índex mayo - junio 2001 num 24 |
Seis de los Grandes,
James Ellroy Garbageland, Juan Abreu Seis de los Grandes Ante esta situación, Ellroy no ha tenido más remedio que defender su calidad de novelista frente a las aspiraciones que se le puedan atribuir de cronista histórico, si bien afrontando la osadía de titular el primer tomo de su trilogía América -con independencia de que la decisión haya sido tomada indirectamente por otros en su traducción española--. Más evidente es el pequeño prefacio que introduce este primer volumen: "América nunca ha sido inocente. Perdimos nuestra virginidad en el barco y nunca hemos vuelto a mirar atrás con remordimientos." Ellroy mira atrás, muy atrás, más allá incluso del 22 de diciembre de 1958, fecha en la que empieza la trilogía con Pete Bourdant mirando de reojo a su jefe Howard Hughs chutándose codeína en Beverly Hills. La evocación de los pilgrims cruzando el charco en el siglo XVII es comparable a la insinuación de una previa caída y pérdida de la gracia que, de acuerdo a la lógica del autor, nos exonera de responsabilidad cara a los pecados heredados. "No se puede perder lo que no se ha tenido desde un principio", se dice a sí mismo Ellroy como para autoconvencerse. Lo que sí se tiene es una herencia maldita cuyo origen Ellroy deja aflorar a modo de ataque al optimismo moral que representa la nostalgia de escaparate hacia JFK. La alternativa es replantear la historia americana re-escribiendo una que acoja y recoja la realidad de nuestro estado maldito: "Es hora de quebrantar los mitos de toda una era y construir un mito nuevo desde la cloaca hasta las estrellas. Es hora de abrazar hombres malos y el precio que ellos pagaron para definir secretamente su tiempo."¿Pero qué tiene que ver la reconstrucción mitológica de la historia americana con la novela negra? ¿Qué derecho tiene Ellroy de adjudicarse este derecho, presunción intelectual aparte? La épica ha reunido tradicionalmente a la literatura, la moralidad y la historia. Y es lo épico lo que, de alguna manera, puede rescatar la presunción historicista de Ellroy sin caer en las redes de la crónica. No es necesario hablar de Homero, pero quizás sí de Milton, cuyo Paraíso perdido tiene como protagonista justamente a un ser perverso, al más malvado: el Mal personificado. Un Satán que sorprende por su humanidad, pero que por su humanidad corrompe. Milton re-inventa la épica a través del demoledor fonetismo rítmico de un pentagrama iámbico pero que, en aquél, adopta las fuertes cadencias latinas que tanto han gustado y disgustado en todas las épocas. Y por ahí anda el amor-odio hacia el estilo de Ellroy, que en Seis de los grandes juguetea con una oralidad tan estricta que acaba por convertirse en un rap formalista de dimensiones épicas. En su narrativa, la palabra persigue a la acción y la acción al diálogo; mientras que la descripción se limita al detalle gráfico -como si se tratase de gotas de tinta que van cayéndose de la pluma del autor provocando una transustanciación visceral: "le palpitó la polla. Salieron unas gotas de pis." La economía narrativa es total, desafiando incluso los límites de la oración gramátical, apoyándose en la repetición de frases como solo recurso de profundidad semántica que recuerdan los experimentos narrativos de Gertrude Stein: "Una rosa es una rosa es una rosa es una rosa." En la repetición está el sentido, pero también el sin fin. Y he aquí el gran reto poético al que los traductores, Montserrat Gurguí y Hernán Sabaté se enfrentan, y que recogen y devuelven con el acierto de un gángster de una novela de Ellroy, que no se limita a la dificultad de una jerga tanto idiomática como inventada sino a la recreación de un ritmo que obliga al traductor a ejercitar sus más exquisitas habilidades creativas. El sin fin narrativo refleja el sin fin histórico. La narrativa llega a un purismo tal que en su simplicidad construye una estructura que llega más allá de nuestro horizonte cognitivo. Su intertextualidad histórica, así como su entrelazado lingüístico, es más de lo que podemos comprender a través del limitado marco de las ventanas de nuestros ojos. Y cuanto más intenta Ellroy explicarnos lo simple que es, más enorme se nos hace la mole, más nos sobrecoge la imparable tirada de documentos del FBI, transcripciones de conversaciones entre gángsters, dossiers de prensa, la continua insistencia sobre lo que ha acontecido en la novela misma y su antepasado literario inmediato, América. Esta sensación de impotencia se recoge en el estremecimiento de los propios personajes ante tal magnitud de papeleo que es también el de las hojas de este libro que cubren materialmente la historia que relata, en la que la realidad y la ficción son substratos de su manipulación por los todopoderosos textuales. J. Edgar Hoover se desvela en Seis de los grandes como un editor de este mundo, a base del control de los papeles que lo documentan, y de su propia y permanente presencia indirecta. Aparece principalmente a través de transcripciones de conversaciones con los pobres mortales que viven y mueren en sus páginas. Su ausencia es su omnipotencia. Se trata de una omnipotencia intervencionista que pone en entredicho la de Ellroy como el también ausente autor y manipulador literario de la historia. Es en este entredicho precisamente donde la libertad del lector, junto con la de los personajes, se abre hueco simultáneamente. Esta libertad se desvela como una indiferencia hacia la realidad de unos hechos históricos: ¡Qué más da quien mató a Kennedy, a Bobby o a Luther King! La culpabilidad pasa de ser un hecho de precisión histórica a convertirse en un acto de libre albedrío, de expresión individual en un mundo que nos supera. Somos libres de sentirnos culpables, no de buscar un culpable. Y este sentido moral abre las puertas de la consciencia, que, a diferencia de América, empieza a contaminar las páginas de Seis de los grandes: "Estaba propagándose una enfermedad. Podía llamársela la fiebre de la clemencia." Podría llamársela "el blues de yo no mato." Una conciencia que irónicamente les mata en un acto supremo de libertad nihilista: "Littell pasó canales. Salía la Triada: Jack / King / Bobby. Tres escenas de funerales. Tres cortes habilidosos. Tres viudas enfocadas. Yo los maté, es culpa mía. Su sangre cae sobre mí... Littell asió el arma. Littell se comió el cañón. El rugido del disparo acalló a los tres juntos." La novela negra se legitima como novela histórica. La motivación literaria de encontrar respuestas, de interpretar los hechos, de encontrar culpables, características éstas de la novela negra, alcanza en Seis de los grandes su alegoría histórica. Ellroy potencia este paralelismo entre la literatura y la historia a través del fenómeno de la teoría de conspiración, que hace de cada evento histórico motivo de debate criminológico. Es el principio de la organización histórica del siglo XX. Ellroy convierte este debate sobre la búsqueda de un culpable en un estudio moral de la culpabilidad como expresión de libertad personal, transformando su inercia vengadora en una de entendimiento -no de conocimiento- y de posible redención. El crimen va más allá de ser el motivo principal de esta historia de Ellroy, de la historia americana, de ser su historia. Ellroy nos resume esta transformación como una inversión: "la historia es el crimen del siglo XX americano". _______________________________ Necesidad de una
épica y alguna que otra epifanía
Garbageland, Anda el sujeto occidental despistado de sí mismo y necesitado de una literatura que acompañe el desarraigo de un cambio en el que ya no se reconoce, aunque nadie ponga en duda su existencia. Una literatura que funde los supuestos de su nueva epifanía. El castellano ha sido parco en las últimas décadas en la producción de este registro narrativo que tan bien representado está en inglés por Ballard y sus seguidores, a quienes yo no me atrevería a llamar escritores de ciencia-ficción. El temprano Mariano Antolín Rato, en España, y Marcelo Cohen, a caballo entre Barcelona y su imaginación rioplatense, han sido de los pocos que han intentado plasmar en el lenguaje y en el relato este desconcierto. Por eso, la aparición de la primera novela del ciclo Garbageland, del cubano Juan Abreu, supone un acontecimiento para la lengua. Llamar a Garbageland una novela responde más a los dictados de un mercado incapaz de digerir todo aquello que no sea género reconocible y establecido que a la estructura y la intención del libro, primero de un ciclo que, según nos promete la editorial, cuenta "hasta el momento" con dos secuelas de próxima publicación: Orlán Twentyfive y El Masturbador. Al entrar en el territorio del libro, uno entiende la precaución del editor al agregar "hasta el momento", pues Juan Abreu ha creado un mundo autónomo que posiblemente no se agote en la trilogía. Obras como la de Abreu en tiempos de la transmisión oral presente, además, como uno de los pilares de la vida del mundo basura que retrata habrían estado en la boca y la memoria de todos por mucho tiempo, hasta que alcanzaran su forma final, esa en la que el nuevo sujeto asiste a su propia epifanía con un escalofrío. Pero los tiempos tienen prisa y todo va a parar a las prensas, quizás antes de que pueda ser aceptado por sus lectores objetivos: los cyborgs en los que nos hemos convertido desde el advenimiento del segundo cordero: la Dolly a quien tan poca importancia se ha dado, excepto en sus aspectos más mediáticos: escándalo o progreso irrefrenable, según como se mire. Yo definiría a Garbageland como una épica en prosa, una prosa que violenta la sintaxis hasta dejarla desnuda como un niño recién nacido y que alcanza, en más de una ocasión, el poderío del poema. Un ejemplo, extraído de la página 139: "Cánceres Disney: hermoso horror. Raudos. Velocísimos. Piel bruñida, acaramelada. Muerte juguetona. Colores vistosos, alegres diseños. Órganos vitales mínimos, blindados ( ) casi inmortales. Espanto saltarín." No hay aquí moralina ni advertencia sobre el posible apocalipsis de un futuro mejorable: el futuro es así y allí se desarrolla una aventura con toda la libertad que ese futuro donde los hombres ya han comprobado que ni siquiera las "leyes" naturales son inmutables ni el principio de gravedad el que creíamos le otorga al autor. El mundo ha sido reordenado una, dos, tres veces. El criterio: la capacidad de consumo de sus habitantes. La Isla (una Cuba transfigurada), en el Reorden, ha sido catalogada como un lugar desechable por la incapacidad de consumo de su población, y se ha transformado en el vertedero del mundo: "Un basurero lleno de unidades de reciclaje, inmensos almacenes, aeropuertos para las naves de transporte, túneles y supercarreteras que desembocaban en puentes que corrían hacia Florida, Tierra Firme." De la descomposición de toda esa basura cósmica, surgirá el Black, aguas densas y oscuras, arqueología de una realidad conquistada, destrozada y colonizada por un mundo-espejo: espejismo de Tierra Firme, donde sólo dos cosas están prohibidas: la muerte y el aburrimiento. Garbageland abunda en héroes secundarios cuya función no es sólo la peripecia que deja sin aliento pocas son las páginas donde no predomina la acción sino la veladura de la aparición del verdadero héroe del ciclo. Sin concesiones, Abreu sólo confía en el lector atento, aquél capaz de reconocer en la pequeña cría de Garbageland, robada por los cánceres Disney durante una batalla caótica centrada en la salvación del Libro Sagrado de la tribu del vertedero, al Alfil que, mucho después y ya en Tierra Firme, será el aliado casi involuntario de Orlán, una artista virtual que vive dentro de la Red, empeñada en provocar la suficiente dosis de hastío en el público como para destronar el poder omnipresente de un Dios corporativo de grandes orejas redondas y negras: el dios Mike. Al stacatto de Abreu le hace contrapunto el magnífico stacatto de José Martí de los Diarios de campaña, cuyos fragmentos enlazan (¿o dividen?) los capítulos del libro. Las citas del poderoso autor cubano, cuya prosa supera cualquiera escrita en la época en castellano, trufan también el texto de la novela en la voz de Darma, el viejo de la tribu encargado de mantener la tradición, porque el Libro Sagrado de la tribu no es otro que la obra cumbre y por tanto marginal de la literatura cubana. Visiones. De ellas está plagada Garbageland . El ciclo completo es una visión enorme, pavorosa, bella. Pero los visionarios no son seres de imaginación innata y autónoma: son los buceadores de la tradición central a cada cultura, esa que ha sido dejada de lado por la desviación provinciana de una sociedad y suplantada por un mainstream ilegítimo y sin contenidos. Las visiones de Abreu no son apocalípticas, están arraigadas en la lectura de sus muertos. Lydia Cabrera es la otra gran presencia literaria en el libro. La autora exiliada de Cuba en la primera oleada, la autora de El Monte, ese libro que debería ser de lectura obligatoria para entender, aunque sólo en parte, de qué manera la Naturaleza de una isla colonizada por una religión acósmica (y por tanto nihilista) cobró vida por el influjo de las culturas africanas. Julieta Lionetti |
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