Álvaro Domínguez
Fresicidio
La cocina está impecable; en la encimera, todo lo que hace falta. Mi hermana ha tardado en bajar porque se ha estado preparando para salir, así que me he entretenido limpiando y organizándolo todo. Cualquier estropicio a partir de ahora será cosa suya.
—¿Has sacado las fresas de la nevera? —me pregunta. Afirmativo, respondo yo.
De donde no he sacado las fresas es de su envase. Quiero ver cómo se limpian.
—¿Tenemos algún cuchillo decente?
Todos son —y están— decentes. Mientras ella se pintaba yo fregaba.
—En realidad es muy sencillo —me asegura—. No sé por qué te empeñas en que te ayude yo pudiendo seguir algún tutorial de YouTube.
Prefiero ver cómo lo hace mi hermana. Ella es la mayor. Para una cosa que puede enseñarme, que lo haga. En realidad todo esto es para que se sienta valorada. Finge que no le importa, pero sé que le hace ilusión.
La pobre es así de simple.
—A ver, quítale el plástico a las fresas y vete echándolas en un bol.
Me agacho para buscar un bol en los cajones. Si no fuera por mí, la cocina estaría hecha un desastre. Soy la única que ordena, y a mis doce años tengo cosas más importantes que hacer. Como estudiar, por ejemplo. Y organizar lo de esta noche.
Le quito el plástico al envase y, una a una, voy dejando las fresas en el único recipiente tipo bol que he encontrado, de madera y circular. Mientras lo buscaba mi hermana se whatsappeaba con sus amigas. O con algún chico. Que quede con quien le apetezca. La cuestión es que me deje la casa para mí.
A medida que cambio las fresas de recipiente, las voy contando. Quiero saber el número exacto de víctimas.
Una, dos, tres, cuatro…
—Tía, ¿qué quieres? —grita mi hermana nada más pegarse el móvil a la oreja—. Joder, estoy con mi hermana.
Cinco, seis, siete, ocho, nueve…
—No me va a llevar ni una hora —le dice a la tía en cuestión; por la cara que pone, una bastante pesada—. Sí, luego nos los podemos traer aquí.
Diez, once, doce, trece, catorce, quince.
—Mis padres no vuelven hasta mañana por la tarde. —Unos minutos a la escucha y vuelve a hablar—: ¡Qué cerda eres! Jajajá. No puedo responderte porque tengo a mi hermana delante. Luego hablamos, puta.
Quince fresas.
—Ahora ponlas bajo el fregadero y lávalas —me indica sin dejar de toquetear la pantalla del móvil con el dedo índice—. Da igual lo que hagas con ellas; aplástalas si quieres, pero lo importante es que estén bien limpias. De lo contrario queda un regusto rancio en el zumo.
Hago lo que dice y el agua no tarda en rebosar del bol. Con ambas manos las mojo todas bien. En las yemas de mis dedos noto el contorno suave de la fruta; los cráteres son como las espinillas de las narices adolescentes, y las hojitas de la cabeza, como el pelo. Las dejo impecables.
Cierro el grifo y vacío el bol en una escurridera. Vuelvo a echar las fresas en el bol y me doy la vuelta con él entre mis manos.
—Muy bien, déjalo aquí.
Lo dejo delante de mi hermana. El móvil está al lado de un cuchillo, con el que empieza a despellejar las cabezas de cada fresa igual que hacían los indios del salvaje oeste con sus enemigos. A medida que las limpia deja el cuero cabelludo verde en la superficie reluciente de la encimera y devuelve las fresas, ya purificadas, al bol. Lo hace en un momento, sin temblarle el pulso. Cuando termina arrastra el bol hacia mí, y mientras yo me quedo absorta en la imagen de todas esas fresas sin sus hojitas verdes, ella junta con ambas manos todas las partes sobrantes y tira el montón a la papelera.
Suena el móvil y, como la pilla con las manos pegajosas, se pone nerviosa. Se las frota como puede con un trapo para responder a la llamada antes de que se corte.
—Tía, eres un puto coñazo —le dice a quien sea que la llama.
Todo apunta a que es la misma de antes, por lo de «tía» y por lo de que es «un puto coñazo».
Mientras habla yo elijo una fresa al azar. La cojo con delicadeza: está firme, pero en alguna parte se nota blandurria. El blanco de la parte seccionada contrasta con el resto del cuerpo. Si no fuera por el olor a fruta fresca —olor dulce a fresa— puede que la comparación con un cuerpo descuartizado me repugnase.
O puede que no.
—Pues si se te queja, dale una hostia. —Veo una sombra abanicarse por el rabillo del ojo; mi hermana me ordena con señas y moviendo los labios que empiece a cortar las fresas en trozos más pequeños—. Es para que la batidora no se atasque. Nada, hablaba con mi hermana.
Me estiro para alcanzar el cuchillo. Casi no pesa, ligero como una pluma. Letal.
Empiezo la masacre.
A medida que descuartizo una fresa las partes rojas se dividen más y más dejando a la vista más partes blancas. El jugo rosado va ascendiendo en el fondo del bol, y la raíz de la fruta, blanca como la piel de un cadáver, se hace más evidente. Al final lo que queda es una montaña de trozos de carne muerta, todavía vibrante, empapada en la charca de su propia sangre.
—Así está bien.
Mi hermana me quita el bol de las manos. No me he dado cuenta de que ha dejado de hablar por teléfono. Destapa la batidora, que previamente yo he dejado a un lado, bien a mano. Echa el resultado de la masacre en la jarra de cristal y, a continuación, saca del congelador una bolsa de hielos.
—Tenías que haberla dejado fuera con las demás cosas.
Y sin más la levanta en el aire y la deja caer al suelo. Varias veces seguidas. El estruendo es casi insoportable. Es como si todos los huesos de una persona fuesen molidos violentamente por un atacante corpulento. El ensañamiento es tal que parece que tiene algo personal contra la bolsa de hielos. Por fin, cuando se siente satisfecha —o cansada de la paliza que le ha propinado— deja la bolsa en la encimera. Agarra el cuchillo y lo clava con un gesto certero en el centro de la bolsa, que se abre chorreando agua por la herida. Finalmente, desgarra el plástico y saca el contenido con sus propias manos. Dos puñados le parecen suficientes para llenar la batidora.
—Deja el resto en el fregadero para que se derrita —me indica, tan concentrada que ignora el timbre de su móvil—. Ahora viene lo mejor.
La batidora. Es decir, apretar un botón.
Mi hermana toma posición en ángulo recto con la batidora. Pone los hombros rectos, tiesa como un verdugo a punto de ejecutar una sentencia, una mano agarrada a la tapa y otra encima del panel de mando. Cuatro botones sirven para regular la velocidad a la que un puñado de frutas bonitas y saludables se convierte en un líquido espeso de color infantil.
La velocidad del fresicidio.
Con el dedo índice, el mismo que usa para comunicarse con sus amigos a través del móvil, presiona la velocidad máxima. En cuestión de segundos está hecho.
—Pásame dos vasos de tubo.
Le paso dos vasos de tubo y ella vierte el zumo hasta el borde. Brindamos por el crimen perfecto.
—Ya verás cómo a tus amigos les va a encantar. ¿A qué hora llegan?
Miro el reloj de la pared. Están al caer.
Se bebe de golpe su vaso, como un chupito, coge el móvil y sale a toda prisa de la cocina. A medio camino en dirección a la puerta de casa escucho que me grita una última advertencia de hermana mayor:
—¡Ah, y nada de ver películas violentas!
© Álvaro Domínguez para TBR 2015
Álvaro Domínguez (Pontevedra, 1986). Tras licenciarse en Historia del Arte por la Universidad de Santiago de Compostela, se trasladó a Madrid para cursar el Máster de Edición Universidad Autónoma de Madrid-Taller de Libros. Su primera incursión literaria fue en amateurshotel.es, portal que acoge a artistas en ciernes con el deseo de compartir sus creaciones a través de una revista digital y un libro impreso financiado mediante crowdfunding. También forma parte de la antología de relatos Lo que no se dice (Dos Bigotes, 2015). Recientemente ha publicado una serie de relatos en La cueva del erizo y colabora como reseñista en la revista Vísperas.
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