Layla Martínez
HERBARIUM
I
Nadie sabía por qué había ocurrido aquello. La enfermedad crecía en la aldea como crece la maleza venenosa, alimentándose de todo lo que es puro y hermoso, pero hasta entonces nunca había sucedido algo parecido. Algunos tuvieron miedo. Soñaron con las esporas del helecho y con el cornezuelo que crece en el centeno, con la leche de la acacia y los gritos angustiados de la hiedra. Despertaron bañados en sudor, turbados por los alaridos vegetales que escuchaban en sus sueños. Otros rezaron. Postrados de rodillas, pidieron a los dioses que alejaran la enfermedad del lecho de sus hijos. Sin embargo, aquellos eran dioses jóvenes y crueles y solo escuchaban el canto del sacrificio. El resto pidió que la muchacha fuese enterrada viva, como se había hecho en los tiempos de la Plaga. Era la única manera de acabar con aquella extraña enfermedad, de impedir que se extendiese. Al principio la petición había sido solo un murmullo, un susurro imperceptible bañado en el sudor blanco de la hipocresía. Después, cuando aparecieron las pústulas, la petición comenzó a pronunciarse en voz alta. La muchacha debía ser sepultada en la roca, enterrada bajo las piedras más allá de las montañas, donde los dioses no pudiesen encontrar su cuerpo.
Sin embargo, algo sucedió. Las porteadoras ya estaban preparadas, su piel había sido cubierta con la tintura del hinojo, que ahuyenta la peste y la ponzoña, y bajo su lengua descansaba la semilla del enebro, que permite ver en la niebla, por densa que sea. Pero cuando dos de ellas agarraron a la muchacha para sacarla de su lecho, su cuerpo comenzó a temblar violentamente. Las sacudidas eran cada vez más fuertes. Los brazos y las piernas de la muchacha se retorcían como las ramas del espino, enroscándose y curvándose sobre sí mismos. De su boca salía una sustancia espesa, blanca como la leche de la acacia, y sus labios adquirieron el color de las malvas que crecen junto a los caminos. Casi todos los habitantes de la aldea acudieron junto a la cama de la muchacha, pero ninguno se atrevió a tocarla. Tenían miedo de la ponzoña que anidaba dentro de ella, de que la pestilencia se acabase adueñando también de sus cuerpos. No temían a la muerte, todo lo que está vivo debe morir algún día. Temían a la descomposición y la podredumbre, a la carne corrupta y el hueso húmedo. Temían la morbidez y la hinchazón, la piel tumefacta de los cuerpos impuros.
De pronto las convulsiones cesaron. La muchacha abrió los ojos y fijó sus pupilas dilatadas en el techo. Después habló. Escuchadme porque he engendrado lirios y conocido la escarcha, dijo la muchacha. Escuchadme porque vengo del otro lado del invierno y traigo el mensaje de aquellos que duermen desde hace doscientos años. Los habitantes de la aldea se miraron entre sí. Sabían lo que tenían que hacer.
II
El cuerpo de la muchacha fue abandonado junto a la casa de piedra. Todavía estaba inconsciente cuando las manos de la segadora lo arrastraron dentro. Durante tres días y tres noches la muchacha fue consumida por la fiebre. La segadora no hizo nada por ayudarla. Había escuchado murmullos en los delirios de la enferma, palabras que no habían sido pronunciadas desde hacía siglos. En varias ocasiones pensó en asesinarla. Aquella muchacha solo traía consigo el dolor y la ruina. Lo mejor habría sido librarse de ella cuanto antes, entregar su cuerpo a las bestias que acechaban en la maleza. Nadie en la aldea la echaría de menos, todos deseaban poder olvidarla cuanto antes. Pero la segadora tenía miedo. Sabía que entre la maleza también habitaban los dioses, y aquellos dioses, como todos los que alguna vez han existido, no se diferenciaban de las bestias. La segadora temía desatar su ira, asesinar a una de sus elegidas. Los dioses siempre habían sido seres crueles y caprichosos. Decidió esperar.
Cuando la muchacha despertó dijo no recordar nada de lo sucedido. La segadora vio en sus ojos el brillo de la mentira. La alimentó con la raíz de la angélica y las flores del abrojo y esperó a que su cuerpo sanase de la fiebre. El día de luna llena, cuando la savia del tejo estaba cargada de veneno, colocó una pequeña rama debajo del colchón de la muchacha. Esperó tres noches más, el tejo era un árbol cauteloso. Sin embargo, la mañana del tercer día, la sangre del tejo no tenía el color negro de la mentira, sino el rojo del sacrificio. A partir de entonces, coció la harina y amasó el pan para la muchacha, que recobró enseguida las fuerzas arrebatadas por la fiebre. La segadora decidió aceptar los designios de los dioses. La muchacha dejó de limpiar las manchas negras que aparecían en su lecho.
Los días pasaban lentamente. En la soledad de la casa de piedra, aislada de cualquier otra construcción, no había mucho que hacer. Los habitantes de la aldea entregaban a la segadora todo lo necesario para su supervivencia. La muchacha nunca los veía, pero cada dos o tres días aparecía una cesta junto a la puerta llena de alimentos, harinas y leña. En ocasiones también aparecían otros objetos, sobre todo telas, cuencos y jabones. La muchacha pasaba sola la mayor parte del día. La segadora nunca le decía adónde iba, pero ella la veía adentrarse en la espesura y caminar hacia el norte, entre zarzas y helechos que tiraban de sus ropas para que se quedase con ellos. En esa dirección se encontraba el gran altar, la gran piedra del sacrificio. Como todos los habitantes de la aldea, la muchacha había estado allí muchas veces, cada vez que los dioses estaban hambrientos.
La segadora volvía de noche, en medio del aullido de las hiedras. Casi siempre traía consigo ramas y hojas recién cortadas. La muchacha sabía que las recogía en los huertos del gran altar, donde se cultivaban las plantas sagradas. Después las preparaba para el rito. Algunas eran secadas y convertidas en el polvo que se aspiraba durante el sacrificio, otras eran prensadas para obtener de ellas el veneno que destilaba gota a gota de su savia. La segadora elaboraba con ellas inciensos y tinturas, aceites y sahumerios.
La muchacha tenía prohibido tocar las plantas sagradas. Cuando la segadora la había visto cerca del armario donde las guardaba, la había abofeteado tan fuerte que el labio de la muchacha se había cubierto de sangre. Sin embargo, mientras la segadora dormía, abandonaba su lecho. Las voces que le hablaban en sueños la impedían dormir. La muchacha temía convertirse en una de esas mujeres que vagaban de noche por el bosque atraídas por la luz de los faroles, así que nunca salía de la casa ni se internaba en la espesura después de la puesta de sol. Insomne, recorría la casa en silencio, vagando de una habitación a otra. Cuando estaba segura de que la segadora dormía, cogía la llave que ésta guardaba debajo de la almohada y abría el armario de las plantas sagradas. Allí, con manos codiciosas, tocaba los tallos y las flores, las espinas y las hojas.
III
Pasaron los días y las noches y llegó la fiesta del espino. Como cada año, los habitantes de la aldea elaboraron grandes coronas con las ramas y las flores del árbol y anudaron a ellas mechones de sus cabellos y jirones de sus ropas. Después las colocaron a los pies del gran altar, donde esperaban los puros. La muchacha observó sus rostros radiantes de alegría, sus cuerpos preparados para el éxtasis. Esta vez eran solo dos, los habitantes de la aldea preferían ofrecerse en la fiesta del tejo, cuando se conmemoraba la desaparición de la Plaga.
Cuando la segadora llegó, los habitantes de la aldea se arrodillaron ante el gran altar. La mitad superior de su rostro estaba pintada de blanco, el color de las flores del espino. En su pelo había trenzado ramas y hojas del árbol, todavía verdes. Su cuerpo estaba cubierto únicamente con un trozo de lino anudado por debajo de sus pechos. Los tambores comenzaron a sonar y los cantos se elevaron con fuerza. La segadora entregó la copa a los habitantes de la aldea, para que todos bebieran de su interior. El líquido bajaba por la garganta trayendo el éxtasis dichoso de la pureza. Voces antiguas comenzaron a murmurar en los oídos de los habitantes de la aldea, voces que hablaban de dioses jóvenes y caprichosos que habían llegado a los bosques mucho después que los hombres.
La segadora dio de beber también a los puros, pero la muchacha sabía que el contenido de las copas era distinto. Ellos bebían el agua de la melisa, que templaba los ánimos y calmaba los nervios. Después, la segadora les hizo abrir la boca y puso bajo su lengua la semilla del beleño. Los puros conocieron así la dicha del éxtasis y la felicidad de los cuerpos convulsos. Vieron a los dioses salir de la maleza y escucharon sus cantos de hambre y codicia. Había llegado el momento. Varios habitantes de la aldea ataron las sogas alrededor de los pies de los puros, que se retorcían en el suelo sacudidos por el placer de la entrega. Después elevaron sus cuerpos por encima de la piedra del sacrificio. Sus cabezas colgaban junto a la de la segadora, que besó brevemente sus labios a modo de despedida. La intensidad de los cantos subió, acompañados de gritos alucinados y alaridos febriles. La segadora cogió el machete que había sobre el altar y cercenó las dos cabezas, que rodaron sobre la piedra del sacrificio. El círculo se había cerrado de nuevo. La siega había concluido.
Se hizo el silencio. La fiesta comenzaría en solo unos instantes, pero antes debía caer sobre el altar la última gota de sangre del sacrificio para que los dioses pudiesen alimentarse. Los habitantes de la aldea esperaban con la mirada perdida en el cielo y los brazos abiertos en cruz, arrodillados unos junto a otros. En ese instante, la muchacha se desvaneció. Su cuerpo se puso rígido como la madera del boj y sus miembros comenzaron a retorcerse como las ramas de la hiedra. Los habitantes de la aldea la rodearon. La segadora descendió del altar y se acercó hasta ella. Tomó su mano derecha, sacudida por los espasmos, y pintó en ella un ojo con la sangre del sacrificio. Después hizo lo mismo con la mano izquierda.
Entonces la muchacha habló, pero con una voz distinta. Una voz que venía del fondo de los pozos y del interior de la tierra, de allí donde los durmientes descansan ocultos de los dioses. Nosotros sobrevivimos a la Plaga, dijo la voz. La ponzoña no corrompió nuestra carne ni quebró nuestros huesos, pero a nuestro alrededor sólo se oía el canto de la muerte. Los cadáveres se hacinaban en las calles y los caminos, eran mucho más numerosos que nosotros. Decidimos huir. Los pocos supervivientes que quedábamos nos refugiamos en la maleza, donde la muerte no podía alcanzarnos. Allí descubrimos a los dioses. En sus murmullos maliciosos descubrimos que la Plaga había sido un castigo. Hasta entonces habíamos creído lo que nos habían contado. Unos decían que se trataba de una enfermedad de los animales que había pasado a nosotros en las enormes granjas que existían entonces. Otros afirmaban que había estado durmiendo durante millones de años en la tierra de los hielos y había emergido de su letargo con la llegada del calor. Nosotros ahora sabíamos la verdad: la Plaga había sido enviada por los dioses para restablecer el equilibrio. A cambio de permitirnos vivir en la maleza, aquellos dioses terribles exigieron alimento. Y se lo dimos. Así vivimos durante muchos años, ocultos en la espesura. Vimos derrumbarse los edificios y caer las ciudades. Vimos consumirse a los cuerpos hasta convertirse en polvo. Vimos desaparecer todo lo que habíamos conocido, inmerso en la ruina y la desolación. Pero sobre aquellas ruinas pronto creció la maleza. Las plantas y los árboles recuperaron lo que siempre les había pertenecido y las alimañas llenaron los bosques. Nosotros solo éramos un recuerdo del pasado. Los dioses nos habían permitido seguir con vida para mantener el equilibrio, nuestro único cometido era hacer girar la rueda que hace que los días y las noches se sigan unos a otros. Durante cientos de años hemos cumplido nuestra labor. Los hijos de nuestros hijos y sus hijos después de aquellos han escuchado los alaridos de la espesura y preparado el alimento de los dioses. Sin embargo, ahora el equilibrio se ha roto de nuevo. Caminad más allá de las montañas y observadlo con vuestros propios ojos.
IV
Habían pasado dos lunas desde que los exploradores se habían marchado. La muchacha seguía viviendo con la segadora, pero ahora bajaba con frecuencia a la aldea. Sus habitantes la miraban con temor, con el miedo con el que se mira a los que conocen el fondo de los pozos y la locura producida por la leche de la acacia. A veces la hacían regalos, adornos que la muchacha colgaba de su vestido y sus cabellos. Otras veces ella misma entraba en las casas y cogía lo que quería. Los habitantes de la aldea la miraban devorar sus alimentos y ponerse sus ropas. Las miradas estaban cargadas de temor, pero también de odio.
Tuvieron que pasar otras dos lunas para que los exploradores volvieran. Habían viajado al otro lado de las montañas, más lejos de lo que nadie recordaba haber ido. Allí encontraron los restos de una ciudad que había vuelto a ser habitada. Sus moradores habían talado varios metros del bosque que la rodeaba y eliminado la maleza que había crecido en su interior. Con las ruinas de las antiguas construcciones habían levantado edificaciones nuevas, mucho más grandes de lo que los exploradores habían visto nunca. La mayor parte de la antigua ciudad permanecía en ruinas, pero la zona reconstruida era al menos diez veces más grande que la aldea. Entonces observaron las cruces que coronaban el tejado de las construcciones. Los exploradores supieron que eran infieles, adoradores de un único dios que llevaba sobre la tierra miles de años. Tras la Plaga habían surgido dioses nuevos de los abismos pero los antiguos no habían muerto. Sus fieles se consideraban elegidos, miembros de una estirpe que había sobrevivido a la ponzoña y la podredumbre gracias a su pureza. Los exploradores, como el resto de los habitantes de la aldea, habían oído hablar de ellos, pero muy pocos los habían visto. Se decía que trataban de vivir como antes, habitando las ruinas y buscando entre los escombros cualquier cosa anterior a la extensión de la peste. Se alimentaban de animales que ellos mismos criaban y asesinaban, comida muerta para seres muertos, carne corrupta que solo engendraba hedor y purulencia. Se negaban a realizar sacrificios, su dios exigía la mortificación del cuerpo y el dolor de la culpa, pero castigaba con ferocidad la sangre vertida en holocausto.
Los exploradores hablaron a los habitantes de la aldea de extraños objetos encontrados entre las ruinas, de telas capaces de reflejar los rayos del sol, de ciudades que volvían a alzarse de sus escombros y árboles que caían sepultados bajo la ceniza. Hablaron de la melancolía feroz de los infieles, de sus vestidos raídos encontrados entre los cascotes y sus objetos inútiles llenos de nostalgia. No habían entendido nada. En su despiadada añoranza, vivían entre los desperdicios y la podredumbre, añorando los mismos objetos que habían producido su ruina. Eran los habitantes de la catástrofe y el desastre, los espectros de un mundo que había desaparecido sepultado por la maleza. Sin embargo, se negaban a aceptar la inevitabilidad de su destino.
Los habitantes de la aldea se miraron unos a otros y murmuraron. Después miraron a la muchacha.
V
Todo estaba listo. La segadora había preparado la tintura de la mandrágora, cuyas raíces crecen entre los dientes de los durmientes y hablan a los insomnes al caer la noche. Después le añadió la flor del estramonio, blanca como la lengua de las comadrejas y morada como los largos dedos del invierno. Puso sólo unas gotas en los labios de la muchacha. Aquella tintura era una llave a las sombras que habitan el fondo de los precipicios, una puerta al abismo. El que la traspasaba se veía obligado a recorrer el laberinto de sus propias vísceras. No todos regresaban y, cuando lo hacían, no siempre eran ellos mismos.
La segadora había observado, además, que el vientre de la muchacha había crecido. Eso la daría más poder, pero también haría que sus trances fuesen más peligrosos. Los durmientes se sentían atraídos por todo aquello que estaba vivo, por los cuerpos que respiraban y latían. Querrían ocupar ese cuerpo, arrebatárselo a la muchacha mientras ella vagaba entre las sombras.
El lecho había sido cubierto de amapolas. La muchacha se tendió sobre ellas con la frente manchada de ceniza. Entonces comenzaron las convulsiones, los espasmos que anunciaban el delirio. El cuerpo de la muchacha, rígido y retorcido, traspasó la puerta. Al otro lado esperaban las voces que se apoderaron de su garganta. Durante varias horas la muchacha habló en lenguajes desconocidos, en lenguas olvidadas cuyos últimos hablantes habían muerto hacía demasiado tiempo. A veces sus murmullos eran interrumpidos por palabras que los habitantes de la aldea creían conocer, pero no podían entenderlas. Las voces hablaban demasiado deprisa, ansiosas por ocupar el cuerpo de la muchacha y conseguir arrebatárselo.
Entonces se hizo el silencio. La muchacha comenzó a temblar, consumida por la fiebre. Sus labios amoratados se movieron levemente. De ellos surgió un único aliento, una única palabra que todos pudieron entender. Matadlos, dijo la muchacha.
VI
Los preparativos se habían prolongado durante varias lunas. En el huerto sagrado, los rododendros aullaban de ansia y las adormideras gemían de codicia, las raíces de la mandrágora se retorcían bajo la tierra creando formas bulbosas y la angélica desplegaba sus hojas con anhelo. Todos deseaban participar en la ceremonia, entregar su cuerpo a los dioses. Ninguno de los habitantes de la aldea recordaba una ofrenda como aquella, nunca se había ofrecido un número tan alto de puros para el sacrificio. La piedra del altar se cubriría por completo con la sangre del holocausto, saciando por fin a los dioses.
La muchacha miró con envidia a la segadora. Durante todo ese tiempo había dormido en el huerto sagrado, mecida por los lirios. Los preparativos de la ceremonia la habían mantenido alejada de la casa de piedra. Mientras, la muchacha había tenido que conformarse con afilar las lanzas y engrasar los escudos, con tensar las cuerdas de los arcos y envenenar las puntas de las flechas. Los habitantes de la aldea podrían haberlo hecho sin su ayuda, pero la muchacha sabía que pronto los necesitaría. Las voces que hablaban en sus sueños decían que la rueda que hace que las cosas sucedan estaba a punto de comenzar a girar.
Los tambores habían empezado a sonar mucho antes de que apareciese la segadora. Cuando lo hizo, los habitantes de la aldea no pudieron reprimir un murmullo de asombro. Algunos se postraron de rodillas, otros rasgaron sus ropas en señal de respeto. Estaban en presencia de un espectro, de una sombra surgida del abismo. La segadora había cubierto su cuerpo desnudo de arcilla negra, dejando únicamente un pequeño círculo alrededor de sus ojos. En la cabeza llevaba dos ramas de roble, erguidas como las astas de un ciervo.
Las cabezas de los puros rodaron por la piedra del sacrificio en medio de aullidos terribles. La sangre corrió hasta donde se encontraban los habitantes de la aldea, que cubrieron sus rostros con ella. En medio de las danzas febriles, mientras los dioses se alimentaban y las últimas gotas de sangre manaban de las cabezas cercenadas, la muchacha subió al gran altar. Allí se despojó de su vestido, y su cuerpo blanco brilló reflejando los rayos del sol. El vientre abultado resplandecía, y la visión era tan hermosa que las danzas se detuvieron. Entonces la muchacha cogió el cuchillo de la segadora y lo clavó en su tripa. El lugar había sido escogido con cuidado, la vida que llevaba dentro se extinguiría pero la suya no correría peligro. Aquella era su ofrenda a los dioses, la vida del ser más puro de todos.
La muchacha bajo de la piedra del sacrificio y se acercó a los habitantes de la aldea. Uno a uno, ungió sus frentes con la sangre que manaba de su vientre. Los rostros extasiados la miraban absortos. Habían encontrado la puerta. Cuando la muchacha volvió sus ojos hacia la piedra del sacrificio, la segadora había desaparecido. Su tiempo se había acabado, un nuevo ciclo seguía al siguiente como siempre había sucedido. La muchacha sonrió. Sabía que las voces que hablaban en sus sueños estarían contentas.
VII
Las hojas cayeron y las ramas se quebraron, pero los infieles no estaban acostumbrados a escuchar los sonidos que salían de la espesura. Los habitantes de la aldea, en cambio, formaban parte de la maleza, percibían sus susurros y sus cantos. Conocían las oraciones que cantan los olmos cuando se acerca la tormenta y el estremecimiento temeroso de los helechos en los días de viento. Sabían de la ferocidad de las malvas y del triste final de las orquídeas. Lo habían aprendido todo de los cuerpos vegetales y de las raíces que recorrían la tierra. Eran parte de ellos. Cuando los infieles escucharon por fin el sonido que salía de la maleza, lo único que pudieron ver fue el abismo.
© Layla Martínez
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Layla Martínez (Madrid, 1987). Es licenciada en Ciencias Políticas por la Universidad Complutense y graduada en Sexología por la Universidad de Alcalá de Henares. Es autora de los poemarios ‘El libro de la crueldad’ (La Vida Rima, 2012) y ‘Las canciones de los durmientes’ (La Garúa, 2015) y sus poemas, relatos y artículos se han incluido en antologías como ‘Apaches. Los salvajes de París’ (La Felguera, 2015), ‘Alucinadas’ (Palabristas, 2014) o ‘Serial’ (El Gaviero, 2014). Actualmente se encuentra corrigiendo su nuevo poemario, ‘Cineraria’. Trabaja como correctora y traductora independiente y desde 2014 codirige su propia editorial de libros y fanzines, Antipersona.