Rosa Rosarum
por Charles Kiefer
En mi
tesis de doctorado, Invenciones y fuentes de Jorge Luis Borges, describo qué, en
la obra del escritor, es inventado y qué es real. El protagonista de "Pierre Menard,
autor del Quijote", por ejemplo, está basado en Louis Menard, París, 1822-1901, que
rescribió las piezas de Esquilo. Anatole France, que no comprendió lo revolucionario del
método de relectura, lo denunció por plagio. Borges, adepto también a la apropiación
de textos ajenos, transformó Louis en Pierre y le dio la coherencia, la verosimilitud y
la gloria que no hay en entradas de enciclopedia.
Sé que no es imposible, porque las variables son
finitas, pero todavía no conseguí rastrear todas las citas, referencias, invenciones
bibliográficas, collage y parodias que se encuentran en Jorge Luis Borges. Mi trabajo es
minucioso y exhaustivo, pero incompleto. Solo hice la defensa, con orientación de Regina
Zilberman, para cumplir los plazos de la institución. Continúo, sin embargo, la
investigación. A veces necesito hacer rectificaciones. Y ésta es una de ellas. Solicito,
pues, a mis lectores que agreguen este texto a la página 214, entre el tercer y cuarto
párrafo, de la primera edición, publicada por la Editora de la Universidad Pontificia
Católica de Río Grande del Sur, en 1995. Un comentario de la señora Elf, que mantiene
en Buenos Aires un interesante museo particular del autor del Aleph, es responsable
por el trecho, que estoy seguro, agitará al mundo académico. Adelanto que, en breve,
reeditaré mi libro, con otros anexos de menor importancia, y con dos o tres supresiones.
No son pocos los críticos literarios que apuntan las
semejanzas entre El nombre de la rosa, de autoría de un histriónico profesor
italiano, y "La Biblioteca de Babel", de Borges. Para Volodia Teiltelboim,
Alinardo de Grottaferrata desarrolla el mismo concepto del escritor argentino: la
biblioteca es un gran laberinto, símbolo del mundo. El cuento, según el biógrafo
chileno, "presagia acontecimientos, situaciones y ambientes muy próximos al
microclima enrarecido que se desarrolla en El nombre de la rosa". Lo que pocos
saben es que la historia de Borges es una síntesis de un original del siglo XIV.
Debo a una poeta argentina, que conocí en Ghent, NY,
en 1996, en un programa para escritores del Tercer Mundo, la agradable y productiva tarde
que pasé en compañía de la Familia Elf, en Buenos Aires. Ni bien desembarqué en la
capital porteña, dos años después de nuestro encuentro en las tierras del Norte, la
llamé por teléfono. Al día siguiente, Alina Molinari y yo fuimos recibidos por la
simpática y servicial señora Elf, propietaria de un acervo material e inmaterial
impagables.
De los objetos de Borges, ediciones originales y
autografiadas, traducciones, producciones del período ultraísta, lapiceras y cuadernos
de notas, prendedores de corbata y cepillos de zapato, coleccionados por el patriarca y
mantenidos y aumentados por la viuda Elf, me impresionó un texto manuscrito, garabateado
por el niño prodigio a los seis años de edad. Se trata de un pequeño ensayo sobre
mitología griega, intitulado El minotauro, escrito en inglés. Delante de aquel
rectángulo amarillento y quebradizo, felizmente encapsulado por dos hojas de papel
vegetal, sentí una especie de vértigo. No soy creyente, pero debo confesar que ahí,
bajo la luz filtrada de la tarde, bajo los efectos del vino del almuerzo y del olor del
moho y del ungüento que la casa despedía, comprendí el pasaje bíblico que afirma que
el Espíritu sopla para donde quiere. A los seis años, yo no pasaba de un mocoso,
preocupado apenas con las canicas, gomas de mascar y álbumes de figuritas.
Lo mejor, sin embargo, estaba por venir. La señora
Elf nos convidó para el té de las cinco.
"No creo -dijo Alina- que Kiefer pueda
quedarse."
"Puedo -dije-, claro que puedo."
Temiendo que la visita llegara a ser tediosa,
inventé, todavía en el taxi, un compromiso para las cinco, en la Recoleta.
"Visito a Jorge Tanure mañana" -me apuré a
agregar.
Ya no soy capaz de recordar los manjares de aquella
mesa, pero puedo repetir, palabra por palabra, lo que la señora Elf nos contó.
Borges los visitaba con frecuencia. Una noche,
después de un asado de paleta de cordero, que tanto le gustaba, abusó del Brandy. El
alcohol, el frío y la lluvia tenían el don de dejarlo nostálgico. Retornó a los
recuerdos de la adolescencia, al verde de las aguas del lago Leman, al silencio de las
callejuelas de la Vielle Ville.
"Mi cuento, La Biblioteca de Babel,
que generó una serie infinita de epígonos, es el resumen de Rosa Rosarum, escrito
por Horloger du Rhone, el paciente y metódico monje que auxilió a Boccaccio a leer
Platón y Homero del original." Hizo una pausa, como a la espera de la reacción de
los oyentes. Pienso que el carraspeo de la señora Elf, que en aquella tarde era una
elipsis y hoy es un anexo, reproducía el otro, de Borges. "Me enorgullezco de haber
visitado tantas veces sus páginas centenarias" -agregó él y ella repitió.
Después, erguido en el sofá, con la voz susurrada y ausente de los ciegos, sentenció:
"La historia de las literaturas está hecha de injusticias, olvidos y glorias vanas.
En sus memorias sintéticas y sin brillo, el general Dufour,1 confesó odiar el libro,
utilizado para ejercicios de traducción."
El propio Borges, muñido de un Gradus ad Parnassum,
de Quicherat, enfrentó, estoicamente, el arduo latín del monje benedictino, en el
silencio de la biblioteca del Liceo Jean Calvin.2
Los que estudian ecdótica, como yo, han de imaginar
lo que pasé después de esa tarde en la casa Elf. Les ahorro la descripción de mis
tormentos. Sintetizo, como Borges haría. Traté de viajar a Europa, en busca del libro.
En Ginebra, revolví las bibliotecas, la Pierre Goy, el Anexxe du Perreir, el de Romagny,
la Municipale, la de La Cité, la des Eaux-Vives, la de la Jonction, la des Minoteries, la
de Pâquis, la de la Servette, la Saint-Jean, inútilmente. En fin, el dueño de una
librería de usados del Boulevard Helvétique me devolvió la fe en la señora Elf,
debilitada por semanas de búsqueda.
"Vendí un ejemplar de Rosa Rosarum al
librero Giacomo, de Barcelona, hace algunos años. Era una edición de 1558, de la casa de
Jean Viret, de Lyon, el mismo que editó la primera edición de Les Propheties, de
Michel de Notre Dame."
Días después, en una callejuela angosta y oscura de
la ciudad española, encontré Giacomo3. Tenía el rostro pálido y los ojos opacos. Era alto y todavía
joven, pero andaba encorvado como un viejo. Recordaba un personaje de Hoffman o Hawthorne.
Describió, con minucias, los estantes de metal de Rosa Rosarum, el tipo de letra,
las marcas de impresión, los varios ex-libris, los lomos de cuero. Le gustaba leer
las obras raras que vendía, era una forma secreta de mantenerlas, pero, infelizmente no
dominaba el latín. Ni llegó a incluir el libro en el catálogo. Telefoneó a un cliente
italiano, abogado o profesor, que lo adquirió sin regatear. "Ergo, Ego...",
murmuró. No lo corregí. Me despedí. Sus manos eran fuertes y nerviosas, pero secas y
cubiertas de arrugas. En la puerta de la librería me saludó una vez más. Su traje era
mísero y desalineado y su fisonomía, pálida, triste, fea e insignificante. Pensé en
Borges, que no llegó a leer El nombre de la rosa. En la noche que indicó la
fuente primaria de su alegoría del mundo como biblioteca, recitó pasajes enteros de Rosa
Rosarum, con perfecta entonación medieval.4
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1. Cuya estatua plateada encanta a los
visitantes del centro Ville, en Ginebra.
2. En la carta a Maurice Abramowicz, escrita en francés, el 13 de enero
de 1920, hoy perteneciente al acervo de la Colección Eduardo F. Constantini,
Borges lamenta la tarde mutilada. Mientras los colegas fueron al baño en Leman,
prefirió la trabajosa traducción de Rosa Rosarum. El 20 de junio de 1921, la
Revista Ultra, de Madrid, año I, número 14, publicó un poema del joven poeta, Atardecer,
en que la imagen reaparece: "En el poniente pobre / la tarde mutilada / rezó una
Avemaría de colores". En carta a Jacobo Sureda, comentó: "Sobre tu elogio a mi
poema Atardecer (que fue publicado en Ultra), creo sinceramente que de los 3
últimos versos el único que encarna una intuición verdadera de la realidad es el que
dice "la tarde mutilada". El resto, es profesionalismo lírico."
3. Flaubert, en un cuento de juventud, Bibliomanía, también
llamó a un librero barcelonés de Giacomo. El lugar común es el pecado, pero no hay otra
forma de decirlo: la vida imita el arte.
4. En la nota introductoria de El nombre de la rosa, traducción
anacrónica y manierista de Rosa Rosarum, Umberto Eco se refiere al manuscrito del
siglo XIV, atribuyéndolo a Don Adson de Melk. Elude, sin embargo, cualquier referencia a
Horloger du Rhone.
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