José
María Conget
Para Cristina Grande y Félix Romeo, que aman la
literatura norteamericana todavía más que yo.
Había
una vez un escritor norteamericano que estaba cansado de la literatura y cansado, sobre
todo, de sí mismo. Se refugió en una casa de campo, solitaria, «con el deseo en el alma
de no pensar». No tenía televisión ni leía periódicos. Pasaba largos ratos frente a
la radio, cambiando de emisora; de vez en cuando escuchaba las noticias locales, pero
procuraba no prestarles atención y sintonizar en seguida un programa musical. Por la
noche, a pesar de su propósito de evitar el pensamiento, se le ocurrían ideas absurdas
mientras oía la música y entonces se llamaba a sí mismo estúpido. Pudo transcurrir
mucho tiempo de esta forma. Pero un día el escritor hojeó un libro, leyó unas líneas,
siguió leyendo con emoción insólita y de pronto todo cambió. Fue, nos dice, como el
enamoramiento inesperado de un hombre de mediana edad, algo desde luego notable, pero
quizá también, no lo negaba, un poco ridículo. Y empezó a comportarse con el
entusiasmo olvidado de la adolescencia: en la pared del dormitorio clavó con chinchetas
un retrato del autor del libro que tanto lo había conmovido; entraba en el sueño
releyendo sus páginas y, cuando algún negro viento nocturno le aceleraba el pulso o se
lo detenía, se acordaba de la existencia del libro y recordaba el bienestar; y por las
mañanas paseaba hasta la orilla del río con el volumen en la mano, se sentaba frente a
las montañas y observaba meticulosamente la realidad en torno con la extrañeza
permanente de que unos versos, que ni siquiera leía en su idioma original, le hubieran
desvelado, como en la niñez, la transparencia del mundo y su infinito asombro. Al
escritor le hubiera gustado manifestar su agradecimiento al poeta que le había devuelto,
entre otros dones perdidos, el placer de leer, pero el poeta hacía cerca de cincuenta
años que había fallecido y, «por lo que sabemos de la muerte», no hay comunicación
posible con la otra orilla. Así que su gratitud adquirió, a su vez, la forma vicaria de
un poema que tituló Radio Waves. El escritor americano se llamaba Raymond Carver. El
poeta extranjero, cuyo retrato puso Carver en la pared de su dormitorio, Antonio Machado.
Quien suscribe estas palabras no vive en el campo, en una cabaña solitaria, sino con su
familia en una gran ciudad y, desde luego, carece del inmenso talento de Raymond Carver,
pero la experiencia de una insalvable atonía en relación con la literatura no le fue
ajena durante unos meses. Recuerdo mi fastidio frente a textos cuyos méritos reconocía
y, sin embargo, no me hacían disfrutar. Buscaba explicaciones: a lo mejor el hábito de
leer, en lugar de mantener despierta la sensibilidad, me la había embotado, como a esos
profesores de poesía cuyo rigor analítico, del que pueden ser virtuosos, camufla la
rigidez emotiva; o atribuía la barrera que se alzaba entre novelas y poemas y el placer
que solían producirme, al calendario, o sea, a mis años, o, para decirlo todo, al hecho
de que yo mismo había publicado algún libro y en el trato con mis colegas de pluma
había observado ciertos rasgos mezquinos de los que presuntuosa o ingenuamente me había
considerado incapaz. Los escritores, a partir de cierta edad, experimentan ciertas
dificultades para admirar la obra ajena, especialmente si la firma un compatriota,
especialmente si el compatriota es más joven y de éxito más rápido que el escritor
talludo que, si te descuidas, nunca gozó de las loas que, con escaso merecimiento, opina
el mayor, engordan el ego del advenedizo. Y es que los escritores, hay que confesarlo,
padecen, casi con excepción, el incómodo síndrome de agravio comparativo: los pobres y
oscuros porque los ricos y famosos les han arrebatado los festejos que sólo a ellos les
correspondían; los ricos y famosos porque sufren la injusticia de compartir riqueza y
fama con quienes no son dignos de un pedestal a su misma altura o, recuérdese algún
ejemplo reciente, porque, aun ostentándole trofeo del premio mundial, les reconcome el
despecho hacia Fulano que ganó, y ellos todavía no, el premio de la aldea. Me pregunto
si las heridas de la vanidad, incluso las inventadas, no emponzoñan más hondamente y no
son más duraderas que las sexuales.
De esa especie de indiferencia angustiada y de la ruindad en el juicio que se deriva a la
larga de la ausencia de pasión, me arrancó un libro de poemas que abrí, si no con
desgana, con la sensación de rutina que acompañaba mis últimas lecturas. Y súbitamente
sobrevino esa felicidad que regala la literatura. Es el gusto por el lenguaje y la obra
bien hecha, pero también, y más que nada, una intensificación del deseo de vivir, como
si se descubriera que las puertas que nos encerraban en un sótano estaban en realidad
abiertas desde siempre, y afuera nos aguardaba por fin la plural aventura del mundo. Algo
muy juvenil, lo reconozco sin sonrojo, pero ése es el estímulo que yo había encontrado
antes en los libros y que me había abandonado. El autor que provocó el reavivamiento del
gozo de leer era, precisamente, Raymond Carver; la obra, el libro que incluye el poema
Radio Waves del que hablé en el primer párrafo. Yo no coloqué el retrato del escritor
en mi dormitorio, pero repaso a menudo un volumen de fotografías suyas y de los paisajes
que describe en sus relatos. El secreto de sus versos se me escapa. Escribía una poesía
desaliñada, de una sencillez y una claridad engañosas y sin ninguno de los artificios
retóricos que asociamos a la lírica y que, manejados por mano maestra, yo aprecio
enormemente. Sin embargo, su efecto es de una contundencia y duración que no deja de
asombrarme a cada relectura. ¿Se deberá a esa mezcla rara de lucidez, inteligencia y
piedad? Sus cuentos, mínimos y emocionantes, presentan un enigma similar que Robert
Altman no supo desentrañar en su celebrada pero peor que traicionera adaptación
cinematográfica Shortcuts; Altman sustituía la mirada compasiva de Carver por un
brillante cinismo que todos los lamentables, pero tan humanos y tan complejos, personajes
del escritor los convertía en cretinos repelentes. En el prólogo a una antología de
George Herbert comentó Auden que admiraba a muchos autores del pasado, pero a muy
pocos le habría gustado conocer. Pues bien, lo que transmite Carver es una sensación de
amistad a larga distancia, la certeza de que hubiera sido bueno conocer a este hombre,
charlar con él de Chejov o de jazz, poderle enviar una carta diciéndole: «Querido
Carver, he leído tu libro, me ha hecho bien, te estoy agradecido». |