Cobertura
Sergi Pàmies
Cómo me gusta escribir en una lengua
que dicen que se muere.
Màrius Sampere
Empezaré por el final porque el
principio es bastante triste: vale la pena reír, cantar en la ducha, ayudar a abrir la
puerta a una mujer que regresa del supermercado cargada de bolsas, olernos los dedos antes
y después de, dar conversación a los taxistas, entrar en una tienda y probarnos ropa que
no podemos pagar... Eso lo pienso ahora, claro, mientras recuerdo la última parte de una
historia que quizás escriba algún día y que se inicia con la tarde en que, leyendo el
periódico en la sala de espera de un médico, me entero de que la novela ha muerto. Lo
afirma, en las páginas culturales, la novelista que más admiro. Dice: «La novela ha
muerto», y, después de leerlo, no doy crédito a sus palabras. El hecho de que, con una
inmutabilidad de forense, una reconocida escritora certifique la muerte de la novela me
trastorna hasta el punto de pensar en abandonarlo todo y, en particular, la novela que,
desde hace más de dos años, intento terminar. Para diferir la noticia, recuerdo que miro
a mi alrededor y que me pregunto qué hago aquí. La respuesta, lenta, llega: estoy en la
sala de espera porque, después de haberme ordenado hacer unos análisis y una resonancia
magnética, el médico me ha citado para comentar los resultados. No he abierto ninguno de
los dos sobres porque me da miedo. No tengo ningún motivo para pensar que me ocurre algo.
Me encuentro bien. Los mareos y los vómitos de hace unas semanas no se han repetido. La
taquicardia también. Pero nunca se sabe. «Por si acaso, nos haremos unas pruebas», dijo
el especialista utilizando una primera persona del plural que, si la cosa se pone fea,
sólo me incluirá a mí. Por eso he venido, recuerdo, para salir de dudas, convencido de
que no tengo que abrir los sobres y temeroso de continuar leyendo el periódico en el que
la escritora entierra la novela. Me sudan las manos, como le ocurre al asesino de la
historia que, a trancas y barrancas, estoy escribiendo. Como en casi todas las salas de
espera, el paisaje es desolador. El papel pintado, el color de la moqueta, los cuadros con
escenas de caza, los grabados de la ciudad amurallada, al mesita sorbe la cual se
amontonan las revistas manoseadas y la tapicería de las sillas compiten en fealdad. Los
médicos decoran las salas de espera así para tener parte del trabajo hecho, recuerdo que
sospecho. Si el diagnóstico es positivo, lo sobrevaloramos porque acabamos de salir de un
paisaje que anula toda esperanza y que contrasta con la luminosidad de la bata blanca del
doctor. Si, por el contrario, es pesimista, no nos sorprende, porque nos parece la
consecuencia de una decoración de una sala de espera que no hacía presagiar nada bueno.
Dejo el periódico encima de los sobres, en la silla
de la derecha, porque no quiero mancharlo de sudor. Me miro las manos. Me gustaría ser
capaz de interpretar la red de líneas transversales y paralelas, de la vida o del
destino, del éxito o la salud, pero sólo consigo comprobar que antes nunca me había
mirado las manos durante tanto rato y que eso debe de significar algo. Ojalá hubiera
alguien en la sala con quien charlar. Podría hablar de deportes, del tiempo, de
política, de enfermedades, de cualquier cosa. Incluso de temas más trascendentes, como
por ejemplo la muerte de la novela o, mejor todavía, de cómo se muere la lengua en
la que escribo la novela-. Necesito abrir la boca, utilizar las palabras para descargar la
tensión que, de un modo gradual, se me va acumulando en las entrañas. Detrás de la
puerta de cristal mate, observo la silueta de la enfermera. cuando la sala está llena,
esas idas y venidas dan esperanzas a los que están sentados. Ahora que ya llevo más de
tres cuartos de hora esperando, en cambio, me producen escalofríos. Deduzco que la
anterior visita todavía no debe de haber salido del despacho y que, teniendo en cuenta el
rato que lleva allí, a la fuerza han tenido que darle una mala noticia. Quizás se ha
desmayado, especulo. Igual que se desmayaría la novela si, en la consulta del
especialista, le anunciasen que se está muriendo. Igual que yo me desmayé cuando, el
día después de nacer mi hija, me comunicaron que sufría un problema congénito, un caso
entre un millón, así, sin dar más datos, camuflando el desconocimiento bajo un barniz
de serenidad ensayada, refugiándose en un territorio relleno de teoría y desierto de
ejemplos prácticos. En aquel momento, mirando fijamente la puerta de cristal, recuerdo
que, de entrada, la noticia del problema de mi hija me horrorizó y que sentí cómo,
procedente de las paredes estomacales desgarrándolas y abriéndose paso entre un
mar de jugos gástricos y nervios, un misil de angustia me salió disparado hacia el
esófago, me atravesó la garganta hasta explotarme en la bóveda del cráneo y me obligó
a mover la cabeza primero hacia atrás y, después, pum, todo el cuerpo, silla incluida,
hacia el suelo. Cuando, medio atontado y hundido del todo, volví a abrir los ojos, el
médico seguía hablando del diagnóstico y decía que mi reacción había sido normal.
Normal.
Es un adjetivo que saca de quicio, hasta el punto de
que el asesino de la novela que escribía entonces y que todavía no eh terminado se llama
Normal, en parte porque de algún modo tenía que llamarse y en parte por la alergia que
me produce esta palabra (casi tanta como «miscelánea»). También recuerdo que, justo
después de revivir el desmayo y de sentir vergüenza (porque el protagonista de la
situación era la niña y no yo, porque durante los segundos en los que perdí el
conocimiento el médico quizás dijo algo importante, porque no pensé en los hijos y en
los padres que pasan por situaciones realmente dolorosas, ni en la madre que, a mi lado,
convertía la responsabilidad en grandeza, porque no vale enterrar la cabeza bajo la arena
cuando la cosa se pone fea; en fin, por tantas cosas), cambio de asiento, atravieso la
sala de espera en diagonal, me subo los calcetines, me sacudo los pantalones, me muerdo
las uñas y vuelvo a comprobar si llevo el teléfono portátil. Siempre lo llevo
conectado, por si la canguro que cuida a mi hija tiene que localizarme. Me gusta
asegurarme de que tengo cobertura, de que me localizará si me necesita. Debe de tratarse,
también, de una inquietud normal. Lo he comentado con otros padres y he comprobado que la
angustia por lo que pueda ocurrirles a los hijos está muy extendida entre los hombres
pero que, no sé por qué razón, nos cuesta confesarla. Hasta el extremo de que, en la
novela que, en una lengua que se muere, todavía estoy escribiendo, el personaje asesinado
dice (cito de memoria): «Los hijos son como una docena de huevos que uno arrastra toda la
vida, procurando que no se rompan, adaptando todos los movimientos a su fragilidad,
protegiéndolos de los golpes y sacudidas, hasta que, un buen día, un huevo se rompe y
sale de él un animalito que ya puede volar por su cuenta.» Yo todavía estoy en la fase
de los huevos, recuerdo que pienso. Un huevo único, uno entre un millón, un caso único,
teoría pura, ningún padre o especialista cerca con quien compartir tipos de
tratamientos, sólo la angustia de mirarme las manos barnizadas por el sudor (e
indescifrables) y la impotencia de no saber nunca si actúo correctamente, si todo eso que
los médicos consideran «normal» es tan normal como dicen o si sólo es la manera de
tranquilizarnos todos y de ganar tiempo mientras la medicina ¡venga, más
deprisa! avanza. Sin venir a cuento, recuerdo que me pregunto qué le ocurrirá a mi
hija si los análisis y la resonancia confirman que tengo algo. Me he acostumbrado a vivir
con el miedo en el cuerpo, a especular que le ocurren cosas a ella, y, de repente,
descubro la angustia de imaginarme que ella está bien, sana, feliz, y que, en cambio, yo
no estoy allí para verla, ni para ayudarla, ni para discutir o quedarme callado, como me
ocurre tan a menudo cuando la miro sin saber qué decirle (tantas inconfesables veces,
incapaz de vencer una barrera que a duras penas me permite darme cuenta de todo lo que
podríamos llegar a hacer y a compartir si yo fuera capaz de destruirla, así, de golpe
¡tan fácil como parece!).
Se abre al puerta. la enfermera me dice que ya puedo
entrar. Intento interpretar su sonrisa, leer en ella alguna información relativa a la
gravedad del anterior paciente. Pero, concentrado en soportar una multitud de sedimentos
cosméticos, el rostro de la enfermera no comunica mensaje alguno. Entro en el despacho.
El médico me estrecha al mano con la mano blanda y, entonces, recuerdo la primera vez que
me la estrechó, así, como si su mano fuera un guante de látex relleno de gelatina. Y
que me produjo cierta repugnancia. Luego, opté por suponer que las personas que tiene que
estrechar muchas manos al cabo del día se acaban hartando y, al final, convierten la mano
blanda en un signo gremial, como si quisieran reservarse la energía de la mano no para
saludos banales, sino para el momento culminante, en este caso, cuado el bisturí no puede
fallar.
El despacho, iluminado por un sol otoñal, contrasta
con la sordidez de la sala de espera. en las paredes, una colección de diplomas entre
exhibicionistas y disuasorios, una fotografía del médico saludando al rey (¿también
con la mano blanda?, me pregunto) y poca cosa más. La austeridad de la decoración hace
que reluzca todavía más la cantidad de oro que el especialista lleva encima: reloj en
una muñeca, pulsera en la otra, cadena al cuello, anillo en el índice izquierdo. Sentado
delante de él. intento contestar correctamente a todas las preguntas que, para romper el
hielo, suelen hacerse en las consultas antes de ir al grano. Finalmente, el especialista
coge los sobres, se pone las gafas y lee los resultados de los análisis él los
denomina «analítica». A continuación, abre el inmenso sobre de la resonancia, le
da la vuelta a la silla, coloca las pruebas sobre una placa luminosa, vuelve a mirar los
análisis, hace «mmm» (un «mmm» imperceptible), llama a la enfermera para que le
traiga el historial, vuelve a hacer «mmm» (esta vez, un poco más fuerte), mueve los
labios mientras lee, coloca de nuevo la resonancia sobre la placa, la mira a contraluz, me
pregunta si habíamos hecho alguna antes, escucha cómo le respondo que no, vuelve a mirar
los análisis, los guarda dentro del sobre, guarda la resonancia, anota algo en una letra
ilegible en la parte inferior de una ficha, se quita las gafas y, como cierre a toda esta
interminable coreografía del suspense, dice: «Normal. Todo es perfectamente normal.»
Normal.
Como que llueva en otoño. Como que haga frío en
invierno. como que te repita una comida a base de rábanos, ajo y pimientos. Cuando salgo
a la calle, recuerdo que, atraídos por la luminosidad de mi sonrisa, se me acercan
vendedores de lotería, harekrishnas, mormones, palomas, perros abandonados, moscas
heridas, hojas muertas y, finalmente, un mendigo. Le doy un billete de mil y lo abrazo,
incrédulo todavía, y, para no dejarme arrastrar por el optimismo que me ha producido la
visita al médico, vuelvo a mirar la pantalla líquida del teléfono portátil, a ver si
tengo cobertura. Aunque la tengo, llamo igualmente a casa para saber cómo está la niña,
interrogo a la canguro y me cuesta creer que no haya ninguna novedad, que mi hija se lo
haya comido todo. («¿Todo, todo?», insisto) y que ahora duerma como dicen que duermen
los niños. Y, después de colgar, me doy cuenta de que necesito ese lastre de
responsabilidad, esa ancla de preocupación para no soltarme del todo, para no ponerme a
volar, como si no quisiera admitir que pese a los nubarrones que, entre dos
rascacielos, se aproximan vale la pena vivir, cantar en la ducha, ayudar a abrir la
puerta del ascensor a una mujer que regresa del supermercado cargada de bolsas, olernos
los dedos antes y después de, dar conversación a los taxistas, entrar en una tienda y
probarnos ropa que no podemos pagar, y escribir, aunque sea en una novela que se muere,
aunque sea en una lengua moribunda.
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