Ruy D’Aleixo
Haz un esfuerzo
Imagínate que estás en tu celda de prisión, y que la única propiedad que te queda es una puta oreja de toro. Imagínate esto. Muy bien, ahora imagínate, haz el esfuerzo, que esta oreja es de metal, y tiene cables por dentro, de colores, y aún cuelgan algunos muelles diminutos, y se pueden ver algunas placas con chips. Es la oreja de un puto toro mecánico, pero no los de las atracciones, capullo. Es de un toro mecánico real, una máquina creada para torear, un robot, la puta oveja Dolly transformada en Robocop. Su misión: devolver el arte de la tauromaquia a Barcelona. Pues aquí la tienes, pesa medio kilo. Imagínate que tú te has ganado esa puta oreja de toro mecánico y que es tu única hacienda dentro de la cárcel. Si has podido imaginarte esto, no te costará dar el siguiente paso. Resulta que te estás paseando arriba y abajo de la celda, como haces siempre que no puedes dormir. Paséate. Escucha el pam pam de los pasos, el sonido mate en la celda pequeña. Pasas por el orinal, por el fregadero, por la mesita vacía, por la cama todavía hecha, y todo es de color blanco, está todo como hecho de la misma sustancia. Es de noche, y no puedes dormir. No puedes ligar ni dos pensamientos. Lo único que tienes para ir jugando con los dedos es tu única propiedad, esa oreja, ganada con tu sudor. Y vas hacia la puerta. No una puerta con barras metálicas, sino tipo hotel. No tiene cerradura. Se abre automáticamente desde la centralita, cada mañana, y se cierra a las ocho de la tarde. Te apoyas con un codo en la jodida puerta, y con la mano libre empiezas a hacer el dibujo de una especie de planta, rascando con la punta de la oreja metálica. Vas dibujando las raíces, y ramas que también parecen raíces, o hilos, y luego las hojas, pequeñas y redondas, de la puta planta que te estás inventando, porque no existe ninguna planta tan fea en la naturaleza. Y cuando terminas las hojas, piensas si tienes que añadir una flor, o un fruto, o ambas cosas. ¿Qué prefieres? ¿Flor? ¿Fruto? ¿Ambas cosas? No tienes ni idea, no puedes ligar dos pensamientos seguidos. Entonces intentas recordar qué viene antes, la flor o el fruto. Y no lo sabes. Después intentas pensar qué temporada es. En qué estación está dibujada la puta planta. ¿Verano? ¿Otoño? ¿De qué color son las hojas que has dibujado? Pálidas, como la puerta. Así, pues, es otoño. Pero en otoño no hay flores, ni frutos. Eso sí: hay castañas. O sea que empiezas a dibujar como una especie de bolas en forma de corazón (de corazón humano, real), que cuelgan de las ramitas. Y entonces viene cuando oyes «clic». ¿Qué cojones, «clic»? ¿Qué demonios...? Se abre la puerta. La puta oreja de toro, con su electricidad estática, ha abierto esa puerta, y sales al pasillo. No hay nadie. Vas hasta el final del pasillo, pensando que si alguien te encuentra, reportarás el caso. Pero ¿y si después te quitan la oreja, tu trofeo único? Bueno, pues que te la quiten, pero lo tienes que intentar. Rozas la oreja de toro en la puerta que da a las escaleras y «clic», otra vez. Bajas las escaleras, sin encontrarte a nadie. Vas hacia el comedor. «Clic.» Huele a aceite quemado y a lejía. Vuelves atrás. Vas a la puerta del patio. «Clic.» Sales afuera, al patio. No hace frío. Se está bien, se está fresco. Hay alguna nube en el cielo, pero qué coño, hacía tiempo que no veías la puta luna, pues a disfrutar. Si pudieras fumarte un cigarrillo... Te levantas, y vas hacia la puerta de emergencia del patio. No es eléctrica, está cerrada con candado. Mierda, piensas, ¿y ahora qué? No puedes salir por la puerta oficial, delante de las narices del conserje. Pero prueba a frotar la oreja de toro por el candado, y mira qué pasa. «Clic.» ¡Ha funcionado, cabrón! No te lo crees ni tú, pero ante tu oreja, el puto candado se ha abierto como las piernas de una bailarina rusa. Felicidades. Ya puedes salir al mundo real, ya puedes volver a la vida. Abres la gran puerta metálica, y esperas a que te salga algún guardia para inmovilizarte. Vas haciendo esa mueca de miedo, a la espera de que pronto te apalicen. Pero nada. Silencio absoluto. Una noche preciosa, tú. Y las nubes moradas van desfilando. La puerta está abierta de par en par, delante de tus narices. Anda, sal. Sal de la cárcel. ¿Qué haces quieto parado?
¿Cómo que qué hago? ¿Es que no te acuerdas de que ya me la dieron, la libertad, y no la quise, y volví al trullo por propia voluntad? ¿No recuerdas el puto documento que firmé, con mucho gusto, después de salir del hospital, cuando las piernas aún me temblaban después de haber matado al toro?
No recuerdo nada. Sólo veo una puta puerta abierta delante de mí, y fuera, en la calle, veo coches aparcados que parecen del mismo color anaranjado por la luz de la farola. Es tu oportunidad, anda, tira.
Muy bien, ya salgo, sólo para que veas que puedo hacerlo, pero mira, vuelvo a entrar. No hay diferencia. Salgo, entro. ¿No te acuerdas que volví a la cárcel por propia voluntad? No, tú no recuerdas nada. Pues ahora imagínate, haz un esfuerzo, imagínate que llevas quince putos años de tu vida encerrado en el trullo, y que de repente, gracias a una ayuda de no sé qué fundación, vienen unos chavales jóvenes y apuestos a dar talleres a los presos. «Podréis ahorrar tiempo de terapia si venís a los talleres», te dicen. ¡Cojonudo! ¿Pero talleres de qué? «De toreo.» ¡La puta! ¿Toreo? ¿Pero por qué toreo? Entonces un tío, alguien que ha vivido en la puta vida real, te hace cinco céntimos de las mierdas que han estado pasando cerca de la prisión, de las que tú no te habías ni enterado. Te informan de que ya hace unos años que la tauromaquia se ha prohibido en Barcelona, y en toda Cataluña. Imagínate que en el primer momento la cosa te parece bien. Pero entonces te empiezan a explicar mil mierdas íntimas de las vidas de los toreros, que si su familia dependía de ellos para comer, que si tuvieron que emigrar a Perú, y toreaban en gallineros, y que si los apoderados los dejaban en manos de los narcos, o no sé qué coño. Un desastre total para el gremio de toreros. Te empiezan a dar pena, porque son como los proletarios de ese espectáculo, y los únicos que reciben leña, como siempre. Siempre reciben los mismos. Te dan pena, a ti y a tus colegas que se han apuntado al taller. Aun así, no tiene sentido un taller de toros, si los toros están prohibidos. Pero imagínate que el asistente social lo tiene todo previsto y os tranquiliza: «Los toros vuelven a ser legales. Se ha inventado un toro robot. Lo han desarrollado los científicos de la UAB». ¡La puta! ¿UAB? ¿Qué coño es esto? «Es del tamaño de un cordero», continúa el asistente social, «pero tiene la misma constitución que un semental. Lo que pasa es que sólo tiene un cuerno, y a primera vista os parecerá un unicornio.» Te quedas flipando por unos momentos. Te parece que te están tomando el pelo. Te lo parece a ti, y se lo parece a todos tus colegas. Pero no tendréis tanta suerte, cabrones. El asistente social os ha traído un puto ejemplar de toro robot. «Vivo», ¡por supuesto! «Se llama Franz Ferdinand. Franz Ferdinand el toro», dice el cabronazo, y pulsa el botón ON, y el puto unicornio del tamaño de un cordero se pone a pasear por la sala de talleres, resoplando con su voz robótica, arriba y abajo, todo tranquilo, como si buscara algo de hierba para pastar. Os vais apartando todos, cagados de miedo. ¿Toreo? ¿Qué coño? ¿Con un robot? ¿Estás loco?, le decís al asistente social. Pero haz un esfuerzo, e imagínate que el miedo se te pasa de golpe cuando te dicen que si consigues la oreja del toro, quedas libre. Os comen la cabeza con eso de la libertad, y ya no hay quien os saque del puto taller de toreo. Y los que no se habían apuntado, se apuntan. Os dan como una especie de capa, que es reflectante, y atrae el toro. Para acometerlo, le tenéis que clavar unas banderillas de acero, sin colorines ni nada, y para rematarlo (y cortarle la oreja) os dan una espada preciosa, larga, como la de D’Artagnan. ¡Armas medievales en la cárcel! Y todo gracias a la fundación aquella, amnistía internacional, o quien coño haya sacado adelante el puto proyecto. Y cada tarde, a practicar por el patio con el toro robot. Al principio es difícil acertar en el punto «vital», pero poco a poco ya vais entendiendo el arte taurina. Imagínate que estás incluso contento de que te hayan dado una fecha para hacer tu debut en la plaza de toros Cataluña: la puta plaza Cataluña es ahora una plaza de toros, sí señor. Imagínatelo.
No puedo.
Lo que pasa es que no te quieres acordar. ¡Haz un esfuerzo! Es una plaza tipo la Monumental. Te han dado una fecha, y estás convencido de que será la fecha de tu libertad. Al resto de los compañeros también les han dado fechas. Y empieza la temporada. Los fines de semana, algunos colegas salen de permiso, y van a torear, a estrenarse. Por la noche vosotros preguntáis cómo les ha ido. «No vuelven al trullo», os dicen. Y lo celebráis haciéndoos una paja en las duchas, o como podáis. Han quedado libres. ¡Imbéciles! ¿Cómo os podéis tragar este puto truco? Estáis ciegos, y no os dais cuenta de que no volverán porque no han sobrevivido: han muerto descuartizados en el ruedo, ante dos cientos mil ojos. Pero vosotros no sabéis nada, os dicen: «Ya no vuelven», y no preguntáis más. ¿Realmente os interesa, eh, pensar que todo va bien, hijos de puta? Pero no os riáis tanto, que a todo el mundo le llega su turno. Imagínate que te sacan de la cárcel en furgoneta, y te escoltan hasta unos putos camerinos, delante de un espejo con marco de bombillas y todo, y te visten de torero y te maquillan. «Ojalá mi familia lo sepa y hayan venido», piensas. ¿Qué coño tienen que saber? Eres un imbécil, estás ciego. Además de libertad, aún pretendes una cierta gloria terrenal como torero, y volver a ver a tu hija. No tienes ni puta idea de dónde te estás metiendo, pero tranquilo. Imagínate que eres el tercer diestro de la velada, y que te permiten esperar detrás de la valla mientras actúan tus dos colegas. Imagínate que el toro real es una bestia mucho más rápida y lista que el Franz Ferdinand que os habían dejado para practicar. Imagínate que vas escuchando, como collejas en la nuca, los comentarios groseros y los «¡olé!» de todos los hipsters vegetarianos y veganos de Barcelona, reunidos en su nuevo ritual de fin de semana, con sus licores de flores, y sus mierdas bio. Imagínatelo, cabrón, ¡porque es así! Ves cómo el toro descuartiza con su jodido cuerno al primer torero. Ves cómo descuartiza al segundo. «¡Olé!», canta la muchachada. Tú estás mirando al suelo y pensando dónde cojones te has metido. Es tu fin, y lo sabes. No tienes nada que hacer contra esa bestia. Suenan las trompetas, retiran el cadáver de tu colega, que ya no volverá al trullo, y baten la arena de la plaza para disolver las manchas de sangre. El público grita entusiasmado mientras el puto toro robótico se paseando tranquilo por la plaza, resoplando con esa especie de vibración comprimida. Suenan las trompetas, y sales al ruedo. Intentas atraer al toro con tu capa espejo, y él se te acerca, pero muy despacio, y de repente se detiene. Imagínatelo. Se queda allí parado, delante de ti. Y tú piensas, ¿qué coño le pasa ahora? ¿Es el preludio de la embestida letal? Pero el toro no se mueve. Se queda quieto, y resoplando con un sonido de motor estropeado, y le empieza a salir humo negro por el morro. «¡Esta es la mía!», piensas, y te lanzas encima del robot con la espada, lo empiezas a trocear, y el público se queda sin aliento, sobrecogido. Y tú venga, va, dale. Imagínate: el toro no opone resistencia, y tú le vas clavando la espada, lo vas desmontando pieza por pieza, que no sabes ni qué cojones son esas piezas. No son órganos, son como capas del ser del toro, y él que no deja de jadear y echar humo por el morro, y tú venga a reventarlo hasta que llegas al motor, que se ha quedado atascado por alguna astilla, o no sabes qué coño, ¿pero qué te importa? El caso es que te ha salvado la puta vida, sea lo que sea que se ha metido en esa puta turbina de séptima generación. «Ahora es la mía, ahora lo mato y le corto la oreja», piensas, y clavas con todas tus fuerzas tu espada al motor. De repente notas las manos agarrotadas, todo tu cuerpo se empieza a calentar, huele a chamusquina, te estás incendiando. Te acabas de electrocutar, imbécil, y has entrado en coma. No te volverás a despertar hasta al cabo de unos días, y lo primero que ves cuando abres los ojos, en la mesita de noche, es una puta oreja de toro. ¿Lo recuerdas ahora? Y tanto que lo recuerdas, lo recuerdas todo, y te santiguas, cagándote en el mundo exterior. Entonces dices que quieres volver a la cárcel, que no quieres ser libre. «¿Pero cómo? ¡Si te han dado la oreja, campeón! ¿Serás tonto?», te dicen. Y tú insistes. Pero ellos no quieren que vuelvas a la cárcel. Te quieren fuera de la cárcel. Pones la tele y ves un rato los toros. Tres compañeros tuyos pasan por el ruedo, en la plaza de toros Cataluña. Imagínate que no es una pesadilla. Y tú insistes: «Me da igual la puta oreja de toro, yo quiero volver a mi celda». Pero ellos no te quieren, habías aceptado ser libre. Imagínate que no llegáis a ningún acuerdo. Vais a juicio, y ganas —sí señor, ¡ganas!— el puto juicio, porque tenías razón. Y ellos, los de la fundación privada que gestiona la prisión, están obligados a readmitirte, a pesar de la superpoblación. A ti te la suda la superpoblación, te la suda todo. Es tu sitio. «¡Es mi domicilio!», dices bien alto ante los periodistas. Tienes derecho a reclamarlo. Vuelves a tu celda, y a la vida de interno. Entonces explicas a todos los que hacen el taller de lidia lo que has visto en el mundo de fuera. Les cuentas cómo son los toros de verdad, cómo te salvaste por una avería en el miura, y toda esa mierda de los hipsters gritando «olé» con la boca llena de aguacate. Los colegas del taller se desapuntan automáticamente. El asistente social ya no vuelve más, se esfuma, como Satanás cuando alguien pronuncia el nombre de Cristo. Has salvado la vida de todos esos hijos de puta que se habían vendido el alma. En esta prisión, todos te respetan como las ratas respetan al puto flautista de Hamelín. ¿Cómo quieres ahora salir por esta puerta? Tú firmaste el puto papel. En el juzgado firmaste diciendo que querías volver. ¿No te acuerdas?
Imagínate que de pronto recuerdas por qué una puta oreja de toro abre las puertas de la prisión. Haz un esfuerzo.
© Ruy D’Aleixo
Ruy D’Aleixo (Sant Feliu de Codines, Barcelona, 1982). Empezó a escribir cuentos de pequeño. En su adolescencia se dedicó más a la música punk y electrónica, sin dejar de publicar cuentos en un fanzine llamado Indocile. Ha publicado un libro de cuentos en catalán titulado Un altre sense dorsal (Ediciones Igitur, 2012) y varios cuentos en la revista Les Males Herbes. La editorial Males Herbes publicará en 2015 su segundo libro de cuentos en catalán. Actualmente no tiene residencia fija.
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