The Barcelona Review

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El prostíbulo

(fragmento)

 

Recuerdo con vértigo los acontecimientos que se produjeron a partir de que finalizara el funeral, ahora que por fin han terminado todas las obras y contemplo mis dominios de Medán desde mi base de operaciones recién estrenada. Sofía me la está chupando con sabiduría en mi despacho, delante de la ventana, pero yo no puedo concentrarme esta mañana y los recuerdos de aquella noche vienen a mí como una bola de instantes que no puedo detener. En este preciso momento podemos ya levantar el ataúd. Delante vamos Pablo y yo, detrás viejos amigotes de mi padre, empresarios con quienes jugaba al tute o al dominó en sus últimos tiempos, o padres de familias con quienes había veraneado en las casas de Santander y San Sebastián. Recorremos cabizbajos los cincuenta metros que median entre el altar donde se ha oficiado el funeral hasta la fosa que yace abierta en el suelo de la cripta. Hace varios años que no estoy tan cerca de mi hermano. Huele bien, lleva un perfume caro. Igual se le está pasando la comunistitis. Como es un lugar oscuro, situado entre una columna gordota y la pared, llena a su vez de tumbas, un monaguillo nos ilumina con una vela blanca de medio metro. Nos acompaña un curita chupado y la vanguardia del cortejo fúnebre. Al lado de la fosa espera un tipo achulado con un palillo en la boca. Parece que es el albañil. No puedo creer con qué destreza coloca las pequeñas bolas de cemento en las junturas de la tumba, y deposita el ataúd en su interior. Es una caja negra con una cruz de níquel en la cabecera, que yo mismo escogí del catálogo. Durante cerca de medio minuto, el ataúd ha permanecido suspendido en equilibrio inestable sobre uno de los bordes, como un coche a punto de despeñarse por un acantilado. Me parece que nadie ha tratado así a mi padre nunca. El tipo se pasea el palillo de un lado a otro de la boca mientras da sus últimas paletadas. Al final, deja caer el ataúd hasta el fondo, sale de la fosa y pide ayuda a los señorones que nos han ayudado a cargar con la caja para poder tapar la tumba con la enorme losa. Los abuelos poco pueden hacer, dicen que se romperán si lo hacen. Todo es un poco ridículo. Tengo ganas de pegar a alguien, de estrangular al cura. Mi madre grita que se quejará al arzobispo, que qué vergüenza. Al final es Pablo quien ayuda al tipo a tapar la tumba. Entonces me doy cuenta de que está llorando. Supongo que todos necesitamos de algún modo una bendición paterna y cuando te la retiran es cuando te das cuenta de que la necesitas. Me pregunto si a mí me ha ocurrido alguna vez desmoronarme por este motivo. Sofía debe estar preguntándose por qué no me corro, porque soy incapaz de concentrarme esta mañana. Porque aquella noche se me figura como pegada al día en que el notario nos citó a todos para abrir el testamento, cuando me consta que pasaron varias semanas desde el momento en que enterramos a Antonio hasta la cita en casa el notario. Miro el reloj y me doy cuenta de que sólo falta un cuarto de hora para que tenga que irme a reunir con la junta directiva. Qué triste mirar el reloj mientras te la están chupando. Casi tan sacrílego como mirar al reloj en el entierro de tu propio pa- dre. Dos o tres semanas sumidos los cuatro en aquel luto irracional: mamá, Pablo, Clarita y yo, en el piso de Recoletos, con las persianas bajadas, recibiendo visitas grotescas de marqueses y banqueros y llamadas desvergonzadas de parientes lejanos que preguntaban por el contenido del testamento. Parecía una tragedia de Lorca. La casa no era desagradable, incluso a veces lograba infundirme esa sensación de paz que rezuman los lugares que frecuentamos durante la infancia. Sin embargo, a veces esa familiaridad situada en la columna vertebral de ti mismo causa nerviosismo. La monotonía de mi casa ha tardado en desaparecer y ha sido un estorbo: volver allí me ponía frenético. Es difícil cortar y construirse un hogar que no huela igual, cuyo horario no se ajuste al de tu puta mamá de toda la vida. Era un edificio blanco, algo sucio por el humo de los coches. Tenía un patio con tilos muy agradable, y una sucursal de un banco catalán debajo, con las barandillas de la escalera principal chapadas en oro. Es un edificio de tres plantas que da al exterior de la calle, y hace tiempo que no voy allí. Desde que pasé esa semana mórbida en él, no he vuelto más. Algunos vecinos llegaron a pedir cosas de mi padre cuando liquidamos su ropa, los objetos de su despacho y de su oficina. Los muy cerdos se rifaban los objetos de más valor, delante de mis narices. Mi madre lo regalaba todo, insistía en que los invitados se llevaran algo. Yo tenía ganas de pegarle pero contenía mis accesos de furia. A los criados, a los parientes pobres, les daba plumas y estuches de oro y plata, como si fueran baratijas compradas en un todo a cien, mientras yo acumulaba resentimiento. Lámparas, trajes, zapatos, alhajas, sortijas, abrigos, sombreros, jerseyes a rayas, chalecos, se lo llevaban todo. De repente, mi padre, por el que yo nunca sentí nada positivamente afectuoso, había pasado a la categoría de institución. Por lo tanto había que venerarle y no sólo respetarle. De repente, la morsa inofensiva, el lerdo era importante y debía guiar mis actos. Y este código de honor se activaba en mi espíritu de forma natural, sin imposiciones. Yo aceptaba ese trato de sumisión. El nuevo muerto era más real que el señor molesto al que yo obedecía. Mamá trasladó su retrato de su despacho doméstico al centro de la pared del salón, allí donde parecía vigilarnos. Al fin y al cabo siempre se habían portado bien, nunca habían reñido con demasiada violencia. A mi padre no le gustaba la tensión: se casó con una pobre para evitar roces, para asegurarse de que la mujer con la que se casaba permanecía en casa y fiel como acto de gratitud. Gratitud a quien le había cambiado un piso en Chueca y una pescadería por aquellos interiores palaciegos, más la casa de Miraflores y las vacaciones de verano en Santander o San Sebastián. Una prueba más de que Antonio lo planificaba todo, hasta su matrimonio perfecto. Los cuatro insólitamente unidos durante dos o tres semanas, no sé precisarlo con nitidez. Mi madre y Clarita llorando incesantemente, sin ducharse ni cambiarse de ropa apenas, sirviéndose whiskies uno tras otro. Pablo tratando de consolarlas como buenamente podía, él que no había entrado en esa casa en cinco años. Y yo odiándolos a todos más que nunca, metido en la biblioteca del abuelo, resistiéndome a salir, quitándole el polvo a los libros viejos, haciendo girar la bola del mundo que descansaba en un rincón, esperando la llamada de Davinia o la de cualquier otro amigo que me permitiera abandonar aquella casa por algunas horas. Cuando la losa retumbó como unos momentos antes lo había hecho el ataúd al chocar contra el fondo de la fosa, erizándonos de horror a todos los concurrentes, agarré al albañil por las solapas y lo empujé con violencia contra la pared. No sé si hice bien o no, pero en el fondo, ¿dónde está el bien y dónde está el mal? Los mismos testigos se dividieron entre los que aprobaron mi conducta y los que la consideraron una blasfemia. Ahí cuando unos me juzgaron por el código del honor, otros lo hicieron por el del mensaje de Jesús. Pero estas dos fórmulas de conducta, ¿podían ser reducidas a un valor fundamental, independiente? Creo que es la única vez que he perdido la cabeza, que he perdido definitivamente el control. El tipo reaccionó y me supo dar un buen puñetazo en la nariz que me hizo caer al suelo. Las mujeres chillaron al unísono. La sangre me llenó los labios y la barbilla. Desde el suelo miré al hombre, que se alejaba riéndose. Los hombres decían qué barbaridad. Las mujeres se santiguaban. Los murmullos eran ensordecedores. Alguien dijo que teníamos que llamar a la policía. El cura vino hacia mí y me regañó a gritos, pero en general los amigos de mi padre me defendieron porque habían visto lo que yo, un comportamiento indigno por parte del chulo aquel. Mi hermano me miraba sin decirme nada, visiblemente afectado. Todo flotaba como en una nube de absurdidad. Durante las dos o tres semanas siguientes pensaría, mientras daba vueltas al mapamundi del abuelo, qué fue lo que me hizo sentir tanto odio aquella tarde. Me deshice del cura y abandoné la cripta por la puerta principal, corriendo. No sabía si quería encontrar al tipo del palillo, quedarme solo para analizar mis sentimientos o canalizar la rabia que sentí al ser derribado de un solo golpe por mi enemigo. En ese momento me agarró mi madre por detrás y me dio un pañuelo. Yo tomé el pañuelo pero deshice su lazo para alejarme unos pasos. Me dio asco la mujer avejentada que lloraba en los escalones de acceso a la cripta. De repente mi madre se había convertido en mi abuela. No la reconocía, sólo veía sus trapos negros, el velo que cubría su cara. No sentía nada más.


© Andreu Navarra, 2014Reproducido por cortesía de Libros en su Tinta.

Andreu NavarraAndreu Navarra (Barcelona, 1981) es doctor en Filología Hispánica por la Universidad de Barcelona. Es autor de los poemarios Suicidio Súbito (Erizo/Eriçó, 2006), Fiebre y ciudad (Diógenes, 2009) y Canciones del Bloque (Paralelo Sur, 2010), y de la novela Nube cuadrada (Isla Negra, 2012). Como ensayista ha publicado Dos modernidades: Juan Benet y Ana María Moix (Abecedario, 2006), La región sospechosa. La dialécportadatica hispanocatalanaentre 1875 y 1939 (UAB, 2012), El anticlericalismo. ¿Una singularidad de la cultura española? (Cátedra, 2013), 1914. Aliadófilos y germanófilos en la cultura española (Cátedra, 2014). El prostíbulo (Libros en su Tinta, 2014), de la que aquí ofrecemos un fragmento, es su segunda novela.


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