El azote de Alix
Antonio Otero
Alix está haciendo marcas en una lista. Véase cómo deja el
lápiz para escuchar un cúmulo de afirmaciones contradictorias y ambivalentes que revelan
un grado mayúsculo de confusión mental. Es el pelmazo interesado en su opinión, que no
cejará en su empeño de robarle tiempo hasta que le haya producido una úlcera duodenal.
Se interpone en su camino, siempre le está buscando, acecha la presa en los lugares por
donde sabe que tiene pasar. "Te espero en el bar a las ocho", espeta Alberola, y
Alix es incapaz de decir que no. Tampoco quiere ofender: "De acuerdo, a las
ocho". Se lo ha quitado transitoriamente de encima. Suspira, recordando la frase de
Montherland: "Dios bendiga al que me abandona, pues me devuelve a mi mismo. Pero ya
está pensando con amargura en el sopor en que va a sumergirle a esa hora fatídica,
bendita hora de la distensión para los demás; en las copas que tendrá que beber para
negar el hecho de ser admirado por un maniático de categoría. Por no haber escurrido el
bulto tendrá que estar con él todo el rato, mirándole a la cara, siguiéndole la
corriente, diciéndole lo que espera oír, hablando de los infinitos pormenores de un
asunto aborrecido, cuando lo que quiere es estar en su cama, tranquilo, oyendo música
compensatoria, Rameau, por ejemplo.
Alix se pregunta qué hay en su pasado que le haga
merecedor de tan cruel castigo. Golpea la grapadora para unir unos formularios. Algo tiene
él que atrae a este tipo de gente, no cabe duda. Cuando está enfrascado en la lectura
del periódico, pongamos por caso, lo normal es que le interrumpa alguien que acaba de
estrenar enfermedad mental o un anciano rechazado por su familia con ganas de comparar
épocas. ¿Qué puede ser? Y oye tontos principios, teorías ingenuas que se repiten como
el gramófono que se ha quedado atascado en un surco. Alguna vez ha seguido con una mirada
tan rencorosa a un experto en cultos mistéricos que ha temido que se volviera como herido
por la espalda.
Qué difícil encontrar lugares en los que estar a
salvo.
En una ocasión perdió de vista a Alberola y fue como
una recompensa del cielo, pero al cabo de poco tiempo reapareció, molesto al comprobar
que a Alix no le había deprimido su ausencia, y también porque no se había dignado
contestar las cartas manuscritas que le envió, se supone que con mucho cariño, desde la
antigua capital de Prusia.
Y lo peor es que fue él, Alix, quien el día en que
entró a formar parte de la colonia de burócratas quiso conocerle, quien inició la
conversación fatal, quien abrió las puertas de la esclusa. Al principio encontraba
agradable que le guardaran el sitio en las asambleas reglamentarias, sintió ese placer
que produce despertar afecto. Cuando se dio cuenta ya era demasiado tarde, ya no había
modo de librarse, de evitar a ese personaje que siempre llevaba el hilo de la
conversación a las aguas pantanosas de sus ideas, a ese cercenador implacable de charlas
prometedoras entre personas con mesura. Valor añadido a la ansiedad de un trabajo en el
que no costaba nada caer en desgracia, desaparecer de la palestra. (A ambos les habían
ofrecido un puesto a título provisional en el dado gigante, pero querían consolidar su
posición.)
Se produce el usual barullo que anuncia el final de la
jornada. Acude a la cita, si, con el traje elegante que minimiza los defectos y realza las
cualidades, y de da cuenta de que respira profundamente, como el que se dispone a una
prolongada inmersión. Alberola le está esperando en la barra, puntual; enseguida da
inicio a la cháchara sobre Saturno que Alix interrumpirá de vez en cuando para ir al
lavabo y darse un respiro frotándose las manos bajo el secador de aire caliente,
concederse un rato de evasión. En uno de esos viajes ve a una chica con la que siempre se
ha encontrado cómodo, quizá por no encontrarla físicamente atractiva, y decide sentarse
a su mesa cuando ella se lo pide enroscando una mecha de su cabello en torno a un dedo.
Una forma de impedir que Alberola continúe molestándole es decirle crudamente lo que
piensa de él, algún día tenía que utilizar este recurso. De manera que luchando contra
su nata ineptitud para decir ciertas palabras, contra su instintiva cortesía, Alix lo
hace y Alberola se queda atónito, claro, desconcertado, con un extraño brillo de
hospiciano en los ojos, como un astro arrancado de su órbita. Tiene razón el que dice
que un poco de vileza preserva de la locura. Sí, señor.
Sueña que mantiene la cabeza baja, pero es
descubierto. Que sonríe sin contestar a su interlocutor como si no entendiera su idioma,
pero no puede sostener esta actitud durante mucho rato y al final sucumbe. Se despierta,
intranquilo. Coge el despertador antediluviano y lo vuelve de modo que la esfera capte la
luz de la calle. Son poco más de las dos. Recuerda que no ha recibido una invitación que
está esperando desde hace días. ¿Por qué los influyentes lo han eliminado de la lista
de invitados sin haberle transmitido antes una señal que le hiciera presentir su
apartamiento? Ha rebuscado en su memoria sin hallar motivos proporcionados a esta ofensa.
Aunque puede tratarse de un extravío o una huelga de celo inoportuna, un simple retraso.
Es posible.
Por la mañana, entre las tranquilizadoras líneas
curvas y rectas de su mobiliario, mientras se sirve un café, piensa que se ha librado de
la lapa exasperante, en el viento del norte que ha aparecido para quitar la tristeza
húmeda de los aires de componente sur. Le gusta el otoño, que invita al pensamiento. Se
está llevando la taza a los labios cuando el sonido del teléfono trunca sus reflexiones,
haciéndole sentir un espasmo de aprensión. El sonido produce una impresión ardiente en
los oídos, casi dolorosa. ¿Acaso va a empezar ahora la chica? Alarga el brazo y coge el
auricular: Es el absorbente Alberola, (adherente y penetrante, diría Huxley), que quiere
jugar a las adivinanzas. Alix acalorado como si fuera verano, primero traga saliva y luego
ríe falsamente con esfuerzo. Ha esperado un ofendido silencio e incluso, con cierto
canguelo, algún tipo de venganza , pero no, su colega no es de esta clase. Cuelga.
¿Deberá conseguir una orden judicial que impida a Alberola perseguirlo? Deja la taza y
el platillo en el fregadero con una mano sin nervio, procurando ocupar su mente en otra
cosa.
Cavila sobre la posibilidad de comprar unas acciones,
sobre la producción de bienes y servicios, sobre lo cansado que resulta imitar todos los
días la jerga de la tropa. Luego baja las escaleras mareado, temiendo que Alberola le
haya llamado desde un bar cercano y esté esperando en el portal con la mano tendida en
señal de reconciliación. No es difícil imaginarse un futuro en el que Alberola siguiera
sus pasos como un can, en que cada vez que levantara el auricular encontrara su voz al
otro lado de la línea, en el que al mirar un espejo contemplara la jeta de Alberola
mirándole por encima del hombro. "Nunca más volveré a cometer un error
semejante", murmura. Y cuando le faltan sólo unos pocos escalones divisa al devoto
impertinente sonriendo de oreja a oreja entre las jambas del portal.
Es inútil temblar, mirar a derecha e izquierda como
buscando una línea de escapatoria. Parece un bumerán. Y debe estar contento de que no
haya subido a curiosear, un milagro mariano, a invadir la intimidad de su apartamento, a
toquetearlo todo. Alberola empieza a hablar, sin ver como se le distienden a Alix los
rasgos de la cara de un modo que sugiere aburrimiento o angustia, o ambas cosas a la vez.
En el metro finge dormir, preguntándose si incluso
esta situación se convertirá, dentro de unos años, en algo que se evoca con
melancolía. Parece inconcebible: no recuerda una época más cargante que esta en toda su
existencia, pero ha observado que el paso del tiempo parece conferir un aura a las cosas,
puede teñir de un nostálgico barniz de felicidad hasta a algo tan fastidioso y vacuo
como el viernes que tiene por delante, la puesta a punto de balances y presupuestos en un
asiento de ruedecillas de ebonita. Alberola está empeñado en leerle la prosa poética
que ha ejecutado de madrugada, cargado de hachís, por si fuera poco. Una negativa sería
tomada por una especie de menosprecio. ¿Imperdonable tal vez?
Es domingo. Alix se levanta a la hora acostumbrada
para aprovechar mejor tiempo, con una sensación de contento precavido. Abre una ventana y
se complace en la tensa suavidad del aire. Las calle esta despejada. A la una empezará a
circular la chusma, adoptando el porte lento y orgulloso de los días festivos, en torno a
restaurantes con acuario iluminado, lleno de enormes langostas. Se pone Dido y Eneas.
Entonces suena un timbrazo insistente. Levanta los
ojos al cielo. "En garde."
La puerta tiene un mirilla y, de acuerdo con lo que se
ve por ella uno puede decidirse a abrir la puerta o alejarse de puntillas, dejando que el
intruso pierda la paciencia y se marche a tomar viento. "¡Por el amor de
Dios...!", exclama en voz muy baja al ver a Alberola y, completamente saturado, opta
por lo último.
Alberola, sin embargo, le deja un mensaje debajo de la
puerta. Él no se va así como así. ¡No! ¡Qué va!
Alix lee el papel y lo rompe en dos, en cuatro, en
ocho pedazos. Intenta tocarse la punta de los pies sin doblar las piernas. Es consciente
de la dependencia emocional de Alberola hacia él. Tiene incluso la sospecha de que
inspira al memo una vaga atracción homosexual. Se oprime las cuencas de los ojos con el
índice y el pulgar en actitud de cansancio. Cruzan fosfenos el párpado y siente una
súbita repulsión hacia Alberola, hacia la configuración de su cabeza, el estilo de sus
zapatos, la caligrafía del papelito en el que lamenta no poder estar con él debido a la
fiesta a que ha sido invitado por los influyentes, y a la que, aunque no tiene muchas
ganas, no puede dejar de acudir.
Los pensamientos de Alix galoparán en círculo en
torno a ello, sin descanso. Lo sabe. Le ha tocado la china.
Que llueva. Quiere que llueva. Mientras se servía
café entra las tranquilizadoras líneas curvas y rectas de su mobiliario había unas
cuantas nubes. Desde entonces, éstas han disminuido y se han separado. Permanece en pie
junto a la ventana. Molido. Los árboles aún están verdes aunque con toques amarillos
aquí y allá que los embellecen, siempre le han gustado, pero no les presta demasiada
atención. Una sustancia empieza a taponar los conductos por los que antes pasaba la
sabia. A Alix no le sorprendería descubrir que él también se está secando, que va a
transformarse en el resentido común, en el escéptico que se contenta con regodearse en
su propia negatividad, en otro modelo de latoso, al fin y al cabo.
El cielo ya está completamente despejado. Como reza
el tópico: si todos ellos volaran, no se vería nunca el sol.
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