vitalismo que, contra su voluntad, proporcionaba el aislamiento franquista. El individuo que testifica la pérdida de oportunidades, recuenta el talento malogrado en un país convulso, y siente como una parte ínfima de ese talento se esfumó en los pasillos del poder y del comercio, vio como los que más alto voceaban se revelaron luego como los mayores hipócritas, sintió como el resto de ese ingenio, de ese brillo, de esas posibilidades, la mayoría, se malogró en los bares y en los callejones por lo casi inevitable: tomarse con una libertad sublime, deseos insensatos, nostalgias irreparables, el brazo del dedo que nos habían dado.
      Una de las singularidades de la sociedad actual es la falta de memoria. Hacer memoria, tener presente los hechos pasados y su relación con los presentes. Y no hablo de una evocación de sucesos sobre los que ya es imposible intervenir, un rescate dulcificado, algo solemne, con tintes melodramáticos, tiernos, y de una corrección política perfecta, que enjuaga conciencias y estimula la vanidad intelectual de los semicultos. Reclamo la memoria, no del sufrimiento lejano, sino de la infamia próxima. Me refiero a la memoria del mes pasado, del año pasado, de, por ejemplo, el verano de 1995.
      Déjenme que les recuerde cómo estaban la civilización occidental, el estado, la ciudad y un servidor en ese verano del 95. Aunque no sea ésa mi intención primera, el recordatorio será conveniente también para determinar cuánto hemos cambiado desde entonces y qué felices somos.
      En cuanto a la civilización de Occidente, en ese verano del 95 se afirmaba desde las mayores cotas de altitud intelectual que habíamos llegado al fin de la Historia. Según ciertos pensadores, la monarquía, el fascismo, la democracia liberal y el comunismo habían dejado de competir por la supremacía política, y todas las sociedades avanzadas habían adoptado modelos de democracia, mientras se dirigían entusiastas hacia la economía de mercado. Se había alcanzado la meta final, la lucha final, hacia la que se orientaba el sentido marxista-hegeliano de la Historia. El capitalismo democrático es hoy por hoy el mejor de los mundos posibles y en éste nos hallamos instalados graciosamente en busca de los pequeños placeres del esnobismo.
      Sin embargo, una lectura de los mismos acontecimientos nos susurraba al oído que la supuesta desacralización que habían impuesto esa misma Historia y la filosofía que le acompañaba, lo que, prácticas odontológicas aparte, suponía para algunos el logro mayor del mundo contemporáneo, el laicismo derivado de un respeto idéntico a diversas formas de ateísmo y espiritualidad, no era más que una máscara al servicio de un nuevo dios. Y ese dios era, precisamente, el llamado capitalismo democrático.
      Ese capitalismo democrático es uno y trino. Y la trinidad la componen el Dinero, la Técnica y la Burocracia. Cualquier persona que se desarrolla en esta civilización acata esa santísima trinidad y, a través de ella, a una infinidad de dioses menores que ni siquiera son eso, menores, sino simplemente ridículos, y basan su hegemonía en la provocación y el espectáculo. En consecuencia, la civilización occidental ha pasado de lo falso a lo falso hasta un punto en el que se han llegado a borrar por el camino los conceptos de Individuo y Naturaleza.
      Sigamos ¿Cómo estaba el estado español en el verano de 1995?
      Según las tertulias públicas, en el verano de 1995, el estado español se hallaba en una sofocante situación de colapso. Las fábricas de noticias hablaban de corrupción a todos los niveles, una corrupción previamente generada, acompañada, compinchada o silenciada por los dueños de esos mismos medios en distintas facetas de su potente actividad. La respuesta única de la sociedad civil ante la maravilla que supone saber que, si el poder corrompe, el poder absoluto corrompe absolutamente, consistía en asumirla con la pasividad del cinismo. Y ese cinismo era idéntico al del adolescente que se escuda en una sonrisa idiota, porque sabe que el mundo no es como lo espera, sino como lo teme. Y ese temor, desengañémonos, es el que sólo es consolado por la devoción al Dinero, a la Técnica o la Burocracia. En cualquier caso, al dinero y a la ansiedad de su ausencia.
      Ese verano del 95, yo me preguntaba dónde estaban todas esas sonrisas que agachaban la testa al murmurar "es lo que hay", cuando sólo tres años antes los estadios olímpicos se llenaban de banderolas y de euforia y del reconocimiento de que este país no era ni la sombra de lo que fue, que nuestro cambio había sido tan radical, nuestras esencias fortificadas de tal modo que éramos capaces de hospedar, durante algunas semanas, a unos cuantos atletas en ese mero homenaje a otro de los dioses ridículos de nuestro tiempo, la marca deportiva. Una de ellas, por cierto, con el nombre griego de "Victoria". Niké. Una sonrisa más cínica aún sobre el cinismo general.
      Los azares de la vida fueron la consecuencia de que esa moderna celebración del fin de la historia se llevase a cabo en la ciudad donde había nacido el que les habla. Que ese personaje, yo, hubiese contemplado ese mismo estadio en ruinas años antes y soñara allí con dioses de verdad, porque el sueño es el único modo de insuflar vida a los dioses. Esa ciudad era la misma donde fui niño cuando las casas, las calles, formaban un útero abandonado. Y la misma ciudad en que fui adolescente cuando la ciudad volvió a ser adolescente. Y en ella fui también un joven soberbio empapado de la soberbia ciudadana. Sin embargo, cuando en el verano del 95 la gente decía "es lo que hay", uno no podía compartir tanta lucidez, tanto derroche de inteligencia, la exaltación de los valores que esa nueva inteligencia propugnaba en un océano de amargura: la competencia salvaje, la respuesta siempre a punto, el talento para manipular situaciones, la indiferencia cínica. Debía expresar de alguna forma las causas de ese nuevo temple y hacerlo con el oficio y el talante que, mejor o peor, había atesorado hasta ese día.
      En resumen, y cómo habrán percibido, en el verano del 95 yo no me encontraba demasiado bien. Y parece extraño, vanidoso y aun ridículo, pero me ocurría lo mismo que a la ciudad, que al estado, que a la civilización occidental. Por eso era necesario más que nunca recapitular. Y hacerlo al modo en que durante los 70 contemplaba el estadio olímpico en ruinas. Mirando directamente a los dioses con el peligro de cegarme.
      Sin embargo, no existía ningún peligro de ceguera porque los dioses no estaban ahí. Sólo mutaciones de sueños corruptos hacia la Nada.
      Ahora ha llegado el momento de que llame en mi auxilio a Charles Baudelaire. Lo cito, pues, en su más que ambiguo texto de 1852, "La escuela pagana". Y digo ambiguo porque Baudelaire no se mofa tanto de los parnasianos como de las costumbres hipócritas de algunos escritores. Digo ambiguo también porque él fue en su tiempo un adorador del Olimpo. Y, sobre todo, digo ambiguo porque en su creación de la vida moderna estaba el germen de la farsa que él mismo combatía, mientras su herencia era combatida a su vez por los materialistas académicos que renegaban de una presencia volátil, muy caprichosa y sublime, que emana de situaciones y conductas, y a la que podemos llamar, por ejemplo, Pan:

En un banquete conmemorativo de la revolución de febrero, uno de esos jóvenes que podemos calificar de cultos e inteligentes pronunció un brindis en honor del dios Pan, sí, del dios Pan.
      - Pero - le dije:- ¿qué tiene el dios Pan en común con la revolución?
      - ¿Qué me dice? - me respondió:- el dios Pan es quien hace la revolución. Él es la revolución.
      - Pero ¿no se murió hace ya tiempo? Creía que se había oído planear una gran voz por encima del Mediterráneo, y que esta voz misteriosa que rodaba desde las columnas de Hércules hasta las orillas asiáticas, le había dicho al viejo mundo: ¡EL DIOS PAN HA MUERTO!
      - Es un rumor que propalan. Se trata de las malas lenguas; pero no hay nada de verdad en ello. ¡No, el dios Pan no ha muerto! El dios Pan vive aún…- concluyó levantando los ojos al cielo con gesto de ternura harto extraño… Va a volver.
      Hablaba del dios Pan como del mismísimo Napoleón.
      - Pero cómo…- le dije:- ¡no será usted pagano!
      - Sí, sin lugar a dudas. ¿No sabe usted que el paganismo bien entendido puede salvar a la humanidad? Hay que volver a las verdaderas doctrinas ensombrecidas un instante por el infame Galileo.

Baudalaire concluye que ese joven sea quizá un pobre y desgraciado loco. Pero lo cierto es que yo tenía la intuición de que durante los treinta años que iba a transcribir en el relato que gestaba, no había vivido o presenciado acontecimientos grandes o pequeños. Sólo había oído un susurro que llegaba desde lejos y decía "EL DIOS PAN NO HA MUERTO". Y también recordé que, desde muy chico, en una de esas orillas del Mediterráneo, había conocido a gente que tampoco creía en la muerte de Pan o que afirmaba haber visto morir a Pan con sus propios ojos, que era lo mismo que reconocer que Pan seguía vivo de algún modo. Y el dios Pan, combinado con lo cómico, la duda y lo sentimental, pasó a formar parte de un proyecto de espíritu hacia la siempre fatigosa búsqueda del conocimiento.
      Aunque yo me preguntaba: ¿Por qué el dios Pan? Esa divinidad dotada de agilidad prodigiosa, rápido en la carrera, fácil trepador de rocas, que sabe ocultarse tras la maleza, ya sea para espiar a las ninfas, ya para dormir la siesta en las horas calurosas del mediodía. ¿Y por qué no Dioniso, ese otro dios de mayor categoría a cuyo cortejo de sátiros pertenece Pan?
      Porque yo había oído hablar de Dioniso. Y también de su muerte. Y de quien afirmaba haberle visto cuando todos pensaban que estaba muerto. Dioniso, el dios del baile y del delirio místico, un dios generoso cuando le aman, pero terrible, mortal, cuando se le desprecia o se duda tan solo de su existencia. Ahí lo tenía. Un gran bailarín y un asesino de borrosa identidad. ¿Había conocido yo a alguien así? ¿Podía constatar su presencia a lo largo de mi vida? ¿Ese susurro que creía oír en los grandes acontecimientos históricos y en los momentos de frenesí era "Dioniso sigue vivo"? ¿Podía anotar las ocasiones en que se había transformado, cómo lo había hecho, y si alguna vez había bailado en su honor? O por el contrario ¿se había convertido en uno de esos dioses ridículos de los que sólo queda una huella superficial apta para la compraventa?
      Ha llegado el momento de que les confiese algo. Pese a que todos coincidan en sacar otras conclusiones, Dioniso, su pervivencia, es el tema de El día del Watusi. La necesidad de lo irracional expresada a través de un relato, y cómo esa obstinación se vuelve al fin la crónica de un fracaso. Contra una racionalidad evidente que nada tiene que ver con el sentido común que han logrado el dinero, la técnica y la burocracia, pero también contra el nihilismo. Una búsqueda interminable de argumentos para seguir amando la vida. En Los juegos feroces, el primer volumen de la novela, se cuenta el conocimiento y absorción de una entidad pagana y la asunción de miedos y ansiedades individuales y colectivas que se convertirían en la clave de los años siguientes. En Viento y joyas, la segunda parte, la inmersión del protagonista y de su confuso culto en una Historia, con mayúscula, que aparentaba empezar, pero, por lo visto, terminaba, y las sucesivas transformaciones del dios por la pendiente que lleva, no a las profundidades, sino a las superficies donde habitan los dioses ridículos.
      Todo el mundo cuenta la feria según le ha ido. Lo mismo ocurre con la Transición. Nadie puede trazar un relato objetivo de la Transición porque la Historia, casualmente, no ha llegado a su fin. La perspectiva de la Historia es mucho más amplia que una sucesión de presentes ocupada en un continuo borrado de pistas. En su soberbio artículo "Las consolaciones de la Historia", Edward Morgan Forster nos dice:

 Por muy agradable que sea rememorar el pasado, uno acaba por volver siempre a los más refinados tópicos de la moralidad. El maestro que todos llevamos dentro cobra vida, analiza los hechos de la Historia y los corrige a resultas del examen. No todas las correcciones tienen por qué ser desfavorables. Algunos acontecimientos, como el Risorgimento, obtienen una calificación de sobresaliente por sí mismos, en tanto que otros, como el carácter de la reina Isabel, acaban siendo calificados de sobresaliente a la larga. Tampoco deben calificarse los acontecimientos por su valor real. ¿Por qué acertó Drake cuando al enterarse de que la Armada Invencible se aproximaba se puso a jugar a los bolos, y erró Carlos II por ponerse a cazar polillas al llegar a sus oídos la entrada de la flota holandesa en el Medway? La respuesta es: "Porque Drake venció". ¿Por qué acertó Alejandro Magno arrojando las reservas de agua al ver cómo era aniquilado su ejército, en tanto María Antonieta se equivocó al decir "que coman pasteles"? La respuesta es: "Porque María Antonieta murió ejecutada". Las respuestas son muy parecidas tanto en uno como en otro caso. Debemos analizar el pasado desde un prisma más amplio que el presente, porque al examinar el presente no podemos estar nunca seguros de lo que va a suceder.

El escrito de Forster es de 1920. ¿Seguiría el autor inglés pensado que el Risorgimento merecía la calificación de sobresaliente en 1922, cuando Mussolini subió al poder? ¿Qué calificación merecía la Restauración de Cánovas en 1890, en 1900, en 1910? ¿Y la Segunda República? Podríamos estar jugando a eso todo el día. Pero nuestro pretendido análisis no sería más que eso, un juego. Durante el período que va de 1975 a 1995, actos bienintencionados acabaron en la gloria y en el fracaso, lo mismo que las mezquindades, que los inteligentes maquiavelismos, que la compraventa de éticas y voluntades, que las manipulaciones, que las entregas generosas.
      De todos modos, a título individual, la feria se recuerda siempre según el resultado, insisto, y, para algunos, y no han sido sólo los eternos resentidos o los perpetuos comerciantes del espíritu de la contradicción, la nueva democracia culminó con la llegada al poder de una gente empeñada en ocuparlo que, lamentablemente, no sabía que hacer con él, hasta que, lamentablemente, aprendió, y de qué modo, para después cederlo, no sin escándalo, a quienes, lamentablemente, utilizaban esos mecanismos del poder desde siempre.
      La tercera parte de mi novela, El idioma imposible, concluye alguno de esos puntos de vista, pero les mostrará también el lenguaje en que Dioniso habla, la auténtica pervivencia del dios y la tragicomedia que consiste en ser testigo de alguien que grita "El dios no ha muerto". Y, por supuesto, contará también mi versión del asunto: que sólo la reinvención de ese dios, esa ficción, nos puede salvar de las ficciones negativas que crea este mundo ilusorio y falso y protegernos, a su vez, de un exceso de luz.
      Y nos pueden salvar, sí, pero no nos salvan.
      Desde luego, en El día del Watusi, ustedes pueden leer también la primera parte como un relato de iniciación a la vida. Y la segunda como una caricatura, más o menos esquinada, de cierta clase pudiente creada por el franquismo y sus intentos de reconversión vistos por los ojos muy abiertos de un adolescente alucinado. Y en la tercera, una historia de música moderna y drogadictos. O de los entresijos del arte y de la cultura modernos. En cualquier caso, nada útil. Aspectos paradójicos, equívocos propios de esos malditos guías mestizos, de esos resentidos novelistas inútiles.
casavella      Alguien ha dejado escrito sobre El día del Watusi que, al inicio de mi novela, al serle encargado un informe confidencial sobre un extraño personaje, Fernando Atienza, el narrador, se comporta como lo hacían esos cronistas medievales que se remontaban al principio de los tiempos para contar las historias de sus reinos sin llegar a raspar el presente ni por asomo. Como habrán podido comprobar, el artífice de Fernando Atienza, es decir, yo, opero de igual modo. Aunque yo le diría al crítico y también les digo a ustedes, que ni los cronistas medievales ni Fernando Atienza eran tontos del todo al hacer lo que hacían. Aquéllos, los cronistas, necesitaban legitimar como fuese el derecho de sus señores al trono por una gracia de Dios que entonces era la única fuente de la Historia Universal y también del resto de historias. Lo que intenta Fernando Atienza, amen de justificar por los pelos su existencia, es narrar el germen de todas las ficciones que acaban legitimadas con el dudoso marchamo de realidad. Y maneja las ficciones que mejor conoce, las que han llenado de sentido su vida, pero también de confusión. Y lo hace con la misma mala intención, o con la misma lógica de aquéllos que le han encargado, precisamente a él, un informe sobre alguien que no existe y sobre el que se ha creado un acuerdo tácito de que exista.
      La novela es también una reflexión sobre el principio de identidad, sobre su crisis en el mundo moderno. La afirmación de que si la indefinición de la Historia no impidiera ya una posibilidad de análisis de lo real, ese principio de identidad que cada día es más difuso, permanece sólo en el ámbito de los monstruos. ¿Monstruos? El guía mestizo que me ha servido como ejemplo sería uno de ellos, pero no es mi único ejemplo.
      No olvidemos que El Día del Watusi es la totalidad de tres partes. Pues bien, a lo largo de esas tres partes he intentado, sobre todo, contar la evolución de una persona, de una ciudad y de un estado en relación con una época a través de sus márgenes, de sus monstruos. Márgenes y monstruos son, incluso dentro de su comunidad chabolista, tanto Fernando y Pepito como el Watusi al que buscan. Márgenes y monstruos son los pequeños banqueros y políticos abortados que se tambalean, en todas las acepciones del término, ante el cambio de época y de estructuras y, sobre todo, ante la inexorable decadencia de la vida, en la segunda parte de la novela. Y márgenes y monstruos son, finalmente, los jóvenes que entonan canciones en idiomas inventados, los animadores culturales, los teóricos de la conspiración y los espías que aparecen en la tercera parte. No se trata de corregir la historia oficial a través de la intrahistoria o de la criptohistoria. Y, desde luego, nada más lejos de mi intención que pasear al lector por una galería de enormidades. La idea, la idea del novelista, que no tiene por qué parecerse a una idea filosófica, a una idea periodística y mucho menos a una idea ideológica, es transmitir un posible conocimiento o una posible intuición de ese conocimiento por vía de un relato. Desde luego, quien busque información, sabiduría o polémica en El Día del Watusi hará muy bien en abandonarlo y escoger otros libros más adecuados para esa misión. A quien necesite la emoción y lo tragicómico, la paradoja y el tipo de reflexión que sólo puede dar la novela, le aseguro que he hecho lo que ha estado en mi mano durante el tiempo que he podido. Como dice en la tercera parte de la novela un personaje que ha leído a Valéry:
      "Porque yo le concedo que no seríamos nada sin la participación de aquello que no existe, que nuestras mentes languidecerían sin los mitos, sin las fábulas, sin los malentendidos, sin las creencias, sin los monstruos, sin los impostores..."
      Y yo añado: y quizá sin todo ello viviríamos también más tranquilos. Y estoy seguro de que esa tranquilidad es la que desean algunos para imponernos entonces sus propios mitos, sus propias fábulas, sus propios malentendidos, monstruos e impostores.
      Pero yo no. Yo busco una vía de conocimiento a través de la ficción para reflejar después esa búsqueda en un lenguaje que se pretende elástico, duro y hermoso. Intento así preservar esas mismas ficciones de la ficción general y ese mismo lenguaje del lenguaje general.
      Entretanto, les ruego que se sigan preguntando qué ocurrió en realidad en El Día del Watusi y decidan si los dioses han muerto o no, o si les susurran aún al oído "El Dios Pan sigue vivo" o "Dioniso sigue vivo", durante el tiempo que comparten conmigo la experiencia. Hagan caso de ese guía mestizo que les habla en paradojas y desvaría con la presencia de antiguos dioses. O no le hagan caso, puede estar rotundamente equivocado.
      En cualquier caso, muchas gracias.

 ©  Francisco Casavella, 2004

Este texto no puede reproducirse ni archivarse sin permiso del autor y/o The Barcelona Review. Rogamos lean las condiciones de uso.
BIO: Francisco Casavella (Barcelona,1963). Ha publicado El triunfo (Versal, 1990), Quédate (ediciones B, 1993), Un enano español se suicida en Las Vegas (Anagrama, 1997) y El secreto de las fiestas (Anaya, 1997). Su última novela, El día del Watusi, ha sido publicada con gran éxito de crítica y público. También ha trabajado como guionista y colabora en prensa. Actualmente reside en Barcelona.

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 julio - agosto 2004  n° 43 

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