Las fosas
Esteban Lijalad
Enterrar diariamente cuatro o
cinco cuerpos no es lo malo. Lo peor viene cuando hay que aguantar ese sol de trópico, a
las tres de la tarde; las moscas verdes pegoteadas a la piel, volando de cuerpo en cuerpo,
traspasando sudores de uno a otro, de muertos a vivos y tú ahí, chico, sin poder darles
su merecido, firmes; aguante, soldado, el sargento tieso escrutándote las intenciones.
Ese cabrón sabía leer el pensamiento, o peor, lo que está antes del pensamiento: te
sabía leer el dolor de estómago, las palpitaciones del ánimo, las ganas de largar todo,
escapar, dejar esa locura.
No me pregunten qué hago aquí, en el peor lugar de la tierra a mis dieciocho años.
Voluntario enganchado al Ejército, convencido de la causa nacional. Desocupado, quería
salvarme de una muerte segura a manos de la Mara, o de algún policía loco, de esos que
abundan. Así que me conchabé en la milicia. Quizás haya cosas peores, pero al
poco tiempo supe que debería escapar de allí, irme al mismo infierno que seguro
es mejor que éste.
Solo, sin cumpas para entretener las horas de la tarde, en un barracón abandonado -el
sargento Díaz duerme en sus propias habitaciones- escuchando los gritos de animales para
mí ignorados, las horas no pasan nunca. Soy bicho de ciudad si a San Javier se le
puede decir ciudad y me gusta la salsa, la cerveza y el ron, las mujeronas, sobre
todo las de más de treinta, expertas y seguras, y el merengue; pero mi vieja pide pan
desde que murió el Papi y acá estoy aguantando todo por la paga que le envío mes a mes
a la pobre.
Tuve que aprender mucho acá: afilar machetes, aceitar y cuidar los rifles, lavar la ropa,
plancharla con un fierro a las brasas, cocinarme unos guisos horribles, casi sin
especias.
Y a enterrar cuerpos. No me pregunten cómo, pero aprendí.
Al primero lo enterramos una mañana de marzo. Entrecerrando los ojos, apenas viendo tras
las pestañas, lo arrojé con la ayuda del sargento a la fosa. Quedó quieto, desarmado
como un muñeco vencido y con una sonrisa en la cara. Yo apenas miraba por terror a que me
guiñara un ojo, me saludara desde el más allá o, peor, me invitara a acompañarlo.
- Me dan miedo los muertos, mi sargento -le dije a Díaz en cuanto pude.
- Pendejo desgraciado, te puedes ir acostumbrando a ellos porque a partir de ahora los
verás de a docenas, todos los días, de ahora hasta el dos mil diez, ja!
Se fue riendo. Y ahí le grite:
- Y usté, mi sargento, cómo aguanta.
Me miró como a un mosquito molesto.
-Y a usté qué le importa, pendejo insolente. ¿Quiere que lo mande al calabozo, soldado?
Me limpia ya mismo el cobertizo.
Lo peor, insisto, son las moscas: verdes, grandes, moscardones pesados o chiquitos, como
los de la fruta. Se meten por las fosas o la boca entreabierta, descienden al abismo de la
muerte y, según supe, dejan su carga de huevos de los que emergen miles de larvas blancas
que devoran la carne de adentro afuera. Las muy sucias suben después a lavarse sus patas
entre tus pelos, a dejar sus cagarronas en tu piel y, si te descuidas, alguna larva lista
para devorarte de adentro afuera.
Me contó el sargento que rocían la carne con un ácido para hacerla papilla, así sus
malditos hijitos gusanitos la mastican con facilidad. Se hace una sopa olorosa, chorreante
que deleita a las guarras y ese olor las atrae por millares desde todas partes. En pocas
horas esos cuerpos hasta ayer vivos, se hinchan de esa sopa pútrida, de larvas, huevos y
moscas y ofrecen el espectáculo más inquietante de la naturaleza.
Ahora soy experto. Puedo relatar lo que sucede hora a hora con esos cuerpos, como avanza
el proceso, como van llegando ansiosas las mamás moscas a depositar sus crías, como a
las pocas horas comienza a hincharse el cuerpo y a moverse, temblando casi con vida, por
efecto de millones de gusanos devorando la carne muerta.
Sé cómo la muerte no es nada en comparación con la indignidad que sobreviene a las
pocas horas.
Sigo. Quiero, necesito irme de Las Fosas, como se llama este pozo. Para conseguir un
traslado le escribo a la vieja cartas relatando esto con todo detalle. Si consigo
horrorizarla puede que cambie de idea y prefiera para mí otro oficio. Por ahora no
consigo más que quejas: José, no vuelvas a escribirme otra de las tuyas, que me da
palpitaciones y casi me matas de la impresión.
Esto me confirma que voy por el buen camino: si logro convencerla de que este es el peor
lugar de la tierra, de que aquí la muerte se me ha metido por los ojos y las narices,
seguramente intentará que me cambien de destino, a una oficina o un taller militar.
Hace dos días decidí escribirle mi obra de arte.
Cómo los caballos que enterramos acá en Las Fosas se nos han terminado, hacía tiempo
que extrañaba un poco de acción para relatarle a la vieja. Por eso maté al sargento con
un certero golpe de machete estaba muy bien afilado mientras dormía en su
habitación. Esperé un par de días antes de arrojarlo a la fosa. Quería que su olor
recorriera el bosque, a fin de atraer a decenas de miles de cabronas moscas.
Ninguna faltó a la cita.
Dieron un espectáculo magnífico, que supe relatarle a la vieja en la carta que acabo de
enviarle. Sé que conseguiré, ahora, el traslado.
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