ÍndiceNavegación

índex     noviembre - diciembre 2001  num 27

version en inglés!| biografía

Death Before...Antes muerta que mancillada
Patricia Duncker
Traducción de Miguel Martínez-Lage
       
 

 Lo primero que pensé fue que mi mujer debía de tener una aventura amorosa. Nunca he sido, por lo común, un hombre celoso, pero sí he leído lo que hay que leer. Sé cuáles son los síntomas, los detalles a los que conviene estar atento, sus cambios de comportamiento aparente, sus nuevas prendas de vestir, un peinado diferente, los silencios sin explicación. A veces, estas cosas comienzan a notarse mucho antes de que suceda algo más grave, algo irrevocable, no sé si me explico. La primera vez que noté algo raro fue la noche en que apagó las luces.
      Tenemos un piso pequeño en el 18éme., en la Rue Ordener. Los sábados hay mercado en la calle, y allí hace ella la compra. Ese día vino con flores, unos claveles rojos como la sangre que puso en el dormitorio. Todos los sábados compra flores, pero suele colocarlas en la mesa del comedor. Le pregunté por qué las había puesto en el dormitorio, y dijo que aún se veían bien desde el comedor si dejábamos las puertas abiertas, como siempre suelen estar. Son en total cincuenta y dos metros cuadrados contando el vestíbulo, de modo que dejamos abiertas las puertas del dormitorio para tener más sensación de amplitud. Comparado con los demás pisos del edificio, es bastante grande. El retrete está separado del baño. Lo malo es que es un poco estrecho; en realidad, son dos espacios bastante estrechos, pegados el uno al otro, y la cocina no es más que una ventana abierta en la pared del comedor, que también es el cuarto de estar. En la cocina sólo cabe una persona. Ella prefiere ser quien se ocupe de eso. Gobierna la nevera y la despensa con mano firme. Bueno, pues el día en que puso los claveles en el dormitorio fue el mismo día en que apagó las luces.
      Su madre y su tía habían venido a cenar. Preparó entrecôte grillée con esa salsa especiada que tanto le gusta a su tía, hecha con abundante pimienta verde, nuez moscada y créme fraîche. La cháchara de costumbre con la familia; su madre no hizo más que hablar de sus nietos. No tenemos hijos; su hermana tiene tres. Dispongo de una pequeña bodega en el sótano, de modo que serví una buena botella de Côtes de Bourg. Se la bebieron entera; las llevé después a su casa, a Vitry, a eso de las doce de la noche. Cuando volví, mi mujer había limpiado el piso, había fregado los cacharros y ya estaba en la cama leyendo una novela policíaca, japonesa, con el lento runrún del lavavajillas como música de fondo. Los claveles resplandecían a la luz de su lámpara de mesilla. Charlé con ella mientras me desnudaba. Ella en realidad no me contestó; sólo murmuró algún sí de vez en cuando, pero siguió enfrascada en su novela. Me metí en la cama y me quedé pensativo. Llevamos diez años casados, de modo que ya no tengo que abordar ciertas cosas de un modo indirecto. Me acerqué a ella por debajo de la sábana y le subí el camisón por encima de las rodillas. No se movió ni un ápice, de modo que le acaricié la zona superior del muslo izquierdo. Ella siguió leyendo un rato e hizo entonces algo extraordinario. Extraordinario en su caso, claro está. Se quitó las gafas, las dejó dentro del libro como marcapáginas y apagó la luz.
      A mí me gusta más hacer el amor con la luz encendida. Así puedo ver mejor lo que tengo entre manos. Ella tiene un cuerpo espléndido para una mujer de su edad. Como nunca ha tenido hijos, tiene el vientre firme; redondeado, pero firme. Tiene los pechos grandes y los pezones grandes, rosados. Ya digo que me gusta ver lo que tengo debajo de mí. No es que quisiera darme a entender que no tenía ganas, porque tan pronto apagó la luz se volvió hacia mí y se subió el camisón hasta el cuello. No supe qué decir, la verdad, y la única lámpara está en su mesilla. Me puse manos a la obra con eficacia, como si tal cosa, para demostrar que no estaba molesto. De todos modos, la luz de las farolas se filtra en la habitación y genera una extraña media luz. Pero no se notan cuando la lámpara está encendida. Extendí la mano para palparle la cabeza cuando terminé. Le pregunté por qué había apagado la luz. No me contestó nada. Creo que debía de estar a punto de quedarse dormida.
      Al día siguiente todo fue normal, como siempre. Se levantó a preparar el café a las ocho y media. Bajó a la boulangerie aún en zapatillas. Echó la bonoloto. Limpió el baño después de que yo me diera una ducha. A las once y media ya estaba cocinando. No es que se me hubiera olvidado lo de la luz, pero más o menos lo dejé aparcado en la memoria.
      Los días laborables por lo común salimos juntos de casa. Yo trabajo en un garaje en el péripherique, cerca de la Porte de Pantin. Es un buen empleo; no tengo que hacer horas extra, y el salario no está mal. Soy el mecánico jefe, de modo que tengo la responsabilidad de confeccionar los presupuestos. Soy un hombre cauto, no tomo decisiones a la ligera. Me gusta sopesar a fondo las cosas. Mi mujer nunca me pregunta nada sobre el trabajo, claro que ya se sabe que a las mujeres no les interesan los coches, ¿no? Ella trabaja con su hermana en la Île St-Louis. Su hermana dirige un hotel y mi mujer lleva la contabilidad; también se ocupa de la recepción durante la temporada de verano, y supervisa la limpieza. Las más de las veces es ella la que limpia las habitaciones. No soporta que otra persona lo haga a medias y que luego haya que hacerlo de nuevo. Utiliza productos de olor muy intenso, de los que conviene manipular con guantes de goma. No huelen a pino y a lavanda, sino sólo a desinfectante. A veces, ella también. Es un olor muy agresivo. Una vez se lo comenté. Ella accedió a ponerse un perfume más fuerte si a mí el olor me resultaba desagradable.
      Almuerza con su hermana y en invierno siempre llega a casa antes que yo. En verano se encarga de la recepción del hotel tres tardes por semana, y llega a casa a las once. Nunca trabaja los fines de semana. Siempre le pregunto por su hermana. Ella me habla de los niños, de las cosas en que andan metidos. El mayor de los chicos va a pescar al río, pero nunca comen los pescados que trae porque el agua está demasiado polucionada. Se ha hecho amigo de un vejete que tiene una barcaza y salen a pescar por la tarde. La hija acaba de empezar el sixième; el pequeño es un trasto que, en verano, enreda durante todo el día gateando por el hotel. Su hermana no lo quiere dejar en la garderie. Parece que le gustan los hijos de su hermana. Nunca se olvida de sus cumpleaños, pero tampoco es una mujer con instinto maternal, o a mí no me lo parece. Durante nuestros primeros años de casados yo estaba deseoso de tener hijos. Me moría de ganas por tener un hijo. Me parece que es lo natural. Pero no pasó nada. Fuimos a la clínica, nos hicieron todas las pruebas, nos dieron consejo. Nos dijeron que tuviésemos paciencia. No pasaba nada raro, ni irreparable. Por el momento, no habíamos concebido, eso era todo. Cuando ella cumplió cuarenta ya habíamos dejado de pensar en eso.
      Un mes después del incidente de la luz volví a casa a eso de las siete y ella no estaba. El piso estaba desierto. No estaba su bolso, ni su paraguas en el rincón. Se hacía tarde y no llegaba. Encendí el televisor y vi las noticias, pero pasaban de las ocho y media cuando oí sus llaves en la puerta. Tenían que ser más de las ocho y media, porque ya estaba en pantalla Laurent Carbol pidiendo disculpas por el mal tiempo y mostrándonos un clin d’oeil de un par de erizos en pleno ritual de apareamiento.
      Me fastidió un poco. Por eso no dije nada. Seguí tomándome la cerveza y viendo el principio de la película. Ella pidió disculpas por llegar tarde, pero no dijo por qué. Si no tenía ganas de contármelo, allá penas: eso era asunto suyo. Sin embargo, esa noche apagó la luz cuando le insinué que me apetecía hacer el amor. Y la apagó de un modo quizás demasiado brusco.
      Nunca he sido, por lo común, un hombre celoso. Pero no soy un ingenuo. Y no me dejo engañar fácilmente. Empecé a estar en guardia. Las cosas siguieron su curso de costumbre durante toda la primavera, sólo que ella no quería hacer el amor con la luz encendida. Aquello se convirtió en nuestro caballo de batalla. Decidí ceder un poco. No le pedí que hiciéramos el amor. Y ella no se me acercó a por una caricia o un arrumaco, al contrario de lo que solía. Sin embargo, no dijimos nada. Si ella no deseaba hablar del asunto, muy bien: yo tampoco.
      Lo malo es que no parecía deseosa de hablar de nada. Una noche le pregunté dónde le gustaría ir este año con la caravana. La guardamos en el jardín de la casa de su madre, en los suburbios. Todos los años reservamos plaza en un camping de la costa oeste o del Midi. Me encanta repasar todos los panfletos turísticos y decidir qué camping es el que mejor relación calidad-precio nos propone. Ella, sin embargo, no manifestó el menor interés por los panfletos. Dijo que este año no había pensado en ir de vacaciones. Ni siquiera estaba segura de que le apeteciese. Debo reconocer que me irritó un poco ese comentario. Supongo que no debería haberle gritado. Ella se levantó sin decir palabra y se fue derecha a la cama. Y a la noche siguiente no volvió a casa hasta pasadas las nueve. Ya había renunciado a la esperanza de cenar, de modo que bajé a tomar algo en el café. Le saqué del congelador un pedazo de pescado y lo dejé a descongelar sobre la encimera. Ya digo que no debería haberle gritado, lo sé, pero es que ella dejó de cooperar. Yo estaba dispuesto a pedir disculpas, a cualquier cosa con tal de hacer las paces. Pero nada más verla fui incapaz de articular palabra. Se había puesto blanquísima, como si aún estuviera en estado de "shock" tras un accidente. Le temblaban las manos. Dijo que sí, que no se encontraba nada bien, pero que a la mañana siguiente estaría repuesta ; dijo que no, que no quería cenar nada, que se iba derecha a la cama. Me pareció oírla vomitar en el lavabo, pero había cerrado la puerta con llave, de modo que no pude estar seguro.
      A la mañana siguiente tenía las ojeras muy marcadas y oscuras, pero se levantó y fue a trabajar como de costumbre. No dijo gran cosa. No puso las tazas del desayuno en el lavavajillas, como tenía por costumbre. Entonces me di cuenta. Estaba saliendo con otro. Y ese otro la estaba presionando.
      Llamé por teléfono a su hermana al día siguiente, después de que mi mujer se fuese al trabajo, y le dije que estaba preocupado. Que la encontraba cansada, tal vez enferma, pero que ella insistía en decir que todo iba bien. Supuse que la hermana me saldría con evasivas, lo cual me hubiera demostrado que estaba al corriente del asunto, pero no fue así. Al contrario, se mostró nerviosa, genuinamente preocupada. Conozco bien a esa muchacha, y no estaba disimulando. Seguramente tuvo una discusión con mi mujer, porque a la noche, cuando llegó a casa, me dijo que me ocupase de mis asuntos y que no me metiera donde no me llamaba nadie. Y eso que llegó tarde. Volvió muy pálida de nuevo, aunque con el porte orgulloso de un gladiador. Muy bien, como quieras, me dije. Y allí mismo terminó algo entre nosotros. No podría decir con exactitud qué fue, pero sé que no me quedé contento. Ella había dejado de confiar en mí. Guardó silencio.
      Y entonces dejó de volver a casa. Dejó de preparar la cena al menos tres noches por semana. Unas veces volvía a las nueve, otras a medianoche. Si le hablaba, me respondía con monosílabos. Decidí averiguar quién era el otro antes de esgrimir mis acusaciones definitivas.
      Me tomé un día libre. La seguí.
      Fue difícil no perderla de vista en el metro. Todos íbamos pegados unos a otros en una intimidad abrumadora, pero ella es una mujer más bien baja. Se colaba en los huecos sin que se notase, sin obstruir el paso de nadie; no se quitó el libro de delante de la cara, siguió leyendo durante todo el trayecto. No remoloneó al caminar por la ciudad; en todo momento la tuve a un golpe de vista, e incluso me acerqué a ella por las callejuelas menos transitadas, a menos de veinte metros, viéndola taconear a paso ligero por los quais y atravesar el puente al final. No titubeó una sola vez, nunca volvió la vista atrás. Salvó el agua clara que se tragaban las alcantarillas con la elegancia de una garza real; hizo una mínima pausa al sol en el Pont St-Louis; me cobijé tras un quiosco en forma de naranja gigante. Pero ella no miró atrás y sólo alzó la cara para que le diera el sol. Y su cabello negro se mecía y resplandecía sobre sus hombros con un brillo novedoso, extraño, siniestro, reluciente. Para mí, se había convertido en una desconocida, todos sus gestos como secretos recién desvelados. Avanzó por la Rue St-Louis y entró en el hotel meneando el dobladillo de la falda. Me dejó con todo el día por delante, con tiempo de sobra para pasar el rato de cualquier manera, sin perder de vista la puerta del hotel.
      No era una de esas noches en las que tenía que atender la recepción, de modo que tendría que salir a las cinco. Y así fue. Salió con su hermana y estuvieron charlando en la calle unos momentos, antes de que ella se fuese. Me parapeté tras un cartel que anunciaba una película de estreno, ya que iba a venir hacia mí por el camino del puente. Pero no lo hizo. Tomó el sentido opuesto, en dirección al Pont de Sully. Me lo estaba esperando, pero me dio un vuelco el estómago a pesar de todo y sentí náuseas por la ira y por el miedo. Era cierto que estaba saliendo con otro. Pronto iba a saber dónde vivía.
      Eché a caminar tras sus pasos, dispuesto a matar a quien fuera.
      No se volvió ni una sola vez. Y caminaba deprisa, con una precisión devastadora. Traté de no perderla cuando echó a caminar por la Rue Cardinal Lemoine. Pasó entre los andamios con la certidumbre de quien está acostumbrado a un camino; cruzó la calle, cuesta arriba, sin detenerse a recobrar el aliento. Estaba más en forma que yo, pero no la perdí de vista. Salvo al llegar a la Place de la Contrescarpe. Allí la perdí de repente. Había muchísima gente en los cafés, se oía la música de un organillo bajo los árboles, los restaurantes sacaban las mesas para la hora de la cena. Tenía que haber entrado en uno de los edificios de la plaza. Había varias puertas enormes, con barrotes y telefonillo automático. Si conocía el código de acceso, ni siquiera tuvo que llamar. Me senté en uno de los cafés dispuesto a esperar. No dejé de otear todas las ventanas que daban a la plaza, ansioso y enrabietado. ¿Era allí? ¿Era aquella otra? ¿Sería tras aquella persiana polvorienta, cerrada con llave? Fui incapaz siquiera de tocar la cerveza que había pedido.
      A eso de las diez de la noche estaba desesperado. El crepúsculo había aquietado la plaza. Yo sólo oía sus gemidos de deseo satisfecho, sus susurros de amor. La gente me miraba fijamente: un hombre que antes tuvo una mujer de muy buen ver, una mujer más que deseable. El hombre que ella abandonó. Y la vi entonces, arreglada, tranquila, con el chal bien recogido sobre los hombros, al salir por las puertas verdes de un edificio que se alzaba al otro lado de la plaza. Su rostro blanco desprendía una luz propia con el anochecer. Alguien estaba tras ella. Me dio un brinco el corazón y se me paró del todo cuando ella se detuvo para despedirse.
      Era un tío muy bajo, casi un enano, calvo, de unos cincuenta años, con un desastrado traje de color marrón. No traté de esconderme. Seguí sentado, mirándolos. Él le tomó la mano, le habló unos momentos - pero estaba demasiado lejos para que llegara a saber qué le dijo- y le besó los dedos con gran respeto, como si ella fuera su santa patrona. Ella inclinó ligeramente la cabeza y se volvió. Se fue por el otro lado de la plaza desierta, camino del crepúsculo cada vez más gris.
      Permanecí sentado a solas durante un buen rato, durante mucho tiempo, contemplando los perfiles grises de los edificios, los árboles grises y decolorados, las luces que se iban encendiendo en los pisos más altos. Por fin me tomé la cerveza de un solo trago. Pero no me pude mover. Seguí sentado, mientras mis celos y mi cólera se desintegraban y dejaban paso al desprecio.
      Cerca de las once, me levanté y me fui a casa.
      Ella estaba ya en la cama. La lámpara de la mesilla proyectaba sombras sobre su rostro. Como de costumbre, estaba leyendo. La estuve mirando con incredulidad. En ese momento de veras me encontré mirando a una mujer a la que ni había conocido ni había comprendido, un monstruo que extraía su placer sexual de la perversión, que buscaba a seres contrahechos en las callejuelas más sórdidas. Ella no dijo nada. Ni siquiera me miró.
      Le dije que era una furcia. Que lo sabía todo. Que la había seguido. Que por fin entendía su extraordinario comportamiento. Que la había visto salir de aquel portal y despedirse de él. Que era inútil que me mintiera, que siguiera fingiendo. Me puse a gritar.
      Ella dejó el libro y utilizó las gafas como marcapáginas; apartó el cobertor y se levantó de la cama. Pasó a mi lado, tan cerca que podría haberla tocado, y encendió todas las luces: las del techo, las lámparas de pared del vestíbulo, la lámpara de pie, halógena, que estaba junto al televisor. Dio un paso atrás con ademán desafiante, se inclinó de pronto con la elegancia de una bailarina y se desprendió de su largo camisón de algodón fino.
      Trastabillé al retroceder hacia la puerta.
      Tenía el cuerpo radicalmente transformado. A horcajadas sobre sus pezones aparecía la empuñadura de una daga cuyas volutas se rizaban en torno a sus aréolas sonrosadas, mientras la hoja de metal la atravesaba recta, hasta el estómago, en varias líneas firmes, azuladas, que remontaban primero la curva de sus pechos, pero es que desde su vello púbico, irguiéndose siniestra al surgir de las tinieblas, de la masa de vello rizado, se alzaba enhiesta una rosa rojísima. A la luz intensa de las lámparas vi todos los detalles, vi con terrible claridad toda la agresión. Sobre las cachas de la daga, desplegándose como un pergamino medieval, aparecían las palabras Antes muerta que mancillada. Sus tatuajes brillaban amenazantes bajo la luz cruda y blanca.
      Entonces tomó la palabra.
      - He planeado esto desde hace mucho, mucho tiempo. En sueños, lo he hecho una y otra vez, y ahora por fin está terminado. Sí, a veces me puse enferma. Ha sido un trabajo larguísimo. Pero es que para mí el dolor e incluso las infecciones han sido importantes. Ésa era mi forma de transformar mi cuerpo irrevocablemente y para siempre. Podrás pensar que tú me has cambiado. Pero no, tú no. Soy como la arena bajo tus pies. Cada nueva ola me limpia y me libera. En cambio, me sentí mancillada cada vez que me tocaste. Nunca más permitiré que me vuelvas a tocar.
    

© Patricia Duncker
© de la traducción: Miguel Martínez-Lage

Este texto no puede reproducirse ni archivarse sin permiso del autora yThe Barcelona Review: Rogamos lean las condiciones de uso.
biografía:

Patricia DunckerPatricia Duncker: Profesora de escritura creativa y literatura en la Universidad de Wales, Aberystwyth, ha publicado las obras de ficción Hallucinating Foucault (1996), Monsieur Shoushana’s Lemon Trees (1997) y James Miranda Barry (1999); para marzo de 2002 está previsto el lanzamiento de The Deadly Space Between, inquietante novela psicológica; asimismo es autora de Sisters and Strangers: An Introduction to Contemporary Feminist Fiction (1992), de varios ensayos de temática feminista y gay-lesbiana, y de una colección de ensayos sobre escritura y literatura contemporáneas, Writing on the Wall, cuya aparición está prevista para el año próximo. Este relato pertenece a su libro Monsieur Shoushana's Lemon Trees.
      

navegación:    

  número 27  noviembre - diciembre 2001 

-Narrativa

Patricia Duncker: Antes muerta que mancillada
James Carlos Blake: La vida loca
Sergi Pàmies: Cobertura
Patricia Suárez: Francotirador

-Ensayo

Juan Villoro: Monterroso: el jardín razonado

-Poesía Barcelona, mujeres poetas: Rosa Lentini
-Quiz Julio Cortázar

-Reseñas

Roberto Bolaño, Carlos Ruiz-Zafón, Poe y Hawthorne
-Secciones
  fijas
Breves críticas (en inglés)
Ediciones anteriores
Entrega de textos
Audio
Enlaces (Links)

www.BarcelonaReview.com  índice | inglés | catalan | francés | audio | e-m@il