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enero - febrero 2001  num 22

Barcelona ReviewReseñas:
Gary Snyder La Mente salvaje
Roberto Bolaño Tres
Andrés Neuman
Bariloche y El que espera
Christopher Bram Agárrate fuerte
Yi Mun-yol El poeta

 

JACK KEROUAC Y GARY SNYDER, vagabundos del Dharma

A propósito de la publicación de
La Mente salvaje (poemas y ensayos), de Gary Snyder (Madrid, Árdora Exprés, 2000; traducción de Nacho Fernández)por Thais Morales

Aunque Snyder ya no quiere hablar de aquella época, su relación con la generación beat es innegable, e incluso  mantuvo una larga amistad con Ginsberg hasta el día de su muerte. Sin embargo, fue su relación con Kerouac la que ha dejado una huella más profunda, al menos a nivel literario. Durante los meses en que se conocieron, a mediados de los años cincuenta, el autor de En el camino esbozó su segunda gran novela,  Los vagabundos del Dharma, y una pequeña joya poética, un sutra llamado «The Scripture of the Golden Eternity». Con el tiempo, un Jack Kerouac repleto de contradicciones y alcoholizado acabó por demonizar a Snyder (igual que al resto de sus compañeros de generación) por sus tendencias anarquistas y, supuestamente, comunistas. Por su parte, el poeta zen percibió «alrededor de Jack una vena autodestructiva, un aura de fama y de muerte».
            Pocas veces se lee a un poeta sabio, un poeta embarcado en la búsqueda del silencio a través de las palabras, en un mundo en el que todo fluye constantemente, en un mar de prisas, giros inesperados, angustias, relojes, motores en marcha... Una de esas raras ocasiones se produce cuando se abre un libro de Gary Snyder, de quien se acaba de publicar, por primera vez en castellano, una breve antología: Mente salvaje (poemas y ensayos). Los trabajos de uno de los poetas norteamericanos más importantes de las últimas décadas reflejan el momento de la pausa, de la quietud, el instante en el que la mente se vacía, el ego desaparece y lo concreto y puntual se revela como universal.  Así son los poemas de Snyder, un veterano de la palabra, heredero de los trascendentalistas Henry David Thoreau y Ralph Waldo Emerson, un zen lunático, un ecofilósofo, uno de los fundadores de los movimientos biorregionales y budistas de Norteamérica, precursor en temas como la reducción del uso del combustible fósil, el reciclaje y, según dicen, un beat, que cargó con esta etiqueta a raíz de su relación con Allen Ginsberg y, sobre todo, con Jack Kerouac, al que inspiró Los vagabundos del Dharma.
            A pesar de su indudable influencia sobre Kerouac, Snyder no es beat. «Se puede hablar de mí como amigo de la generación beat en sus primeros tiempos, pero no formo parte de esa generación», aclara el poeta en una entrevista que publicó el periódico El Mundo en diciembre de 1992. Así pues, ¿cómo fue esa relación entre los dos escritores, y por qué aún hoy, cuarenta años después de que se conocieran y treinta después de la muerte de Jack, se sigue relacionando a Gary con el autor de En el camino?
            «Le debo mucho a Snyder por sus enseñanzas de Buda. Por estar aquí, a mi lado, y darme la oportunidad de aprender alguna cosa de todo esto. Pero nunca me lo tomé en serio. No. Nunca he pensado en Buda como una parte real de mi religión. Nací católico y es la única cosa que me importa. Jesús es lo único en lo que he estado interesado», le comentó Kerouac a Charles E. Jarvis en el transcurso de unas conversaciones que mantuvieron en Lowell y que dieron pie al libro Visions of Kerouac. Snyder le enseñó al gurú beat técnicas de escalada, algunas ideas básicas acerca del budismo y le transmitió su fascinación por la naturaleza, si bien con un ligero matiz que lo diferencia de Thoreau y compañía: para Snyder, como budista que era, no había diferencia -como enseña “El Sutra del Diamante”- entre seres sensibles y seres no sensibles.
            En septiembre de 1955, cuando Allen Ginsberg conoció en Berkeley a Gary, dijo de él en la biografía de Kerouac escrita por Ann Charters: «Está estudiando lenguas orientales y dentro de poco se va a Japón:  quiere ser monje zen. Es lacónico, de corazón cálido; está bien, tiene una pequeña barba, es delgado, rubio, va en bicicleta por Berkeley con sus Levi´s, está colgado de los indios ... y escribe bien. Una persona interesante». A Jack, que acababa de llegar de México, Allen le aseguró que Snyder era la única persona a la que realmente valía la pena conocer en la universidad porque poseía una inteligencia «auténtica e iluminada».
            Con estas referencias, Kerouac -que había empezado a interesarse por el budismo en 1954, a través de Thoreau- conoció a Gary en octubre de 1955, la noche de la famosa lectura poética en la Six Gallery de San Francisco, en la que Ginsberg leyó por primera vez en público su mítico «Aullido». De inmediato quedó fascinado por la personalidad del poeta que tantas cosas iba a enseñarle acerca de las filosofías orientales, la meditación y la vida en las montañas. Kerouac inmortalizó a Snyder en Los vagabundos del Dharma, una novela que anunciaba, con un toque visionario, los rasgos principales de la generación que estaba a punto de llegar, la de los años sesenta, la de la revolución de las mochilas.

«Todo el mundo vive atrapado en un sistema de trabajo, producción, consumo, trabajo, producción, consumo... Tengo la visión de una gran revolución mochilera, miles y miles, incluso millones de americanos yendo de aquí para allá, vagabundeando con sus mochilas, escalando montañas para rezar, alegrando a los viejos, provocando la felicidad de las jóvenes y las viejas, y todos son lunáticos zen que escriben poemas que brotan de sus cabezas sin razón...» (Los vagabundos..., Barcelona, Anagrama, 1996; trad. de M. Antolín Rato).

           Quien así habla en la novela es Japhy Ryder, el alter ego de Gary. Y Ryder-Snyder no hablaba porque sí, ya que su primer «contacto» con Kerouac fue a través del artículo «Jazz of the Beat Generation», publicado en la revista New World Writing en la primavera de 1955, que lo impresionó por su prosa espontánea.
            Aquel otoño, Kerouac, Ginsberg, Snyder y también el poeta y orientalista Philip Whalen pasaron la mayor parte de su tiempo juntos en San Francisco, “yendo a cenar, escribiendo, charlando, bebiendo y pasándolo bien”, recuerda Whalen –el Warren Coughlin  de Los vagabundos- en The Beats, de Ann Charters. Todos sentían una gran atracción por el budismo; de hecho, era su único nexo de unión, si bien entendido de maneras muy diferentes. Para Jack Kerouac, el budismo -una excusa literaria más que otra cosa, ya que jamás renunció a su catolicismo- era lo mismo que decir: no hagas nada. Para Snyder, en cambio, budismo significaba actividad, y siempre reservaba tres momentos al día para sentarse a meditar. Jack admiraba esa dedicación, aunque siempre criticó lo que él llamaba «efectismo intelectual» del Zen. Él era un budista Mahayana, no Zen: «Lo que realmente ha influido en mi trabajo ha sido el budismo Mahayana, el budismo original de Gotama Sakyamuni, el Buda de la India de los antiguos...», afirma Kerouac (Emanuele Bevilacqua, Guía de la generación beat, Barcelona, Península, 1994; trad. de Edgardo Dobry).
            En 1956, Jack y Gary compartieron durante unos días una cabaña en la ladera del monte Tamalpais. Fue en ese magnífico lugar donde Jack Kerouac escribió «The Scripture of the Golden Eternity».  «Gary Snyder me dijo: muy bien, Kerouac, es hora de que escribas un sutra, que es un discurso, una escritura. El sabía que yo era un Bodisatva y que había vivido 12 millones de años en 12 millones de direcciones ... Al final escribí un sutra en la cabaña ... Lo escribí a lápiz, lo corregí, lo repasé y todo eso porque era una escritura. No tenía derecho a ser espontáneo», leemos en la biografía firmada por Ann Charters.
            Kerouac buscaba respuestas y no le importaba encontrarlas en cualquier lugar, aunque sólo la religión católica contaba con su incondicionalidad. El resto eran excusas literarias. “No me importa una mierda ni la mitología ni todos los nombres y vertientes del budismo, sólo me interesa la primera de las cuatro verdades: toda la vida es sufrimiento”, le dijo Jack a Snyder. Pero Kerouac, además de chocar por sus diferentes ideas e intereses budistas, acabó enfrentándose a Gary por otro motivo: el joven poeta zen era un activista político, un ferviente anarquista, una actitud que Jack no compartía en absoluto. Hasta tal punto, que en Desolation Angels escribió que Snyder no pudo reincorporarse a su trabajo como guarda forestal porque lo habían etiquetado de comunista . Gary diría que, a pesar de su encanto y su dulzura, Jack podía comportarse a veces como un borracho maleducado, capaz de herir y ofender a sus amigos más íntimos.
            La relación de Jack y Gary fue breve, pero marcó la época más religiosa del escritor de Lowell y dejó una huella imborrable en Los vagabundos del Dharma y en «The Scripture of the Golden Eternity». En mayo de 1956, Gary embarcó hacia Japón para proseguir sus enseñanzas zen en el monasterio rinzai de Daitoku-ji. Kerouac permaneció en Estados Unidos hasta 1969, año de su muerte.
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© Thais Morales (Barcelona, 1964), es periodista y colabora en el suplemento cultural del diario Avui; ha publicado poesía y relatos en libros autoeditados por Abecedaria y el Taller de Escritura de Barcelona, así como el cuento «El mechero homosexual», en el libro Moll de sortida (1989, Biennal de Barcelona).
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Roberto Bolaño, Tres (Barcelona, El Acantilado, 2000)

 El chileno Roberto Bolaño, que vive en Cataluña hace unos veinte años, es más conocido entre nosotros por su narrativa que por su obra poética, pese a haber publicado ya seis libros de poesía. A este género debamos quizás adscribir su último título, Tres, de reciente aparición. Decimos «quizás» por la variedad formal de los textos, que van del mero apunte a la prosa breve y el poema, con distinto registro en cada caso, lo que hace que este volumen resulte en cierto modo indefinible –entre otras cosas, por su audacia y su muy personal manera–, no por ello menos rotundo. Tres son las partes en que se divide el libro. La primera, «Prosa de otoño en Gerona», es una serie de fragmentos (melancólicos unos, desgarrados y alucinados otros) en los que al parecer se nos cuentan ciertas cosas que ocurren cuando «empieza el otoño, entre el río Oñar y la colina de las Pedreras». Los personajes centrales: «una persona –debería decir una desconocida–» y un virtual narrador que fluye en las tres personas gramaticales del singular.  El texto que leemos nos invita a ver la realidad precisamente así, como un texto que «no tiene conciencia de nada sino de su propia vida», y a intuir, o a nombrar, «lo que hay detrás cuando hay algo detrás». Y lo que hay detrás, lo que confiere a esta prosa su paradójica armazón, huidiza y sólida a la vez, es la sucesión de ciertos códigos, indescifrables a primera vista, que, no obstante, hacemos nuestros simplemente por la magia que desprende lo que nombran: «el caleidoscopio, el momento Atlántida, el jefe, la Universidad Desconocida». Aunque fechado en Gerona en 1981, este paisaje narrado por Bolaño –ese «R.B.» titular de un pasaporte «que lo acredita como chileno con permiso para residir en España, sin trabajar, durante otros meses»– tiene un fondo plenamente vigente; sus personajes hacen –y, sobre todo, dicen– muchas cosas más aparte de pasar un otoño en Gerona: cuentan el dinero con el que han de sobrevivir tres o cuatro meses, ven una película, sueñan, imaginan, escriben. Cosas que se siguen haciendo.
            La segunda parte, titulada «Los Neochilenos», es un largo poema –breve epopeya- fechado en Blanes, 1993, que nos relata el viaje de un grupo musical, Pancho Relámpago y los Neochilenos, que, tras buscar la salida de Santiago, enfila hacia el «norte que imanta los sueños/ Y las canciones sin sentido/ Aparente/ De los Neochilenos», un viaje que «de alguna manera ... ya había terminado/ Cuando lo empezamos». El poema entero, además de presentarnos una sucesión vertiginosa de personajes, momentos y reflexiones, se construye, al mismo ritmo, como descripción de una geografía que parece hecha de puro topónimo –«Y al día siguiente rodamos/ Hasta Pilpilco y Llay Llay/ Y pasamos sin detenernos/ Por La Ligua y Los Vilos»–, y también de ríos y cafés y salas de fiesta, así, siempre subiendo, hasta cruzar «la frontera/ De la República» y llegar al «Perú legendario». Lo mejor en este caso es montarse a la camioneta del grupo y leer el poema como la ráfaga que es, dejarse llevar, pues, como dice el poeta, «...así éramos los Neochilenos/ Pura inspiración/ Y nada de método (...) Y ninguno ... pasaba de los 22».
            Cierra Tres la parte titulada «Un paseo por la literatura», recorrido en clave onírica   –«Soñé que...» es la fórmula que introduce la mayoría, o casi, de los cincuenta y siete fragmentos de que se compone el texto– por un territorio en el que conviven fantasmas soñados y que sueñan, que se quedan dormidos o leen o se enamoran, en un tiempo y en un lugar que no pueden ser sino el lugar y el instante de la escritura misma, el verdadero territorio al que, en última instancia, remiten las imágenes de este recorrido. A los que quieran pasear un trecho con el autor, los invitamos a leer los fragmentos de Un paseo por la literatura que se reproducen en la sección de Poesía de este número. D.N.

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Andrés Neuman, Bariloche y El que espera (Barcelona, Anagrama, 1999 y 2000)


La primera novela de Andrés Neuman (Buenos Aires, 1977; en España desde su adolescencia), recrea la vida de Demetrio Rota, un recogebasuras de que en un barrio de la ciudad natal del autor, cuya vida, animada por una que otra aventurilla (acostarse con la mujer del Negro, su compañero de trabajo, por ejemplo),   se reduce a montar puzzles antes de ir a trabajar. Con la monotonía y la mediocridad como telón de fondo, los acontecimientos de su existencia se engarzan unos con otros sin atender a ninguna regla espacio-temporal –y es probablemente este esqueleto narrativo el mayor acierto de la novela–   y, a medida que van encajando como las piezas de un rompecabezas, sumen al protagonista, cada vez más, en su propia miseria. El peso del presente y su mezquindad caen sobre Demetrio como la noche sobre la ciudad rioplatense, que envuelve y ahoga a todos los personajes en un cruel anonimato. La personalidad de Demetrio fluye a través del mero desarrollo de la historia y, también, de los diálogos con el Negro, su contrapunto narrativo: es más gracias a él que al propio Demetrio que el lector consigue no perderse en el laberinto. En Bariloche asistimos a una lucha entre los recuerdos felices de la adolescencia y la sórdida realidad, pero Demetrio no consigue sobreponerse al vacío y al deterioro de la rutina. Neuman cuenta esta historia recreando la variedad sociolingüística de la ciudad, con lo cual su novela adquiere un personal tinte “hispano-argentino”.
La segunda y hasta ahora última entrega de Neuman es el volumen de cuentos El que espera, que pretende, implícita y explícitamente, devolver este género al puesto que le corresponde. El autor se presenta como heredero de las tradiciones literarias de su país natal y de su país de adopción: la de la novela realista en el caso español, y la del cuento, para el argentino y, por extensión  hispanoamericano. “Existe en España”, dice Neuman en el epílogo-manifiesto que titula «Las mínimas palabras (acerca del microcuento)», “una tendencia a considerar el cuento –sobre todo si su extensión es de unas pocas páginas– un género menor, un  ejercicio o un mero germen sin desarrollar.”
El eco y el rastro perseguido en los cuentos de Neuman son las pequeñas joyas de este género que ha ofrecido la literatura hispanoamericana. Divididos en “Miniaturas” y “Brevedades”, los relatos de El que espera reducen a la mínima expresión el entramado narrativo, con una extensión que oscila entre un párrafo y las seis o siete páginas. La  galería de personajes parece compartir cierta reclusión dentro de su propio mundo que les impide una relación, digamos, normal, con la realidad, cuyo resultado es una aproximación distante y metafórica a la muerte, al destino, a los objetos, a los recuerdos. En el mencionado epílogo Neuman hablan de las cualidades de la narrativa breve y, más concretamente de la micronarrativa, a laque profetiza un auge porque «contiene los ingredientes de nuestro tiempo: velocidad, condensación y fragmentariedad»; como ya señaló en su día Edgardo Dobry en la reseña que sobre este libro publicó en el periódico Abc, el joven narrador argentino «condensa una serie de referencias teóricas» (el subrayado es nuestro), teñida de principio a fin («se diría que fatalmente», añade el crítico) por la figura de Jorge Luis Borges. Raquel Galindo.

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Christopher Bram, Agárrate fuerte (Barcelona, Egales, 2000, trad. de Daniel Najmías)

Christopher Bram parece abocado a la recuperación del pasado gay, tanto en la temática escogida como en la minuciosa reconstrucción de ambientes y hablas hoy desaparecidos. Primero fue El padre de Frankenstein (Barcelona, Anagrama, 1998), la novela llevada al cine por Bill Condon con el título Dioses y monstruos, que obtuvo, entre otros premios, el Oscar al mejor guión. En El padre de Frankenstein, Bram recreaba los últimos días del mítico director James Whale, fallecido en 1957, el «padre» cinematográfico del Monstruo. Whale, un artista abiertamente homosexual en unos años en que casi todos iban de tapadillo, lleva, tras abandonar la dirección en 1949, una vida relajada y cómoda en su mansión californiana, hasta que un infarto cerebral cambia radicalmente su modo de ver las cosas y lo precipita a tomar una trágica decisión. Afectado por una incontinencia de la memoria que le trae a cualquier hora del día los más curiosos recuerdos, este trastorno es el recurso del que se vale Bram para llevarnos hacia un pasado que había comenzado discretamente en los teatros de Londres y tuvo su época dorada en el Hollywood de los años 30, década en la que Whale filmó títulos inolvidables –algunos de ellos considerados entonces de clase B– como El doctor Frankenstein (1931), El hombre invisible (1933) y La novia de Frankenstein (1935). Para orquestar esta ficción, Bram se documentó como un historiador, y dejó después que la historia se tiñera con elementos totalmente imaginarios, como los personajes de la criada mexicana y el ex–marine Clay; entre sus fuentes cita expresamente al final del libro la biografía escrita por James Curtis (James Whale, publicada en España en las ediciones del Festival Internacional de Cine de San Sebastián/Filmoteca Española, 1989, con traducción de José Luis López Muñoz). Y lo mismo había hecho unos años antes al escribir la novela que nos interesa presentar aquí: Agárrate fuerte, que, con la estructura de una aparente comedia de enredos, se atrevió ya en 1989 con algún que otro tabú del imaginario homosexual norteamericano: Hank Fayette, marinero de segunda y homosexual sin mayores complejos  –es un campesino sureño con románticas ideas acerca de la Marina y la guerra– pasa unos días de permiso en Nueva York, pero ni se imagina el lío en que va a meterse cuando una tarde decide entrar en un cine de la calle 42 que le habían «recomendado» sus camaradas de a bordo. Porque, casualmente, la acción también se desarrolla en el ’42, pocos meses después del ataque japonés a Pearl Harbour, el mundo está en guerra, y de la oscura y caliente sala del Lyric Theater al burdel para homosexuales del sórdido barrio portuario sólo hay un paso. Regentada por la señora Bosch, esperpéntica y entrañable exiliada checa, la casa de citas, con una población flotante de chicos de la más variada extracción, se convertirá, gracias a un original y no menos siniestro plan del Comandante Mason, psiquiatra de la Marina, en trampa para espías nazis. ¿El cebo?: el robusto –y dúctil– Hank, que, «por la patria», acepta prostituirse y se convierte en el niño mimado de la señora Bosch y en envidia de sus colegas. Hasta aquí los enredos, las pinceladas, el suspense: el «problema» es que, en medio de todo ese lío, Hank se enamora, y, no de cualquiera, claro, sino de Juke, el cocinero, palanganero y chico para todo de la ajetreada casa, quien, naturalmente, es negro y, además -¡vaya casualidad!- también se enamira de Hank. Y es aquí donde Bram pone el dedo en la llaga, en el arraigado prejuicio del amor interracial: ¡un sureño de pura cepa enamorado de un negro, y «tan afeminado [que] se balanceaba como un sauce bajo la brisa y movía las caderas al andar»! Podemos imaginarnos el conflicto que este sentimiento le crea al marinero. Como fondo de todas estas historias, la siempre febril Nueva York, entre trastornada y alborozada aquel verano del ’42 al que tanto jugo se le ha sacado. Al final, la muerte, temible siempre en su inscripción en el cotidiano, viene a darle un vuelco a todo e imprime nuevo rumbo a la suerte de los supervivientes. Una vez más, Bram bucea en las fuentes de ese mundo semioculto y apenas nombrable en aquellos años; entre ellas cita en los «Agradecimientos», el Gay Diary 1933-1946, de Donald Vining, y el Gay/Lesbian Almanach, de Jonathan Ned Katz.
           No es Agárrate fuerte la única novela en la que Christopher Bram aborda la problemática de los amores imposibles por motivos de raza o de clase. En El padre de Frankenstein, el amor prohibido de Whale, el culto y refinado británico, era un jardinero frustrado y semialcoholizado que se asomaba a un mundo de dudoso glamour hasta entonces impensable para él; en Gossip, inédita en castellano, un «progre» del East Village se queda embobado de un periodista republicano, y en The Notorious Dr. August –también inédita aún–, un joven pianista de éxito recorre el mundo, en plena época victoriana,  acompañado de un antiguo esclavo, y asiste desesperado e impotente al nacimiento del romance entre éste y una remilgada institutriz, amor que termina en boda. Como traductor de las dos novelas de Christopher Bram, doy fe de que estos viajes al pasado se apoyan en una indagación y una impecable recreación de lenguajes –el argot homosexual, básicamente, pero también las peculiaridades de un inglés americano que es un batiburrillo de expresiones y acentos traídos por la nueva inmigración, la que en los años 30 y 40 marchó de Europa huyendo del nazismo–, un trabajo que también caracteriza la novelística de Edmund White. D.N.

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 Yi Mun-yol, El poeta (Barcelona, Ediciones B, Colección Afluentes, 2000; traducción de Me Young-Chae)

Yi Mun-yol (Yongyan, Corea del Sur, 1948), prolífico autor de narrativa breve, novela y ensayo, y traductor de los clásicos chinos, goza en su país del reconocimiento de la crítica y los lectores. Su apellido es un seudónimo que en coreano significa “pasión por la literatura”. De esa pasión es innegable muestra la novela escogida por la colección Afluentes para presentarlo por primera vez en nuestra lengua: El poeta, la historia de Kim Byung-ion (1807-1863), más conocido como Kim Sa-kat, por el sombrero de bambú con que se protegía y con el que, también, pretendía ocultar la vergüenza que padecía su familia, perteneciente a la nobleza, a causa de la supuesta traición de un abuelo que, tras apoyar una revuelta popular, fue condenado a muerte. Kim Sa-kat es hoy una figura indiscutible de las letras coreanas, cuyos poemas y leyendas se transmitieron oralmente durante largo tiempo. Salvado, junto con su hermano mayor, de la persecución impuesta sobre el clan Kim por el Gobierno, su destino sería convertirse en poeta errante, un doloroso camino en el que tuvo que ir venciendo, con la poesía como única arma, el rencor que le inspiraban tanto la figura del abuelo causante de su desgracia como las injusticias sociales, y, dejando atrás sus propios prejuicios. Fue su vida una búsqueda que no cesó nunca y que se manifestó en la constante experimentación de estilos y en crisis que lo condujeron a la paulatina modificación de su postura existencial. No es, sin embargo, El poeta, una mera biografía, pues, en cuanto novela de aprendizaje, está salpicada de hondas reflexiones sobre el papel del escritor y el misterio de la creación poética, y sobre la influencia que la literatura puede ejercer en una época y una mentalidad dadas. Es, sin duda alguna, una excelente lectura para tiempos de confusión, de desorientación, un texto de una brevedad que sorprende por su riqueza y su intensidad. Como señala la traductora en su “Nota”, el autor, que reconstruye el itinerario de Kim Sa-kat recurriendo a la interpolación de episodios ficticios, estructura la vida del poeta en tres etapas: “1) la etapa de los reproches y el odio; 2) la etapa de la compasión y la belleza; 3) la etapa de la comprensión del mundo”. A esta comprensión contribuyó en gran medida su encuentro, en una posada al pie de las montañas de Diamante, con Chwi-ong, un “anciano de edad indeterminada, vestido humildemente”, con el que mantiene un diálogo que llena uno de los más bellos capítulos del libro, una inolvidable meditación a dos voces sobre la naturaleza última de la poesía. Capítulo clave también, pues de ese día en adelante, tras haber reconocido en el viejo a su maestro –“son muchos los que consideran que si a la larga llegó a convertirse en un poeta consumado, fue como consecuencia de su encuentro con Chwi-ong”–, Sa-kat ya no volverá a escribir como antes. Los referentes culturales, de raíz budista y taoísta, pueden ser absolutamente desconocidos para nosotros, y es posible que al principio experimentemos cierta dificultad en captar plenamente todas las direcciones en que se despliega la historia, pero al final, la universalidad de lo narrado, y la sencillez y la maestría con que se narra, terminan seduciéndonos, y nos dejan la sensación de haber recorrido con el poeta del sombrero de bambú su Camino hacia el conocimiento. D.N.

© 2001 The Barcelona Review

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Acerca del valor ulterior de la amistad

 
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5, 4, 3, 2, 1 (los poemas imperfectos)

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