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imageRuy D’Aleixo

Veluvana



¿Quién es este señor con la cabeza gacha que entra en la sala de audiencias, caminando con las manos esposadas a la espalda? Su camisa y pantalón caqui con bordes amarillos no engañan. Este hombre está al servicio de la compañía desde hace muchos años, quizá de nacimiento. Pobre desgraciado... ¡La tiene que haber liado muy gorda! No es normal que los trabajadores antiguos sean llamados a audiencia durante la temporada de las ciruelas, a no ser que... Efectivamente: aquí salen los jueces y el jurisprudente segundo, que aplauden la entrada del trabajador. Ahora lo reconozco, es él, el hombre de la copistería, donde trabaja con su mujer, aquella lima aficionada a la bollería. Tiene a sus cinco hijitos haciendo fotocopias todas las horas del día. Este aplauso protocolario que recibe el fotocopiador es un anticipo de su última voluntad. Todo indica que está perdido.
      Entra el jurisprudente primero con su gorra de visera metálica y su calculadora solar, alimentada por el «postigo de la justicia», un agujero en el techo en forma de ojo de conejo. El postigo deja pasar un hilo de luz a la medida del sensor de la calculadora del jurisprudente.
      —Siéntese —dice el jurisprudente al acusado—. Responda a las preguntas que le haré. ¿Contrajo usted una deuda de dos mil talentos hace siete años, por necesidad de comprar una fotocopiadora láser?
      —Sí —dice el maestro copista.
      —¿Ha devuelto usted una sola letra de la deuda? —indaga el jurisprudente.
      —No —responde el acusado.
      —¿Usted sabe que el plazo ha vencido? —inquiere de nuevo el jurisprudente, y empieza a teclear meses, intereses, recargas, cifras astronómicas, ¡por Dios, vaya ristra de ceros! Van apareciendo en la pantalla como las burbujas en la superficie de un lago cuando alguien se está ahogando.
      —Sí —responde finalmente, y siempre con la cabeza gacha, aquel desgraciado.
      —¿Nos puede indicar por qué no ha devuelto ni un céntimo, si es tan amable? —pregunta el jurisprudente.
      —Había otra deuda que tenía que devolver antes —dice el muy sinvergüenza, ¡como si eso fuera excusa!
      Entonces el jurisprudente sacude la cabeza, suspira, y repasa la cifra que le ha dado la calculadora. Parece que no se ha equivocado. El resultado se repite. Es correcto.
      —El castigo en número de años de cárcel que le corresponde según la calculadora —dice el jurisprudente— es de cuatro mil quinientos setenta y siete millones. Esto, por si no lo entiende, equivale a ser decapitado más de tres mil veces. Ni añadiendo las cabezas de su mujer e hijos podemos aplicarle la condena entera. Una vez más la naturaleza ha burlado la justicia de los hombres... —proclama, triste, el jurisprudente.
      Los jueces y el jurisprudente segundo levantan voces de protesta, gritos de indignación, dan puñetazos en la mesa. Ellos querrían enmendar la naturaleza. Querrían conseguir que tanto el acusado como su familia fueran decapitados las veces que ordena la calculadora solar. Querrían que los hijos de los copistas tuvieran descendencia y después decapitarlos. Y hacer lo mismo con las siguientes tres mil generaciones: dejarlos criar, y después, ¡zas! Pero desgraciadamente falta lo más importante, la jurisprudencia, y todos lo saben. Esta queja de los jueces, los puñetazos en la mesa, también son parte del protocolo.
      ¡Maldito desgraciado, vaya suerte que has tenido, eh! No devuelves un solo céntimo, y encima... En fin, parece que el juicio no ha acabado todavía. El jurisprudente primero quiere añadir unas palabras.
      —Al volver al número cero, la calculadora ha dado un error 506, el de la clemencia —explica—. El acusado puede optar por ser él y toda su familia decapitados, y sus órganos vendidos, o bien ser él y toda su familia vendidos como esclavos. Con cualquiera de las dos opciones, la compañía recuperará una parte nada despreciable del capital perdido. El acusado tiene dos días para deliberar.
      El desgraciado se ha puesto a llorar, tiembla desconsolado, como uno de esos árboles medio secos que han nacido en un acantilado, y cuando no los abofetea el viento los ahoga la marea. Mira que no devolver ni un solo céntimo... Se lo tiene bien merecido. Lo dejan salir a la calle, ¿y qué más quiere? Él, que tendrá que ir con las manos esposadas estos dos días, enfila los pasillos y ascensores que lo llevarán a la copistería donde malvive como un hombre de las cavernas, con su estúpida familia de fotocopiadores. ¡Intenta hacer una fotocopia ahora si puedes, cabronazo! Y no me la cobres, porque yo también tengo derecho a vivir por la cara. Míralo, no tiene ninguna prisa, no. Tiene que apretar los botones de los ascensores girándose como una peonza. Da pena, pobre. Finalmente ha cruzado las galerías con las oficinas y las tiendas de ropa, la gente lo miraba y comentaba, algunos se burlaban, pero él ni se daba cuenta. Debía de estar pensando en cómo darle la noticia a su mujer. ¡Díselo con un cruasán, al menos, así no la tendrás tan de culo, alma de cántaro! Pero él nada. No le llevará ni un detallito, ni unas flores, ni una galleta de jengibre.
      Ahora entra en su ridícula copistería. Hay dos clientes que no le hacen ni caso, lo único que quieren son fotocopias de su curriculum vitae donde la foto salga en gama alta. Al oír la expresión «gama alta» el desgraciado se ha quedado como pensativo, como si la cosa fuera por él. ¡No, no va por ti, cabeza de chorlito! ¡Se lo dicen a tus hijos! Sus hijos no paran de hacer fotocopias y atender a clientes, todo el santo día. Pero dinero, no tienen ni para ir al colegio. Dios mío, ¿qué hace esta gente con el dinero que gana? La dejadez se paga cara hoy, ¡y tanto que sí! Míralo, ya entra en el despachito, con el culo bien encogido. Ahora habla con su mujer. ¡Habla más alto, hombre, que no se te oye! Ella está comiendo un cruasán, tiene todo el regazo lleno de migas y trocitos de chocolate. Mientras mastica, escucha de su marido cómo ha ido el juicio. Sólo se oyen unas palabritas como burbujitas saliendo de la voz nasal del desgraciado: «Es que el jurisprudente... decapitados, miles de años, dice... o mejor esclavos, ¿no crees?». Sí, señora, estáis todos listos, el hombre, tú y los hijos. Sí, señora, no tenéis más remedio que ser vendidos como esclavos. Lo mires por donde lo mires, el inútil este, que te llevó al altar, tiene razón.
      Él ha acabado de dar la noticia, está como mareado y tiene que sentarse, le duelen los brazos de las esposas. Ha intentado que a su mujer le pareciera una buena noticia, porque no los decapitarán. Pero ella no lo ve así. Está muy enfadada y le grita, le pega en la cabeza con papeles que estaban en el montón de reciclar, y él no puede defenderse. Bueno, bueno... Parece que la cerda ya se ha desahogado, resopla, debe de haberse cansado de dar golpes, y quiere hablar.
      —Móntatelo como quieras —grita— pero a mí y a los niños no se nos llevará la deuda. ¡Nosotros nos quedamos!
      El burro este se queda con un palmo de narices. ¡Ahora sí que está jodido! Pobre. Ahora sí que me da pena.
      —¿Pero cómo demonios quieres que no os cojan? No depende de mí, ¿o qué te crees? —dice el desgraciado.
      Qué pedazo de padre de familia está hecho. Ni por un momento duda de que no puede proteger a los suyos.
      —Encontraremos la manera, déjame hacer a mí —dice la señora, y abre otra bolsita de plástico con un cruasán que chorrea toffee y chocolate.
      El hombre queda abatido en la silla del despachito, se queda como dormido. Su mujer deja a los niños a cargo de la copistería y se va agitando las nalgas como una vaca hasta la peluquería. Maldita sea, va tan encorvada, con el culo salido y los brazos colgando casi hasta el suelo, que poco le falta para caminar a cuatro patas.
      Ahora venga de cháchara con la peluquera. Finalmente va al grano, y le pregunta por una mujer que lee las cartas y prepara pócimas. La peluquera hace ver que no entiende nada, pero por debajo le da una tarjeta, una tarjeta donde hay... ¿Pero cómo? ¡Son símbolos astrológicos! ¿O son satánicos? Dios mío... Esta mujer es terrible, es más lista que el hambre. Esto no acabará bien. Más vale que no le perdamos la pista. Ahora coge un tren subterráneo y va hacia el este del complejo. Entra en una lavandería. Enseña la tarjeta y la hacen pasar a una sala. Allá se encuentra con la encargada de químicos. Al ver la tarjeta, la mujer cierra la oficina con pestillo, se quita la bata blanca, se desmelena, y saca de debajo de la camisa un collarín con una estrella negra de siete puntas. Entiende perfectamente qué quiere la señora de las fotocopias, y asiente a todo con una sonrisa falsa, vanidosa, satánica. La ayudará. Sin duda. Para lo que haga falta. Sí, sí, el precio ya lo arreglarán más tarde. ¿Lo quiere esta misma noche? Ningún problema, esta noche será.
      La señora vuelve a la copistería. Está muy satisfecha. Pasa por la tienda de golosinas y se aprovisiona para las siguientes veinticuatro horas. Dime, cerda, ¿es que no podrás dormir pensando en las maldades de la bruja que has contratado? ¿Por qué compras tantas golosinas? Dios mío, el mundo está lleno de gente sin escrúpulos que no pierde nunca el hambre. Y encima deja a deber las golosinas. No vive en aquella zona, y la dependienta no la conoce. ¡Diles adiós, buena mujer! Ay, Dios mío... ¿Pero no lo ven, que no pueden estar siempre endeudándose? Ella nada, vuelve a su casa, lamiendo la regaliz y riendo como una maldita boba mientras baja unos cuantos pisos en ascensor térmico hasta a la zona de las oficinas. Y vuelve a su copistería, al ambiente cargado de polvo negro de tóner. Cuando ve que su marido se ha dormido, coge a los niños y se los lleva.
      A la mañana siguiente aquel desgraciado se despierta en la silla de su despachito. Es muy temprano y no hay nadie. Se ha quedado dormido. Su mujer y sus hijos no están, pero suena el timbre. ¡Llevan llamando no sé cuánto rato, desgraciado! Mira que estás con el agua al cuello, y tú roncando como una marmota. ¡Envidio tu felicidad! El timbre puede sonar, que tú, hasta que no tengas tu café, no eres persona... ¿no? Qué hombre... Ahora, va, por fin... Abre la puerta. Es la química de la lavandería, que se presenta y le explica que le trae una mujer y unos hijos de recambio, para que se los lleve con él el día de la sentencia.
      —¿Pero dónde está mi mujer real y mis hijos reales? —pregunta el condenado.
      —Ellos no tienen por qué pagar tu deuda —dice la bruja, y desaparece hacia el área de ascensores.
      ¿Pero quiénes son esta mujer y estos cinco niños tan extraños que le han traído? ¿Será posible? ¿Son robots o qué? No, son de carne y huesos, ríen y son amables. Dios mío, parecen una familia de buena familia. No puede ser... Están drogados, eso es lo que están. Drogados hasta la semilla seca que les ha quedado por cerebro. Pero por qué preguntar, ¿eh? Al menos su mujer y los hijos se salvarán, y esto a él ya le va bien. Problema resuelto.
      El día de la deliberación se presenta con esta mujer extraña y los cinco niños de los cuales no sabe ni el nombre.
      —¿Qué escoge el acusado? —dice el jurisprudente.
      —Ser vendidos como esclavos —responde el desgraciado.
      Los llevan a un tren antiguo, un tren eléctrico de agua, con más condenados. El tren se aleja lentamente del complejo, por la ventana ya sólo se ven campos de cebada, que con el oleaje del viento parecen un mar lechoso. El tren entra en los terrenos fronterizos de la compañía. Después de horas y horas de viaje, quizá días, finalmente la máquina se detiene. ¿Qué es esto? ¿Un pueblo fantasma? Pero si está todo como nuevo, y no hay nadie excepto cuatro trabajadores de la compañía que reciben a los condenados, con el fusil en una mano, arreglándose el bigote con la otra.
      —¡Bienvenidos a Veluvana! —grita el jefe de estación, un hombre con gorra azul y bandera blanca y roja.
      Hacen bajar al gentío. Los van separando en grupitos. El desgraciado y su extraña familia son conducidos a una casa solitaria en los límites de aquel pueblo de cartón piedra llamado Veluvana. Los dos guardas que los custodian les dan las llaves de la casa y les desatan las esposas de plástico.
      —Aquí tenéis vuestra nueva casa. Son terrenos que la compañía quiere mantener seguros —dice uno de los guardas.
      Abren la puerta. Se ve un comedor con mobiliario lujoso, y al fondo, por el ventanal, un jardín. Más allá del jardín comienza un bosque muy sombrío y denso, que se funde con la noche.
      —Aquí tenéis la ametralladora, por si en algún momento vinieran ogros del bosque y se quisieran quedar con esta propiedad de la compañía—explica el guarda—. Tenéis munición de sobras en el trastero. Pero si hiciera falta más, avisad con dos semanas de antelación —añade, y le alarga un teléfono móvil.
      El desgraciado muestra una sonrisa de oreja a oreja. Si la esclavitud es esto, ¡ponme un kilo, nena!
      Pero con los días se da cuenta de que la vida con aquella mujer embrujada y aquellos niños que no son suyos, y también están embrujados, es una vida difícil. A duras penas puede dialogar con ellos, porque siempre le dan la razón, o simplemente sonríen con amabilidad, lo abrazan, son afectuosos, como juguetes perfectos. La mujer siempre está dispuesta a ir a la cama, aunque sea sólo para echarse y descansar, o darle un masaje a su esposo. Al final, el desgraciado empieza a sospechar que quizá sí que lo han condenado a una especie de esclavitud. Porque, por otro lado, tampoco puede abandonar la casa, y no sabe qué hacer con las horas. Ahora él es un guarda de las propiedades de la compañía. Pero vaya, las cosas podrían haber salido peor... O no.
      Porque en el complejo de la compañía un hombre importante de la sección de ventas ha sido hallado envenenado. Los investigadores han seguido el rastro del veneno y han llegado a la lavandería. La bruja, encargada de los químicos, ha sido descubierta. Para salvar la cabellera, no ha dudado en delatar a la mujer del fotocopiador, la cual es llamada a juicio. La sesión con el jurisprudente es tensa, porque la compañía no le perdonará nunca a esta mujer que haya asesinado a un vendedor de primera promoción. Finalmente la calculadora parece que ha dado una condena ajustada.
      —El número de años que le tocan es infinito. Sería una cadena perpetua hasta que el universo colapsara —dice el jurisprudente—. Por tanto, se la condena a muerte por decapitación y venta de sus órganos, y el mismo castigo para sus cinco hijos a falta de más vidas de la propia acusada.
      El jurisprudente, sin embargo, vuelve a comprobar la pantalla acuosa de la calculadora solar. Ay, ay, ay...
      —¡Un momento, no se levanten aún! —dice el jurisprudente—. La calculadora ha dado un error 506, el de la clemencia. La acusada tiene la opción de ser decapitada o vendida como esclava. Le damos dos días para deliberar.
      Finaliza la sesión.
      ¿Y esto qué te parece, cerda? Encima sobrevivirás. Ella ya lo tiene deliberado, se venderá como esclava con sus hijos. Qué remedio te queda ahora, ¿eh?
      Cuando llega el día de partir con el tren hacia Veluvana, todo va como estaba previsto. ¡Aún me la pondrán de vecina con su marido! Sólo faltaría esto. Pero espera... ¿Adónde la llevan? La han subido a un jeep con sus cinco hijos. Los dejan en medio del bosque. Pero Dios mío, ¿no les darán ni una cabaña? ¿Ni una sola explicación? Los acaban de abandonar de noche en mitad del bosque. La mujer y los hijos lloran, pero sus gritos de desesperación se confunden con el griterío de los pájaros, los murciélagos y los depredadores. Empiezan a caminar sin rumbo, hasta que ven unas luces. ¡Por fin han encontrado una casa! Pero espera, ¡si es la casa del marido! Ellos no lo saben, simplemente están salvados y se ponen a gritar y a chillar como bestias. Ay, Dios...
      Desde el comedor de la casa los niños ven acercarse a una especie de ogros desde el bosque. Vienen corriendo por la hierba del jardín, dando gritos horribles. Los niños se alteran y dan la alarma.
      —Daos prisa —dice el desgraciado, levantándose del sofá y dando un último trago de cerveza—. ¡Traedme la metralleta!
      Los niños se la traen enseguida, ¡y que no falte munición, tampoco! El hombre no se molesta ni en abrir las puertas de cristal que dan al jardín. Empieza a disparar indiscriminadamente contra los invasores. No para de disparar aunque ya no se muevan. Mientras se va acercando a ellos, sigue disparándoles con aquella arma apocalíptica, y los va desintegrando. No se puede fiar uno de las criaturas sobrenaturales.
      Después, cuando ya todos los cuerpos son una especie de puré de carne con esqueleto, se acerca él solo. No deja que su mujer extraña y los hijos que no son suyos se acerquen. Reconoce solamente que es una hembra de ogro y cinco cachorros.
      —Dios mío —dice—, pero si podrían ser mi mujer y mis niños...
      Los cuerpos han quedado tan maltrechos que no podrá saberlo. No se atreve a tocarlos, ni a mancharse de aquella sangre. A la mañana siguiente pide ayuda a sus hijos, que no son suyos, para que carguen los fragmentos de carne muerta en la carreta. Todos juntos se aventuran hacia el interior del bosque, donde vuelcan los cadáveres en un claro, para que se alimenten las criaturas de la noche. Después los desgraciados vuelven caminando hacia su casa. Los niños cantan:

      Diez botellas colgando en la pared.
      Diez botellas colgando en la pared.
      Pero si una botella se cayera por azar...
      Serían nueve botellas colgando en la pared.
      Nueve botellas colgando en la pared...
     
      El desgraciado los escucha. Qué voces tan angelicales, ¿verdad? Nada que ver con las de tus pobres hijos, que has tenido explotados toda la vida en una nube de polvo de tóner, y encima ni te das cuenta de que los has matado tú. El hombre camina tranquilo y le da la mano a uno de sus hijos, sin saber aún ni cómo se llama. El hijo le anima a cantar y él canta a coro durante todo el camino, mientras va oscureciendo y todas las botellas se van cayendo de la pared.
      Cuando llega a casa, su mujer extraña, con aquellos ojos de embrujada, de lechuza que no parpadea, le da la bienvenida con un beso meloso, como si hiciera siglos que no lo veía.
      Sobre la mesa asciende el vapor de una magnífica cena.
     

© Ruy D’Aleixo
Ruy D’Aleixo (Sant Feliu de Codines, Barcelona, 1982). Empezó a escribir cuentos de pequeño. En su adolescencia se dedicó más a la música punk y electrónica, sin dejar de publicar cuentos en un fanzine llamado Indocile. Ha publicado dos libros de cuentos en catalán —Un altre sense dorsal (Ediciones Igitur, 2012) y Els noms dels seus déus (Males Herbes, 2015)— y actualmente prepara su primera novela.
        


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