Ese tocho
Por Patxi Irurzun Primera
entrega
1
Aunque en todos los equipos por los que he pasado mis
compañeros me han apodado con alias nada ingeniosos, como "El Trípode",
"Barrapán" o, mayormente, "Tocho", el secreto de mi éxito con las
mujeres no tiene nada que ver con el descomunal tamaño de mi miembro viril. Tampoco está
relacionado con la fama que me precede allá donde vaya, ni con mi personalidad
dicharachera y jovial, ni siquiera con la cuenta corriente en la que se me desbordan los
ceros por la derecha de la libreta. Quienes lo crean así no saben absolutamente nada
sobre mujeres. A las mujeres lo que realmente las vuelve locas es un tipo que sepa
acariciarlas y yo siempre he tenido unas manos superdotadas. Es por eso mismo por lo que
soy portero de fútbol. Probablemente el mejor portero del mundo. He militado en los clubs
más laureados, he ganado varias ligas y un Mundial y he compartido habitación con Dios,
que entonces se llamaba Diego Armando Maradona... Y que me disculpen si a alguien le
parezco sacrílego. Al contrario, conozco la Biblia lo suficiente como para saber que el
Dios del que hablan en ella es un boludo, un tipo vengador, vanidoso y cruel al que sólo
pueden haber inventado los hombres. Para mí Dios no es alguien que me haga avergonzarme
de ser un hombre sino que convierto a Dios en todo aquello que me hace reír, gozar o
tener esperanza. Dios es para mí la mujer con la que hago el amor y como soy un
tipo muy religioso y politeísta procuro hacerlo a menudo y con muchas mujeres ;
Dios es cada disco nuevo de Andrés Calamaro; y Dios es Osasuna, el club que me ha fichado
y que ha confiado en mí cuando ya todos me habían desahuciado.
El fútbol es así. Un mínimo error y pasas de ser
el rey del mundo a un condón anudado en un descampado. En mi caso se trató de un regate
mal calculado en un Barça-Madrid y automáticamente todas aquellas características de mi
personalidad con las que siempre se había identificado la afición se convirtieron en
pecados imperdonables: vividor, borracho, mujeriego... Me lo decían los mismos que
aplaudían a rabiar cada vez que me adelantaba con el balón entre los pies y lograba
dejar sentado a Raúl o a Figo. Me gustaba hacerlo así, driblar al delantero de moda,
escuchar primero el murmullo en las gradas, y después los aplausos de alivio y mofa.
Sentía que al hacerlo era capaz de poseerlos, de poseer no sólo lo que eran se
identificaban conmigo porque era un tipo algo golfo y de procedencia humilde sino lo
que añoraban, envidiaban y nunca llegarían a ser ellos, que nunca se arriesgarían a
salirse del área y regatear a su destino como mucho, ocultos y a salvo entre la
masa, a desahogarse insultando al árbitro; o a mí mismo. "¡Muerto de hambre,
indio de mierda!", me gritaron entonces, de hecho, cuando erré el dribling . Y eso
sí que me dolió. Me dolió tanto que, a pesar de que ahora una nueva afición, allá
abajo, en la plaza, volviera a corear mi nombre ("¡Ese Tocho, ese Tocho, eh¡",
alternaban los gritos con otros como "¡San Fermín, San Fermín!" o
"¡Alcaldesa dimisión!") no pude evitar despreciarlos, por arrastrados, por
diluirse, como una aspirina contra la estupidez de sus vidas, en la multitud; la misma
multitud que pediría mi cabeza en cuanto palmáramos tres partidos seguidos; la misma
multitud que cuando pasaran los sanfermines y con ellos toda la polémica, volvería a
votar a la alcaldesa; la misma multitud, en suma, que nunca comprendería por qué apenas
hube estrechado su mano, la mano de la alcaldesa, allá arriba en el balcón del
ayuntamiento el día del chupinazo, supe que acabaría acostándome con ella.
2
A Pichurri, que es como llamaba yo en la intimidad a la alcaldesa, me la presentó
Godman, el míster, poco antes de que él mismo lanzara el chupinazo y liara una gorda. El
míster en ocasiones me recuerda a mí mismo. Ambos tenemos una personalidad vampira, que
acaba por absorber la atención, para bien o para mal, de todos los que nos rodean. Godman
acaparó portadas del Marca nada más desembarcar en Pamplona procedente de Estados
Unidos, su país natal, cuando a golpe de billetera se compró un equipo de segunda en
plena crisis, como era entonces Osasuna, y se convirtió en su presidente, entrenador y
hasta delantero centro en una jornada en que todo el equipo se vio afectado por una
terrible cagalera. Al principio, la ciudad en pleno se puso a cara de perro con el
míster, porque Osasuna siempre había sido un club en el que los socios creían que
elegían a sus presidentes, pero después, cuando Godman comenzó a aflojar plata y a
fichar a buenos jugadores, y más tarde a ganar partidos, y finalmente logró incluso un
ascenso que se había resistido durante años, llegó la Godmanía. Hasta tal punto que,
invitado por la alcaldesa, se le concedió el más alto honor que puede otorgar la ciudad
a un pamplonés Godman era ya tomado como tal, incluso fue elegido el navarro más
guapo del año : lanzar el cohete que da inicio a sus fiestas.
¿Quién se lo iba a decir, cuando llegó y le
querían arrojar al pilón? bromeaba con él, poco antes del chupinazo, Pichurri, la
alcaldesa.
Ellos primero no entender mentalidad americana.
Fútbol negocio, no corazón. Pero tampoco cambiar tanto. Antes vosotros poner y quitar
presidentes. Vosotros tener money. Ahora mí.
Claro, claro se reía Pichurri, y mientras
lo hacía su sonrisa pizpireta se me estiraba a mí entre las piernas.
Había algo que me atraía en ella, algo morboso, esa
extraña mezcla que parecía expresar su aspecto y su carácter. Era una mujer echada para
adelante y de aspecto monjil a un tiempo, una de esas mujeres de edad indefinida, que uno
no sabe si son ancianitas con el alma enfundada en un chandal o jovenzuelas a las que
alguien o algo les ha arrebatado sus mejores años. Una mujer llena de huecos oscuros que
yo sentía que debía rellenar, no sabía si para derramar todo mi cariño o todo mi
veneno.
Aunque en realidad es lo mismo, porque ahora que
usted se ha afiliado al partido es uno de los nuestros, señor Godman, un navarro por los
cuatro costados.
Yo asistía a la conversación como convidado de
piedra, hasta que abajo, en la plaza, los piropos dedicados a Pichurri "¡La
alcaldesa es una posesa!", coreaban fueron sustituidos por el que ya era mi
grito de guerra: "¡Ese Tocho, ese Tocho, eh!". El míster entonces se volvió
hacia mí y me presentó.
Oh, sorry, ser nuestro ultimo fichaje. Gran
portero. Y mucha publicidad, camisetas... añadió.
Yo encajé el golpe con deportividad. Sabía que en
buena medida me habían fichado por ello, porque mis gansadas atraían al público al
campo y a los anunciantes a los despachos de los comerciales.
Oh, si, lo conozco, señor Tocho, he oído
hablar mucho de usted dijo la alcaldesa.
Fue entonces cuando ella estiró su mano y yo la
estreché. Pude darme cuenta de inmediato como todo ese calor que es capaz de proyectar la
mía, mi mano, la fue derritiendo por dentro. Siempre sucede así. Ellas comprenden que
nunca las ha acariciado una piel tan suave y que quizás nunca volverá a hacerlo. Es como
si las tocara un bebé grande con una tranca descomunal. No sé muy bien como explicarlo,
pero siempre sucede así.
Un placer dije.
Y ella, esquivando con un donaire encantador los
huevos que le arrojaban desde la plaza, al tiempo que se dirigía al balcón
faltaban ya solo un par de minutos para las doce, contestó:
Igualmente.
3
El calentón se nos pasó en un pispás, tanto a la alcaldesa como a mí.
Apenas salimos al balcón del ayuntamiento fue como si nos devorara un animal, un monstruo
de miles de cabezas que le sacaban otras tantas pequeñas lenguas al mundo.
¡Macanudo! no pude menos que exclamar.
Nunca había visto nada semejante. Ni siquiera en la
cancha de Liverpool, cuando yo era el más diablo de los diablos rojos. La pequeña plaza
parecía que fuera a reventar y desde ella se elevaba ya un sólo grito "¡San
Fermín, San Fermín!" que me arrebató la erección y, en compensación, me
puso de punta todos y cada uno de los pelos del cuerpo. Pensé que si la afición de
Osasuna se comportaba del mismo modo nos íbamos a llevar bien.
Observé a algunos de mis compañeros. Un ejército de
mercenarios reclutados en países pobres. Camerún, Brasil, Rumanía... Vi cómo miraban
boquiabiertos el espectáculo. Habían conseguido triunfar a fuerza de pegarle patadas a
un balón, de pegárselas con todo su alma, como si con cada una de ellas golpearan al
hambre y pudieran hacerlo añicos. En cierto modo era así, ahora todos ellos eran
millonarios, pero cuando alguien ha sido pobre, pobre de verdad, es imposible mandar el
balón lo suficientemente lejos. Me recordé a mí mismo, en nuestra chabolita, allá en
Buenos Aires, comiendo papas todos los días, y de repente tuve la impresión de que
aquello mismo que estaba viendo ahora era la manera exacta en que yo me imaginaba en mi
niñez lo que debía ser un mundo feliz, un mundo sin hambre, un mundo en que la comida y
la bebida eran abundantes y la gente se divertía arrojándose huevos, salpicándose con
champán. Un mundo en que las guerras se libraban a tartazos de nata.
Aquel, sin embargo, no era el momento de ponerse
trascendentales. Al menos ahora, nosotros, algunos de los pobres de la tierra, estábamos
arriba, en el balcón y debíamos disfrutar del momento. Observé como Godman, guiado por
Pichurri, la alcaldesa, encendía un puro enorme y se acercaba al micrófono y al cohete
que allá había dispuestos.
¡Pamplonesos! comenzó el míster.
El griterío ensordecedor en la plaza se convirtió de
repente en un silencio tenso, como un gato callejero a punto de saltar y enganchar un
filete gordo, que le alimentara durante nueve días.
¡Viva san Quintín! ¡Gorda¡ ¡Dios salve a
América!
Yo no estaba muy seguro, pero para mí que se había
equivocado. Al principio, sin embargo, tras prender la mecha y hacer estallar el cohete,
no sucedió nada extraño, sin entendemos por ello que abajo la multitud comenzó a
saltar, a bailar, a abrazarse... aquello era la normalidad al parecer durante los
sanfermines, pero pasados unos segundos el que hasta entonces había sido un
sirimiri de huevos y taponazos de champán que pretendía calar sólo a la alcaldesa, se
convirtió en un diluvio de dimensiones bíblicas dirigido al míster. Tuve la sensación
que aquel era el principio del fin de la Godmanía.
Rápidamente todos cuantos estábamos en el balcón
corrimos a refugiarnos al interior del ayuntamiento, pero se había formado un tapón en
la puerta porque los concejales se habían adelantado unos segundos, justo cuando alguien
anunció que el lunch estaba listo.
La lluvia de huevos arreciaba y yo me encontraba junto
a la alcaldesa. Fue la primera vez que la abracé. Por mi parte fue solo un gesto
protector, pero ella, como quiera que éste se prolongara y yo volviera a imponerle mis
manos mágicas, lo acogió de muy buen grado, como demostrarían al día siguiente las
portadas de todos los periódicos locales, en las que, bajo titulares como "¡San
Quintín, San Quintín!" u otros más malintencionados "¡Ese
Tocho!" la alcaldesa apareció amarrada a la parte de mi anatomía más
afamada. Y no estoy hablando de las manos
4
No supe el revuelo que habían armado las fotos de la alcaldesa hasta
dos días después. Tenía una resaca brutal y pasé el día de San Fermín durmiendo,
intentando amansar con la música de mis ronquidos a las fieras que se habían hecho nido
en mi organismo (por ejemplo aquella colmena de abejas justo en la punta de allá donde se
apoyara, nunca mejor dicho, la alcaldesa). La noche anterior había sido un desenfreno de
alcohol y sexo. Después del chupinazo toda la plantilla habíamos ido a comer a un
asador. Yo hacía apenas un par de días que había llegado a la ciudad y supongo que como
deferencia, para irme introduciendo en el vestuario, me sentaron junto a Burrutxaga, el
capitán del equipo.
Burru era un tipo simpático, de carácter noble y
aspecto atractivo que gozaba del beneplácito de vestuario, directiva y afición, sobre
todo, en este último caso, entre el sector femenino. Las muchachas le perseguían y él
se dejaba perseguir, sin comprometerse nunca a nada. Era una pequeña licencia que se
permitía y le permitían, pues por el contrario daba todo en la cancha, por sus
compañeros y por su equipo (por el que, navarro como era, sentía los colores como ya
pocos futbolistas, que somos unas putas, somos capaces de hacer). Pronto hice migas con
él, a lo que ayudaron las tres botellas de clarete que nos ventilamos a medias, aunque
debo de decir que Burru se empeñó más que en introducirme en el ambiente del equipo en
apartarme de él, sobre todo del resto de navarros.
Son unos moñas. Estoy hasta los cojones de
rezar el padrenuestro antes de cada partido. Joder, ¿pero todavía no se han dado cuenta
de que Dios es del Madrid? Unos moñas. ¿O no ves que esta comida es un muermo? ¿Te
apetece de verdad divertirte? me propuso durante los cafés y sin esperar a que
respondiera me arrastró a la calle, hasta un tenderete en el que entre otros titos,
vendían camisetas piratas de Osasuna. Burru compró una con su propio nombre, otra con el
mío y también un par de sombreros mejicanos, bajo los cuales, tras cruzarnos con una
cuadrilla que nos invitó a unos tragos de una bota de las tres Z, cuyo contenido
derramamos mayormente sobre nuestro cuerpo, volvimos al asador.
¡Quiero un autógrafo de Burru! les
espetó Burru a los gorilas de la puerta. Y mi amigo uno del Tocho.
Largo de aquí, muertos de hambre
respondieron amablemente ellos.
Y que Dios me perdone y si no lo hace me da lo
mismo, como ya quedó dicho Dios es un boludo, y ahora además del Madrid, el único
equipo de los grandes que nunca se dignó a hacerme una oferta, que Dios me perdone,
decía, pero volver a ser un anónimo muerto de hambre fue una bonita experiencia: hacía
años que no podía caminar por la calle sin que me saludaran desconocidos; sin tener que
auparme, en el híper, bebés llorones al hombro para la foto; sin verme obligado, en las
discotecas, a firmar autógrafos en turgentes pechos o rotundas nalgas ... Bueno, esto
último nunca me había desagradado demasiado y de hecho, cuando, tras un periplo etílico
por miles de bares observamos que a las chicas los borrachuzos muertos de hambre no les
parecen nada atractivos, renunciamos al anonimato arrojando el sombrero mejicano al aire
mientras por los altavoces se oía "Si no tienes un duro no te hace caso nadie, en
cambio si lo tienes amigos a millares". Y efectivamente, ya convertidos en Burru y
Tocho no tardamos demasiado en enrollarnos a las dos minas más espectaculares del bar,
con una de las cuales sobrellevé la resaca en mi hotel, a base de Vitamina C C de
Casquete y fui capaz de llegar en plenitud de facultades a la rueda de prensa de mi
presentación, el día 8; la misma rueda de prensa en que vi por primera vez las que ya
llamaban fotos porno de la alcaldesa.
5
Fue un periodista, Txus Cuenco, quien me mostró las dichosas fotos el
día de mi presentación, en la sala de prensa, tras el posado de rigor con la camiseta
del equipo, bajo la portería, simulando una palomita... Eché de menos, eso sí, el
típico apretón de manos con el presidente del equipo. A los presis les gusta mucho
figurar y que tú aparezcas a su lado como si fueras una de sus pertenencias. Godman
estaba de todas maneras cerca, y también Burrutxaga, el capitán, y más tipos
encorbatados, además de un enjambre de periodistas. Exagerado, en mi opinión, más
teniendo en cuenta que los sanfermines eran un filón, con decenas de imprevisibles
frentes informativos (esa misma mañana, sin ir más lejos, se había descalabrado por una
de las murallas de la ciudad, a las que las parejas acudían a retozar, un ex-ministro de
defensa que ahora prefería hacer el amor que la guerra aunque fuera con un
menor). Exagerado y demasiado serio, pues en la rueda de prensa todos mostraban unas
caras de "pobre de mí" nada propias del tercer día de fiestas.
Tal vez por ello agradecí la presencia de Txus
Cuenco, un divertido periodista con unas pintas algo desfasadas, como de futbolista de
principios de los ochenta: permanente, bigotón, gruesa cadena de oro al cuello....
Señor Tocho ¿qué hay entre la alcaldesa y
usted? preguntó, y después algo que no entendí pero que me sonó parecido a
"Rica, rica, rica, txistorra Pamplonica".
Tú qué eres, uno de los pives esos del
"Caiga quien Caiga" ¿no? le seguí la broma.
Cuidado con éste: Es el periodista deportivo
más famoso de Pamplona me susurró "Burru", sin embargo.
Yo mismo pude darme cuenta de inmediato de que aquel
tipo era el portavoz del resto de periodistas, una especie de padrino al que los demás
respetaban. Más tarde sabría que su nombre, Txus Cuenco, no lo debía tanto a ser
natural de la cuenca de Pamplona como a su afición por vaciar recipientes, mayormente
rebosantes de pacharán. Circunstancia ésta, su dipsomanía, que lejos de mermar sus
facultades, afilaba su agudeza.
Ah, ¿pero no ha visto aún las fotos?
comprendió rápidamente . Ulloa Óptico, miramos por sus ojos. Txus,
hablaba de ese modo, introduciendo cuñas de publicidad en cada pregunta.
contribuido generosamente a la erección. ¿Que efecto óptico ni que niño muerto? Una
erección como dios mandaba o como no mandaba. ¿A quién le importaba? ¿Y
qué había de malo en ello? ¿Qué clase de ciudad era aquella? ¿Qué clase de
manicomio?
Demasiadas preguntas. Decidí que necesitaba
ipso-facto más Vitamina C C de Casquete. Lo que no me imaginaba ni siquiera
remotamente, dadas las circunstancias, era que fuera la propia alcaldesa quien me la
proporcionara.
Después me alargó el periódico del día anterior
Observe, observe la magnitud de la noticia
decía, al tiempo que, como quien no quiere la cosa, señalaba mi abultada
entrepierna en una de las fotografías.
¿Puede aclararnos si es un montaje
fotográfico, o un efecto óptico como sugirió la alcaldesa en la rueda de prensa de
ayer? Alonso vende al costo.
De repente sentí como si regresara la resaca y
trajera con ella de la mano a todas las resacas que en el mundo han sido ¿Qué diablos
estaba pasando allá? ¿Pretendían utilizarme para algún tejemaneje político? ¿Para
eso me habían fichado? Traté de recordar lo sucedido en el balcón del ayuntamiento.
Había abrazado a la alcaldesa, es cierto, y hasta quizás la había abrazado demasiado
estrechamente, aprovechando la lluvia de huevos para atraerla con mis manos mágicas a mi
regazo, pero ella había contribuido generosamente a la erección. ¿Que efecto
óptico ni que niño muerto? Una erección como dios mandaba o como no
mandaba. ¿A quién le importaba? ¿Y qué había de malo en ello? ¿Qué clase de
ciudad era aquella? ¿Qué clase de manicomio?
Demasiadas preguntas. Decidí que necesitaba ipso-facto
más Vitamina C C de Casquete. Lo que no me imaginaba ni siquiera remotamente,
dadas las circunstancias, era que fuera la propia alcaldesa quien me la proporcionara.
Continuará en Tbr 44...
|