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Economía de guerra Ana Pérez Cañamares
Nueva York después de muertoAntonio Hernández
Tela de sevoya
Myriam Moscona
Barcelona, Acantilado, 2014
Con Tela de sevoya, su primera novela, Myriam Moscona, gana el premio Xavier Villaurrutia «de escritores para escritores» del año 2012. La obra es el resultado de un proyecto inicialmente de poesía que recibió la Beca Guggenheim para creadores en 2006 y que la autora cierra en 2012, en Ciudad de México, según hace constar al final de su libro. Los restos de esta primitiva idea del libro sobreviven en una breve serie de poemas, Kantikas, y, sobre todo, en un tono de aproximación a la realidad y a la historia que es, en el fondo, lírico y mucho menos, ensayístico o narrativo.
Aquel año 2006, Myriam Moscona emprende un viaje hacia Bulgaria, lugar de origen de su familia, judíos sefarditas que habían vivido en Rustschuk (Bulgaria), en el bajo Danubio, hoy Ruse, conocido como «la pequeña Viena», la misma localidad en la que había nacido Elias Canetti, otro sefardita Nobel. Los padres de Myriam Moscona habían llegado a México en 1948 huyendo de los estertores y las secuelas de la II GM. El padre de la autora muere muy joven, en 1963, cuando ella tiene 8 años, lo que justifica y explica una fuerte sensación en Tela de sevoya del sentimiento de la pérdida del padre, que se une a un sentimiento más general entre los sefarditas de pérdida de la patria (España, Sefarad) y pérdida o deterioro de la propia lengua. La salvación, la supervivencia queda, a partir de entonces, bajo la tutela de los abuelos, sobre todo las abuelas, y la madre, en este caso, Lydia Yosifova o Moscona, cantante de ópera, y en el de Canetti, Matilde Arditti. Biografía y novelización de la propia vida se entremezclan sin que pueda llegar a saberse los límites de una y otra. No obstante, la verdad de los datos biográficos es innecesaria puesto que para la autora, Tela de sevoya es una novela y así hay que leerla si somos fieles al pacto literario: nos creemos, por tanto, que lo que nos dice es verosímil en ese espacio y tiempo únicos del relato. Sin embargo, la tentación de reconstruir o investigar las fuentes biográficas o literarias en las que se basa la obra es también una legítima tentación de la crítica o de la aproximación literaria a la obra; sobre todo, porque aporta una perspectiva contextual que es importante, y muchas veces imprescindible, para la correcta valoración de la obra.
En la investigación iniciada para saber más de esta obra, hay un dato conmovedor que quiero relatar y que sólo esa controvertida persistencia de muchos datos en Google permite aproximarse a ese sentimiento de la pérdida, y que quiero revelar aquí, en este medio también virtual como el que lanza una botella al piélago virtual para que lo recoja quien sea, quien esto lea. Cuando «enredaba» —el novelista Miguel Sánchez-Ostiz llamaba así a cualquier investigación o labor preparatoria de una novela—, me encontré en la web un mensaje firmado por un tal Michael, que escribía —y todavía persiste— desde la dirección opera.stanford.edu/misc/queries.html lo siguiente:
7 Aug 1998: My mother was an opera singer in Bulgaria (1945-1948) and in Israel (1948-1951). I have very little information about her performances. Her name was Lydia Yossifova or Lydia Moscona and she sang contralto roles. I would appreciate any information about what performances she may have been in. Thanks. Reply to ursula@mail.internet.com.mx (Michael Moscona).
Por supuesto, he escrito a esa enigmática Úrsula y a esa lejana dirección de 1998, y no me ha contestado nadie.1 Pero insistiendo en la búsqueda, un tal Michael, en un portal de genealogías, desde México, reconoce como madre a una tal Lydia (¿Yossifova o Moscona?) y como padre a León (¿Karmona?, ¿Moscona?); y admite que su mujer se llama Susana y su hijo León, como el padre. Se trata casi con total seguridad del hermano mayor de Myriam Moscona, el mismo que nace en el viaje que ella misma noveliza en Tela de sevoya cuando, en un vuelo de la BOAC (British Overseas Airways Corporation), a la madre le llegan los dolores del parto en el avión que llevaba a los padres hacia México. Estamos en 1951 y el piloto tiene que aterrizar en las islas Bahamas, en Nassau, y el parto sucede en el Hospital Sands.2 Se non è vero, è ben trovato. Yo conozco a un tal M. Casanova, que afirma ser un sefardita, o tal vez sólo judío, al que le gusta contar que nació en aguas internacionales mientras su madre viajaba de España a Venezuela. Resulta que esto de nacer así, en aguas internacionales, o en vuelos internacionales, en un país inesperado, puede ser un mito tan frecuente como deseable entre estos sefarditas, cuya movilidad, aculturación y desasosiego pueden quedar mitigados por esa fantasía de no pertenencia a ningún lugar. Esa errancia tan típicamente judía ha logrado cuajar en algunos sefarditas cuando reclaman como propia una determinada internacionalización cultural, por encima de los nacionalismos o de los estados, aunque históricamente los sefarditas han mantenido como aglutinante la lengua, el juedeoespañol o ladino. Y por detrás de todo eso, la música, las canciones. Myriam Moscona recurre en varias ocasiones a esas canciones, sobre todo una, particularmente trágica, cuyo estribillo reza: «Adio, Adio kerida/ no kero la vida/ mel’amargaste tu». La utilización constante del juedeoespañol no es un recurso para extrañar o alejar al lector, sino, todo lo contrario, para aproximarlo a esa lengua que se pierde, que se muere, pero que todavía alcanza a vivir en esas canciones, en los refranes y en la lengua común de los hablantes que todavía la utilizan.
Sin embargo, el tono ensayístico e incluso directamente periodístico de esta denominada novela se trasluce de manera directa en varios extractos de un supuesto «Diario de viaje». La autora reconoce haberse acercado a varios expertos en la materia sefardí. Entre ellos, a Elena Romero, una alta investigadora de la materia sefardí en el CSIC de Madrid. 3 En estas notas de diario, Myriam enfrenta las tesis de Elena Romero con las de Moshé Shaúl, editor de la única revista que se publica en ladino Aki Yerushalaim sobre los criterios para la escritura del judeoespañol. Estos criterios son contrastados con otros especialistas en el tema: Eliezer Papo y Fortuna Benabiv, en una conservación que recrea todas las teorías o posturas diversas sobre el tema.
En otra ocasión, siguiendo esta vía de investigación periodística y diario de viaje, aborda el tema de la expulsión, del Decreto de Expulsión, del que reproduce textualmente una parte con una breve coda final, imaginando que tal vez el pregonero de ese decreto hubiera sido un judío dispuesto a quedarse en España. 4 En varios capítulos que siguen, desde otro punto de vista, vuelve sobre este Decreto para examinar las actitudes que adoptaron los judíos que a partir del 31 de marzo de 1492 tuvieron que tomar la perentoria decisión de convertirse o comenzar a empaquetar sus pertenencias y salir del reino. Examina Myriam Moscona la actitud de dos dirigentes máximo del judaísmo hispano de entonces: Abraham Senior, que, en presencia de los Reyes Católicos el 15 de junio de 1492, se bautizó como Fernán Núñez Coronel e Isaac Abravanel, «que fue quien tomó la dirección de su pueblo y procuró organizar de manera favorable su éxodo».5 Abravanel y su familia se dirigió hacia Nápoles y Fernán Núñez Coronel se quedó en España; «él y los suyos no tardaron en encontrar un lugar en la alta sociedad cristiana», adirma Beinart. 6 A continuación, Myriam Moscona reproduce un documento atribuido a estos dos personajes, aunque solo lo firma Abravanel, en el que se trata de alegar contra el Decreto. Lo que le interesa evidentemente a la autora es destacar esas dos actitudes, la del que se convierte y se queda en España protegiendo a su familia, sus cargos y sus propiedades, y la postura del que se rebela, a pesar de ser, con Abraham Senior, los dos únicos recaudadores de impuestos que los Reyes Católicos dejaron en 1491. Los que se fueron, tal como recuerda Beinart, pensaban que su salida de España era como una nueva salida del cautiverio de Egipto y confiaban en que Dios les protegiera. En Tela de sevoya, estos documentos y estos personajes rigurosamente históricos aparecen mezclados entre los relatos de la abuela Esther, a la que le gusta cocinar marsipanes y le cuenta una historia de un niño llamado casualmente Abraham Senior. Mezcla, pues, de historia y de relato.
Podríamos añadir algunos ejemplos más de este cóctel de ensayo histórico, crónica de viaje, relato y poesía, pero añadamos otro nivel más de interés. Los personajes que aparecen en Tela de sevoya poseen una fuerza que reside no sólo en el judeoespañol que usan directamente, sino que son modelos también de conducta. La abuela Esther y la abuela Victoria, que hasta, donde yo he podido averiguar, pueden estar inspirados en la abuela paterna y la paterna respectivamente. Esther es la contadora de historias, la que conserva los refranes. Victoria, «la mujer siniestra de mi infancia», posee un genio endiablado y sin perdón, que enfrenta a la nieta con la realidad y con la que discute a menudo con un lenguaje descarnado. Las dos abuelas «mueren» al principio de la obra, pero, a lo largo de ella, vuelven constantemente a aparecer en sueños y, en el caso de la abuela Victoria, en auténticas pesadillas. En otra ocasión, para que no falten pasiones en la obras, se retrata otro personaje, una supuesta prima de la narradora, llamada Triki. El relato en el que aparece tiene un aire de ajuste de cuentas muy elevado, lo que, al margen de la verdad de la historia, el personaje que convierte en un ser que concita todo el odio.
Pero Tela de sevoya es, en conjunto, el otro lado del espejo, el otro lado del sueño, «la puerta giratoria», como dice Myriam Moscona, «que me lleva al otro lado», frase que se repite en varias ocasiones, y que elabora en los capítulos titulados «Molinos de viento» sobre todo. Es la historia narrada de lo que empezó siendo un proyecto de poesía y ha acabado siendo la reconstrucción de una lengua y de la memoria de unos supervivientes de aquella diáspora de 1492.
Javier Pérez Escohotado
1 He podido dirigirme personalmente a Myriam Moscona para contrastar algunas cuestiones biográficas que me surgían de la lectura del libro y que me venían bien para elaborar este comentario de su libro, pero he desistido ante la importancia del silencio, del no saber, del no querer saber, ante la importancia de dejar de lado el dato biográfico contrastado para dar la importancia que tiene la creación de un ambiente, de un espacio en el que la biografía pasa a ser la corriente oscura que alienta esta Tela de sevoya.
3 Elena Romero, entre otras, «Historia y creación literaria de los sefardíes: una visión de conjunto», en El camino de la lengua castellana y su expansión en el Mediterráneo. Las rutas de Sefarad, Logroño, Calle Mayor, 2008.
4 Tela de sevoya, cit., pp. 150-151. El texto se puede contrastar en Haim Beinart, Los judíos en España, Madrid, Mapfre, 1992, p. 224.
Ana Pérez Cañamares
Economía de guerra
Ediciones Lupercalia, 2014
La escritura siempre es de un modo u otro testimonio de su tiempo, recoge las incertidumbres, los deseos, las aspiraciones de un tiempo y un momento histórico a veces de forma sutil, indirecta y hasta oculta.
La poeta Ana Pérez Cañamares después de haber ganado el premio Blas de Otero en 2012 con su libro Las sumas y los restos en el que se percibe claramente el latido de nuestro tiempo nos ofrece hoy Economía de Guerra que se abre con un poema que es toda una declaración de intenciones y un pórtico en el que se enmarca toda su poesía. Dice: «Escribo sobre mí / porque yo / soy cualquiera». De este modo la voz individual de la poeta se convierte en la voz de los que no tienen voz o no pueden hacerla oír.
La experiencia que supuso, y aún supone, el 15 M se hace sentir en estos poemas que magníficamente construidos, expresan las vivencias y las esperanzas de los que no se conforman, de los que siguen pensando que la poesía es un arma cargada de futuro y que la poesía existe para decir, para expresar todo lo que los humanos somos capaces de hacer y sentir.
Economía de guerra es un libro testimonial, denso e imprescindible para estos momentos que vivimos y para todos los momentos en que la dignidad de los seres humanos está en juego. Tiene la gran y rara virtud, a pesar de su título y su contenido, de o ser un libro ni obvio ni panfletario y mucho menos tendencioso sino un texto en el que la lírica responde a un deseo interior de comunicación y hasta comunión con los demás.
A lo largo de todo el libro la poeta pone sus versos en contraste con fragmentos de Piloto de guerra de Saint-Exupéry para hablarnos y retratar un mundo que se desmorona ante nuestros ojos.
«He afilado las ideas / como cuchillos de caza. / Sin embargo el corazón / tiene relleno de almohada», nos dice la poeta y este contraste es el que hace nacer unos poemas a los que sin duda volveremos una y otra vez.
MCM
Antonio Hernández
Nueva York después de muerto
Madrid, Calambur, 2013
Yo estuve allí, en La Rioja, y la verdad es que, como suele ocurrir, dudé del resultado de la votación. Competía con dos grandes poetas, Eloy Sánchez Rosillo y Miguel D´Ors y, por cierto, no fui yo quien supo expresar las últimas razones que decantaron el premio: «Es un libro arriesgado y que aporta algo muy diferente a la trayectoria de Antonio Hernández», dijo alguien lúcidamente.
He vuelto a leer Nueva York después de muerto de un tirón, como no se deben leer los libros de poesía, y puedo decir que ahora ya no dudo. Dentro de todas las referencias literarias que contiene el libro, hay una cita de Sören Kierkegaard: «No arriesgarse es perderse a uno mismo», que el poeta ha elegido aquí muy acertadamente. Antonio ha arriesgado y ha ganado. Excepto los poemas de la parte tercera en los que homenajea a Lorca, desde el romance a la soleá, todo el resto del poemario está escrito en versos imparisílabos, desde el heptasílabo al verso de 15 sílabas; desde esa montura, sobre ese corcel conversacional, nos va envolviendo, nos va inundando y cuando te das cuenta estás con el agua al cuello. No es para menos pues el que recita es Luis Rosales. Estamos en el Albaicín, suena profundo el Darro y las estrellas van altas. Antonio Hernández tiene voz propia, pero es obvio que el poeta ha escrito el libro poseído por la memoria del maestro. Por mucho que se entregue a recrear las turbulencias de Nueva York, sus plazas, la legión de inmigrantes, chinos, italianos, irlandeses, que lo han ido formando, los niños que lloran en pleno Central Park, siempre vuelve al dístico. «Y un belén en Granada / frente al que reza un niño temeroso». Ahí está Rosales, incluso, he de decirlo, en lo que menos me gusta de él: esos gerundios como alfombras de hall: «la luz extremauciándose», que Hernández no elude y que le llevan a neologismos incluso de verbos y adjetivos: «sietemesinamente», «casineando», «escarapateada», «nerviosean», etc. que sin duda son parte del homenaje.
Con buen criterio, Hernández no se ha propuesto remedar al Lorca de Poeta en Nueva York. Hay imágenes a lo largo del libro que nos puede llevar al surrealismo pero, aunque Lorca emana de la entraña del libro, el homenaje se concentra en los 14, 15 poemas aludidos; pero, claro, por esos buenos poemas no habría ganado su segundo Premio de la Crítica. Sin duda puede más esa especie de novela torrencial, intermitente, llena de fuerza y cargada de ideas e imágenes, que tiene sus estribillos y vuelve, recurrente, a sus obsesiones originales: el vivo retrato de Rosales, la muerte de Federico, las referencias literarias que emanan de Nueva York. El libro está escrito por un poeta rico, cargado de buenas lecturas y sabias frases, lo que le lleva a veces casi a la metaliteratura. Las alusiones a Poe —sus últimos días, sobre todo—, a M. Twain, a Melville, a la beat generation, y a tantos y tantos autores norteamericanos, son tanto más ricas cuanto más se los conozca, lo que puede descentrar al lector ingenuo. Por último, he de decir que hay una alusión a un verso de J. R. J., «la facilidad, mala novia», que da la impresión de que Antonio Hernández la ha tenido muy presente, sobre todo para evitar caer en ella, y bien seguro que lo ha conseguido. El libro no pierde en intensidad; está poblado de historias muy bien concatenadas, y sobre ese corcel del verso libre en imparisílabos, te lleva al trote, aunque a veces apetezca volver sobre los pasos para recrearse con tal o cual hallazgo. No me arrepiento, insisto.
Luis Martínez de Mingo
© TBR 2015
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