William Spindler Li
"Toda esa
noche y todo el día, la intolerable
lucidez del insomnio se abatió
contra él..."
(Jorge Luis Borges,
"Las ruinas circulares")
Aun
más sorprendente, dijo entonces Roberto, fue lo que me sucedió el
día que tomé el tren de Mombasa a Nairobi. Era fin de año y necesitaba
ir con urgencia a la capital para obtener un visado. Todos los vuelos
estaban llenos. Conocía Kenia lo suficientemente bien para saber que
viajar a Nairobi por carretera no es nunca una buena idea. Todos los
días aparecen en las páginas del East African o The Nation fotografías
horribles de accidentes de tránsito en los que veinte o treinta personas
han muerto quemadas vivas o apachurradas en autobuses o matatus. Y
no es de extrañarse: los choferes suelen conducir como si estuvieran
corriendo en el Rally Safari, trabajan sin descansar hasta cuarenta
y ocho horas y mastican todo el tiempo miraa para no quedarse dormidos
al volante.
«Tómate el tren», me
sugirió un amigo keniano. «Sales de Mombasa a las cinco de la tarde, lees el periódico
y, a las ocho en punto, te sientas en una mesa con servilleta y mantel almidonados en el
dining car y te comes un roast beef con Yorkshire pudding, como se debe, servido en
vajilla de plata. Luego duermes toda la noche y llegas a Nairobi al día siguiente fresco
como una lechuga. Eso sí, asegúrate de que viajas en primera clase, o te encontrarás
compartiendo el asiento con una mama gorda de un lado y un canasto de gallinas vivas del
otro.»
Seguí su consejo y esa
misma tarde me encontré camino a la estación. Hacía calor, y una suave brisa procedente
del océano Índico soplaba en lo alto, acariciando apenas las hojas de los mangos. El
viejo tren se encontraba ya en el andén y lo abordé de inmediato. Salimos con sólo
media hora de retraso. Leí un rato mientras nos alejábamos de la gran ciudad portuaria y
su costa sórdida y pegajosa como el olor a perro muerto.
Después de una
hora de rápido avance, el tren empezó a perder impulso hasta detenerse con un frenazo
súbito. Dejé el libro que leía y me asomé a la ventanilla. Ante mis ojos se abrían,
nítidos en la luz dorada del atardecer, los agrestes espacios de la gran sabana del
África oriental, con su horizonte de acacias, cuellos de jirafa y obeliscos de termitas.
Allí estaba, otra vez, ese paisaje estéril y vital, lleno de serpientes negras,
enroscados cuernos de antílope y espinas de diez centímetros de largo; hostil y
atrayente a la vez, extrañamente familiar, pues lo llevamos grabado en nuestra memoria
genética desde que nuestros ancestros lo cruzaron caminando erguidos por primera vez. Es
por eso que al verlo siempre sentimos nostalgia, la nostalgia lejana del fabricante de
herramientas de pedernal, del nómada cazador de gacelas.
El sol desaparecía con
una rapidez poco natural, provocándome, no sé por qué, una extraña sensación de
pérdida y desasosiego. Mientras tanto, un torrente de sombras horizontales y frías fue
inundando la llanura. Pronto reinó la oscuridad más completa. Me imaginé viendo mi
vagón desde afuera, desde alguna colina cercana. En la distancia, sus luces tenues
serían apenas visibles, y el tren, pequeño y vulnerable, no sería más que un juguete
abandonado en la sabana inmensa, oscura y pavorosa, ridículamete aferrado a unos rieles
que no eran sino un delgado hilo de metal, un trazo, un rasguño en la tierra antigua de
Africa.
El tren arrancó. Lenta
y silenciosamente, como con miedo, se fue deslizando por la vía férrea, adentrándose
tímidamente en la inmensidad de la noche. Una neblina gris que parecía emanar del suelo
reptaba hacia nosotros. Volví a mi libro. Las horas pasaban despacio y el tren avanzaba
con dificultad. De pronto, el aullido de una hiena, mezcla de llanto de bebé y risa
satánica, se escuchó con desconcertante claridad en la cercanía. Afuera, en la
oscuridad, se adivinaban formas grotescas, bultos que se desplazaban de manera extraña,
seres noctámbulos con orejas enormes como alas de murciélagos, que pululaban por el
suelo. Quise ver mejor y pegué la cara al vidrio de la ventana. De pronto algo espantoso
surgió de las tinieblas frente a mí: algo que parecía una máscara horrible y
distorsionada, larga y con ojos desencajados y fosforescentes que se abalanzaba sobre mí
a gran velocidad. Instintivamente me tiré hacia atrás. El espectro golpeó la ventana y
desapareció, sumergiéndose de nuevo en la penumbra con un espantado relincho,
mostrándome al mismo tiempo la crin erizada de su lomo y unos cuartos traseros pintados
de rayas negras y blancas: la horrible aparición no había sido nada más que una pobre
cebra extraviada en la neblina.
Antes de que pudiera
recuperarme del susto, un ruido brusco a mis espaldas me hizo voltearme sobresaltado. Ya
no me encontraba solo en el compartimiento de primera clase: un hombre moreno y
corpulento, vestido con traje blanco, que, por sus facciones, parecía oriundo del Oriente
Cercano o, quizá, del norte de la India, se encontraba frente a mí. Unas ojeras enormes
hacían resaltar aún más la profundidad de sus ojos negros y brillantes que me
observaban con atención. Al ver mi cara de espanto, el desconocido se disculpó en el
más correcto inglés británico: «Mil perdones, caballero, no quise asustarlo.
Éste es mi asiento. Si usted lo permite me sentaré a su lado». A pesar de su impecable
cortesía, no pude dejar de sentir cierta inquietud cuando se sentó junto a mí.
«Pronto cruzaremos el
puente sobre el río Tsavo», comentó después de un largo y silencioso intervalo. Sin
esperar respuesta ni muestra de interés alguno de mi parte, el extraño prosiguió: «Al
este de aquí, el río forma una ligera curva en su descenso de las tierras altas del
Kilimanjaro. Allí se encuentran las fuentes de Mzima, cuyas aguas, abundantes en
hipopótamos y cocodrilos, sirven a los masai de abrevadero para sus reses en la estación
seca. No muy lejos, en un lugar donde son comunes las emanaciones sulfurosas y hay
corrientes de lava que surgen de la tierra, se encuentran unas cavernas que los nativos
llaman Shaitani, lo que en el idioma swahili significa nada menos que 'el Diablo'. Según
sus creencias, en esas profundidades se encuentran prisioneras las almas de los
trabajadores que murieron construyendo este ferrocarril. Como usted sabrá, la mayor parte
de ellos eran coolies del Punjab y de Gujarat en la India, traídos aquí por los ingleses
a finales del siglo pasado. Muchos murieron en accidentes de trabajo, otros a causa de las
fiebres tropicales. Un número considerable fue víctima de los leones. ¿Ha oído hablar
de los devoradores de hombres de Tsavo? Los africanos creían que no se
trataba de fieras comunes y corrientes sino de espíritus que buscaban vengarse de
aquellos que herían la faz de la Madre Tierra con sus herramientas de hierro...»
«Una metáfora
imaginativa y de gran poder», admití, «coherente con formas de vida y filosofías más
respetuosas de la naturaleza que las nuestras...»
«¿Una metáfora?»,
levantó la voz el desconocido. «¿No sabe usted que los africanos, y entre ellos
me incluyo, creemos firmemente en la verdad de todas las historias, en su verdad literal,
y no sólo en su simbolismo? Nuestro concepto de la objetividad es diferente, más amplio
y rico, sin duda, que el de ustedes, los europeos.»
«No soy europeo»,
contesté. «Además, trato siempre de tener una mente abierta ante cualquier fenómeno
natural.»
El hombre me miró por
primera vez con curiosidad y prosiguió: «Tener una mente abierta, sopesar la
evidencia que se nos presenta, ser escéptico, ecuánime y objetivo. Ése fue el
credo que me enseñaron en el Imperial College of Science and Technology de Londres. Pero
desde entonces he comprobado que hay dimensiones, niveles de experiencia y de conocimiento
vedados al intelecto, realidades distintas de la concreta y tangible en la que creemos
encontrarnos. Existen en este mundo misterios y preguntas sin respuesta, y esto no es
sólo un lugar común, ni mucho menos una conjetura o una intuición mía, sino una verdad
comprobable. Permítame que sustente mi afirmación con un ejemplo de algo que me sucedió
hace algunos años cuando viajaba en este mismo tren».
«Habrá de saber usted
que pertenezco a una comunidad pequeña y hermética: la de los parsis. Fuimos perseguidos
por cristianos y musulmanes durante mucho tiempo, pero en la isla de Zanzíbar, en donde
yo nací, encontramos el refugio que buscábamos para practicar en paz nuestra religión,
la cual, incidentalmente, fue la primera en proponer la existencia de ángeles y demonios,
una creencia adoptada luego por el judaísmo y las otras dos grandes religiones
monoteístas. Nuestra presencia en estas regiones es antiquísima y se remonta al año 975
de la era cristiana, cuando el sultán de Shiraz, Ali ben Hasan, soñó que una rata
enorme con dientes de hierro socavaba los cimientos de su palacio. Los adivinos de la
corte interpretaron el sueño como un presagio del fin de su reinado. Para evitar la
erradicación de su dinastía, el sultán embarcó a su familia y a algunos de sus
seguidores en una flotilla de siete barcos que zarparon del puerto de Bushir, atravesaron
el estrecho de Ormuz y llegaron al océano Índico, donde una gran tormenta los separó.
Siguiendo rutas diferentes, las siete embarcaciones pudieron finalmente alcanzar las
costas orientales de África. Entre los tripulantes estaba un astrólogo parsi que fundó
el clan al que pertenezco.
| «La práctica de la
nigromancia fue una tradición en mi familia durante siglos, pero mi abuelo terminó
abandonándola, pues prefirió el estudio de la medicina occidental y se graduó de
cirujano en Glasgow. Mi padre, por interés tanto como por temperamento, quiso resucitar
la vieja tradición familiar, pero mi abuelo se lo impidió. Cuando éste falleció, mi
padre decidió iniciarse en el estudio de las artes esotéricas con un viejo maestro muy
respetado en nuestra comunidad. Bajo su tutela se dedicó a leer durante cinco años el
Zendavesta y otros textos antiguos. Luego, imprevistamente, partió hacia la tierra de
nuestros ancestros. Vivió como asceta en desiertos y montañas. Volvió al cabo de doce
años, desgreñado y con los ojos extraviados. Antes de morir llegó a confesarme que en
un recinto circular coronado por una figura de piedra había soñado con un dios ciego y
burlón cuyos símbolos son un espejo, un tigre y un laberinto. Murió al poco tiempo, de
una fiebre desconocida, profiriendo a gritos que un secreto extraordinario y terrible le
había sido revelado al fin.
»Y es aquí, estimado
caballero, donde mi relato desemboca en lo funesto, lo absurdo, lo demencial. Dos semanas
después de su entierro, mientras viajaba a Nairobi en este tren, volví a verlo. Fue
sólo un instante, cuando el tren se detuvo en una estación desierta y oscura en una
noche como ésta. No había nadie esperando en el andén silencioso, y del tren tampoco
descendió nadie. De pronto, entre las tinieblas distinguí una figura escueta y sombría
que avanzaba con pasos decididos hacia mí. Lo reconocí de inmediato: era mi padre.
Cuando se acercó, pude ver claramente a la luz de la luna su rostro descarnado y sus ojos
vacíos, incapaces ahora de presenciar otra cosa que los inhóspitos desiertos de la
muerte. Llegó hasta mi ventana y se quedó mirándome con expresión ambigua, mezcla de
ternura y de espanto. Parecía estar a punto de decirme algo, pero en el último momento
se arrepintió. Con gran alivio sentí que el tren comenzaba a moverse. Entonces, la
sombra que había sido mi padre hizo un gesto que en ese momento no comprendí: se
señaló a sí mismo y luego a mí. Después desapareció arrebatado en un violento
torbellino por una infernal jauría de espectros y demonios de los cuales era, ¿cómo
saberlo?, cruel amo o infeliz cautivo...
«Como usted sin duda
lo estará haciendo en este momento, busqué una explicación racional para este encuentro
sobrenatural. Agoté todas las posibilidades: un juego de siluetas, un espejismo, una
alucinación provocada por el cansancio o por la pérdida reciente de un ser querido,
incluso la locura. Me quedé al fin con la más obvia y terrible: decidí que lo que
había visto era, en efecto, una pesadilla. Pero, he ahí el horror: no era yo quien la
soñaba, ¿se da cuenta?»
Y mirándome fijamente con
sus ojos negros, añadió: «El intrascendente y trivial misterio que mi atormentado e
ingenuo padre me reveló cuando yo viajaba en este mismo tren, y que ahora he tenido
ocasión de comprobar, es lo que todos presentimos en algún momento de nuestras vidas
pero preferimos olvidar: somos seres ficticios imaginados por otros o acaso por nosotros
mismos. Cuando alguien escribe o pronuncia nuestro nombre nos está inventando, nos
convierte en personajes de una narración. Es por eso que, como enseña la Cábala, el
verdadero nombre de Dios es impronunciable y secreto y su conocimiento impensable».
El desconocido
enmudeció. No supe qué decir. Se me ocurrió que podía estar tomándome el pelo o estar
completamente loco, pero algo me dijo que su desesperación y su congoja eran genuinas.
Silenciosamente le ofrecí un trago de la pequeña botella de whisky que llevaba conmigo,
pero él la rechazó con firmeza.
«Desde aquella noche aciaga
no he vuelto a dormir», dijo. «Más que el espanto me mueve la piedad: temo que mis
sueños engendren criaturas melancólicas y transparentes condenadas, como usted y yo, al
tormento de existir y ser conscientes de ello.»
El extraño viajero se
levantó y sin decir nada más salió del compartimiento. Pensé que desearía estar un
poco a solas para calmar sus emociones. Como no volvió después de un buen rato, salí al
pasillo. Lo busqué en vano y, preocupado de que en su turbación pudiese cometer un acto
intempestivo, llamé al guardia. «No», respondió el guardia, «no he visto pasar a
nadie por aquí, pero si usted desea iré a buscarlo.» Sin sorpresa lo vi regresar
después de media hora; movía negativamente la cabeza. No pude dormir esa noche, y
tampoco la siguiente. La tercera noche, en un hotel de Nairobi, con la televisón y una
botella de whisky por compañía, recibí por fin, no sin sobresaltos, pero con profundo
alivio, el don del sueño.
Confieso que años más tarde
las palabras de aquel fantasma insomne aún me perturban. Pero con el tiempo he aprendido
a resignarme, y ahora, consciente de mi condición, espero con fatalismo, con ansiedad
incluso, que mi narrador encuentre las palabras que pondrán fin para siempre a mi relato.
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