APLASTADO POR LA MIERDA
Pedro Juan Gutiérrez
Entonces yo era un tipo perseguido por las
nostalgias. Siempre lo había sido y no sabía cómo desprenderme de las nostalgias para
vivir tranquilamente.
Aún no he aprendido. Y sospecho que nunca aprenderé. Pero
al menos ya sé algo valioso: es imposible desprenderme de las nostalgias porque es
imposible desprenderse de la memoria. Es imposible desprenderse de lo que se ha amado.
Todo eso irá siempre con uno. Uno siempre anhelará tanto
rehacer lo bueno de la vida como olvidar y destruir la memoria de lo malo. Borrar las
perversidades que hemos cometido, deshacer el recuerdo de las personas que nos han
dañado, quitar las tristezas y las épocas de infelicidad.
Es totalmente humano, entonces, ser un nostálgico y la
única solución es aprender a convivir con la nostalgia. Tal vez, para suerte nuestra, la
nostalgia puede transformarse de algo depresivo y triste, en una pequeña chispa que nos
dispare a lo nuevo, a entregarnos a otro amor, a otra ciudad, a otro tiempo, que tal vez
sea mejor o peor, no importa, pero será distinto. Y eso es lo que todos buscamos cada
día: no desperdiciar en soledad nuestra vida, encontrar a alguien, entregarnos un poco,
evitar la rutina, disfrutar nuestro pedazo de la fiesta.
Yo estaba así todavía. Sacando todas esas conclusiones. La
locura merodeaba y yo la eludía. Había sido demasiado en muy poco tiempo para una sola
persona, y me fui un par de meses de La Habana. Viví en otra ciudad haciendo unos
negocios, vendiendo un refrigerador de uso y otras cosas, y a la vez y viviendo con una
muchacha loca -loca en estado puro, sin contaminaciones- que estuvo presa muchas veces y
tenía el cuerpo lleno de tatuajes. El que más me gustaba era uno que tenía en la ingle
izquierda. Era una flecha indicando su sexo y un rótulo que decía solamente: BAJA Y
GOZA. En una nalga decia: SOY DE FELIPE, y en la otra: NANCY TE AMO. En el brazo
izquierdo, con grandes letras le habían grabado: JESÚS. Y en los nudillos de los dedos
tenía corazones con iniciales de algunos de sus amores.
Olga apenas tenía veintitrés años, pero había llevado
una vida demasiado desenfrenada, con mucha marihuana, alcohol y sexo de todo tipo. Alguna
vez tuvo sífilis pero ya la tenía bajo control. Resistí un mes con ella porque era
divertido. Vivir en el cuartucho de Olga era como estar metido dentro de una película
pornográfica. Y aprendí. Aprendí tanto en aquel tiempo que tal vez algún día escriba
un Manual de Perversiones.
Regresé a La Habana, con dinero suficiente como para no
trabajar un buen tiempo, y me encontré con Miriam aterrada: «¡Piérdete. Ya él se
enteró y te está buscando para matarte!» Ella estaba amoratada y con una herida en la
ceja izquierda. Al tipo lo soltaron a los tres años. No cumplió la condena de diez. Y en
cuanto llegó al solar sus amigos le dijeron lo de Miriam y yo. Por poco la mata a golpes.
Después se buscó un puñal de matarife y juró que no iba a parar hasta que me partiera
el hígado.
Ese negro era peligroso, así que mejor me perdía del
barrio de Colón hasta que se le pasara la rabia. Pero no tenía dónde meterme. Fui a
casa de Ana María. Le conté mi historia y me dejó dormir allí, en el piso, unas
cuantas noches, pero en realidad yo interrumpía su romance con Beatriz. En la oscuridad
las escuchaba haciéndose el amor y jugando a que Beatriz era el macho, y todo eso me
erotizaba mucho y me la meneaba, hasta que una noche no pude resistir y me fui con mi
pinga parada y durísima hasta la cama de ellas, encendí la luz y les dije: «¡Arriba, a
gozar los tres ahora!»
Beatriz se había preparado para un asalto así. Metió la
mano abajo de la cama y sacó un trozo de cable eléctrico muy grueso, de esos que tienen
un forro de plomo, y se me lanzó arriba como una fiera: «¡Ésta es mi jeva, maricón, a
singarte al coño de tu madre!» No sabía que una mujer pudiera ser tan fuerte. Me
golpeó salvajemente. Me destrozó los labios y los dientes, me partió la nariz y me
dejó en el suelo, aturdido por los cablazos que me asestó en la cabeza. Medio
inconsciente escuché los gritos de Ana María pidiéndole que me dejara ya. Después me
arrojaron un poco de agua fría en la cara y me arrastraron hasta el pasillo del edificio.
Allí me dejaron tirado y cerraron la puerta. Beatriz repetía: «Hijoputa y mal
agradecido. No se puede ser bueno con nadie, Ana María, con nadie.»
Estuve abandonado allí un buen rato. No tenía fuerzas para
levantarme y también me dolían las costillas y la espalda. Al fin me decidí y logré
ponerme en pie. Si Beatriz aparecía de nuevo en la puerta y me veía allí aún, me
atizaría de nuevo, sin compasión. Era más fuerte y más tosca que un camionero. Fui
caminando por Industria y me tiré en un banco en el parque de La Fraternidad. La gente
creía que yo era un borracho y me registraban los bolsillos para robarme. Cada media hora
me registraba alguien, pero yo había escondido mi dinero dentro de unos libros en casa de
Ana María.
Cuando amaneció fui al hospital de emergencias. Me curaron
un poco. No tenía ni un centavo arriba y era muy pronto para tratar de recoger lo mío en
casa de Ana María. Mejor esperaba unos días.
Ya estaba lo suficientemente apaleado, sucio, barbudo y
desesperado como para pedir limosnas. Fui hasta la iglesia de La Caridad, en Salud y
Campanario, me senté en los escalones de la puerta, me quedé con mi cara de hambre y
desamparo, y extendí la mano. De poco sirvió. Todas las limosnas se las daban a una
viejita que ya estaba allí. Tenía una imagen de San Lázaro y una cajita de cartón con
un mensaje de que hacía aquello para una promesa. Cuando cerraron la iglesia, ya de
noche, sólo tenía unas pocas monedas, y un hambre desesperante. Llevaba más de
veinticuatro horas sin comer nada.
Pedí algo de comer en alguna casa, pero la hambruna era
fuerte. Todo el mundo pasaba hambre en La Habana en 1994. Una negra vieja me dio unos
pedazos de yuca y cuando me miró a los ojos me dijo:
-¿Por qué estás así? Tú eres hijo de Changó.
-Y de Ochún también.
-Sí, pero Changó es tu padre y Ochún tu madre. Rézales,
hijo, y pídeles. Ellos no te van a dejar abandonado.
-Gracias, abuela.
Así estuve unos cuantos días hasta que se me quitaron los
dolores. Recogí en la calle un pedazo de hierro, me lo escondí en el pantalón, debajo
de la camisa, y salí para la casa de Ana María. Era media mañana y calculé que Beatriz
estaría trabajando.
Toqué y me abrió Ana María. Fue a tirarme la puerta en la
cara pero lo impedí con el hierro. Empujé y entré. La aparté a un lado, empezó a
gritar y salió corriendo a buscar un cuchillo en el fregadero.
-Oye, Ana María, cálmate. Yo no voy a hacer nada. Voy a
recoger una cosa que se me quedó y me voy.
-Aquí no se te quedó nada. ¡Vete, vete! ¡Todos los
hombres son iguales, abusadores! Si Beatriz estuviera aquí te partía el pescuezo,
maricón. ¡Vete!
Ya yo tenía el libro en la mano, lo abrí y allí brillaba
resplandeciente mi dinero. Me lo guardé en el bolsillo y me fui. Ella se calló de
repente y yo intenté desaparecer rápido. Si le daba por gritar que me agarraran, que yo
le había robado, entonces sí estaba frito.
Lo primero que hice fue comprar una botella de ron. Hacía
mucho tiempo que no me daba un trago. Fui a la casa de un conocido, le compré el ron. Era
de contrabando, caro, pero bueno. Abrí la botella y nos dimos unos tragos. Me preguntó
por qué estaba tan jodio y le conté algo. No mucho.
-¿Por qué no te pones a cuidar algún viejo, acere? Ahí
al doblar hay un viejo inválido que vive solo. Tiene como ochenta años y es un tipo
difícil y cascarrabias, pero con paciencia tú lo controlas. Se le murió la mujer hace
un par de meses, y se va a morir de hambre y de churre. Cuélate allí con él, lo cuidas,
le quitas la mugre y le buscas un poco de comida y cuando se muera te quedas con la casa.
Vas a estar mejor que en la calle.
Terminamos la botella. Le compré otra y me fui a ver al
viejo. Era un tipo duro. Un negro muy viejo. Destrozado pero no destruido. Vivía en San
Lázaro 558, y se pasaba el día sentado silenciosamente en su silla de ruedas, asomado a
la puerta, mirando el tráfico, respirando el hollín del petróleo y vendiendo cajas de
cigarrillos un poco más barato que en las tiendas. Le compré una. La abrí y le brindé,
pero no me aceptó. Le brindé ron y tampoco quiso. Yo tenía buen humor. Ya con un poco
de dinero en el bolsillo, una botella de ron y una caja de cigarrillos el mundo empezaba a
cambiar de color. Le comenté esto al viejo y estuvimos hablando un buen rato. Yo tenía
media botella de ron adentro, y eso me ponía conversador y jocoso. Después de una hora y
unos cuantos tragos (al fin aceptó beber conmigo), el viejo me dio una pista: había
trabajado en teatro.
-¿En cuál? ¿En el Martí?
-No. En el Shangai.
-Ah, ¿y qué hacía allí? Dicen que era de mujeres
encueras y eso. ¿Es verdad que lo cerraron enseguida, al principio de la Revolución?
-Sí, pero yo no trabajaba allí hacía tiempo. Yo era
Supermán. Siempre había una cartelera para mí solo: «Supermán, único en el mundo,
exclusivo en este teatro.» ¿Tú sabes cuánto medía mi pinga bien parada? Treinta
centímetros. Yo era un fenómeno. Así me anunciaban: «Un fenómeno de la naturaleza...
Supermán... treinta centímetros, doce pulgadas, un pie de Superpinga... con ustedes...
¡Supermán!»
-¿Usted solo en el escenario?
-Sí, yo solo. Salía envuelto en una capa de seda roja y
azul. En el medio del escenario me paraba frente al público, abría la capa de un golpe y
me quedaba en cueros, con la pinga caída. Me sentaba en una silla y al parecer miraba al
público. En realidad estaba mirando a una blanca, rubia, que me ponían entre bambalinas,
sobre una cama. Esa mujer me tenía loco. Se hacía una paja y cuando ya estaba caliente
se le unía un blanco y comenzaba a hacer de todo. De todo. Aquello era tremendo. Pero
nadie los veía. Era sólo para mí. Mirando eso se me paraba la pinga a reventar y, sin
tocarla en ningún momento, me venía. Yo tenía veintipico de años y lanzaba unos
chorros de leche tan potentes que llegaban al público de la primera fila y rociaba a
todos los maricones.
-¿Y eso lo hacia todas las noches?
-Todas las noches. Sin fallar una. Yo ganaba buena plata, y
cuando me venía con esos chorros tan largos y abría la boca y empezaba a gemir con los
ojos en blanco y me levantaba de la silla como si estuviera enmariguanado, los maricones
se disputaban para bañarse con mi leche como si fueran cintas de serpentina en un
carnaval, entonces me lanzaban dinero al escenario y pataleaban y me gritaban: «¡Bravo,
bravo, Supermán!» Ése era mi público y yo era un artista que los hacía felices. Los
sábados y domingos ganaba más porque el teatro se llenaba. Llegué a ser tan famoso que
iban turistas de todas partes del mundo a verme.
-¿Y por qué lo dejó?
-Porque la vida es así. A veces estás arriba y a veces
estás abajo. Ya con treinta y dos años más o menos los chorros de leche empezaron a
reducirse y después llegó un momento en que perdía concentración y a veces la pinga se
me caía un poco y de nuevo se paraba. Muchas noches no podía venirme. Yo estaba ya medio
loco porque fueron muchos años forzando el cerebro. Tomaba bicho de carey, ginseng, en la
farmacia china de Zanja me preparaban un jarabe que me daba resultado, pero me ponía muy
nervioso. Nadie se imaginaba lo que me costaba ganarme la vida así. Yo tenía mi mujer.
Estuvimos juntos toda la vida como quien dice, desde que yo llegué a La Habana hasta que
ella se murió hace unos meses. Bueno, pues nunca pude venirme con ella en esa época.
Nunca tuvimos hijos. Mi mujer jamás vio mi leche en doce años. Era una santa. Ella
sabía que si templábamos como Dios manda y yo me venía, por la noche no podía hacer mi
número en el Shangai. Yo tenía que acumular toda mi leche de veinticuatro horas para el
espectáculo de Supermán.
-Tremenda disciplina.
-O tenía esa disciplina o me moría de hambre. No era
fácil buscarse la jama en esa época.
-Ahora es igual.
-Sí, al que nace para pobre, del cielo le cae la mierda.
-¿Y qué pasó después?
-Nada. Me quedé en el teatro un tiempo más, haciendo
rellenos, monté un numerito con la blanca rubia y a la gente le gustaba. Nos anunciaban
como «Superpinga y la Rubia de Oro, los más gozadores del mundo» Pero no era igual.
Ganaba muy poco con eso. Después me fui con un circo. Hice de payaso cuidaba los leones,
hacia de hombre base con los equilibristas. De todo un poco. Mi mujer era costurera
cocinaba. Estuvimos muchos años en eso. En fin, la vida es del cara;¡o. Da muchas
vueltas.
Nos tomamos la botella. Me dejó quedarme allí esa noche y
al día siguiente le conseguí unas revistas porno. Supermán era un mirahuecos
profesional. El único tipo en el mundo que se había ganado la vida mirando templar a los
demás. Habíamos congeniado bien y pensé que le daría una alegría con aquellas
revistas. Se puso a hojearlas.
-Están prohibidas hace treinta y cinco años. En este país
por poco prohíben hasta reírse. A mí me gustaban. Y a mi mujer también. Nos gustaba
hacernos pajas mirando estas blancas rubias.
-¿Ella era negra?
-Sí. Pero una negra fina. Sabía coser y bordar, y trabajó
de cocinera en casa de gente rica. No era una negra cualquiera. Pero me seguía la
corriente. En la cama era tan loca como yo.
-¿Y ya no te gustan estas revistas, Supermán? Quédate con
ellas, te las regalo.
-No, hijo, no. ¿Ya para qué?... Mira.
Se levantó una pequeña manta que le cubría los muñones.
Ya no tenía pinga ni huevos. Todo estaba amputado junto con sus extremidades inferiores.
Todo cercenado hasta los mismos huesos de la cadera. Ya no quedaba nada. Una manguerita de
goma salía del sitio donde estuvo la pinga y dejaba caer una gota continua de orina en
una bolsa plástica que llevaba atada a la cintura.
-¿Qué le pasó?
-Azúcar alta. Se fueron gangrenando las dos piernas. Y poco
a poco me las fueron amputando. Hasta los cojones. ¡Ahora sí soy un tipo descojoncido!
Ja ja ja. Antes era un tipo encojonao. ¡El Supermán del Shangai! Ahora estoy
jodio, pero a mí que me quiten lo bailao.
Y se reía con deseos. Nada irónico. Me llevaba bien con
aquel negro duro y viejo que sabia reírse a carcajadas de sí mismo. Eso es lo que yo
quiero: aprender a reírme a carcajadas de mi mismo. Siempre, aunque me corten los huevos. |