Frederick Barthelme
Te detienes junto a la
pared. En una callejuela de Ciudad de Méjico, donde has pasado la mayor parte de tu vida,
dos hombres transportan a una mujer sobre una camilla y la introducen en la parte de
atrás de una polvorienta camioneta. Contemplas los dedos de la mujer que se aferran a un
viejo peine de colores, tiene la cabeza inclinada hacia atrás de un modo extraño y los
labios de color violeta pálido.
Ahora ya está muerta dice Adriana, tu
hermana.
¡Idiota! ¡Mírale las manos! contestas
después de soltar un suspiro.
Sin embargo, sabes que tiene razón. La camioneta
parte demasiado despacio y el cuerpo de la vieja rebota de forma desagradable.
Los pájaros dan vueltas en el cielo, se acercan al parabrisas y luego se desvían.
Adriana está sentada en un asiento metálico, con la vista hacia el suelo y el nudo de la
corbata cuidadosamente mal hecho. Dibuja un corazón en el cristal cubierto de polvo, lo
transforma en un paisaje de colinas y luego en unas gafas en la cara estrecha de un
hombre.
Me lo esperaba dice, me esperaba algo
parecido. Iremos directamente al aeropuerto... Dile al conductor que se dé prisa, nos
estamos deteniendo.
Algo te llama la atención y te vuelves hacia la
ventana pero en ese momento pasa una furgoneta de la lavandería con un niño pequeño
pintado en la puerta y se interpone entre ti y lo que te había llamado la atención.
Sabía que pasaría esto dice Adriana.
No te acuerdas de tu padre. En la cabina, los hombres
se pasan una y otra vez un cigarrillo marrón que aspiran con fuerza por turnos. Golpeas
la ventanilla y le dices al conductor que la vieja ha muerto, que queréis ir al
aeropuerto, pero en ese momento un hombre gordo se sube al estribo y el conductor se da la
vuelta bruscamente, gesticulando hacia los viajeros, hacia ti. El hombre gordo se mueve a
lo largo del camión, pegando la mano a la ventana para protegerse de la luz deslumbrante,
mira el interior y los tres brillantes anillos de sus dedos golpean el cristal.
Médico dice y se golpea el esternón con
el pulgar.
Está muerta responde gritando
Adriana. Nos la llevamos a los Estados Unidos.
El avión ya no brilla, excepto un alerón, unos pocos
paneles que han sido reemplazados cerca de la ventanilla, y tú te sientas junto a la
mujer, remetes la amplia sábana, la extiendes y tiras de ella, sacudes el polvo que cae
sobre la cara totalmente cubierta de la mujer. Recuerdas que eres nueve años más joven
que tu hermana, piensas en lo mucho que se ha perdido con este hecho, este accidente, y lo
que se ha perdido no volverá a recuperarse: una idea evidente que, junto con la imagen
recurrente de un joven muy hermoso hablando con atractivas mujeres en grandes almacenes,
te trastorna durante el vuelo hasta Tampa y durante el siguiente hasta Fort Myers. Al
final, os espera un coche fúnebre, junto con un hombre vestido con sobriedad y un sedán
alquilado para tu hermana y para ti. Lo cogéis para ir al motel y alquilar una
habitación del segundo piso que da a una piscina llena de niños que, inevitablemente, te
hacen pensar en ti. Adriana habla por teléfono con la enfermera de tu padre y después se
va: así que decides ir a dar una vuelta. El aire es fresco y húmedo, el aire que viene
de la costa produce una fina película en tu cara. Las construcciones de madera que ves te
recuerdan otras construcciones que ya has visto antes, aunque sabes que no son las mismas.
Las personas de la estación de servicio Gulf te son familiares: caminan en círculos
alrededor de grandes coches que llevan remolques con barcas y en los coches hay niños,
madres de alegres vestidos y hombres con almidonadas camisas verdes. En la cafetería hay
una camarera que lleva una falda amplia con la pretina ajustada, la acompaña una segunda
camarera bastante mayor; las dos mujeres están sentadas a una mesa junto a la ventana y
te miran pasar. El anuncio de neón que hay encima del aparcamiento está apagado, es
opaco y blanco contra el cielo de la tarde.
El funeral es breve y se parece a miles de otros: en
un momento dado de cierto día en un lugar concreto, meten a una mujer en el suelo y la
recuerdan de modo repentino y fugaz. No conoces a ninguno de los presentes y Adriana
tampoco, pero ella habla en voz baja a todos esos hombres y mujeres mayores, los toca y se
deja tocar de una forma extrañamente objetiva. Las cabezas se vuelven una y otra vez
hacia el oscuro agujero en el suelo. Observas que el mecanismo utilizado para bajar el
ataúd de aluminio está escondido bajo una capa de césped falso.
Vámonos dice Adriana cuando todos los
demás se han ido. Su casa no está lejos de aquí, podemos ir andando.
Dobláis la esquina del cementerio y cruzáis las
calles solitarias a media mañana, unas calles bordeadas de bungalows blancos y bien
cuidados, con revestimientos metálicos exteriores.
No me encuentro bien dice tu hermana.
Se sienta en una silla de la sala de estar y coge una
revista. Sigues a la joven enfermera a lo largo de un estrechísimo pasillo hasta llegar a
la habitación de tu padre. Es pequeño y frágil y está acurrucado en la cama como una
babosa. Tiene los brazos muy delgados, desnudos y de color blanco ceniza. Cuando te ve,
reclina su deteriorado cuerpo en las almohadas y te dice que te sientes. Tiene algunas
cosas que contarte, tiene muchas cosas que contarte. Él es un hombre viejo, más viejo
hoy que ayer, más viejo mañana que hoy. No debes interrumpirlo con preguntas. Te sientas
en una silla, tenso, junto a la cama de esa habitación de techo bajo, allí, en Florida,
y escuchas a tu padre, por primera vez en tu vida. Es un hombre viejo y virtuoso, cree en
el obrar bien, aun cuando en este mundo «bien» signifique muchas cosas. Es algo que se
aprende mejor de niño, él lo hizo y no lo ha olvidado. Hace varios años que está
enfermo, lleva postrado en la cama desde su sexagésimo primer cumpleaños, una
celebración que su corazón no pudo resistir, y ahora le salen hematomas en la piel con
mucha facilidad, unos hematomas con peor aspecto que los que le salían antes. En su
enfermedad lo cuida una mujer, una mujer joven, hermosa y muy femenina: tu hermana
Adriana. Antes del ataque, no podía soportar su compañía, debido a los pensamientos que
un padre tiene y no puede evitar porque es un hombre. Nunca la veía, nunca le hablaba;
pero ahora que ha aceptado a medias la muerte, ha descubierto la vida, ahora le contempla
el pelo o la piel y disfruta de los placeres sencillos. Hace una pausa y te preguntas si
deberías corregirlo, señalarle que Adriana y tú acabáis de llegar y que la mujer que
lo cuida es una enfermera, pero decides no hacerlo, acercas un poco más la silla y pones
las manos en una parte de la sábana que ha apartado.
Continúa hablando. Quiere contarte algo sobre la
vida, sobre su vida: tiene una chata y una palangana para lavarse, es pesado, pero con la
ayuda de tu hermana se encuentra cómodo; aunque no es eso lo que quiere contarte.
Observas al viejo luchar con el tapón de un frasco trasparente del que, al final,
consigue sacar la inevitable pastilla, que se toma sin agua. El esfuerzo parece haberlo
agotado y se desploma sobre las almohadas, con los ojos cerrados y respirando con
dificultad. Le oyes decir entre jadeos que contempla los pechos de tu hermana como un
niño los de las mujeres que visitan a su madre. No es bueno. Se permite pensar en los
pechos, la suave barriga redondeada, las jóvenes y largas piernas; cede a una creciente
claridad e intensidad soñando que la roza, aunque accidentalmente, en aquellos lugares
que imagina tan hermosos, oscuros y ajardinados. Tu padre deja de hablar y cierra los
ojos, recordando lo que recuerde, y entonces, como si se hubiera esperado hasta que le
dieran la entrada, la enfermera vuelve a aparecer con un estropeado ejemplar de Mi Antonia de Willa Cather, se sienta al lado de la
cama, coge la mano de tu padre y empieza a hacerla oscilar suavemente, con el codo apoyado
en la cama, formando un pequeño arco.
Eres un jovencito muy bueno por venir a visitar
a tu padre desde Sudamérica.
Tienes una cara que parece una bolsa
usada, una verdura mustia, y todo el paisaje transcurre junto a ti: no sabes si podría
ser alguna clase de truco cinematográfico. Estás solo y el cielo no tiene color, los
árboles son planos y feos. Has conseguido un viejo Chevrolet (del treinta y ocho o
treinta y nueve), un descapotable para dos personas de color gris metalizado pero que ya
no conserva ningún brillo. Eres un hombre mayor, quizá tengas cuarenta años, llevas el
sombrero inclinado hacia atrás, como lo llevan siempre los periodistas de las películas,
y deseas una mujer. Desde hace un buen rato, al menos varias horas, conduces por una
autopista solitaria que cruza un paisaje carente de atractivos: es árido y sombrío y, en
cierto sentido, por el modo en que pasa junto a ti, como si estuviera pintado en un
decorado móvil, parece una parodia de paisaje lóbrego. Estás cansado y deseas una mujer
porque, con una mujer, todo sería diferente.
A pesar de estar nublado, el calor del atardecer es
insoportable, exasperante. Si tuvieras una mujer, los árboles serían oscuros y hermosos,
sedosos contra el cielo neutral: una mujer tiene poder para cambiar las cosas. Pero
sospechas que no encontrarás nunca una mujer que quiera viajar contigo, vestirse con ropa
barata comprada en unos grandes almacenes y sentarse a tu lado en un viejo dos plazas para
hacer un largo trayecto por una autopista solitaria. Resignación es quizá la palabra
más adecuada. Y no todas las mujeres son guapas, no todas se pondrían vestidos comprados
en unos grandes almacenes; además, también es cierto que algunas mujeres guapas no lo
resultan tanto cuando se ponen ropas baratas, blusas, tejidos de nailon, rayón,
poliéster, con tramas o estampados y cinturones de llamativos colores sujetos por medio
de finísimas trabillas, ni tras atreverse a lucir vivas telas de colores sólidos: el
resultado es que algunas mujeres parecen desear ser otras.
Llevas un traje negro de listas, puede que blancas, y
un arrugado sombrero de fieltro echado para atrás. A la altura de la hebilla del
cinturón, el último botón del chaleco está sin abrochar. El traje sería perfecto para
un hombre que fuera acompañado de una mujer rubia y alta, de pelo corto y austero,
acariciado sólo por el viento (puesto que ella ajustaría la ventanilla triangular de
manera que el viento le diera en la cara).
Anoche viste una película en el televisor del motel;
de hecho, has salido tarde porque te quedaste a verla hasta el final, sentado con las
piernas cruzadas sobre la cama doble sin hacer. La película se llamaba Cazador de forajidos, con Henry Fonda haciendo el
papel de un generoso sheriff retirado, lleno de sabiduría del Oeste y de justicia. Solo,
sin una mujer, permaneciste sentado en la habitación y viste la película en la borrosa
pantalla del Motorola que, según el encargado de noche, era el mejor televisor de todo el
motel. No es que se tratara de una película maravillosa, pero, para ti, en aquel momento,
fue perfecta.
Debes preguntarte por qué no tienes una mujer. No
eres un vendedor, ni un criminal, ni ninguna clase de hombre de negocios: eres un hombre
que está de vacaciones, alguien que viaja sin un destino concreto, aunque sí con una
fecha fija de regreso. Y sin una mujer, sin brazos desnudos por los que pasar los dedos en
un festival de gestos y cariño, sin pechos suavemente redondeados que admirar a
medianoche contra el falso brocado de una pared de motel. La pregunta produce
escalofríos.
La radio del Chevrolet está rota, no puedes cantar.
De todos modos, aún sería peor si en el coche,
desplomada a tu lado, llevaras a una mujer dormida, una mujer con los ojos cerrados, el
cuello ladeado y la cabeza hacia atrás, apoyada inerte en tu hombro. Una mujer cuya boca,
al quedarse dormida, se convirtiera en un espantoso agujero adornado en los bordes con el
pelo agitado por el viento, con unos mechones que se pegaran y se oscurecieran al contacto
con las gotas de sudor que se formaran sobre el labio, que se pegaran en el brillo ceroso
alrededor de la boca.
Así que conduces con el sombrero echado hacia atrás
y un rizo de pelo negro que cae sin gracia sobre la frente, por encima de unos embotados
ojos azules. La autopista parece más interminable que nunca. Oyes el motor del Chevrolet,
el viento que golpea la carrocería y los gruesos neumáticos sobre la carretera
alquitranada: sonidos que mueren en la noche. La mancha de los faros en la autopista
ilumina la nada.
Las vacaciones son un suplicio, puro y monótono, pero
sigues conduciendo y contemplas el paso de la pared del paisaje. Tu traje de tres piezas
es muy elegante. Te preguntas si no podrías despertar a la mujer, enjugarle la cara y
ofrecer tu urgencia a su boca.
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