Xandru Fernández
La radio interior
Al principio yo no decía nada. Miraba a Martín, sonreía, asentía con la cabeza de un modo ambiguo. Escuchaba, nada más. Me parecía que era eso lo único que podía hacerse: escuchar.
—Contigo está más tranquilo —decía mama, y añadía—: Ojalá vivieras aquí.
La memoria es traicionera: nos hace echar de menos lo que en otro tiempo más odiábamos, nos deja alimentar imágenes idílicas que no se corresponden con el borroso cuadro del que creen ser copia.
Tampoco a ella le decía yo nada. Nada importante. Si la escuchaba, lo hacía sin poner mucha atención. Eran siempre las mismas quejas, los mismos dolores, los mismos lamentos. A veces llovía, otras veces hacía sol: hiciera el tiempo que hiciera, hablábamos fuera, en el tendejón del patio donde papá había puesto la leñera y dos bancos alargados, de madera de nogal, uno a cada lado de la larga mesa de piedra que había traído de no sé qué bar que había cerrado, de un merendero, me parece: de un merendero desaparecido en algún lugar desaparecido. Por mucho frío que hiciera, allí era donde nos sentábamos, mamá y yo, las tazas de café humeando sobre la mesa de merendero que papá y Martín habían bajado del camión una tarde calurosa de agosto y habían arrastrado hasta el tendejón mientras mamá rezongaba y yo dudaba entre ir a ayudar o quedarme junto a ella escuchando sus quejas.
Cuando papá murió, comprendí que no me quedaba sino seguir escuchando. Así que eso hacía cada domingo, escuchar a mamá sin poner mucha atención, y después, al acabarse el café, bajaba a escuchar a Martín. Al principio le prestaba a él tan poca atención como a mamá. El sótano repleto de chatarra que habían acumulado entre él y papá, como urracas, por todo el país. Restos de maquinaria agrícola, herrumbrosas muestras de tecnología sidrera, instrumentos musicales mutilados, emisoras de radio desventradas. Ese tipo de trastos. Todo el sótano lleno de ellos.
—Los elefantes —solía decir Martín, nada más verme—. Los elefantes.
Por todas partes había elefantes: elefantes de barro, elefantes de alambre, elefantes pintados con rotulador, globos con forma de elefante.
—Los elefantes —decía Martín—, los elefantes son la esperanza.
—Claro, Martín, claro —decía yo, manoseando alguno de aquellos juguetes, husmeando indiferente en los rincones del sótano, a la luz minusválida de una única bombilla de sesenta vatios, echando de menos a papá.
—Contigo está más tranquilo —decía mamá.
¿Más tranquilo que con quién? Más tranquilo que con ella, supongo. Desde que nació, Martín fue siempre responsabilidad de papá. Mimarlo, lavarlo, vestirlo, darle de comer. Cuando papá murió, mamá tuvo que hacerse cargo de un monstruo de ciento doce kilos y treinta y cinco años que razonaba como un niño de siete y componía unas canciones apasionadas y brillantes. Imagínate a Jacques Brel reencarnado en un zoquete incapaz de valerse solo. Imagínate a Glenn Gould con sobrepeso. Mamá no era capaz de imaginarse nada de eso. Mamá sólo veía al zoquete con sobrepeso.
Me llamaba por teléfono todas las semanas para que fuera el domingo a tomar café con ella. Y eso hacíamos, tomar café. Después, me ponía al corriente de los sucesos de la semana, sollozaba un poco, se sorbía los mocos y me pedía que bajara a ver a Martín.
Y eso hacía yo: bajaba a verle, y a escucharle. Lo mismo hice cuando empezó a hablar de su radio interior. No veía en esa historia más motivo de preocupación que en la ya clásica serenata sobre los elefantes. Visto en perspectiva, tampoco me parece que mi razonamiento fuera defectuoso.
—Ya lo tengo —me dijo Martín la primera vez—, ya tengo el método.
—¿Qué método, Martín?
—El método para componer. El supermétodo.
Estaba muy excitado, se movía arriba y abajo por los mínimos intersticios que a manera de pasillos se abrían entre la chatarra apilada, tropezando con un Darth Vader de plástico de medio metro y pisando al Spiderman de dos cabezas —una de ellas, la de Batman— que tantas satisfacciones nos había dado diseñar. Su sombra gigante se balanceaba como el daguerrotipo faraónico de uno de sus elefantes tan queridos. Resplandecían sus ojos de azabache, mirándome ansiosos, listos para responder a todas mis preguntas.
Claro que yo muy poco tenía que preguntar.
—¿Y qué método es ese?
—Anticiparse al presente —respondió—, ir más rápido que el tiempo. Sintonizar el futuro.
—Sintonizar el futuro —repetí.
—Eso es. Conocer la sensibilidad musical del porvenir. Saber qué escalas, qué acordes le gustarán a la gente del futuro. Prever esos gustos y cómo estarán estructurados, descifrar su idioma musical, investigar qué instrumentos habrá.
—Lo dices como si fuera lo más fácil del mundo.
—Tan fácil como poner la radio.
—Ya quisiera yo saber qué radio hace todo eso.
—Una radio interior —dijo Martín, temblándole la voz de entusiasmo. Y entonces añadió—: Como la mía.
Todo pudo haber quedado ahí. Todo tenía que haber quedado ahí. Cuando subí de vuelta a la cocina, aquel domingo, a despedirme de mamá hasta que sonara el teléfono para invitarme a tomar café el domingo siguiente, nada me parecía distinto de cualquier otro domingo. La luz del crepúsculo era la misma de siempre en aquella época del año, los árboles de junto a la casa alargaban sus sombras tensas y ensangrentadas hacia la carretera que se abría allí enfrente entre dos manchas de eucaliptos como una cicatriz sobre una cara sin afeitar, y las nubes se proclamaban ufanas campeonas de la jornada y anunciaban una hegemonía friolenta sobre la noche por venir. Ningún signo inquietante. Ningún presagio.
Pero iba a haber cambios.
—Lleva dos días más inquieto de lo normal —dijo mamá cuando llamó para invitarme, dos o tres días después.
—¿Hay alguna razón para que esté así?
—Ninguna, que yo sepa. Pero habla mucho de ti. Dice que cuando vengas tendrás que darle la razón. ¿No es eso lo que haces siempre, darle la razón?
—Casi siempre.
—Tienes que venir —suspiró, y añadió el clásico—: Contigo está más tranquilo.
Yo ya no tenía tan claro que fuese así.
Una foto de Martín aquel domingo: vestido con el traje negro que sólo se había puesto para ir al entierro de papá, la corbata sin anudar, igual que los cordones de los zapatos —unos zapatos tan resplandecientes que podías mirarte en ellos y descubrirte nuevas canas—, afeitado como tal vez no se había afeitado desde hacía años —desde que se enamoró de aquella enfermera de día que llevaba coletas a lo Pippi Långstrump—, el cabello —aquel cabello castaño y grasiento que empezaba a retirársele de la frente— peinado hacia atrás, cayéndole en cascada por detrás de las orejas. Es una foto de mi hermano dandi. Una hermosa foto.
Se sentó con mamá y conmigo a tomar café en el tendejón. Eso fue lo que me sorprendió. No pronunció una sola palabra, pero no dejó de sonreír, como si en todo momento quisiera que fuéramos conscientes —completamente conscientes— de su presencia allí junto a nosotros. Se le notaba, como mucho, un nerviosismo infantil que se manifestaba en el tic de frotarse los labios con dos dedos blancuzcos, o en el frenético temblor de la pierna derecha cuando presionaba con el pie sobre el travesero de madera que cruzaba el banco por debajo del asiento. Mamá no le miraba, tampoco me miraba a mí. Yo contemplaba el cuadro como un invitado sin responsabilidades.
—¿Es así como visten los músicos del futuro? —le pregunté después, cuando ya nos encontrábamos a solas él y yo en el sótano.
Martín se había sentado en una silla metálica y me miraba de abajo arriba con el rostro sereno y la misma sonrisa que había exhibido durante toda la tarde.
—Te perdono todos los sarcasmos que se te ocurran —dijo—. Total, vas a tener que rendirte a la evidencia, no me importa que lo tomes a chirigota.
—Perdona —dije yo, fingiendo un acceso de vergüenza. Y mostrándole la palma de las manos añadí—: Cuando quieras. Estoy aquí para escuchar.
Creía de veras que así era. Por muy extremos que fuesen sus delirios, yo aún confiaba en su talento musical, y rara vez dudaba de su capacidad para, al menos, entonar una melodía, y de vez en cuando hasta creía posible recobrar a aquella gran promesa de la música que había sido mi hermano cuando aún no había cumplido veinte años.
Martín se levantó de aquella silla ridícula y, después de dedicarme otra de aquellas miradas —nuevas en él, y no precisamente tranquilizadoras—, se acercó al sintetizador, quitó la tapa del teclado y, de pie y con la vista fija en la pared de enfrente, toda cubierta de fotos suyas de cuando era niño, empezó a tocar.
Sólo se me ocurre una manera de describir lo que tocó, y cantó, mi hermano aquel domingo: hace munchos años, tenía yo trece o catorce años, oí en la radio una canción de Paul McCartney. Nevaba. Yo miraba a través de los cristales y veía cómo la nieve iba cubriendo el asfalto y sólo se oía la voz de Paul McCartney en el transistor. Apenas recuerdo dos o tres compases de aquella canción. No volví a oírla. Se me quedó, no obstante, la impresión de que nadie podía añadir ni quitar nada a aquella canción, que aquella melodía era absolutamente perfecta, porque en ella estaba yo entero, sin que me faltase nada. Absolutamente completo. Llevo desde entonces buscando esa canción. Completando la discografía de Paul McCartney. Sin descanso. Sin recompensa. Es como si aquella melodía no hubiese existido nunca.
No fue esa la canción que mi hermano tocó aquella tarde, pero había algo que se le parecía. La misma sensación de completitud, la misma sensación de nostalgia. Las brasas del tiempo transcurrido desde aquel rostro de trece o catorce años que se reflejaba en el cristal de la ventana. El aire dulzón del sótano olía como la nieve cubriendo el asfalto de mi niñez.
—¿Esta es la música del futuro? —pregunté, cuando acabó la música, secándome las lágrimas.
—Es música del pasado —dijo él, negando con la cabeza, dejando de sonreír por vez primera en todo el día—. Es música de cuando papá estaba con nosotros.
—¿Por eso te pusiste ese traje?
—Por eso.
Se hizo un silencio —dos, tres minutos, Martín recobrando el aliento— y después pregunté:
—¿Y la música del futuro?
Él se encogió de hombros.
—Todavía estoy experimentando —dijo—. Me cuesta sintonizar la radio donde yo quiero. Pero —aquí la sonrisa volvió a surgir en su rostro cansado— ya ves que no era un farol, que la radio interior funciona, y que sólo es cuestión de tiempo aprender a manejarla.
No dije nada. Tampoco a mamá, cuando salí del sótano y me despedí de ella hasta la siguiente llamada telefónica.
—¿Ya está más tranquilo? —preguntó ella, con ese tono de voz que se adopta para preguntarle al fontanero si el grifo ya no gotea.
—Dentro de lo que cabe —dije yo, dándole dos besos de adiós.
—Ojalá vivieras aquí —murmuró ella mientras salía yo por la puerta.
No contesté.
Seguía oyendo, vibrando en mis oídos, la voz de Martín, aquella canción dulzona, simple como un muñeco de plastilina, que parecía brotar de sus cuerdas vocales no como si se descolgara de ellas, sino como si las bajara: como si las cuerdas vocales de mi hermano fuesen escalones donde la música ponía unos pies invisibles y leves para bajar a algún lugar muy profundo.
No sabía si aquello era un principio o un final. De ser un principio, ¿lo era de una recuperación, o de una nueva enfermedad? De ser un final, ¿qué venía a continuación?
Una y otra vez recordaba aquel período gris que había seguido a la muerte de nuestro padre, después de que Martín, en el entierro, empezara a balbucear aquellas notas obsesivas como un mantra que no dejaría de repetir durante dos o tres días, sin dormir un solo segundo. Lo recuerdo allí acuclillado, junto al nicho, balanceándose adelante y atrás, repitiendo aquel horrible sonido. Más tarde, cuando al cabo de aquellos días de desesperación su voz calló y le vimos dormir como un niño, tanto mamá como yo pensamos que todo se había acabado por fin, que nuestras vidas podrían volver a circular por el sendero de su malsana normalidad. Pero no hubo tal cosa. Aquellas vidas nuestras habían quedado para siempre truncadas. Sin papá para ayudarnos, Martín se había vuelto una fuerza incontrolable. Una fuerza, también, inconsolable.
Una semana después del entierro hubo un momento de esperanza. Frágil, como suelen ser esos momentos. Martín y yo habíamos bajado al pueblo, a tomar una cerveza, y unos chicos —no llegarían a los veinte años— se nos acercaron y le pidieron a Martín que se animara a tocar con ellos. Tenían una banda de garage, sonidos simples, nada pretencioso. Que cantara con ellos, sus propias canciones: la fama subterránea de mi hermano era credencial suficiente, no necesitaban hacer ninguna prueba. Martín me miró, como buscando una salida en un túnel oscuro. «Anímate —dije yo—. Es importante para ellos, y es importante para ti». Aceptó. Echamos unos tragos con aquellos chicos de piel blanca y cabellos grasientos que vestían como si acabasen de vomitarlos de un fanzine after punk de los primeros años ochenta, y cerramos el trato.
Así que, durante las semanas siguientes, Martín adquirió la rutina de bajar todas las tardes al pueblo, a ensayar con su nueva banda, y según mamá se le veía resplandeciente, un Martín renacido, más sonriente y amable que de costumbre. Por aquel entonces aún estaba delgado, dentro de su corpulencia natural, y andaba elegante y aseado. Hasta se puso al teléfono un día que llamé. Me anunció que la banda —«mi banda», recalcó— iba a dar un concierto de presentación, allí en el pueblo, en el único local donde ponían música más o menos decente. Me invitaba a asistir. Cómo no iba aceptar.
El local se llamaba algo así como La Ostra, o La Almeja, y en verdad tenía aspecto de molusco gigante: una masa lechosa —el humo, el sudor, charcos de alcohol— dentro de una cueva de paneles de escayola rígida y negra. Martín y yo llegamos a la hora de la actuación, no antes: se había negado a ensayar, había dejado que fuesen sus compañeros los que probasen el equipo y los instrumentos, él sólo tenía que aparecer, subir al escenario, y cantar. Comprendí que aquellos chicos tenían en él una confianza casi ciega, y los envidié: los envidié a ellos, no a Martín.
Caminó decidido, Martín, abriéndose paso a través de la masa no muy compacta de cuerpos todavía bañados por el sudor de una semana de trabajo. Me dejó atrás, subió al escenario donde la banda ya le esperaba, media docena de aplausos tímidos y unos veinte rostros expectantes.
Aún puedo verlo, allí arriba, ante el silencio cómplice y casi reverencial de sus compañeros, mi hermano caminando hasta ponerse delante del micrófono y la banda empezando a tocar los primeros compases de la primera y última canción de la noche.
Martín se quedó allí, mudo, delante del micrófono, mirando al vacío. El público empezó a aplaudir otra vez, después los aplausos se fueron apagando y sonó algún silbido. Por fin, ni silbidos: un silencio absoluto donde la música reverberaba y se iba extinguiendo hasta morir. Martín seguía callado. Abstraído. Inmóvil junto al micrófono.
Tardamos más de dos meses en sacarle una palabra, y pasó un año largo antes de que volviera a cantar, pero ahora ya en solitario, y sólo para mí, en la penumbra del sótano.
Hasta el domingo en que me hizo escuchar aquello que él llamaba «la música del pasado».
Aparentemente, nada cambiaba. Mamá llamaba y decía que ya no podía más, que Martín estaba peor que nunca, que por favor a ver si el domingo razonaba con él, y yo a todo respondía con monosílabos cargados de comprensión pero sin comprometerme a nada, y finalmente llegaba el domingo y Martín ponía a prueba mi capacidad de asombro con una nueva indumentaria, un rostro más hosco o más alegre, a veces un tic renovado —puesto que ya era casi imposible que hubiera un tic que Martín no hubiera usado alguna vez—, y para cuando llegaba el momento de bajar al sótano y escuchar, cerrar los ojos y hundirse en la nueva composición de mi hermano, el corazón me daba un vuelco con sólo pensar en ello, no sé decir si de impaciencia o de terror. Los domingos de aquel mes son domingos que recuerdo entre lágrimas, porque todos ellos me hicieron llorar de una manera o de otra, aunque siempre por culpa de las notas que Martín iba dejando resbalar por mis oídos, notas arrancadas al teclado o a la guitarra, pero notas arrancadas a un tiempo que no era el presente, que escapaba de los instrumentos de medida que empleábamos mamá y yo para predecir y datar nuestra cita semanal. La radio interior de Martín seguía sin sintonizar el futuro, pero cada vez era más sutil en rescatar del pasado instantes insospechados. Así es el cerebro. Así la música de mi hermano.
Hasta el domingo en que las cosas volvieron a cambiar. Esta vez mamá no me hizo sospechar nada: sus quejas, cuando llamó para invitarme, eran las de siempre, que si Martín estaba muy nervioso, que ella ya no lo aguantaba más, que no, que no había intentado agredirla ni nada, pero que con lo corpulento que era sólo con que lo intentara una vez ya no habría vuelta atrás, y yo a todo, como de costumbre, respondía que no se preocupara, que ya vería lo que hacíamos, que de momento las cosas estaban yendo como tenían que ir.
—Ojalá vivieras aquí —suspiró ella antes de colgar.
Nada de cambios, aparentemente. Y, con todo y con eso, nada más poner un pie en aquella casa, aquel domingo, fui consciente de que nada era como solía ser.
—¿Has cambiado algo de lugar? —le pregunté a mamá.
Ella me miró con una mueca de extrañeza.
—¿Cómo quieres el café? —preguntó.
—Como siempre, mamá —dije yo—. ¿No te cansarás nunca de preguntármelo?
—Nunca se sabe. La vida da muchas vueltas.
—Y más que tendría que dar.
No me replicó. Sirvió los cafés y salimos afuera. Hacía sol, aunque se vislumbraban algunas nubes lejanas, y soplaba una ligera brisa, agitando el ramaje de los eucaliptos, trayendo olores de hojarasca muerta y matorrales húmedos, tierra masticada por las lombrices y ramas horadadas por los insectos y el musgo. Se estaba bien, allí sentados sin nada que decir, esperando que se enfriara el café y contemplando el ocaso del día al otro lado del mundo.
Tardé en preguntar por Martín. Así de cómodo me encontraba.
—Tendrías que bajar a verle —dijo mamá, como si nunca hiciera tal cosa.
—En cuanto termine el café —dije.
—No te demores mucho.
La miré con la intención de que se sintiera observada, pero no me hizo el menor caso.
—¿Qué es lo que no me quieres contar? —pregunté.
No respondió. Dio un sorbo largo y siguió mirando al frente. Yo dejé mi taza sobre la mesa de merendero y me levanté y fui a ver a Martín.
Lo encontré en lo más oscuro del sótano, sentado en aquella espantosa silla metálica, vestido sólo con unos calzoncillos no muy limpios y unas sandalias de goma. Se había afeitado completamente la cabeza y las cejas. No me miró inmediatamente, siguió con la mirada gacha, atenazando una botella de plástico llena de agua hasta la mitad. Al cabo se puso en pie, me dirigió una mirada huidiza y cogió una guitarra. Tenía una docena de ellas, pero aquella era la peor: una guitarra flamenca que papá había ganado para él en una tómbola, siendo niño. Apoyó el pie izquierdo en la silla metálica y la guitarra en la pierna del mismo lado y, después de dedicarme otra mirada friolenta y —no sé por qué— acusadora, empezó a tocar.
Era la melodía más agobiante que hubiese oído nunca. Esta vez no tengo con qué compararla, en mi memoria no había nada que se pareciera siquiera remotamente a aquel sonido y, no obstante, comprendí que era algo que había temido oír desde siempre, como el eco presentido de la peor de las noticias. No creo que durase más de minuto y medio, pero recuerdo que pensé que, si no paraba, tendría que quitarle la guitarra de las manos o echar a correr escaleras arriba. Echar a correr, salir de aquella casa y no volver jamás.
—¿Qué coño ha sido eso? —le pregunté, cuando terminó.
Había una dignidad desconocida en la mirada de mi hermano. Una dignidad que parecía provenir de un cansancio que hasta entonces no hubiera experimentado. Eran unos ojos tristes, pero sosegados al mismo tiempo, como si se encontrara más allá de cualquier justificación. Libre de responsabilidades.
—La música del futuro —dijo, posando la guitarra en un rincón del que pensé, de pronto, que ya no saldría nunca.
También comprendí de pronto una cosa: aquellas últimas semanas serían recordadas, en adelante, como un oasis en nuestras vidas.
—Es insoportable —dije, sacudiendo la cabeza. Y añadí, como para quitarle hierro al asunto—: ¿No te habrás confundido de época?
Me miró medio sonriendo.
—No hay confusión —dijo—. Esa es la música del futuro, y después de eso...
Tuve que esperar casi un minuto a que acabara la frase.
—Después de eso, ya no hay nada.
Ya no habló más. El aire del sótano empezaba a cargarse con algo más penetrante que el olor corporal de Martín. Intenté sonreír, aunque no estaba seguro de poder, y le puse una mano en el hombro. Las palabras que pronuncié a continuación me sonaron a sentencia.
—Hasta mañana.
—¿Lo ves? —dijo mamá cuando me vio aparecer con la mirada gacha y la preocupación reflejándoseme probablemente en el rostro—. ¿Cómo iba a prepararte para algo así?
Callé. Caminé, dándole la espalda, en dirección a la ventana. Iba a decir algo, pero no lo hice.
—Ojalá vivieras aquí —dijo ella—. Todavía habría esperanza si vivieras aquí.
Negué con la cabeza. Me vi negar con la cabeza, reflejado en los cristales de la ventana, en las nubes cada vez más cercanas.
—La esperanza —dije—. La esperanza son los elefantes.
Su voz me llegó de muy lejos, como una voz presentida en un sueño.
—Ahora te preparo tu habitación —dijo, suavemente, con un deje de timidez.
Reflejado en la ventana, detrás de mí, su rostro sonreía.
© Xandru Fernández
Traducido del asturiano por el autor.
Versión original en asturiano
Xandru Fernández (Turón, Asturias, 1970) es doctor en filosofía. En 1990 publicó su primera novela, escrita en lengua asturiana como el resto de su producción hasta el momento. Ha ganado en tres ocasiones el Premio Xosefa Xovellanos de novela con sus obras El club de los inocentes (1993), El suañu de los páxaros de sable (1999) y El príncipe derviche (2011), y en dos el Premio de la Crítica a la mejor novela en asturiano por Les ruines (2004) y La banda sonora del paraísu (2006). Ha traducido a Kafka, Dürrenmatt, Rilke y Nietzsche. Mantiene el blog La Radio Interior.
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