La vida
loca
James Carlos Blake
traducción de Luis Murillo Fort
La pérdida
Checa. Yo sabía que ese bato trabajó un
tiempo vendiendo boletos en un canódromo de Tijuana. Un primo suyo que vivía allí le
consiguió el empleo. El tipo vivía en Chula Vista y cruzaba a México cada día para ir
a trabajar. Un millón de beaners tratando de pasar a este lado cada día, sabes,
por el American Dream y todo ese rollo, y el pocho de marras iba cada día en
dirección contraria para ganarse los frijoles... De locos, ¿eh? La vida loca, mano.
En fin, ese bato Cisco se llamaba- tenía un
truquito para aumentar su sueldo. Encima estrictamente legal, mano. Y libre de impuestos.
(¿Tú lo declaras todo a Hacienda? Ni soñarlo.) Lo que hacía era que cada vez que un
tipo le preguntaba en la taquilla a qué número apostar, él se lo decía. Antes de cada
carrera siempre venía a alguien a preguntarle cuál sería el ganador. como él vendía
boletos, pensaban que tenía que estar en el ajo, entiendes, pero el mundo está lleno de
pendejos, tengo razón, ¿que no? O sea que figúrate: los tipos le preguntan a Cisco qué
perro va a ganar la carrera y cisco se lo dice. Nomás que le da un número distinto a
cada cuate que le pregunta. Imagínate, repasaba de arriba abajo la lista de
participantes; al primer tipo que le preguntaba le decía el número uno, al siguiente el
número dos, y así. Y cada vez que completaba la lista, al menos uno acababa acertando.
En algunas carreras iban tantos tipos a preguntarle que recorría la lista nueve o diez
veces antes de cerrar la ventanilla. Muchos de esos tipos ni se molestaban en darle las
gracias, pero los había que se portaban muy bien con él. Volvían a la ventanilla
luciendo una gran sonrisa y le pasaban un billete de diez o de veinte, según el premio. Y
Cisco iba sumando. Me dijo que algunas noches regresaba a casa con una carretilla llena de
dinero. No está mal, ¿eh? Y a prueba de balas, mano.
El único problema era que los tipos a los que daba un
número malo no se lo tomaban tan bien, entiendes. Esos sí que volvían a la ventanilla,
y cisco tenía que oír de todo y soportar miradas de esas que matan. A veces se encogía
de hombros, como indicando que a él también le habían tomado el pelo, como si le
hubieran dado un soplo equivocado. Normalmente hacía como que no los oía. Procuraba no
mirarlos a los ojos.
Una noche un par de pendejos que habían perdido mucha
lana por culpa suya fueron a buscarlo. Unos cabrones bien grandotes, mano. Y malos
perdedores. Lo siguieron hasta el estacionamiento, el sacaron hasta el último centavo y
se divirtieron de lo lindo pateándolo. Por poco lo matan, mano. Acabó con los dos brazos
quebrados, una pierna, los pómulos, perdió algunos dientes de arriba, un poco de visión
en un ojo. No le quedó hueso sano. Estuvo jodido durante meses. Al final se arruinó con
las facturas del hospital.
Tengo entendido que ahora está en Los Ángeles. Vende
seguros en los barrios de hispanos.
La derrota
Cada cual tiene sus razones para estar
resentido, pero no puedes ceder a ellas cada vez que se te pega la gana. Hay un lugar y un
momento para todo. De todos modos, al mundo le importa un carajo. A muchos de esos tipos
les cuesta entenderlo, sobre todo a los mexicanos. Chico jamás lo entendió.
Estábamos él y yo tomando una cerveza junto al
puente que va hacia Mustang, y Chico ya estaba un poco encabronado porque apenas quedaban
un par de tragos y no teníamos dinero suficiente entre los dos para comprar otra botella.
Y de repente aparece un coche patrulla con la sirena en marcha y las luces parpadeando y
de pronto se sube a la banqueta y frena chirriando justo delante de nosotros. Casi nos
atropella a los dos. Me llevé tal susto que solté la botella, que se rompió dejándonos
sin los dos últimos tragos.
Era un poli solo, un mexicano joven de padres mojados
si es que no lo era él también, y allí estaba, hecho todo un policía de Corpus.
Parecía que iba a mearse en los pantalones cuando salió del carro gritando: «¡Al
suelo, al suelo! ¡Las manos detrás de la cabeza!» Pero cuando sacó la pistola de su
funda se le resbaló de la mano y vino patinando hacia mí. Jamás había visto nada
parecido.
Chico gritó: «¡Agárrala!», y yo que la recojo del
suelo y que apunto al poli con ambas manos. No tocaba un arma desde que estuve en el
ejército.
Al poli se le ponen los ojos como platos. Levanta las
manos. «¡No dispares! dice ¡No dispares!» Empieza a hablar a cien por hora
y casi no se le entiende; dice que están buscando a dos tipos que acaban de atracar el
McDonalds que a seis cuadras de allí un anglo y un mex, pero ya ve que
no somos nosotros, así que por favor no le disparemos. Yo mismo estoy temblando como un
flan y me pregunto qué diablos estoy haciendo.
Chico le ordena que se calle y le empieza a decir de
groserías. Yo, mientras, le digo: «Vámonos! ¡Órale, güey, vámonos!», pero Chico
está encabronadísimo. Agarra un pedazote de un bloque de concreto, se acerca al coche
patrulla y ¡ZAS!: el parabrisas izquierda convertido en una telaraña. El poli
todavía está con los brazos en alto pero ahora tiene la boca abierta. Supongo que yo
también.
¡ZAS! Chico revienta un faro, exclamando: «¡A la
chingada!» Luego rompe el otro. Después las luces del techo. Y mentras destroza el coche
va diciendo cosas como: «¡Pinche policía! ¡Pinche gente! ¡Pinche Marisol, pinche
puta!»
Marisol es su ex. Se volvió a casar el año pasado
con uno del valle.
De pronto unas sirenas nos rodean por los cuatro
costados. Chico parece que no se entera y sigue empeñado en hacer añicos la patrulla con
el trozo de bloque de escoria. «¡Estoy harto! grita. Estoy hasta la madre de
todo!»
Es inútil correr. Entrego la pistola al poli y pongo
las manos a la espalda para que me espose, y allí nos quedamos viendo cómo llegan los
refuerzos. Cuando ven lo que está pasando todos corren hacia chico empuñando las
macanas. Opuso resistencia durante unos cinco segundos hasta que le dieron un chingadazo
en los huevos y otro de propina en otras partes.
A mí me cayeron seis meses en el campo de trabajo del
condado. chico tenía un montón de antecedentes y por eso le cayó un año y medio en
Huntsville.
Seguramente se habrá pasado todos los días meditando
sobre las cosas de las que está harto.
El atraco
Asaltamos una tienda de ésas que abren
de noche en El Paso en la I-10 el martes pasado por la noche, y por poco no la contamos.
Al principio todo iba bien. Ramos agarró a la
pelirroja de la caja registradora mientras yo vigilaba las puertas y cubría a los otros.
Ramos es un auténtico profesional, trabajó rápido y seguro, como siempre. La pelirroja,
bien asustada, empezó a decir algo, seguramente tratando de engañar a Ramos con que no
tenía llave o que la caja era de apertura retardada, qué sé yo, pero nosotros habíamos
estudiado a fondo la tienda y sabíamos que no era cierto. Ramos le habló bien tranquilo
y amable, y ella asintió y abrió la caja y se puso a meter rápidamente los billetes en
una bolsa de plástico.
El gordo que había junto al congelador de los helados
estaba histérico pero fue lo bastante listo para quedarse quietecito sin abrir la boca.
Lo mismo que la mamá mexicana que apretaba a una niña contra sus piernas. No perdían de
vista la pistola. Por eso utilizo la de calibre 44. aunque es una lata llevarla encima e
intentar disimularla incluso bajo una camisa holgada, un cañón como ése llama mucho la
atención y la gente lo recuerda mucho mejor que mi cara.
Sin embargo, el tipo de la camiseta de la Universidad
de Tejas en El Paso que había estado con al cabeza metida en el refrigerador de las
carnes frías cuando nosotros entramos no se había enterado aún de qué pasaba. Acaba de
hincarle el diente a un sándwich cuando se da vuelta y capta toda la escena. Y un momento
después lo veo que se dobla por la cintura, le dan arcadas y cae de cuatro patas haciendo
ruidos como si se estuviera ahogando y se está poniendo azul. Entonces pensé, si ese
pendejo se nos muere nos lleva la fregada. En tejas, cuando alguien se muere de lo que sea
durante un delito mayor pongamos que tropieza con el cordón de los zapatos y se
abre la maldita cabeza, se declara a los delincuentes culpables de homicidio.
Llevábamos unos catorce o quince atracos y nadie se nos había ido al otro barrio. Jamás
había habido tiros, ni infartos, nada de nada. Y ahora nos pasa esto con ese bato.
Ramos se percata de lo que ocurre y yo veo que
articula «mierda» con los labios y entonces va y se acerca al tipo para ocuparse de él:
el pobre está ya morado, empieza a retorcerse, tiene los ojos en blanco y la lengua
hinchada como no se pueden imaginar. Ramos lo abraza desde atrás y entrelaza las manos a
la altura del pecho del tipo y se lo estruja varias veces seguidas. Y mientras yo pienso
que ahora sí nos va a llevar la chingada, me pregunto dónde carajo ha aprendido a hacer
eso. Todo el mundo mira el espectáculo como si fuera la maldita tele.
De repente un pedazote de sándwich sale disparado por
la coca del bato aquél y se estampa en una revista People que está en un
revistero a tres metros de allí y el tipo se pone a tragar aire como un freno neumático.
Ramos corre al mostrador, agarra la bolsa con el
dinero y nos largamos como gatos con la cola ardiendo. Hago girar el Mustang frente a la
fachada, tuerzo hacia la carretera y salimos hechos la raya.
A medio camino de Tucson, Ramos cuenta el botín.
Ciento treinta y dos verdes. Pinche oficio. Normalmente me tomo dos cervezas cada noche.
Aquella noche dejé de contarlas cuando me acabé las primeras seis.
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