índex català octubre - noviembre 2006 n° 55 |
Un Balón De-Vuelto Antes Del Silbato Final Había una vez una jugadora, a quien llamaremos Maradona, que decía te quiero sólo para confundir a sus contrincantes y así ganar partidos en el fútbol del amor. Un día se encontró con un jugador de raza, rey del jogo bonito y de buena fe llamado Pelé, quien le prometió un partido limpio y justo. Ella dijo que jugaría según tal propósito pero, desde el inicio de las acciones, lo ultradefensivo, bribón y mañoso de su juego desdijo su presuntamente leal ofrecimiento. Él no encontró un lance decente entre tanto ardid y estratagema, y ella no fue capaz de explicar en persona su aleve y calculado proceder. Maradona entró al terreno de juego con un talento innato para los balones del amor: se los habían lanzado la vida entera, y con tantos años de entrenamiento en esquivar y anotar siempre lo había hecho de natural. Se sabía todas las modalidades. A un ángulo o al otro, siempre bien ubicada, aprovechaba desde el clásico balonazo de futbolista torpe que sólo sabe empotrar el pie en el cuero inflado pero que siempre anota - la muy cabrona era especialista en buscar teatralmente los penaltis - hasta el del oportunista, el que nunca se trabaja un gol pero siempre está aguardando la carroña de la jugada de otros, se los sabía todos y más. Nadie le había enseñado a custodiar su tan hermosa portería; no nació con malicia. Pero cuando se supo codiciable, cuando al pitazo inicial y con sólo poner un pie en el campo de juego de su vida ya estuvo el adversario intentando colocarle por encima el primer balón y dirigiéndolo hacia su meta para vencerla, tuvo que correr con todas sus fuerzas para mantener su valla invicta. Y - como el genial René Higuita - era además gran portera de pasiones, y sabía salir con el balón en los pies desde la posición final del campo desesperando de pánico a su afición por dejar el arco desguarnecido, despistando en el regate a quien viniese a robarle el balón porque esta piltrafilla no va a ser mejor que yo que me las sé todas, pero terminó sabiéndoselas más que él y desde entonces fue dejando atrás a ese y a cualquiera como aquel, y se acercaba a porterías contrarias habiendo dejado atrás equipos completos porque sencillamente no le dio la gana de dejarse hacer goles, y salían los porteros de cualquier otro equipo y se los bailaba olímpicamente también, para encarar el área de dieciocho yardas y anotar en porterías donde nunca quiso llegar a anotar pero ahí estuvo, dejando el balón en el fondo de las redes y una estela de hombres desconcertados y regados por todo el lugar, rascándose la cabeza y lanzando imprecaciones al techo inexistente del estadio humano, rumiando la desazón de quien se resigna a encajar un gol en contra. Ante aquella supercampeona a quien nadie enseñó a jugar el juego y a quien nadie preguntó si le apetecía jugar; ante ella estaba él. El botín de Pelé presionaba el balón detenido en el centro del campo. Masticaba un chicle y miraba con un porcentaje profesional de ausencia todo lo que le rodeaba. Ausencia postiza porque Pelé era jugador de experiencia, pero seguía sintiendo el sudorcillo frío que deja el miedo cuando se lanza desde la nuca abajo la espalda como la primera vez, frente a alguna que le había terminado diciendo que no. En aquel tiempo creía que con la poca práctica inicial que tenía podría solventar un juego; intentó mostrar su habilidad, pero no lo suficiente. Pero siguió jugando, y entendió pronto que debía jugar mejor y al máximo; que tenía que jugar aunque lo hiciese a mayor vergüenza suya y gloria de su oponente, a quien veía saboreando la partida ganada desde el comienzo. Perdió y perdió partidos, relegado a ligas menores y perdía aún allí, hasta que encontró la solución: jugaría dejándose la vida en cada partido. Poco a poco, lentamente, se hizo diestro en ella; empezó a elevarse rápidamente hacia los grandes partidos, y luego - recibiendo lecciones de otros más duchos en la materia - todo cambió: una fuerza extraordinaria le poseyó, llevándole en una dirección que no había sido capaz de encontrar por él y hacia donde siempre había querido ir. No pudieron con él oponentes de ningún tamaño ni tipo, y empezó a anotar goles. Veía a sus rivales derrotados pasando delante de él a velocidad de exhalación; tanto, que ya le costaba recordar si alguna vez jugó lo mal que había jugado. Luchó para vencer y, cuando estaba por darse aquel pitazo inicial, había solventado casi todas las ambiciones de un jugador. Él y ella y el botín y el balón y las porterías por vencer y la circunferencia blanca en el centro que indicaba el punto de partida de una aventura sublime donde no se sabía qué iba a pasar, porque en ésta - a diferencia de cualquier historia o partido de fútbol convencional - no habrían vencedores ni vencidos, sino protagonistas buscando ganar experiencia en un partido amistoso. Tendrían que anotarse goles y defenderse de los que el otro quisiera anotar. Los cronómetros estaban reiniciados. Los jugadores, listos. El campo, preparado para recibirlos. Y el silbato, dispuesto a sonar.
Devo (pronunciado mayormente Dí-vo, también escrito DEV-O) empezó a hacer música en Akron, Ohio en 1972. La inspiración para el nombre y la filosofía que así propugnaron surgió a partir de El principio fue el fin , una tesis antropológica de Oscar K. Maerth que atribuye el desarrollo del hombre a un accidente evolutivo causado por una especie de simios caníbales y sobreexcitados sexualmente, los cuales desarrollaron mecanismos para explotarse entre ellos y alimentarse de sus propios sesos entre otras perlas. Otra fuente de referencia para su propuesta fue la revista de animación creacionista Jocko-Homo Heavenbound de B. H. Shadduck, de la que salieron las "reglas" del manifiesto oficial de Devo:
Con un estilo que merodeó el punk, art rock y post-punk, Devo mezcló siempre la ciencia-ficción kitsch, el humor surrealista de choque y la sátira social en canciones a menudo discordantes, con instrumentaciones de sintetizador vanguardistas y estructuras de tiempo desconocidas hasta entonces en la música. Su trabajo ha venido marcando pauta en la música popular durante tres décadas por su aporte en contenidos melódicos y líricos: a un ritmo contagioso y bailable, la proclama que les elevó respecto del restringido discurso punk fue del tipo no creemos en la anarquía que lleva a destruir porque pensamos que sí hay futuro; el problema es que ese futuro es una mierda . El problema es que desde 1972 Devo sigue estando en lo cierto. En términos al alcance del ciudadano de a pie, el mundo viene des-evolucionando aunque los estudiosos de bata blanca y gafotas se empeñen en porfiar con que la evolución es multidireccional y no sólo implica progreso en positivo, y que la sostenida perversión de la condición humana también es evolutiva. Hace falta ser un científico demasiado científico - o ponerse hasta el gorro de algo - para no indignarse ante el campante proceso de estupidización global que vive el mundo actual: música que no dice nada, la imagen como el dios que reemplaza al que le gusta al Papa, la superficialidad calando cada vez más hondo en todo orden de cosas. Basta ojear el diario de hoy para ver que el mundo se deshumaniza a cada instante, y a nosotros nos da igual con similar frecuencia. Devo se desmarcó de inercias y melindres de complacencia al ver venir un tiempo de aún mayor tribulación, y tuvo los huevos de enfrentar ese encuentro, decirlo y repetirlo. Aparte de la altísima exposición mediática que sólo podría compartir con él Muhammad Ali, la opinión entendida tiene pocas dudas sobre si Pelé fue o no el deportista más íntegro y popular del siglo XX. Desde 1970 el fútbol empezó a convertirse en una fábrica de estrellas impulsada por el hambre de entretenimiento de una época convulsa y confusa de la humanidad. Cuando se descubrió que se podía acentuar o aminorar la respuesta físico-táctica de un jugador de fútbol según la necesidad, apareció el requerimiento de su profesionalidad de la mano de los anunciadores, que ya habían detectado el potencial comercial de la asociación de sus marcas con la imagen de estos héroes de leyenda contemporáneos. La importancia de Beckenbauer, Cruyff, Kempes y Tresor - nombres que aparecerían tras el declive natural de la irreprochable carrera futbolística de Pelé - tuvo que soportar siempre la sombra de la comparación con el brasileño, para terminar en cada caso eclipsada por ella. Nadie negó que estos jugadores fueran tan o más capaces física y tácticamente que el entonces ya coronado Rey del fútbol, pero era visible que carecían del carisma y la gentileza que él ya había dejado impregnada en la memoria colectiva. Entonces fue que llegó al fútbol un muchachito simpático, pequeño y escurridizo; el único que se atrevió a emprender el camino hacia el reducto del Rey con jugadas y goles electrizantes, nunca antes vistos. La consigna, como la de su generación convulsa y confusa, era acumular victorias a cualquier precio con reglas de fútbol nuevas y no escritas que inhibían la caballerosidad y deportivismo de años anteriores, por el hambre publicitario de medios de comunicación y otros comerciantes. Pronto se puso en discusión la majestad del Rey al hablar del mejor jugador de fútbol del mundo, porque este era un asunto terminado hasta que se presentó el fulgurante, osado y errático talento que aportó Maradona. El fútbol asociado por el que se definió originalmente la FIFA implicaba el juego compartido, casi un baile exquisito y garboso de un equipo contra otro. Pero en 1980 se agrega el escupitajo a la lista de actos considerados como faltas e incorrecciones por la Regla XII de la FIFA. Un escupitajo, que en la época de Pelé hubiera causado la conmoción de cualquier tribuna de espectadores común, dio el marco adecuado al juego egocéntrico de veintidós individualidades donde, cómo no, emergió la de Maradona por encima de las defensas adversarias, llegando en su cúspide a anotar el famoso gol con la mano que le permitió llevarse la copa mundial de 1986 a su casa en la Argentina. Cierto es que después de ese gol esquivaría limpiamente a los defensores ingleses Beardsley, Reid y Butcher para abatir al portero Shilton y convertir lo que algunos llaman el gol más hermoso de toda la historia, pero la misma habilidad que Maradona sabía emplear para obtener belleza deportiva estaba también al servicio de la fullería de mala fe. Su vida personal resistió por un tiempo - con la "ayuda" de la cocaína - esta pesada y perversa dicotomía interior, hasta que en la copa mundial de 1994 él mismo confirmó, dando positivo en un control anti-dopaje rutinario, la reputación disoluta que tenía ya convertida en su propia sombra. Y hablando de sombras, fue después de esta vergüenza que el fútbol recordó que había tenido antes una presencia regia, olvidada por algunos y desconocida para los imberbes, pero que nunca había dejado el trono ganado antaño con fuerza, humildad, hombría de bien y talento generoso: al terminar de pasar la miserable seducción que hipnotiza a las masas ayudando a la conveniencia malsana, resurgió el reinado de Pelé, otra vez y siempre el Rey, el más grande entre los grandes del fútbol. Hola, querida Maradona. Sólo esta vez aclararé las ideas que te rondan la cabeza cada vez que nos encontramos en el messenger. Sólo lo haré porque no uso el messenger con gente de la misma ciudad a menos que quiera tenerla distante, y porque me gusta recibir la misma sincronía en la mente y el corazón que yo doy. Tu juego escurridizo y tus excusas con sabor a nubes de dulce han impedido cualquier ocasión para sentarnos frente a frente (aquella vez del café de la calle Bailén, por sólo tomar el ejemplo más cercano, me entristeció que quisieras desorientarme con un monólogo sobre nimiedades pudiendo decirme la verdad) y de manera adulta, entre amigos. Sólo puedo atribuir las risibles deducciones que haces sobre mí a la puerilidad de la que con tanta alegría - y con tanto derecho, que quede claro - te aferras. Por esto, sin dejar espacio para culpas o reproches, ni esperanzas de que lo dicho aquí te importe un comino, serán caracteres electrónicos como éstos, fríos, escuetos y protocolares, los que crucen la hoy inmensa distancia de diez calles que hay entre nosotros y me descargue de lo que no has querido oír de mí. Y será así por nada más que tus temores innecesarios. Jamás te dije que mi interés estuviese enteramente dedicado a ti; tengo una vida y actividades que la mantienen con bastante movimiento. Y en terrenos sentimentales sé ganar y perder, así que podrías deducir que no llevo en el alma más heridas que cicatrices. Sólo me duele la mentira en cualquier forma, por ser recurso para todo intonso que se ruboriza de la desnudez de su alma; sólo me inflama la villanía, especialmente en quien tiene todo para ser lo mejor porque no creo en enfermedades incurables que bloqueen la grandeza humana. El error no forzado que admito en conciencia es haber querido jugar contigo al fútbol según las normas que aprendí en Suecia (1958), Chile (1962), Inglaterra (1966), México (1970) y Alemania (1974). Tú no conociste ese deporte clásico, amateur por amante, con poco rigor y táctica pero mucho deseo y ganas, con el objetivo de ganar para honrar una afición personal por encima de cualquier interés mezquino. Tú conociste un fútbol con récords que tenían que ser superados, adversarios por vencer que debías mirar como enemigos por eliminar, estrategias definidas por manual que no eran sugerencias más que órdenes militares a obedecer. Yo pude jugar contigo a ese fútbol-fuerza, el mismo con el que ganaste tus copas del mundo, como un baterista de jazz toca con la punta del dedo meñique una batería de rock o como Picasso decidió un día pintar según su alma guiaba el pincel, y ya no copiando las casitas bucólicas y caras como fotografías en color que podía hacer un pintorcillo cualquiera. Así pude haberte hecho los goles que hubiese querido sin despeinarme y me atrevo a pensar que eso es lo que te hubiera gustado que hiciese, porque aquello se parece tanto a la seducción acomodadiza que tanto te gusta: no quise plantear así el partido porque no, no me dio la gana, y porque sí, porque tus te quiero fueron cebo lanzado engañosamente para que yo picara. Pero no te reprocho ese fútbol-fuerza con ardid y treta: lo que no fue de amigos fue que no me previnieras del peligro, que me dijeras que ibas siempre con la verdad por delante y que no honraras esas palabras, escudándote siempre en el lóbrego burladero de la ambigüedad. Sé jugar fuerte y te permití jugar duro desde el inicio del partido, cuando te ganaste la primera tarjeta amarilla en aquella esquina donde las once de la noche fueron once y media, un agujero negro de treinta minutos - como un cambio de hora en verano - donde el tiempo-espacio que robé me salvó de una lesión. No hubo lugar a disculpas: se te pilló en fuera de lugar, se te levantó el banderín y se anotó el número de tu camiseta. Total, al ser ese un partido amistoso no cabía más amonestación, pero esa tarjeta hizo que yo siguiera al milímetro cada jugada tuya para que no me causaras una contusión importante, de esas que meros pregones de disculpa no alcanzan a aliviar. De allí en más saqué toda la habilidad que pude para soportar tus empellones, saltar sobre tus entradas en zancadilla, y esquivar los ásperos toperoles de tus botines cuando venían hacia mi espinilla. Partido limpio una mierda, pero no le daré el gusto de verme jugarle sucio. Vamos a enseñarle a jugar como se debe , me dije. Sin embargo, al menor avance mío empezaste a retener el balón en tu portería o a lanzarlo al lateral en el resto del partido, como hace el odioso Milan cada vez que se ve llevado - inmerecidamente, creo - a jugar un partido trascendente. La segunda entonces sólo fue cuestión de tiempo, y vino cuando vi cómo te miraste en los ojos de aquel chico que se te acercó a la mesa de aquel café. No hizo falta que lo negaras, me mosqueara o te recriminara nada. No hizo falta porque desde el principio supe que eras Maradona y que me meterías un gol con la mano apenas pudieras hacerlo, pero preferí darte tiempo a que tuvieras la gentileza de jugar sucio haciéndomelo saber directamente, algo del palo no hace falta que juegues limpio conmigo porque yo no lo hago contigo , y hubiéramos quedado tan amigos como siempre. Pero no pudo ser; para ese momento y habiéndote mostrado las dos amarillas salió del bolsillo la roja, la tarjeta final, y fuiste expulsada del partido. Puedo tolerar la estrechez de mente y soportar la falta de experiencia, pero no voy a aguantar la estrechez de corazón, dijo alguien. Me rodeo de personalidades que me ayudan a decirle al mundo que está convirtiéndose en inmundicia, que estamos retrocediendo el camino de la especie humana pisoteando a nuestros semejantes creyendo que eso es progresar, que se puede aún respetar los sentimientos de los demás. En los partidos que juego perdono la estupidez que ignora y la torpeza que olvida, pero no olvido la maldad que esconde. Pronto en la vida nos damos cuenta de lo que hace sentir bien o mal a nuestro prójimo; en la individualidad contemporánea donde se juega el fútbol de la cotidianidad no se piensa en el otro, y yo ya he elegido disputar campeonatos de ligas más importantes que la tuya. Por eso soy Pelé, y tú Maradona: como a ellos, el momento actual desprecia el papel sereno, cándido y anacrónico que llevo con tanto orgullo, y da la razón a los devaneos, inseguridades y neurosis de moda que llevan a resultados tan insulsos como éste. Por eso no he ganado ni perdido el partido - porque tú dejaste el campo antes del silbato final - esperando, como el brasileño, a que el fútbol tenga cada vez menos Maradonas. Queda claro cómo terminan. Finalmente, nada de esto - que nunca me diste ocasión de decir, porque siempre fueron más urgentes tus achaques de veinteañera - me hace quererte mal. Asumo el error de comparar lo incomparable y entiendo cada uno de tus pasos, porque Pelé fue antes un Maradona y sabe exactamente qué se siente. Pidiéndote perdón por tal fallo, sostengo y sostendré que no tengo nada que perdonarte porque eres una persona buena, que sabe jugar limpio. Has elegido hacerlo con otro de la misma manera que lo hice yo contigo y te deseo suerte, porque no creo en ella; jugadores de tu clase hallarás por millones, y los vencerás a todos, pero será la agudeza de tus sentidos y no la suerte lo que te llevará a encontrar algún otro Pelé por allí. Con respecto a mí, y al poco esmero que necesitarás para olvidar nuestro encuentro, elijo jugar sólo en las ligas que me pertenecen. Te quedará un papel anónimo en esta historia porque nunca terminaste el partido. Sólo tú sabes que es a ti a quien invité al encuentro, y no podrás establecer más estrategia - eres demasiado vergonzosa - que la que reclame el equipo de jugadores mudos y ciegos ante tu incierto encanto. Te visitaré en el campo de mini-fútbol del messenger de donde nunca has querido salir, pero ya no haré nada para sacarte a jugar; y no temas, que - fuera de cualquier balón de ayuda en plan humano que me pidas - no verás el menor ademán de avance sentimental de mi parte. Y silbato final. |
©Alejandro Tellería 2006 Este texto no puede reproducirse ni archivarse sin permiso del autor y/o The Barcelona Review. Rogamos lean las condiciones de uso. |
Carné: Alejandro Tellería nació en Lima, Perú, en 1967. Escritor autodidacta desde chibolo, dejó el hueveo literario al publicar su primer libro El rey de la paja y otros cuentos (Lima: Jaime Campodónico - Editor, 2001). Colaborador zampón de revistas literarias y culturales, ahorita está cocinando una novela que le esta quedando como se pide chumbeque. Vive en una jato mostra en Barcelona, España. Véase del mismo autor los cuentos: " Don Abel Velezmor o se defiende del frío invierno " (TBR, 39), " Ana y los diez " (TBR 46) y Baudelaire López (Tbr 54). |
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