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enero - febrero 2001  num 22

EL VIAJERO INSOMNE

William Spindler Li

 

"Toda esa noche y todo el día, la intolerable
lucidez del insomnio se abatió
contra él..."

(Jorge Luis Borges, "Las ruinas circulares")

Aun más sorprendente, dijo entonces Roberto, fue lo que me sucedió el día que tomé el tren de Mombasa a Nairobi. Era fin de año y necesitaba ir con urgencia a la capital para obtener un visado. Todos los vuelos estaban llenos. Conocía Kenia lo suficientemente bien para saber que viajar a Nairobi por carretera no es nunca una buena idea. Todos los días aparecen en las páginas del East African o The Nation fotografías horribles de accidentes de tránsito en los que veinte o treinta personas han muerto quemadas vivas o apachurradas en autobuses o matatus. Y no es de extrañarse: los choferes suelen conducir como si estuvieran corriendo en el Rally Safari, trabajan sin descansar hasta cuarenta y ocho horas y mastican todo el tiempo miraa para no quedarse dormidos al volante.
            «Tómate el tren», me sugirió un amigo keniano. «Sales de Mombasa a las cinco de la tarde, lees el periódico y, a las ocho en punto, te sientas en una mesa con servilleta y mantel almidonados en el dining car y te comes un roast beef con Yorkshire pudding, como se debe, servido en vajilla de plata. Luego duermes toda la noche y llegas a Nairobi al día siguiente fresco como una lechuga. Eso sí, asegúrate de que viajas en primera clase, o te encontrarás compartiendo el asiento con una mama gorda de un lado y un canasto de gallinas vivas del otro.»
            Seguí su consejo y esa misma tarde me encontré camino a la estación. Hacía calor, y una suave brisa procedente del océano Índico soplaba en lo alto, acariciando apenas las hojas de los mangos. El viejo tren se encontraba ya en el andén y lo abordé de inmediato. Salimos con sólo media hora de retraso. Leí un rato mientras nos alejábamos de la gran ciudad portuaria y su costa sórdida y pegajosa como el olor a perro muerto.
             Después de una hora de rápido avance, el tren empezó a perder impulso hasta detenerse con un frenazo súbito. Dejé el libro que leía y me asomé a la ventanilla. Ante mis ojos se abrían, nítidos en la luz dorada del atardecer, los agrestes espacios de la gran sabana del África oriental, con su horizonte de acacias, cuellos de jirafa y obeliscos de termitas. Allí estaba, otra vez, ese paisaje estéril y vital, lleno de serpientes negras, enroscados cuernos de antílope y espinas de diez centímetros de largo; hostil y atrayente a la vez, extrañamente familiar, pues lo llevamos grabado en nuestra memoria genética desde que nuestros ancestros lo cruzaron caminando erguidos por primera vez. Es por eso que al verlo siempre sentimos nostalgia, la nostalgia lejana del fabricante de herramientas de pedernal, del nómada cazador de gacelas.
            El sol desaparecía con una rapidez poco natural, provocándome, no sé por qué, una extraña sensación de pérdida y desasosiego. Mientras tanto, un torrente de sombras horizontales y frías fue inundando la llanura. Pronto reinó la oscuridad más completa. Me imaginé viendo mi vagón desde afuera, desde alguna colina cercana. En la distancia, sus luces tenues serían apenas visibles, y el tren, pequeño y vulnerable, no sería más que un juguete abandonado en la sabana inmensa, oscura y pavorosa, ridículamete aferrado a unos rieles que no eran sino un delgado hilo de metal, un trazo, un rasguño en la tierra antigua de Africa.
            El tren arrancó. Lenta y silenciosamente, como con miedo, se fue deslizando por la vía férrea, adentrándose tímidamente en la inmensidad de la noche. Una neblina gris que parecía emanar del suelo reptaba hacia nosotros. Volví a mi libro. Las horas pasaban despacio y el tren avanzaba con dificultad. De pronto, el aullido de una hiena, mezcla de llanto de bebé y risa satánica, se escuchó con desconcertante claridad en la cercanía. Afuera, en la oscuridad, se adivinaban formas grotescas, bultos que se desplazaban de manera extraña, seres noctámbulos con orejas enormes como alas de murciélagos, que pululaban por el suelo. Quise ver mejor y pegué la cara al vidrio de la ventana. De pronto algo espantoso surgió de las tinieblas frente a mí: algo que parecía una máscara horrible y distorsionada, larga y con ojos desencajados y fosforescentes que se abalanzaba sobre mí a gran velocidad. Instintivamente me tiré hacia atrás. El espectro golpeó la ventana y desapareció, sumergiéndose de nuevo en la penumbra con un espantado relincho, mostrándome al mismo tiempo la crin erizada de su lomo y unos cuartos traseros pintados de rayas negras y blancas: la horrible aparición no había sido nada más que una pobre cebra extraviada en la neblina.
            Antes de que pudiera recuperarme del susto, un ruido brusco a mis espaldas me hizo voltearme sobresaltado. Ya no me encontraba solo en el compartimiento de primera clase: un hombre moreno y corpulento, vestido con traje blanco, que, por sus facciones, parecía oriundo del Oriente Cercano o, quizá, del norte de la India, se encontraba frente a mí. Unas ojeras enormes hacían resaltar aún más la profundidad de sus ojos negros y brillantes que me observaban con atención. Al ver mi cara de espanto, el desconocido se disculpó en el más correcto inglés británico:  «Mil perdones, caballero, no quise asustarlo. Éste es mi asiento. Si usted lo permite me sentaré a su lado». A pesar de su impecable cortesía, no pude dejar de sentir cierta inquietud cuando se sentó junto a mí.
            «Pronto cruzaremos el puente sobre el río Tsavo», comentó después de un largo y silencioso intervalo. Sin esperar respuesta ni muestra de interés alguno de mi parte, el extraño prosiguió: «Al este de aquí, el río forma una ligera curva en su descenso de las tierras altas del Kilimanjaro. Allí se encuentran las fuentes de Mzima, cuyas aguas, abundantes en hipopótamos y cocodrilos, sirven a los masai de abrevadero para sus reses en la estación seca. No muy lejos, en un lugar donde son comunes las emanaciones sulfurosas y hay corrientes de lava que surgen de la tierra, se encuentran unas cavernas que los nativos llaman Shaitani, lo que en el idioma swahili significa nada menos que 'el Diablo'. Según sus creencias, en esas profundidades se encuentran prisioneras las almas de los trabajadores que murieron construyendo este ferrocarril. Como usted sabrá, la mayor parte de ellos eran coolies del Punjab y de Gujarat en la India, traídos aquí por los ingleses a finales del siglo pasado. Muchos murieron en accidentes de trabajo, otros a causa de las fiebres tropicales. Un número considerable fue víctima de los leones. ¿Ha oído hablar de los “devoradores de hombres de Tsavo”? Los africanos creían que no se trataba de fieras comunes y corrientes sino de espíritus que buscaban vengarse de aquellos que herían la faz de la Madre Tierra con sus herramientas de hierro...»
            «Una metáfora imaginativa y de gran poder», admití, «coherente con formas de vida y filosofías más respetuosas de la naturaleza que las nuestras...»
            «¿Una metáfora?», levantó la voz el desconocido.  «¿No sabe usted que los africanos, y entre ellos me incluyo, creemos firmemente en la verdad de todas las historias, en su verdad literal, y no sólo en su simbolismo? Nuestro concepto de la objetividad es diferente, más amplio y rico, sin duda, que el de ustedes, los europeos.»
            «No soy europeo», contesté. «Además, trato siempre de tener una mente abierta ante cualquier fenómeno natural.»
            El hombre me miró por primera vez con curiosidad y prosiguió: «“Tener una mente abierta, sopesar la evidencia que se nos presenta, ser escéptico, ecuánime y objetivo.” Ése fue el credo que me enseñaron en el Imperial College of Science and Technology de Londres. Pero desde entonces he comprobado que hay dimensiones, niveles de experiencia y de conocimiento vedados al intelecto, realidades distintas de la concreta y tangible en la que creemos encontrarnos. Existen en este mundo misterios y preguntas sin respuesta, y esto no es sólo un lugar común, ni mucho menos una conjetura o una intuición mía, sino una verdad comprobable. Permítame que sustente mi afirmación con un ejemplo de algo que me sucedió hace algunos años cuando viajaba en este mismo tren».
            «Habrá de saber usted que pertenezco a una comunidad pequeña y hermética: la de los parsis. Fuimos perseguidos por cristianos y musulmanes durante mucho tiempo, pero en la isla de Zanzíbar, en donde yo nací, encontramos el refugio que buscábamos para practicar en paz nuestra religión, la cual, incidentalmente, fue la primera en proponer la existencia de ángeles y demonios, una creencia adoptada luego por el judaísmo y las otras dos grandes religiones monoteístas. Nuestra presencia en estas regiones es antiquísima y se remonta al año 975 de la era cristiana, cuando el sultán de Shiraz, Ali ben Hasan, soñó que una rata enorme con dientes de hierro socavaba los cimientos de su palacio. Los adivinos de la corte interpretaron el sueño como un presagio del fin de su reinado. Para evitar la erradicación de su dinastía, el sultán embarcó a su familia y a algunos de sus seguidores en una flotilla de siete barcos que zarparon del puerto de Bushir, atravesaron el estrecho de Ormuz y llegaron al océano Índico, donde una gran tormenta los separó. Siguiendo rutas diferentes, las siete embarcaciones pudieron finalmente alcanzar las costas orientales de África. Entre los tripulantes estaba un astrólogo parsi que fundó el clan al que pertenezco.
|            «La práctica de la nigromancia fue una tradición en mi familia durante siglos, pero mi abuelo terminó abandonándola, pues prefirió el estudio de la medicina occidental y se graduó de cirujano en Glasgow. Mi padre, por interés tanto como por temperamento, quiso resucitar la vieja tradición familiar, pero mi abuelo se lo impidió. Cuando éste falleció, mi padre decidió iniciarse en el estudio de las artes esotéricas con un viejo maestro muy respetado en nuestra comunidad. Bajo su tutela se dedicó a leer durante cinco años el Zendavesta y otros textos antiguos. Luego, imprevistamente, partió hacia la tierra de nuestros ancestros. Vivió como asceta en desiertos y montañas. Volvió al cabo de doce años, desgreñado y con los ojos extraviados. Antes de morir llegó a confesarme que en un recinto circular coronado por una figura de piedra había soñado con un dios ciego y burlón cuyos símbolos son un espejo, un tigre y un laberinto. Murió al poco tiempo, de una fiebre desconocida, profiriendo a gritos que un secreto extraordinario y terrible le había sido revelado al fin.
            »Y es aquí, estimado caballero, donde mi relato desemboca en lo funesto, lo absurdo, lo demencial. Dos semanas después de su entierro, mientras viajaba a Nairobi en este tren, volví a verlo. Fue sólo un instante, cuando el tren se detuvo en una estación desierta y oscura en una noche como ésta. No había nadie esperando en el andén silencioso, y del tren tampoco descendió nadie. De pronto, entre las tinieblas distinguí una figura escueta y sombría que avanzaba con pasos decididos hacia mí. Lo reconocí de inmediato: era mi padre. Cuando se acercó, pude ver claramente a la luz de la luna su rostro descarnado y sus ojos vacíos, incapaces ahora de presenciar otra cosa que los inhóspitos desiertos de la muerte. Llegó hasta mi ventana y se quedó mirándome con expresión ambigua, mezcla de ternura y de espanto. Parecía estar a punto de decirme algo, pero en el último momento se arrepintió. Con gran alivio sentí que el tren comenzaba a moverse. Entonces, la sombra que había sido mi padre hizo un gesto que en ese momento no comprendí: se señaló a sí mismo y luego a mí. Después desapareció arrebatado en un violento torbellino por una infernal jauría de espectros y demonios de los cuales era, ¿cómo saberlo?, cruel amo o infeliz cautivo...
            «Como usted sin duda lo estará haciendo en este momento, busqué una explicación racional para este encuentro sobrenatural. Agoté todas las posibilidades: un juego de siluetas, un espejismo, una alucinación provocada por el cansancio o por la pérdida reciente de un ser querido, incluso la locura. Me quedé al fin con la más obvia y terrible: decidí que lo que había visto era, en efecto, una pesadilla. Pero, he ahí el horror: no era yo quien la soñaba,  ¿se da cuenta?»
           Y mirándome fijamente con sus ojos negros, añadió: «El intrascendente y trivial misterio que mi atormentado e ingenuo padre me reveló cuando yo viajaba en este mismo tren, y que ahora he tenido ocasión de comprobar, es lo que todos presentimos en algún momento de nuestras vidas pero preferimos olvidar: somos seres ficticios imaginados por otros o acaso por nosotros mismos. Cuando alguien escribe o pronuncia nuestro nombre nos está inventando, nos convierte en personajes de una narración. Es por eso que, como enseña la Cábala, el verdadero nombre de Dios es impronunciable y secreto y su conocimiento impensable».
            El desconocido enmudeció. No supe qué decir. Se me ocurrió que podía estar tomándome el pelo o estar completamente loco, pero algo me dijo que su desesperación y su congoja eran genuinas. Silenciosamente le ofrecí un trago de la pequeña botella de whisky que llevaba conmigo, pero él la rechazó con firmeza.
           «Desde aquella noche aciaga no he vuelto a dormir», dijo. «Más que el espanto me mueve la piedad: temo que mis sueños engendren criaturas melancólicas y transparentes condenadas, como usted y yo, al tormento de existir y ser conscientes de ello.»
           El extraño viajero se levantó y sin decir nada más salió del compartimiento. Pensé que desearía estar un poco a solas para calmar sus emociones. Como no volvió después de un buen rato, salí al pasillo. Lo busqué en vano y, preocupado de que en su turbación pudiese cometer un acto intempestivo, llamé al guardia. «No», respondió el guardia, «no he visto pasar a nadie por aquí, pero si usted desea iré a buscarlo.» Sin sorpresa lo vi regresar después de media hora; movía negativamente la cabeza. No pude dormir esa noche, y tampoco la siguiente. La tercera noche, en un hotel de Nairobi, con la televisón y una botella de whisky por compañía, recibí por fin, no sin sobresaltos, pero con profundo alivio, el don del sueño.
           Confieso que años más tarde las palabras de aquel fantasma insomne aún me perturban. Pero con el tiempo he aprendido a resignarme, y ahora, consciente de mi condición, espero con fatalismo, con ansiedad incluso, que mi narrador encuentre las palabras que pondrán fin para siempre a mi relato.

© 2000 William Spindler Li

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biografía

William Spindler Li  (Ciudad de Guatemala, 1963), escritor, poeta y periodista, es autor de dos novelas -Tejido a mano y Países lejanos- y de relatos publicados en diversos medios. Asimismo ha publicado artículos en The Spectator, The Financial Times, Forum for Modern Language Studies y la Enciclopedia de la Literatura Latinoamericana. Actualmente reside en Bruselas. E-mail: 106231.2772@compuserve.com;
página web:
www.geocities.com/wspindler_li

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