CÓMO
ODIAMOS LAS DESPEDIDAS
Jesús Llorente Omnipresencia de Dios: tú lo ves, oyes y sientes por
doquier; él a ti no.
Arthur Schnitzler
Lo que siente Lem es lo mismo que se le pasa a
cualquiera por la cabeza cuando en un viaje en avión intrasónico el comandante advierte
por el sistema de comunicaciones: "Atención, vamos a adentramos durante unos
instantes en una zona de turbulencias. Ajusten la seguridad de sus asientos con los
controles que tienen bajo su mano derecha". Al notar la primera sacudida, seguida de
una serie de sacudidas en cadena, uno tiene la tendencia irrefrenable a creer en Dios. El
futuro, versión guadaña con patas, viene hacia ti cortando el agua como un tiburón. Tu
mundo se viene abajo ahora que vas a morir demasiado cerca del cielo y demasiado lejos del
infierno. Le prometes a tu ángel de la guarda que nada más poner los pies en tierra
serás un hombre nuevo, alguien que ha nacido otra vez con el objeto de rehacer su vida y
evitar que su corazón sea la capital de todos los pecados capitales. Serás manso, serás
generoso, serás sincero y siempre pondrás la otra mejilla. Pero que todo vuelva a la
normalidad. Oh Dios, pensaré algo más en ti si dejas que vuelva a pisar tierra firme y a
acariciar a alguien que me dedica una sonrisa. También sucede cuando crees enamorarte.
Unas pocas semanas en compañía de alguien con quien parece que logras comunicarte
telepáticamente ("¡Qué casualidad, mi helado favorito también es el de fresas
salvajes! ¡Y a mí también me han dejado plantado seis veces!"), unos cuantos
orgasmos naturales mientras bebes de unos pechos como cadáveres hinchados, unas pocas
horas de confidencias en las que el amor chisporrotea en la cápsula de aislamiento,
bastan para estar seguros de que el Destino quizás sea algo más que el sueño de unos
cuantos poetas y un puñado de lunáticos. Algo os ha unido, y no podría haber sucedido
de otra manera. El ser humano ha evolucionado exclusivamente para llegar a esto. El Big
Bang, azul violeta, siempre os tuvo en mente... Pero aparcado el amor en doble fila e
imposibles los viajes -esta semana la televisión había dicho que volar no era seguro
porque las nubes se estaban suicidando-, de lo que ahora tenía miedo Lem era de que Dios
en persona, túnica cegadora y penetrante mirada, se apareciese a los pies de su cama para
realizarle la extremaunción.
-¿Señor Stan? ¿Es usted el señor Stan?
Stan apartó durante unos segundos el auricular de su
oído, repasó sus mordidas uñas y suspiró profundamente. Luego volvió a escuchar.
-Señor Stan, no me pregunte cómo he conseguido su
teléfono, porque tendría que mentirle y eso es algo que no acostumbro a hacer. En fin,
quiero que sepa que he dado con la persona adecuada para acompañarle en su largo viaje.
Se trata de... yo mismo.
-¿Y con quién tengo el placer de hablar? -preguntó
Stan con frialdad.
-Bueno, digamos que soy un perceptor. Yo siempre he
sabido que alguna fuerza cósmica, un planeta o los gajos de un planeta nos polinizó hace
millones de años y que ese Ser Superior está a punto de volver para comprobar en qué se
ha convertido su pequeña obra. Y es como un padre que deja a un hijo en el internado y
regresa un año después. Espera que hable con propiedad, que haya aprendido a
comportarse, que sea un caballero y que tenga modales en la mesa. Pero nosotros no podemos
compensar su infinita generosidad: hemos guerreado, hemos congelado el clima y toda
alteración troposférica, detenido la evolución... Quiero escapar con usted, no
queremos... y aquí hablo por todo mi grupo "Descendientes del Padre
Primigenio", o DPP si lo prefiere, que nuestro padre descargue su ira sobre nosotros.
Déjenos acom...
Stan pulsó el botón de "interferencias" y
la voz del perceptor se ahogó como la de los locutores de las radios antiguas cuando
nuestro coche pasaba bajo un puente. Luego apretó "nueva llamada".
-Querría hablar con Lem Prix, por favor. Habitación
trescientos veintitrés, área treinta y dos, sección cuatro.
-Un segundo, por favor. ¿De parte de quién?
-inquirió el preguntador automático.
La cercanía de la muerte nos hace intuir la presencia
de un ser superior, algo más que el eco de las preguntas que dirigimos al infinito. Por
eso la mayoría de las personas que siguen alguna ceremonia por televisión o recrean
templos virtuales de diferentes estilos en su ordenador suelen ser venerables ancianos.
Por eso también, ahora que creemos tener la inmortalidad al alcance de la mano, la gran
mayoría considera la religión un vestigio del pasado, algo que nos recuerda una gran
debilidad, las noches más oscuras del alma. Cuando se acerca la enfermera Kane a teclear
unos dígitos en la muñeca de Lem, éste casi se había dormido. Un tubo con diferentes
tentáculos recorre todo su organismo desde la boca hasta el ano. Tan sólo el cerebro es
ajeno a su influencia. Los enfermos son algo extraño, una raza aparte, literalmente. Y
afectado por el mal de Reding -una mutación genética que hace que no pueda recibir nunca
tratamiento genético porque sus células se merendarían unas a otras-, Lem era también
una especie en extinción, un caso raro. Que alguien con cuarenta y siete años estuviese
postrado en una cama y sin posibilidad de curación lo convertía a los ojos del resto del
mundo (un resto del mundo con férreas y entrenadas defensas) en una pieza de museo o en
un espectáculo de circo, un monstruo cubista y la mujer barbuda al mismo tiempo. Los que
conocían su estado no sabían si admirarse, reír o llorar, y muchas veces acababan
haciendo las tres cosas a la vez.
Una aciaga tarde, moribundas horas que sólo han
cobrado vida gracias a su mirada, pensó Stan, imaginando un juguete viejo y olvidado que
se mueve con un par de pilas nuevas. Efectivamente, cuando Lem escuchó la historia del
loco que decía que la Tierra era el resultado de un polvo que un planeta errante echó en
el espacio hace mucho, mucho tiempo, quiso poder reírse, y ya sólo por eso... Después
le preguntó quién seria la madre de la criatura... y tosió haciendo que su tubo interno
se estremeciese. Lem siempre había pensado que si los seres humanos tuviésemos la piel
transparente y pudiésemos vernos por dentro, no nos atreveríamos a mover ni un solo
dedo, pero ahora que sentía una red de pequeñas cámaras corriendo por aquel largo
gusano de plástico, podía ver en vivo y en directo cómo sus órganos se iban
envenenando, cómo el hígado tenía la forma de una sucia y acartonada esponja de baño y
el corazón no se parecía en nada a los que se imprimen, rojos y anticuados, en las
tarjetas de San Valentín. ¡Por no hablar de los intestinos, esos tubos de escape del
color de los espárragos! Hablaron durante poco tiempo. Stan tenía una reunión para
decidir la hora más conveniente para el despegue y no podía llegar tarde de nuevo. Su
oficina está llena de relojes, lo mismo que los pasillos del centro tecnológico, así
que no había excusa. Prometió visitarle antes de abandonar la Tierra, y también que le
dedicaría un libro con el recuento de las llamadas telefónicas a las dos de la mañana,
las anónimas amenazas, las cartas de desequilibrados, de contactados, de dobladores de
cucharas y parapsicólogos que había recibido desde que en el Outscience Journal se
había publicado una sesgada y equívoca noticia sobre sus propósitos.
En una foto de hace cinco años Lem le sonríe desde
las escaleras del patio interior de la casa que compartían. Está intencionadamente
tomada en un ligero contrapicado, con lo que la figura del científico, que parece más un
cirujano prestigioso que un astronauta, resulta amenazadora. Todavía guapísimo, se
advierte enseguida que pronto ganará peso y perderá expresión. Viste unos pantalones
negros y una camiseta gris y tiene en la mano derecha una pieza metálica que se sale del
encuadre. ¿Eran felices? Lem piensa que sí, que dos personas no pueden ser más felices.
Y él siempre había vivido la felicidad a destiempo, como el ladrón que entra en el
banco después de que haya sido desvalijado por completo, o una canasta rocambolesca y
ganadora que se cuela tras el sonido de la bocina. Sabía que habían disecado la
felicidad, que dieron con ella en alguna excursión nocturna y ya no quisieron perderla,
esa felicidad con nariz roja, ensangrentada del hocico hasta sus ojos angulosos. La
colgaron en la pared y a todos se la mostraban orgullosos. Y es que con Stan las cosas
eran aquí y ahora, al momento, oído cocina, marchando. O mejor dicho, fueron allí y
entonces, porque desde hace más o menos un año todo ha cambiado. Él, recluido en aquel
hospital rascacielos, soñando con la visita del fantasma del presente, el pasado y el
futuro, inútil como un libro que se deshoja solo, y Stan a punto de salir despedido de su
vida, rumbo al espacio exterior. El porvenir no parecía halagüeño, y sin embargo, el
invierno era increíblemente benigno.
¿Afinidad psíquica?, ésa era la gran pregunta.
Durante la reunión Stan no podía dejar de pensar en Lem, en lo mucho que habían
compartido durante toda una década. Sexo al principio y luego compañerismo. Siempre se
habían apoyado el uno en el otro y quería pensar que las cosas seguían igual. Él
estaba al tanto de todos los detalles de su enfermedad y conocía los nuevos avances -la
vacuna de proteína sintetizada, la teoría de la congelación rápida del ADN
El
doctor Reims de la Universidad de São Paulo afirmaba que en cinco o seis años el mal de
Reding sería curado como un simple resfriado. De momento... Su abuelo hubiera dicho que
de momento sólo queda rezar, y eso era lo que más le preocupaba. Que una persona como
Lem hubiese hablado, en pleno delirio provocado por la medicación, de "la
culpa", "la verdad moral" o "el pecado", le parecía inquietante.
Poco después de conocer su suerte, postrado en su cama de hospital y cogiéndole la mano
entre las sábanas pronunció por vez primera la palabra "Dios", añadiendo que
tenía miedo de que en realidad hubiese un dios, o varios dioses. "Normalmente no
creo en nada, ya me conoces. Podría decirse que toda la vida he sido más que ateo...
antiateo. Aunque Dios se presentase ante mí con una barba blanca y una espada en forma de
trueno, yo le hubiese negado tres y tres mil veces." Hubiese vivido apartado de él,
ella o ello sin ningún problema, sabiendo que los que creen en la resurrección de los
cuerpos y las almas están expuestos a llevarse una gran decepción, aunque si ésta se
produce nunca llegarán a experimentarla, mientras que a los otros, los que creen en la
nada, el vacío y la mera transformación de la energía, les espera quizás una gran
sorpresa, de la que nunca se verían privados. "Pero ahora... creo que tener pocos
meses por delante me está afectando", le había soltado, con voz seca, ahogada luego
por la tos. "Partiremos a las seis de la mañana. El seis de agosto a las seis de la
mañana. Creo que todos es tamos de acuerdo", dijo Stan alisándose con la mano el
pelo erizado por la emoción.
Las cosas empezaron a cambiar una tarde de verano. Lem
siempre se había comportado como el más crédulo de los escépticos y el más escéptico
de los crédulos, pero aquello parecía algo muy serio. Escondidos en el hangar de la
casa, para protegerse de una de esas lluvias que hacen dudar de la existencia misma del
sol, Stan había sacado una botella de ginebra y dos vasos y le dijo a Lem que tenía algo
que contarle, algo muy importante. "Quizás me ausente durante un tiempo",
comenzó. La mente de Lem no pudo asimilar del todo el torrente de ideas, conceptos
técnicos y explicaciones que recibió durante las siguientes dos horas. En resumen, Stan
y su equipo habían logrado crear un prototipo de generador cuántico que permitía la
explotación de la energía del espacio. Así, podía construirse un motor espacial con un
sistema de propulsión y se iban a alcanzar velocidades cercanas a la luz. "¿Te das
cuenta de lo que eso significa?", le preguntó Stan, exultante. Lem respondió que
sí, que se hacía cargo.
-Los viajes espaciales se han estancado porque
dependen de las inversiones de los gobiernos de las diferentes potencias mundiales. Unos
años destinan más presupuesto a la investigación y otros menos. Me resulta insoportable
depender de la bondad de nuestros políticos.
-¿Y cómo piensas financiarlo?
-Bueno, no estoy, como te habrás imaginado, solo en
el proyecto. Somos un equipo de treinta personas y hemos trabajado en esto desde hace
siete años, en secreto.
-Mientras os hacíais ricos con los motores de un
milímetro...
-... y buscábamos una financiación adecuada. Al
principio las multinacionales no quisieron apoyarnos. Tenían miedo de perder sus
privilegios por las represalias del gobierno, o ser multadas por intromisión en la
seguridad nacional.
-¿Y?
-Bueno, uniendo nuestros fondos a las generosas
contribuciones de personas que querían un porcentaje de nuestros beneficios, siguiendo
los sabios consejos de la legislación espacial (impulsada por abogados afines a la
causa), vendiendo participaciones en la futura patente del generador cuántico, y
trabajando gratis durante algún tiempo. Y aquí estamos. Quedan más o menos veinte meses
para que nuestros sueños se cumplan.
Aquella noche Stan soñó con Europa y Ganimedes,
escalas diurnas de un largo viaje que nada tenía que ver con los mapas estelares
conocidos. Orión era un paisaje más desolador que desierto. Había tentativas de vida
por todas partes. Brotes de soja entre las rocas. Hiedras cubriendo montañas de hielo y
lava. Al despertar, sus ojos guardaban aún la tenue veladura de su atmósfera. Lem no
pudo pegar ojo.
La luz filtrada por las cortinas corridas, la sonrisa
de Kane, trayéndole una sopa de soja, y la emoción de comenzar a verle a todo algún
sentido. ¿Será morir como volver a ser niños recién comulgados? La increíble ansia de
creer en lo imposible anida en el interior de la mayor parte de los seres humanos. Aunque
le hayamos dado la espalda a toda trascendencia, siempre queda un poso de fe en forma de
pequeñas supersticiones, pesadillas en las que estamos dentro de otra pesadilla, la
sensación de que, desde algún lugar lejano, alguien dirige su zoom hacia nosotros para
observarnos con detalle, como un niño que pone bajo un microscopio un terrón de azúcar
o un grano de café. Encontramos pistas falsas por todas partes, y algunas son tan falsas
que parecen verdaderas. Y entonces respiramos hondo, alabamos un paisaje, se desata una
borrachera de los sentidos. Creemos en el alma, en todas las almas. No, no quiero
ablandarme de esa manera, pensaba Lem. Durante cada año de su vida y desde que cumplió
los doce en aquel internado londinense supo que en su vida no cabía la trascendencia.
Todas sus experiencias le confirmaron que no se había equivocado. Salir al campo y
respirar aire puro. Escribir un poema a la vieja usanza. Introducirse en un cuerpo que
hace media hora aún no conocía. Nada había en el mundo que le hiciese sentir la fiebre
metafísica. Dios no existe, se decía, no hay nada que indique su existencia, ni siquiera
en el mundo de las intuiciones o las sensaciones. Cualquier ejercicio de introspección
demuestra que estamos solos en la cuerda floja del vacío. Ocupemos este tiempo que nos
sobra con el arte, la música o el amor. Pero en la muerte no hay más arte que el de la
elegancia en el morir. La única música es el crujir de tus huesos, tus pulmones que
silban, el tictac de la bomba de relojería que anida en tu corazón, ventrílocuo del
principio y del final. ¡Y del amor mejor no hablar! Prematura opacidad y una seca
ausencia de calor. Salados muñones y dedos entrelazados. ¡Si por lo menos Stan pudiera
estar junto a él en los momentos de crisis!
James F. Reeves era una persona de complexión
robusta. Su barba, espesa como un gato ovillado, reposaba sobre el cuello de su uniforme
cubierto de distintivos en forma de agujeros negros.
-Dicen los noticiarios que tenemos la presunta
intención de desestabilizar el gobierno, y que se trata de un rumor que nunca nos hemos
preocupado en desmentir.
-Se supone que hemos mantenido esto en secreto -dijo
Stan encogiéndose de hombros.
-Ya, pero desde el principio circularon informes sobre
nuestros propósitos. La marcha de uno de los operarios nos vino de perlas. Creyó tener
información privilegiada y todavía hoy no sabe que lo utilizamos como pista falsa para
confundir a los medios y al gobierno.
-Por lo menos se habrá hecho rico.
-No por mucho tiempo. El cinco de agosto el Protocolo
Tichy entra en vigor y cualquier persona puede viajar a las estrellas sin necesidad de
pertenecer a las agencias gubernamentales.
-¡Cómo pudieron imaginar que no lo lograríamos!
-Creían que lo que queríamos era venderles algún
ingenio que cambiaría la historia galáctica, pero no explotarlo. Ni que teníamos en
mente prescindir de ellos por completo.
-El Ottoscopy News dice que entre nosotros se
encuentra un doctor que según las malas lenguas se incorporó a nuestras filas huyendo de
una orden de prisión dictada en París, y según el centro tecnológico, fue traído
hasta aquí por fuerzas inescrutables.
-Eso le da un toque esotérico al asunto -comentó
Stan con voz glacial.
-Ni mucho menos contrario a nuestros intereses. Aunque
tengas que soportar piratas telefónicos que te hablan de fuerzas misteriosas y fenómenos
extraños.
Hacía un lustro que sólo se lanzaban al espacio
satélites de comunicaciones. Ni una misión tripulada, ni un robot informatizado para
rastrear galaxias próximas. Nada. "La gente prefiere que se emplee el dinero en la
desalinización de los océanos y otras cosas más útiles para la humanidad."
¡Tonterías! Si matas el espíritu aventurero matas al mismo hombre, se decía Stan. Y
por otra parte, el régimen de monopolio que tenían las agencias espaciales
gubernamentales había retrasado la conquista del espacio. Sin el individualismo Europa
nunca habría conocido América. Ni se hubiese dado la primera vuelta al mundo en barco.
Ni llegado a la cima del Everest. Los gobiernos son conservadores por naturaleza y antes
construirán una universidad que una colonia en Marte. ¿Que los costes son enormes y los
fallos inevitables, porque en pocos segundos puede esfumarse una inversión billonaria?
¡Es el precio que hay que pagar por la gloria, la conquista, el descubrimiento, la
sensación de estar superándonos! Stan se encogía de hombros cuando le preguntaban:
"¿Y qué pasa si permaneces cinco años allá arriba y no encuentras nada?".
Bueno, siempre se ha dicho que nuestra naturaleza está en el movimiento, que el reposo
total es la muerte y que si a estas alturas no quieres hacer turismo tienes que irte al
espacio. Lo que importa es el tránsito, el espíritu que te empuja primero hacia arriba y
luego te pone en órbita, la idea de encontrarse con otros mundos, otros amaneceres, una
estrella desconocida, la chatarra abandonada por criaturas demasiado conscientes de su
finitud como para dedicarse a barrer las galaxias, encontrarte, en fin, contigo mismo en
cualquier momento de debilidad, en cualquier situación crítica que te obligue a ser un
valiente, un capitán soledad, un terrícola que sufre de vértigo y se agarra a la
baranda de su fortaleza mental. ¿Para qué viajar? Pues para no convertirte en lo que
siempre has sido.
-Que hayas venido significa que te vas mañana -le
dijo a Stan mirándole como si fuese transparente.
-Y temprano.
Lem tenía esa crispación en la boca de pasar horas
sin haber podido hablar con nadie. Afuera estaba lloviendo y las gotas caían sin esfuerzo
sobre los hombros de los transeúntes. Las ventanas de su cuarto estaban empañadas de un
vaho que invitaba a escribir "¡Socorro!".
-Llevo muchas noches pensando en algo que tengo que
pedirte. Se trata de Dios.
Stan miró la pantalla que había a los pies de la
cama. No, Lem no estaba sometido a ningún tipo de medicación con efectos secundarios.
-El caso es que no quiero, de ninguna manera, que la
amenaza de la muerte vuelva a traerme pensamientos sobre Dios. No quiero ser débil,
convertirme en un niño asustado o en un mono prehistórico atemorizado por el trueno.
-Poco puedo hacer yo, apenas recordarte cómo has
vivido y pensado toda tu vida.
-Sí hay algo que puedes hacer. Vuela a las estrellas
y prueba que tengo razón, que siempre la he tenido.
-¿Quieres que busque a Dios en las estrellas?
-preguntó Stan. Lem clavó en sus ojos una mirada densa y penetrante, sin responder.
-¿No sabes que voy a pasarme algún tiempo ahí
arriba, que cuando vuelva
?
-¿Que cuando vuelvas ya estaré muerto? -dijo Lem
súbitamente entristecido.
-Más o menos.
-Pero vas a estar en contacto con tu grupo, ¿no?
-¿Crees que puedo llamar a mis encargados de
comunicación y decirles: "Posdata para Lem: Dios no existe"? Me ordenarían
volver de inmediato. Pensarían que he perdido la cabeza debido al aislamiento.
-Podríamos utilizar una clave. Pero en fin, hablas de
lo que te pido de una manera que lo convierte en una simpleza.
-Es absurdo pensar que Dios está por ahí como un
meteorito, dando vueltas y más vueltas, esperándonos.
-No me refiero concretamente a Dios. Lo que quiero es
que si encuentras indicios de vida, lo que probaría la existencia de un ser inteligente y
creador, los destruyas.
-¿Y si es una clase de vida superior en fuerza e
inteligencia?
-Entonces vuelves y no dices nada. Si sigo con vida me
lo ocultas y se lo ocultas al mundo. No dejes que muera sabiendo que un orden desconocido
gobierna las galaxias.
-Supongo que sabes que mi misión es limitada. No creo
que pueda viajar ni por la millonésima parte del Universo conocido. Mal pionero voy a ser
y pocas conclusiones voy a poder sacar.
-Lo que quiero que hagas es que salgas ahí fuera y
demuestres que no hay más vida que ésta, que todo fue casualidad y no causalidad, o mala
suerte, y que Dios no existe ni nos condenó a ganar la lotería genética. Que me digas
si tus sensaciones e intuiciones, allá en el espacio, son las mismas que con los pies en
la tierra: que somos una carambola en una inmensa mesa de billar. Sólo entonces podré
morir tranquilo.
-¿Te bastarán mis reflexiones sobre el tema?
-A pesar de todo, sí.
Stan le dio un beso a Lem cuando éste se adormeció.
Un segundo antes su intratubo había comenzado a despedir una minidosis de un líquido
amarillo fluorescente. Aquella conversación y la aceptación de Stan a cumplir los deseos
de su amigo le otorgaban un nuevo aspecto a la misión. Cada cinco días, y por medio de
una complicada concatenación de satélites, Stan tenía que comunicarse con su base y
realizar un informe de cincuenta mil caracteres y ocho mil números sobre los diversos
experimentos que iba a emprender a bordo y en las atmósferas que lo permitiesen. Al final
siempre añadiría una frase en clave según la suerte de sus indagaciones. A James F.
Reeves le dijo que era un mensaje que descifraría a su vuelta, pero que el veterano
ayudante de las cejas pobladas tendría que hacerle llegar a Lem ("mientras conserve
la razón", añadió), y aquél no hizo más preguntas. Pero el asunto de Dios le
preocupaba. Mientras intentaba conciliar el sueño comenzó a pensar en muchos momentos
compartidos junto a Lem: de la mano tras unos lavabos públicos en un parque temático
sobre Bizancio, su primera pelea al descubrir que tras unas cortas vacaciones Lem hacia el
amor de una forma diferente, maestro en nuevas posturas, licenciado en piruetas carnales,
o la emoción de organizar aquel encuentro entre sus padres en un crucero por el
Mediterráneo... todo quedaba cegado por el hecho de que Lem se estaba muriendo y él se
estaba marchando muy lejos. Casi podía escribirse un poema épico con todo aquello. ¿Hay
algo en nuestras vidas que rime con Dios?
Cuesta despedirse cuando uno va a salir despedido.
Casi una broma, pero cierta en el caso de Stan. A James F. Reeves le basto un apretón de
manos. No en vano iban a estar en contacto permanentemente. El único lugar en el que no
había una cámara instalada era el espacio entre su ombligo y sus rodillas. James F
Reeves podía verlo todo, eso sí, con algo de retraso debido a una retención
transmisiva. Las limitaciones del primer motor cuántico. En cualquier caso era un riesgo
que merecía ser corrido. Sus padres no hicieron demasiadas preguntas. Siempre les había
parecido que su hijo escapaba continuamente de cosas: su hogar, su familia, su primera
mujer, su país, la Tierra. Construir una pequeña nave espacial con algo así como
plástico refinado y hundirse en el vacío galáctico formaba parte del mismo plan
diseñado por Stan desde niño. ¿No es cierto, Stan? ¿Te acuerdas de cuando te perdiste
en un supermercado por el mero placer de que dijesen tu nombre por megafonía? Los minutos
en los que permaneció en un cuarto rodeado de cajas y albaranes fueron los más felices
de su vida infantil. Quiso huir por una ventana que daba al aparcamiento. Pero no lo hizo.
Stan, ¿qué es lo que te daba miedo cuando algo te aterrorizaba? El viento feroz que
agitaba las estrellas, el cielo enorme y azul como el cielo de los libros, los jardines
colgantes que poblaban la luna de sus sueños. ¡Ah, las horas de sueño que nos quitan
los sueños! Intentó hablar por última vez ("por última vez...", en teoría
tan sólo estaría un año fuera, pero...) con Lem, pero a las cinco de la mañana, justo
antes de salir de su miniapartamento, todas las líneas estaban ocupadas y a los enfermos
no les leerían sus correos electrónicos hasta las nueve. Entonces se le ocurrió que Lem
se pondría muy contento de poder escuchar su voz, sin cambios de tono, sin posibles
réplicas ni turnos de palabras, sin discusiones potenciales entre sujeto y predicado.
Dejaría un mensaje en su contestador personal. Le corresponden diez minutos diarios de
mensajes, pero aquél sería muy breve, muy pausado y sincero. La máquina lo aceptaría
encantada.
"Querido Lem, amigo mío. ¿Te acuerdas de esa
frase que siempre repetías cuando tenias un contratiempo inesperado? Decías:
"Oh Dios mío, mi salvador de nada". A mí
me hacía mucha gracia. Uno siente el amor, pero el amor no es un artículo libre de
impuestos, el amor exige demasiados sacrificios, silenciosas lágrimas, lavados de alma y
de estómago, un corazón-sandía, un higado-esponja, unos suspiros de asmático, y sobre
todo, mejorar ostensiblemente tu higiene personal. Eso lo supe desde el principio. Yo
siempre había tratado de distribuir el amor por mi cuerpo, apenas sentía el primer
cosquilleo más allá de los genitales, pero pocas veces prendía y cuando lo hacía era
siempre tarde, poco y mal. Muchas relaciones comienzan empañadas desde el principio por
una dosis de veneno que luego con el tiempo puede diluirse o puede que tengamos que
aumentar las dosis para conseguir el mismo efecto. Cuando hicimos el amor por primera vez
fue también la primera vez que no me sentí vacío después de hacerlo, sino lleno de
algo que no sabia si era sólido, líquido o gaseoso o todo al mismo tiempo. ¡Ah, el
amor! En el nuestro siempre ha habido algo que no encajaba, pero los hay que como las
hermanas de Cenicienta son capaces de cortarse un dedo del pie para que les encaje un
zapato de número distinto del suyo. Eso es lo que tú y yo hemos hecho. Y he sido feliz
durante muchos años. Hasta que caíste enfermo y nuestros caminos comenzaron a separarse.
Y ahora ha llegado el momento de despedirnos. O mejor, de despedirme. Espero volver pronto
y que cuando vuelva a vislumbrar la tierra tú sigas vivo. ¿Lo harás por mi? Luego está
todo ese asunto de Dios. Sé que tienes miedo de que haga un descubrimiento que cambie el
curso de la ciencia, la técnica, la evolución y la religión humanas. Deja que sea menos
optimista. Imagina que encuentro algún rastro de vida microscópica, los restos de un
gusano de una millonésima del grosor de una uña. ¿Cambiaría en algo tu vida? Creo que
no, pero tú has trastocado en cierto modo el motivo de este viaje. Ahora no sólo pienso
en la gloria o el futuro, sino en tu tranquilidad. Íntimamente sé que después de la
muerte no hay nada más que la inmortalidad, y por eso me dirijo a las estrellas. Esto
sólo te lo he confesado a ti. Me gustaría hallar algo extraordinario, volver a la Tierra
y entregarle al mundo mi legado. Pero aparte de la gloria labrada... lo demás es humus,
materia orgánica, residuos tóxicos... nada. No pienso mentirte. Si veo algo fuera de lo
normal, una ráfaga de luz coronada por un bastón dorado, un mar orgánico intentando
comunicarse conmigo, unos seres a los que logro convencer de que vengo en son de paz... a
todos ellos pienso preguntarles por Dios. Y te diré la respuesta, viviré para ello. Pero
ahora deja que acabe con un chiste: ¿sabes por qué Dios nunca podría ser profesor de
universidad? Porque publicó tan sólo una obra, estaba en hebreo, no tenía
bibliografía, mucha gente duda de verdad que lo haya escrito Él solo, nunca se acercó a
ninguna comisión ética para pedirles permiso para experimentar con humanos y obligaba a
sus estudiantes a leer únicamente su libro. Y encima permitió a su hijo dar algunas
clases, pero éstas no tenían horario fijo y se celebraban en mares y montañas. ¿No te
parece divertido? Te quiero como una vez llegué a quererte."
De la noche a la mañana, como cada pocas horas, el
día había vuelto a nacer por medio de una leve bruma y dardos de luz. Toda la ciudad se
veía envuelta en todas las comidas, los sueños, la basura, las promesas, los malos
pensamientos de los últimos veinte años. ¿Era el sol un dorado plato de "Todo a
Cien" puesto de canto? ¿Era la luz que parecía emitir el reflejo de unos
gigantescos focos orientados por satélites? ¿Hay una Agencia encargada de la
falsificación de las manchas solares y el mapa de las galaxias? Nunca lo sabremos. Nunca
quisimos saberlo. Como resultado, el cielo semejaba una foto retocada de 1999, una postal
color pastel, de esas que se mandaban para dar envidia. James F. Reeves tenía unas manos
gruesas y bronceadas, con un pequeño tatuaje cifrado en la muñeca de la mano izquierda.
Tecleaba cifras y letras. Todo estaba a punto. Hasta el más mínimo detalle. Pero algo
inesperado sucedió. Una lluvia de meteoritos a un millón de kilómetros de nada de la
atmósfera terrestre podía afectar al motor. Era algo que ciertamente no habían
previsto. James F. Reeves, como si todavía pudiera ver el informe en el que se mencionaba
ese peligro... siendo desmenuzado por la trituradora de documentos, le comunicó que
sería mejor retrasar el viaje un día. Con la cantidad de chatarra espacial acumulada en
el espacio en los últimos cuarenta años, era imprevisible el resultado de la conjunción
del detritus tecnológico y aquellas albóndigas celestes. No se podía correr ningún
riesgo, así que el aplazamiento era, por lo indicado en los paneles de control, la única
salida.
En la entrada del centro tecnológico Stan cogió un
taxi y se dirigió a la casa que compartía con su actual novio. Se acercó a la ventana
del dormitorio. Era su día libre y Costa estaba viendo la televisión desde la cama, con
una de las camisetas de Stan encima y los pies desnudos saliendo de la manta. Stan se dio
cuenta de que no podría soportar la secuencia de emociones que subirían del corazón a
la garganta si daba unos golpecitos en el cristal. Hacía una semana desde que Costa le
había dicho por primera vez "Te quiero", después de hacer el amor y bajo el
efecto hipnótico del sexo. No estaba previsto así, y recuerda que la voz se le quebró
en la última sílaba haciendo que su inseguridad fuese más que evidente. Cuando él le
devolvió las mismas palabras, éstas ya sonaban vacías y sin sentido. Y ahora estaba
observándole, pero se dio cuenta de que si volvía a enfrentarse a su curiosidad tendría
que mentir, explicarle qué hacia allí a esas horas y cómo había pasado el día. Miró
de nuevo por la ventana, pero ya no estaba. Se sentía muy cansado, así que fue a un bar
a tomar un café y comer algo. Como no había querido ir al restaurante de la facultad en
la que daba clases ni a ningún lugar en el que le conociesen, acabó en un local de la
parte este de la ciudad, donde la falta de familiaridad del decorado y las personas que le
atendieron le hicieron sentir como si de verdad se hubiese marchado ya de este mundo.
Pasó un buen rato viendo un partido de tenis en la televisión, y cuando salió estaba
empezando ya a anochecer.
Tenía tanto frío y estaba tan deprimido que decidió
coger una habitación en un hotel cercano. En la puerta del cuarto había una alfombrilla
que decía "Bienvenido a su hogar de paso". Mientras intentaba acostumbrarse a
aquella cama de matrimonio pensó en lo extraño que era pasar la noche en un sitio que
estaba a tan sólo unos kilómetros de su casa. Una ola de tristeza le envolvió al cerrar
los ojos. Dejó transcurrir media hora. Al final cogió el teléfono y llamó para que el
recepcionista le levantase a las cinco y media de la mañana, seis horas antes de su
viaje, y que le recogiese un taxi. Entonces se quedó dormido. En algún lugar de su
cabeza se derramó la ampolla de los sueños. Sus padres y amigos celebraban una fiesta en
la playa, y Stan se adentraba en mar escuchando la música de un walkman. Con el agua a la
altura de los hombros como una toga de espuma, observaba desde unos pocos metros. Estaban
celebrando algo que no entendía. Eso sí, nadie parecía echarle de menos. Intentó
gritar "¡Estoy aquí! ¡Estoy aquí!", pero no podían escucharle, tal era el
estruendo de olas y de vasos, de risas y marejada. De repente miró al cielo y vio cómo
un enorme zapato rojo de tacón se convertía en un descapotable también rojo, y luego en
un enorme langostino que le escrutaba con sus ojos como huevas de merluza. En el walkman
sonaba música de violín. Una música muy triste que afligía su corazón. Lloraba en el
sueño y luego soñó que se meaba de miedo en el bañador. ¿Miedo a qué? Al despertar
le costó aferrarse a su cuerpo. Tenía los brazos dormidos y un dolor de cabeza como de
resaca. Inmediatamente se dirigió hacia el hospital.
En la puerta no había nadie que impidiera que a toda
velocidad cruzase el vestíbulo hacia el ascensor y luego entrase en la habitación de
Lem. Su amigo dormía profundamente y sintió ternura al oír los mismos leves ronquidos
que recordaba de años atrás, de antes de la enfermedad, de antes de que un viaje al
espacio fuese más que una mera posibilidad, esos ronquidos sobre los que bromeaban por la
mañana y que una vez grabó en un magnetofón, pero que nunca se atrevió a reproducir
delante de nadie. Disfrutaba mucho con sus amables peleas sobre si aquella sinfonía
nocturna era real o inventada. De pronto unos pasos le despertaron de su ensoñación, y
si su sentido del oído no le engañaba se dirigían hasta aquel mismo cuarto, el último
al final de un largo pasillo. ¿Dónde esconderse? Debajo de la cama había un sinfín de
artilugios y medidores. Las cortinas eran semitransparentes, como un insinuante vestido de
noche. El baño no parecía un lugar seguro. Finalmente se escurrió dentro del armario un
segundo antes de que la enfermera Kane entrase. Kane despertó sin mucho esfuerzo a Lem y
a Stan le costó saber qué es lo que estaba pasando. Los dos parecían estar susurrando.
Ella tecleó algo en el ordenador de la mesilla de noche y luego encendió una tenue luz
que se colaba por la cerradura del armario. Stan pudo ver con detalle en qué lugar se
encontraba. Había una escoba a un lado, unos destartalados cajones metálicos a otro y un
par de estanterías con vendas, unos misteriosos tubos y unos recipientes semejantes a
orinales en miniatura cuya utilidad se le escapaba. Cogió uno de aquellos tubos y lo
introdujo por la cerradura. Luego se llevó un extremo al oído. No podía creer lo que
estaba pasando. ¡Lem estaba rezando! ¡Rezaba algo sobre Dios Todopoderoso! Alguien,
seguramente ella, pasaba las páginas gastadas de un libro y era la madeja en la que se
enroscaba el hilo de voz de su amigo. ¡Lem pronunciando las palabras "Perdona mis
pecados antes de que llegue el final de mis días y mis noches"! Aquello era
inadmisible. Estuvo a punto de salir del armario, abofetear a la enfermera, pedirle
explicaciones, denunciarla a sus superiores. ¿A qué jugaban? Pero se contuvo. La salud
de Lem no estaba para bromas ni broncas. Tuvo que aguantarse. Media hora después se hizo
de nuevo el silencio y la enfermera cerró la puerta con sigilo. Se había marchado.
No sabía qué hacer. Estaba petrificado. De repente
volvió a percibir un sonido humano. Esta vez abrió un poco la puerta del armario. Era
imposible que Lem le distinguiera desde la cama. Salió sin hacer ningún ruido y se
colocó entre la ventana y la puerta del baño. Desde ahí podía oírle respirar. Por un
momento casi se acerca a Lem para abrazarle, pero Lem iba a confundirle con un fantasma.
En su estado, a esas horas de la noche e imaginándole en una nave espacial, el sobresalto
sería mayúsculo. No, no podía dar un paso adelante, sino mantenerse en su lugar entre
las sombras. Entonces Lem comenzó a llorar. Eran lágrimas de niño. De esas que lloramos
con asco, tragándonos los mocos, ahogándonos en llanto, golpeándonos los ojos con los
nudillos. Alguien que se avergüenza de llorar aunque esté solo merece toda nuestra
compasión. Y Lem estaba solo, para siempre consigo mismo. El se encontraba en las
estrellas, lejos de allí y al mismo tiempo tan cerca. No había forma de explicarle qué
es lo que estaba haciendo en su cuarto, escondido, por qué le había espiado, qué le
había empujado a prolongar la despedida. Lem lloraba, Lem era un surtidor de lágrimas,
un melancólico grifo abierto, un hombre con goteras y un techo demasiado bajo. Se había
destapado y tenía la piel de gallina. O quizás era el efecto de la tenue luz de
emergencia. Dentro de dos horas Stan estaría frente al cuadro de mandos recibiendo las
indicaciones de James F. Reeves, rumbo a quién sabe dónde, cuándo y cómo. ¿Hasta qué
momento iba a permanecer allí escondido? ¿Cuánto tardaría en marcharse del todo?
¿Qué iba a hacer con su vida? ¿Y con la vida de Lem? Durante un instante quiso tener a
mano el libro de la enfermera para poder rezar por los dos. Aquella sensación duró unos
segundos y luego se esfumó al igual que él, deslizándose por los pasillos hacia una
calle en la que el cielo acababa de cerrar un ventajoso trato con el sol. Y sintiendo sus
rayos en las mejillas y en los brazos comenzó a correr, a correr todo lo que pudo, hacia
ningún sitio y al mismo tiempo en todas direcciones, pensando en esa ley matemática que
afirma que dos líneas paralelas se encuentran en el infinito, sí, en el infinito.
Barcelona, 7 de abril de 2000
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