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enero - febrero 2001 num 22 |
Agradecimiento |
José María CongetPara Cristina Grande y Félix Romeo, que aman la literatura norteamericana todavía más que yo. Había una vez un escritor norteamericano que estaba cansado de la literatura y cansado, sobre todo, de sí mismo. Se refugió en una casa de campo, solitaria, «con el deseo en el alma de no pensar». No tenía televisión ni leía periódicos. Pasaba largos ratos frente a la radio, cambiando de emisora; de vez en cuando escuchaba las noticias locales, pero procuraba no prestarles atención y sintonizar en seguida un programa musical. Por la noche, a pesar de su propósito de evitar el pensamiento, se le ocurrían ideas absurdas mientras oía la música y entonces se llamaba a sí mismo estúpido. Pudo transcurrir mucho tiempo de esta forma. Pero un día el escritor hojeó un libro, leyó unas líneas, siguió leyendo con emoción insólita y de pronto todo cambió. Fue, nos dice, como el enamoramiento inesperado de un hombre de mediana edad, algo desde luego notable, pero quizá también, no lo negaba, un poco ridículo. Y empezó a comportarse con el entusiasmo olvidado de la adolescencia: en la pared del dormitorio clavó con chinchetas un retrato del autor del libro que tanto lo había conmovido; entraba en el sueño releyendo sus páginas y, cuando algún negro viento nocturno le aceleraba el pulso o se lo detenía, se acordaba de la existencia del libro y recordaba el bienestar; y por las mañanas paseaba hasta la orilla del río con el volumen en la mano, se sentaba frente a las montañas y observaba meticulosamente la realidad en torno con la extrañeza permanente de que unos versos, que ni siquiera leía en su idioma original, le hubieran desvelado, como en la niñez, la transparencia del mundo y su infinito asombro. Al escritor le hubiera gustado manifestar su agradecimiento al poeta que le había devuelto, entre otros dones perdidos, el placer de leer, pero el poeta hacía cerca de cincuenta años que había fallecido y, «por lo que sabemos de la muerte», no hay comunicación posible con la otra orilla. Así que su gratitud adquirió, a su vez, la forma vicaria de un poema que tituló Radio Waves. El escritor americano se llamaba Raymond Carver. El poeta extranjero, cuyo retrato puso Carver en la pared de su dormitorio, Antonio Machado. Quien suscribe estas palabras no vive en el campo, en una cabaña solitaria, sino con su familia en una gran ciudad y, desde luego, carece del inmenso talento de Raymond Carver, pero la experiencia de una insalvable atonía en relación con la literatura no le fue ajena durante unos meses. Recuerdo mi fastidio frente a textos cuyos méritos reconocía y, sin embargo, no me hacían disfrutar. Buscaba explicaciones: a lo mejor el hábito de leer, en lugar de mantener despierta la sensibilidad, me la había embotado, como a esos profesores de poesía cuyo rigor analítico, del que pueden ser virtuosos, camufla la rigidez emotiva; o atribuía la barrera que se alzaba entre novelas y poemas y el placer que solían producirme, al calendario, o sea, a mis años, o, para decirlo todo, al hecho de que yo mismo había publicado algún libro y en el trato con mis colegas de pluma había observado ciertos rasgos mezquinos de los que presuntuosa o ingenuamente me había considerado incapaz. Los escritores, a partir de cierta edad, experimentan ciertas dificultades para admirar la obra ajena, especialmente si la firma un compatriota, especialmente si el compatriota es más joven y de éxito más rápido que el escritor talludo que, si te descuidas, nunca gozó de las loas que, con escaso merecimiento, opina el mayor, engordan el ego del advenedizo. Y es que los escritores, hay que confesarlo, padecen, casi con excepción, el incómodo síndrome de agravio comparativo: los pobres y oscuros porque los ricos y famosos les han arrebatado los festejos que sólo a ellos les correspondían; los ricos y famosos porque sufren la injusticia de compartir riqueza y fama con quienes no son dignos de un pedestal a su misma altura o, recuérdese algún ejemplo reciente, porque, aun ostentándole trofeo del premio mundial, les reconcome el despecho hacia Fulano que ganó, y ellos todavía no, el premio de la aldea. Me pregunto si las heridas de la vanidad, incluso las inventadas, no emponzoñan más hondamente y no son más duraderas que las sexuales. De esa especie de indiferencia angustiada y de la ruindad en el juicio que se deriva a la larga de la ausencia de pasión, me arrancó un libro de poemas que abrí, si no con desgana, con la sensación de rutina que acompañaba mis últimas lecturas. Y súbitamente sobrevino esa felicidad que regala la literatura. Es el gusto por el lenguaje y la obra bien hecha, pero también, y más que nada, una intensificación del deseo de vivir, como si se descubriera que las puertas que nos encerraban en un sótano estaban en realidad abiertas desde siempre, y afuera nos aguardaba por fin la plural aventura del mundo. Algo muy juvenil, lo reconozco sin sonrojo, pero ése es el estímulo que yo había encontrado antes en los libros y que me había abandonado. El autor que provocó el reavivamiento del gozo de leer era, precisamente, Raymond Carver; la obra, el libro que incluye el poema Radio Waves del que hablé en el primer párrafo. Yo no coloqué el retrato del escritor en mi dormitorio, pero repaso a menudo un volumen de fotografías suyas y de los paisajes que describe en sus relatos. El secreto de sus versos se me escapa. Escribía una poesía desaliñada, de una sencillez y una claridad engañosas y sin ninguno de los artificios retóricos que asociamos a la lírica y que, manejados por mano maestra, yo aprecio enormemente. Sin embargo, su efecto es de una contundencia y duración que no deja de asombrarme a cada relectura. ¿Se deberá a esa mezcla rara de lucidez, inteligencia y piedad? Sus cuentos, mínimos y emocionantes, presentan un enigma similar que Robert Altman no supo desentrañar en su celebrada pero peor que traicionera adaptación cinematográfica Shortcuts; Altman sustituía la mirada compasiva de Carver por un brillante cinismo que todos los lamentables, pero tan humanos y tan complejos, personajes del escritor los convertía en cretinos repelentes. En el prólogo a una antología de George Herbert comentó Auden que admiraba a muchos autores del pasado, pero a muy pocos le habría gustado conocer. Pues bien, lo que transmite Carver es una sensación de amistad a larga distancia, la certeza de que hubiera sido bueno conocer a este hombre, charlar con él de Chejov o de jazz, poderle enviar una carta diciéndole: «Querido Carver, he leído tu libro, me ha hecho bien, te estoy agradecido». |
© 2000 José María Conget José María Conget (Zaragoza, 1948; véase en este mismo número el artículo de J. Pérez Escohotado Comentarios (integrales) a la obra de José María Conget) Este texto, extraído del volumen Una cita con Borges (Sevilla, Ed. Renacimiento, 2000, Colección Los cuatro vientos 26), se publica con el debido permiso del autor. Esta texto no puede reproducirse, archivarse ni distribuirse sin el permiso expreso del autor. Rogamos lean las condiciones de uso. |