MONTERROSO:
EL JARDÍN RAZONADO
por
Juan Villoro
Augusto Monterroso conoce tan a fondo los géneros canónicos que
prefiere abordarlos como parodia. Desde su título, Obras completas (y otros
cuentos), el delgado volumen con el que debutó en 1959, es una lección de ironía:
cada frase significa al menos dos cosas y cada texto rinde un irreverente homenaje a la
historia de la literatura.
En el relato «El eclipse», un misionero concibe una
estratagema para evitar que los mayas lo sacrifiquen. Sabe que habrá un eclipse total y
anuncia: «puedo hacer que el sol se obscurezca en su altura». Los indios deliberan
durante un rato; luego, sacan el corazón de fray Bartolomé. El misionero ignoraba que su
«magia» era la ciencia de los astrónomos mayas. En la misma vena, Monterroso se ocupa
de la Sinfonía inconclusa de Schubert y demuestra lo desastroso que sería
encontrar las partes faltantes de la partitura que el público ha imaginado tan
provechosamente durante muchos años. Toda obra perfecta depende de cierta
imperfección que permite quejarse de que no sea «perfecta». Esta paradoja sobre los
modos de percibir el arte se ahonda en «El dinosaurio», que discute la teoría del
cuento en siete palabras: «Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.» El
autor se limita a narrar el desenlace del relato; el planteamiento y el nudo de la
argumentación pertenecen a la realidad virtual: el lector debe imaginar las condiciones
en que el protagonista soñó la bestia que termina ingresando a su universo. De acuerdo
con Italo Calvino, estamos ante uno de los máximos ejemplos de rapidez literaria; una
sola frase condensa y remata la rica corriente de las historias donde se mezclan los
planos de la vigilia y el sueño. De nuevo: la creación deriva de la crítica, de la
insumisa relectura. Monterroso brinda sólo el desenlace del cuento porque se sirve de una
fórmula conocida; el mecanismo se ha usado tanto que unas palabras bastan para inferir la
trama. No es extraño que el animal del cuento pertenezca a la lluviosa edad jurásica;
estamos ante un tema que se reitera desde el Origen. ¿Significa esto que debamos olvidar
su atractiva amenaza? En modo alguno. La parodia preserva la tradición que ridiculiza;
ofrece un original camino de retorno para los temas sabidos de antemano.
En su segundo libro, Monterroso recuperó un género
aún más antiguo. La Oveja negra y demás fábulas (1969) es una ilustrada reserva
para una forma literaria en extinción. En la fábula quedan pocas tierras vírgenes; los
animales de Esopo y La Fontaine adornan los pabellones de varias generaciones de celosos
taxidermistas. En consecuencia, los padecimientos de esta selva llevan el sello de la
hora: la Rana sufre crisis de identidad y teme que sus ancas sepan a pollo y el Rayo,
animal de luz, se deprime cuando cae por segunda vez en el mismo sitio y ya no causa
suficiente daño.
El bestiario arranca con dos bromas sobre la
experiencia zoológica. En primer término el autor agradece a las autoridades del
Zoológico de Chapultepec por haberle permitido entrar en sus jaulas «para observar in
situ determinados aspectos de la vida animal». Esta exageración es un alegre ataque
a los que creen que la verosimilitud depende del conocimiento sensible y piensan que sólo
quien respira el aliento de la fiera tiene derecho a describirla. Al presumir su celo de
fabulista enjaulado, Monterroso refrenda su gusto por la sátira y logra que sus palabras
se interpreten al revés. La siguiente bandera con la que marca su territorio es el
epígrafe de Knyo Mobutu: «Los animales se parecen tanto al hombre que a veces es
imposible distinguirlos de éste.» Sólo al revisar el caprichoso «Índice onomástico y
geográfico» que cierra el libro se advierte que Mobutu es un antropófago; por eso no
distingue los fiambres animales de los humanos. Al respecto, conviene recordar una
sentencia de Movimiento perpetuo: «el verdadero humorista pretende hacer pensar, y
a veces hasta hacer reír.» El chiste sobre el antropófago es un pretexto par ala
reflexión: hay que evitar que los animales literarios se parezcan demasiado a los
hombres; la contigüidad excesiva puede llevar a una rancia pedagogía, donde cada
graznido es «simbólico» y cada rebuzno «ejemplar». Monterroso señala los límites de
su invención: quines pastan o rugen en sus fábulas guardan un agudo, aunque siempre
relativo, parentesco con quienes fuman o se ruborizan al otro lado de la página.
El escritor irónico pide ser interpretado, pero
también previene contra los absurdos de la sobreinterpretación. La fábula inicial de La
Oveja negra, «El Conejo y el León», trata de un psicoanalista que visita la naturaleza
y «entiende» que el conejo se aleja del León por cortesía, para no asustarlo con su
fuerza. Este error de lectura alerta contra las indagaciones fáciles: el lebrel con
prisas le ladra al árbol equivocado.
Algunos años después del éxito de La Oveja
negra, Monterroso se opuso a quienes deseaban no sólo leer sus fábulas sino ser
amaestrados por ellas: «Ninguna fábula es dañina excepto cuando alcanza a verse en ella
alguna enseñanza» («la palabra mágica»). Manual de escepticismo, su obra repudia las
verdades absolutas, incluso las que pudieran establecerse en sus páginas, y recurre a
tres lemas para vigilar las vastas filosofías y las opiniones de ocasión:
Descubrir el infinito y la eternidad es
benéfico.
Preocuparse por el infinito y la eternidad es
benéfico.
Creer en el infinito y la eternidad es dañino.
En otras palabras, los grandes asuntos merecen la
perplejidad y la reflexión, pero no la fe ciega. La duda es el máximo auxiliar del
hombre de ideas. Hay que desconfiar de lo que uno piensa y más aún de lo que uno
escribe.
Casi una década después de La Oveja negra, el
autor se presentó como novelista y este nuevo desafío extremó su habilidad paródica. Lo
demás es silencio (1978) puede ser descrita como «novela reacia», en honor a la
«estrofa reacia» de Alfonso Reyes. Tomado «en serio», el tema da para una dilatada Bildungsroman;
sin embargo, el libro trata modestamente de Eduardo Torres, entrañable genio del lugar
común, gloria municipal de San Blas, S.B. si la vida del protagonista es una fallida
educación sentimental, su biografía (siempre falta de sujeto) es una desmañada
recopilación de citas y testimonios.
En el epígrafe, la frase final del monólogo de
Hamlet («the rest is silence») se atribuye a una obra de estruendo (La
tempestad); este error anticipa los dislates del faso erudito de San Blas. La novela
ofrece el reverso de la literatura de ideas; con Bouvard y Pécuchet comparte el
uso de pensamientos desgastados y la condición de obra necesariamente «inacabada». La
estructura fragmentaria de Lo demás es silencio conforma su moral; el protagonista
es un ameno desastre narrativo y da lugar a un libro que parece una carpeta revuelta,
Obviamente, este descuido es tan calculado como la certera prosa de Monterroso (lo mismo
puede decirse del humor de Eduardo Torres, que tiene la difícil cualidad de parecer
involuntario: «los enanos tienen una especie de sexto sentido que les permite reconocerse
a primera vista»). ante un enemigo jurado de la pedantería y la solemnidad, resulta
absurdo hablar de antinovela o de un anticipado posmodernismo. Digamos, sin fanfarrias de
simposio, que Lo demás es silencio es el amorfo expediente donde la obra de Torres no
llega a suceder.
Además de reciclar géneros establecidos (el cuento,
la fábula, la novela), Monterroso ha dedicado al menos tres libros a confundirlos. Movimiento
perpetuo (1972), La palabra mágica (1983) y La letra e (1987) alternan
la traducción, el ensayo, la nota necrológica, la parábola, el cuestionario y numerosos
modos híbridos de la invención narrativa. El primero de estos libros propone el arte
combinatorio como única forma de recuperar el variado flujo de la vida: «la vida no es
un ensayo, aunque pensemos muchas cosas; no es un cuento, aunque inventemos muchas cosas;
no es un poema, aunque soñemos muchas cosas. El ensayo del cuento del poema de la vida es
un movimiento perpetuo; eso es, un movimiento perpetuo.» como en las Prosas
apátridas, de Julio Ramón Ribeyro, enfrentamos textos sin pasaporte. Si el hombre
barroco se veía asaltado pro el horror vacui, para Monterroso el hombre de fin de
milenio sucumbe a un estéril horror diversitatis y se aferra a un orden primario,
las «verdades que hay que sostener». Movimiento perpetuo, La palabra mágica y La
letra e son, en un doble sentido, expediciones divertidas: el autor entretiene con la
distracción de quien piensa varias cosas a la vez. su libertad formal hace que toda
aproximación de conjunto parezca autoritaria; Monterroso reclama un lector que aprecie el
magnífico desorden de la madeja y resista la tentación de tejer un aburrido chaleco.
Se dirá que La letra e es un diario, pero
también ahí se insertan fábulas, cuentos potenciales y el más cómico poema de Eduardo
Torres. en su novela La desaparición, Georges Perec exploró las posibilidades
creativas de la ausencia; al renunciar al uso de la «e», la letra más común en
francés, se topó con un obstáculo creativo que lo obligó a torcer la trama en
direcciones insospechadas. Algo similar ocurre con el heterodoxo registro de los días
monterrosianos: a falta de un género definido, todos los géneros se mezclan en favor de
la introspección. En esta escala, el escritor se propuso descubrir lo que no alcanzaba a
ver en el espejo: «Se puede ser más sincero con el público, con los demás, que con uno
mismo.» El libro es, entre otras cosas, una inesperada reflexión sobre la fama. Si en
sus voluminosos Diarios, el consumado promotor del ego Andy Warhol omitió el
análisis de la celebridad, en La letra e, el tímido Monterroso se ocupa de las
pasiones no siempre enaltecedoras- que impulsan toda empresa humana: «la gente
admira mucho a don Quijote (no el libro, al personaje), pero olvida que todos sus
sacrificios, sus desvelos, su defensa de la justicia, su amor incluso estaban encaminados
a un solo fin, la fama.»
A diferencia de Conrad, García Márquez o Faulkner,
Monterroso no requiere una topografía definida. Sus asuntos misceláneos se ubican en
oficinas, una playa de «olvidadiza arena», el Nueva York de la Gran Depresión, los
cuartos de las criadas, un departamento en parís donde se aguarda la llegada de Franz
Kafka o un hotel de paso en Santiago de Chile. Hay, sin embargo, temas que pasan con
diferente énfasis de un relato a otro. Si en «Movimiento perpetuo» los celos son el
inquietante complemento de un amor fiel, en «Bajo otros escombros» se convierte en una
tortura digna del Curioso Impertinente: «De pronto sientes en la atmósfera algo raro, y
sospechas. Los pañuelos que regalaste empiezan a ser importantes y siempre falta uno y
nadie sabe dónde está; sencillamente nadie sabe en dónde está.»
Aunque se interesa en un sinnúmero de cosas, la voz
narrativa sigue de cerca el precepto de Quiroga: «Cuenta como si tu relato no tuviera
interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber
sido uno.» En cada uno de sus mundos, Monterroso narra con la disciplinada serenidad de
quien vive ahí desde siempre. A propósito de Borges, escribe que su literatura incluye
el laberinto y el infinito, pero también las «trivialidades trágicas». Difícil
encontrar mejor definición para las tramas de Monterroso que el sentido de lo trágico en
lo trivial: nada es completamente irremediable, pero quien sepa ver encontrará en las
nimiedades un sufrimiento a su medida. En el cuento «Rosa tierno», un hombre entra en
una heladería a matar la soledad; la vista de una mujer hermosa y el sabor dulce de un
helado lo transportan a una imaginaria lejanía donde «alguien una vez más piensa con
tristeza en él». Tomadas por separado, la escena de la heladería resulta inofensiva, y
la evocación nostálgica, sentimental; la fuerza del relato proviene de su inesperada
combinación: el drama se presenta en una mesa salpicada con los lunares de un helado
derretido.
El fervor por los detalles ha llevado a Monterroso,
trágico de los días festivos, a pensar que las moscas son castigadoras y oraculares,
«las vengadoras de no sabemos qué», y a afirmar en La letra e: «es en lo obvio en lo
que con mayor frecuencia encuentro sorpresas». Las fisuras, las bisagras a la otredad, se
abre siempre en un entorno familiar. Monterroso repudia el artificio sobrenatural, el
efecto estilístico, el arrebato psicológico. La paradoja de Paul Eluard explica bien su
registro imaginativo: «Hay otros mundos, pero están en éste.»
Sin duda, el deseo de centrar los conflictos en la
experiencia común tiene un mayor grado de dificultad en La Oveja negra, donde los
protagonistas no son sus congéneres. ¿qué animales interesan a sus redes? Para el
escritor épico, el animal es ante todo una amenaza, un depredador audaz cuyo instinto
incalculable semeja una forma superior de la inteligencia. El tigre o la ballena blanca
son los rivales emblemáticos del narrador de aventuras. De sobra está decir que en La
Oveja negra no hay bestias que deban ser perseguidas o que obliguen a huir. Las
criaturas están allí, como las omnipresentes moscas de Movimiento perpetuo
(«Nadie ha visto nunca una mosca a primera vista. Toda mosca ha sido vista siempre.»)
Aunque lanza uno que otro zarpazo, el León domina su selva con un tedio burocrático. a
riesgo de asumir un tono veterinario, podemos decir que el animal monterrosiano es una
criatura saludable que carece de toda singularidad intrínseca, es lo contrario a la
esquiva mariposa siberiana, los perros de paladar negrísimo o los caballos de carreras
que preservan la única aristocracia de la sangre que queda en este mundo contagioso.
El habitante de las ciudades suele creer, como Max
Jacob, que el campo es el «lugar donde los pollos se pasean crudos». ¿Cómo hacer,
entonces, que la naturaleza le resulte natural? Monterroso opta por un recurso decisivo
para salvar el escollo: con estratégica distracción, otorga atributos humanos a los
animales y aun a los objetos inanimados; la Mosca pone «las sienes en la almohada», el
Espejo duerme «a pierna suelta», la Tortuga siente que le pisan los talones, la Rana
comienza a «peinarse y a vestirse» para el Búho, reflexionar en los animales significa
reflexionar en los problemas que hacen desgraciada a la Humanidad.
Monterroso distingue un rasgo unificador en su
bestiario: nadie está satisfecho con su suerte. en el reñido juego de la selva, la Oveja
pretende ir a la cacería, la Mosca se dispone a volar como un Águila, la cucaracha
sueña que es Gregorio Samsa, el Camaleón usa vidrio de colores para adquirir falsas
semejanzas y, con determinación políticamente correcta, las Plantas Carnívoras se
vuelven vegetarianas y se devoran a sí mismas. Detrás de este afán de suplantaciones
hay una utopía ecológica, el imposible equilibrio de todas las especies: «Si el León
no hiciera lo que hace sino lo que hace el Caballo, y el Caballo no hiciera lo que hace,
sino lo que hace el León [...] todos viviríamos en paz y la guerra volvería a ser como
en los tiempos en que no había guerra.» La irónica moraleja de esta moda es que lo
único que falta para que la naturaleza sea perfecta es que todos nieguen su naturaleza.
La sátira exige segundas intenciones; en Monterroso,
los párrafos lacónicos, de apariencia inofensiva, están cargados de doble sentido,
desde el albur que explica el atractivo del Gallo de los Huevos de oro hasta la parodia de
las batallas napoleónicas, pasando por los lugares comunes de la erudición la
supuesta paciencia de Penélope, los ignorados siete sabios de la Antigüedad- y por los
secretos que guardan los refranes más conocidos; en la Oveja negra, «Cría cuervos y te
sacarán los ojos», «Meterse con Sansón a las patadas» o «Se quedó con la parte del
león» transmiten mensajes distintos a los que aceptamos por rutina. al narrar la
historia «original» de las convenciones, el escritor subraya la precariedad de todos
sistema de creencias.
Cada fábula del conjunto es desafiada por otra;
Monterroso escribe relatos transversales, cuyo sentido se ahonda y refracta en otros
textos. «La Oveja negra» alude al público de los mártires; en cuanto se sacrifica al
excéntrico del rebaño, se tiene un motivo de culto. Si aquí el tema de fondo es la
intolerancia, «el salvador recurrente» se ocupa de su reverso; los heterodoxos pueden
sufrir un castigo superior al martirio: la comprensión excesiva. Como es de suponerse,
también la literatura es materia prima de estas alternancias. El Cerdo, que medra en las
inmundicias y no desea quedar bien con nadie, consuma las obras que no se atreve a
escribir el Mono, siempre atento al qué dirán.
Las historias de Monterroso suelen ser una vasta
discusión de la textualidad. «para bien o para mal lo que en mayor medida me acontece
son libros», escribe en La letra e. Sin embargo, en La Oveja negra no hay
la menor ostentación de aparato literario. Si Borges se sirve de bibliotecas y volúmenes
de hojas delgadísimas que prefiguran el infinito, el fabulista discute las angustias de
la influencia, el bloqueo del escritor y la fecundidad balzaciana a partir de animales con
un limitado registro de comportamientos. Una vez más, la sencillez sólo es aparente. Los
escenarios, como quería Eliot, no son descritos; se intuyen por lo que ahí sucede. La
idea que mejor define estos territorios es la de jardín razonado, donde las hojas brotan
al modo de una esmerada enciclopedia; el orden del que el autor es devoto
pacta con la fertilidad en espacio corto; hay un curioso afán de totalidad en estas
miniaturas, según revela «El Mono piensa en ese tema», que incluye a todos los tipos de
escritores posibles.
Todo sitio, por placentero que sea, entraña
imperfecciones: al llegar a un oasis perdemos el privilegio de los espejismos. Monterroso
ha resumido, en una frase, la melancolía del paraíso: «Lo único malo de irse al Cielo
es que allí el cielo no se ve» (el uso de la mayúscula resulta estratégico: con el
cielo absoluto se pierde el cielo común). Como en «La ciudad», de Cavafis, los lugares
del deseo requieren de la distancia que permite anhelarlos; el arribo significa una
pérdida. Por eso la literatura privilegia las travesías; mientas haya horizontes, habrá
itinerarios, tramas que conduzcan de un sitio a otro. En Monterroso los fragores del
trayecto no se cancelan al terminar la lectura; no hay punto de llegada porque sus
mensajes son incesantes, sorpresivos, múltiples. Estamos en una rara versión del
paraíso: el cielo que puede verse a sí mismo.
El más reciente viaje de Monterroso es el de
memorialista. En Los buscadores de oro se ocupa de su infancia y, sobre todo, de la
forma en que descubrió su irrenunciable gusto por las letras. Cuando un urdidor de tramas
policíacas termina una novela, ya se vislumbra la pólvora de la siguiente: los
detectives duermen poco. En cambio, cada vez que Monterroso termina un libro da la
impresión de que agotó el género. Una de sus escasas cuentas pendientes era la
autobiografía. Aunque no es la primera vez que habla de sí mismo (en La letra e
cuenta lo que no ha podido confesar cuando se desdobla en personaje literario y en Movimiento
perpetuo se retrata de cuerpo entero: «sin empinarme, mido fácilmente un metro
sesenta. Desde pequeño fui pequeño.»), Los buscadores de oro es el único libro
que ha dedicado al ejercicio de la memoria.
Monterroso decidió repasar sus primeros años en
clave reflexiva; relata pocas cosas y atempera sus emociones; si conmueve es,
precisamente, por su descarnada sobriedad, por su falta de artificio. El retrato que hace
de su padre es una muestra de esta elegancia sin adornos: «Era bueno. Era débil. Se
mordía las uñas [...] Usaba anteojos de aros metálicos y su ojo derecho era un tanto
estrábico. En un tiempo usó refinadas botas de alta botonadura con polainas de paño
gris. Era sentimental respecto de los pobres y quería cambiar el mundo por uno más
justiciero. con todo esto era natural que bebiera en exceso. Constantemente se llevaba a
la boca puños de bicarbonato [...] Sus entusiasmos eran breves, como largas eran sus
esperanzas, que le duraron toda la vida sin que ninguna se cumpliera.»
Aunque habla de la tarde en que lo castigaron por
decirle a un general que los cuchillos no se meten en la boca, el narrador rara vez se
aparta del tema central: la revelación de que las palabras son símbolos mágicos. En Los
buscadores de oro todo conduce a la literatura; las vocales, sus cambiantes sonidos,
son como las formaciones de las nubes o el follaje que los árboles corrigen a diario.
Monterroso nunca ha querido tener un estilo; en cada
libro ha reinventado sus recurso. De cualquier forma, el relato de su infancia es su
operación más arriesgada y desconcertará a quien espere que en sus páginas comparezcan
el sentido del humor o la recalcitrante Avispa. Tampoco se trata de memorias que denuncien
un horror profundo, confiesen algo inaudito o incurran en chismes tan viles como
interesantes. Ya en La palabra mágica había escrito: «Todo mundo arrastra los mismos
datos municipales `...] Vivir es común y corriente y monótono. Todos pensamos y sentimos
lo mismo: sólo la forma de contarlo diferencia a los buenos escritores de los malos.» Los
buscadores de oro lleva al extremo esta idea. La prosa es parca, castigada; no hay
metáforas ni adjetivos contundentes; Monterroso no padece iluminaciones repentinas; no
evoca el aroma turbador de los frutos perdidos; no recrea el pasado como fue sino como sigue
siendo, la vida que ha pulido con tranquilo esfuerzo.
¿Qué hay alrededor de la explotación del oro?
Arena, guijarros, fierros, picos torcidos, casi nada. Las hazañas se hacen con esas
burdas herramientas. Más que una pedagogía, Los buscadores de oro es una ética,
una exploración de las condiciones, siempre precarias, en que surge el hechizo del
lenguaje.
En Allá lejos y hace tiempo, William Henry
Hudson refiere el momento en que, al pasear por Chelsea, oyó un trino que extrañamente
venía de Argentina. Se detuvo ante una jaula y preguntó por el pájaro cautivo, En
efecto, su dueña lo había traído de Buenos Aires. sin embargo, la conmovedora distancia
que salvaba el pájaro no era la del espacio sino la del tiempo: cantaba desde la niñez
de Hudson en Argentina. La única opción de recuperar ese momento era literaria. Ignoro
si al caminar por las piedras disparejas del barrio de Chimalistac, Monterroso ha
escuchado el «intemporal grito del pájaro» que según Borges conduce al tiempo de los
mayores. Lo cierto es que como Luis Cardoza y Aragón, en México encontró su Guatemala.
Los buscadores de oro ofrece una alegoría del
destierro. Augusto Monterroso regresa al país que no ha visto en casi cuarenta años, y
con ritmo sosegado, con rara paciencia, repite la más ardua tarea de Ulises: volver a
casa.
|