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índex català   julio -agosto  2002  n° 31

!| biografía

cafe latte El azote de Alix
Antonio Otero


Alix está haciendo marcas en una lista. Véase cómo deja el lápiz para escuchar un cúmulo de afirmaciones contradictorias y ambivalentes que revelan un grado mayúsculo de confusión mental. Es el pelmazo interesado en su opinión, que no cejará en su empeño de robarle tiempo hasta que le haya producido una úlcera duodenal. Se interpone en su camino, siempre le está buscando, acecha la presa en los lugares por donde sabe que tiene pasar. "Te espero en el bar a las ocho", espeta Alberola, y Alix es incapaz de decir que no. Tampoco quiere ofender: "De acuerdo, a las ocho". Se lo ha quitado transitoriamente de encima. Suspira, recordando la frase de Montherland: "Dios bendiga al que me abandona, pues me devuelve a mi mismo. Pero ya está pensando con amargura en el sopor en que va a sumergirle a esa hora fatídica, bendita hora de la distensión para los demás; en las copas que tendrá que beber para negar el hecho de ser admirado por un maniático de categoría. Por no haber escurrido el bulto tendrá que estar con él todo el rato, mirándole a la cara, siguiéndole la corriente, diciéndole lo que espera oír, hablando de los infinitos pormenores de un asunto aborrecido, cuando lo que quiere es estar en su cama, tranquilo, oyendo música compensatoria, Rameau, por ejemplo.
      Alix se pregunta qué hay en su pasado que le haga merecedor de tan cruel castigo. Golpea la grapadora para unir unos formularios. Algo tiene él que atrae a este tipo de gente, no cabe duda. Cuando está enfrascado en la lectura del periódico, pongamos por caso, lo normal es que le interrumpa alguien que acaba de estrenar enfermedad mental o un anciano rechazado por su familia con ganas de comparar épocas. ¿Qué puede ser? Y oye tontos principios, teorías ingenuas que se repiten como el gramófono que se ha quedado atascado en un surco. Alguna vez ha seguido con una mirada tan rencorosa a un experto en cultos mistéricos que ha temido que se volviera como herido por la espalda.
      Qué difícil encontrar lugares en los que estar a salvo.
      En una ocasión perdió de vista a Alberola y fue como una recompensa del cielo, pero al cabo de poco tiempo reapareció, molesto al comprobar que a Alix no le había deprimido su ausencia, y también porque no se había dignado contestar las cartas manuscritas que le envió, se supone que con mucho cariño, desde la antigua capital de Prusia.
      Y lo peor es que fue él, Alix, quien el día en que entró a formar parte de la colonia de burócratas quiso conocerle, quien inició la conversación fatal, quien abrió las puertas de la esclusa. Al principio encontraba agradable que le guardaran el sitio en las asambleas reglamentarias, sintió ese placer que produce despertar afecto. Cuando se dio cuenta ya era demasiado tarde, ya no había modo de librarse, de evitar a ese personaje que siempre llevaba el hilo de la conversación a las aguas pantanosas de sus ideas, a ese cercenador implacable de charlas prometedoras entre personas con mesura. Valor añadido a la ansiedad de un trabajo en el que no costaba nada caer en desgracia, desaparecer de la palestra. (A ambos les habían ofrecido un puesto a título provisional en el dado gigante, pero querían consolidar su posición.)
      Se produce el usual barullo que anuncia el final de la jornada. Acude a la cita, si, con el traje elegante que minimiza los defectos y realza las cualidades, y de da cuenta de que respira profundamente, como el que se dispone a una prolongada inmersión. Alberola le está esperando en la barra, puntual; enseguida da inicio a la cháchara sobre Saturno que Alix interrumpirá de vez en cuando para ir al lavabo y darse un respiro frotándose las manos bajo el secador de aire caliente, concederse un rato de evasión. En uno de esos viajes ve a una chica con la que siempre se ha encontrado cómodo, quizá por no encontrarla físicamente atractiva, y decide sentarse a su mesa cuando ella se lo pide enroscando una mecha de su cabello en torno a un dedo. Una forma de impedir que Alberola continúe molestándole es decirle crudamente lo que piensa de él, algún día tenía que utilizar este recurso. De manera que luchando contra su nata ineptitud para decir ciertas palabras, contra su instintiva cortesía, Alix lo hace y Alberola se queda atónito, claro, desconcertado, con un extraño brillo de hospiciano en los ojos, como un astro arrancado de su órbita. Tiene razón el que dice que un poco de vileza preserva de la locura. Sí, señor.
      Sueña que mantiene la cabeza baja, pero es descubierto. Que sonríe sin contestar a su interlocutor como si no entendiera su idioma, pero no puede sostener esta actitud durante mucho rato y al final sucumbe. Se despierta, intranquilo. Coge el despertador antediluviano y lo vuelve de modo que la esfera capte la luz de la calle. Son poco más de las dos. Recuerda que no ha recibido una invitación que está esperando desde hace días. ¿Por qué los influyentes lo han eliminado de la lista de invitados sin haberle transmitido antes una señal que le hiciera presentir su apartamiento? Ha rebuscado en su memoria sin hallar motivos proporcionados a esta ofensa. Aunque puede tratarse de un extravío o una huelga de celo inoportuna, un simple retraso. Es posible.
      Por la mañana, entre las tranquilizadoras líneas curvas y rectas de su mobiliario, mientras se sirve un café, piensa que se ha librado de la lapa exasperante, en el viento del norte que ha aparecido para quitar la tristeza húmeda de los aires de componente sur. Le gusta el otoño, que invita al pensamiento. Se está llevando la taza a los labios cuando el sonido del teléfono trunca sus reflexiones, haciéndole sentir un espasmo de aprensión. El sonido produce una impresión ardiente en los oídos, casi dolorosa. ¿Acaso va a empezar ahora la chica? Alarga el brazo y coge el auricular: Es el absorbente Alberola, (adherente y penetrante, diría Huxley), que quiere jugar a las adivinanzas. Alix acalorado como si fuera verano, primero traga saliva y luego ríe falsamente con esfuerzo. Ha esperado un ofendido silencio e incluso, con cierto canguelo, algún tipo de venganza , pero no, su colega no es de esta clase. Cuelga. ¿Deberá conseguir una orden judicial que impida a Alberola perseguirlo? Deja la taza y el platillo en el fregadero con una mano sin nervio, procurando ocupar su mente en otra cosa.
      Cavila sobre la posibilidad de comprar unas acciones, sobre la producción de bienes y servicios, sobre lo cansado que resulta imitar todos los días la jerga de la tropa. Luego baja las escaleras mareado, temiendo que Alberola le haya llamado desde un bar cercano y esté esperando en el portal con la mano tendida en señal de reconciliación. No es difícil imaginarse un futuro en el que Alberola siguiera sus pasos como un can, en que cada vez que levantara el auricular encontrara su voz al otro lado de la línea, en el que al mirar un espejo contemplara la jeta de Alberola mirándole por encima del hombro. "Nunca más volveré a cometer un error semejante", murmura. Y cuando le faltan sólo unos pocos escalones divisa al devoto impertinente sonriendo de oreja a oreja entre las jambas del portal.
      Es inútil temblar, mirar a derecha e izquierda como buscando una línea de escapatoria. Parece un bumerán. Y debe estar contento de que no haya subido a curiosear, un milagro mariano, a invadir la intimidad de su apartamento, a toquetearlo todo. Alberola empieza a hablar, sin ver como se le distienden a Alix los rasgos de la cara de un modo que sugiere aburrimiento o angustia, o ambas cosas a la vez.
      En el metro finge dormir, preguntándose si incluso esta situación se convertirá, dentro de unos años, en algo que se evoca con melancolía. Parece inconcebible: no recuerda una época más cargante que esta en toda su existencia, pero ha observado que el paso del tiempo parece conferir un aura a las cosas, puede teñir de un nostálgico barniz de felicidad hasta a algo tan fastidioso y vacuo como el viernes que tiene por delante, la puesta a punto de balances y presupuestos en un asiento de ruedecillas de ebonita. Alberola está empeñado en leerle la prosa poética que ha ejecutado de madrugada, cargado de hachís, por si fuera poco. Una negativa sería tomada por una especie de menosprecio. ¿Imperdonable tal vez?
      Es domingo. Alix se levanta a la hora acostumbrada para aprovechar mejor tiempo, con una sensación de contento precavido. Abre una ventana y se complace en la tensa suavidad del aire. Las calle esta despejada. A la una empezará a circular la chusma, adoptando el porte lento y orgulloso de los días festivos, en torno a restaurantes con acuario iluminado, lleno de enormes langostas. Se pone Dido y Eneas.
      Entonces suena un timbrazo insistente. Levanta los ojos al cielo. "En garde."
      La puerta tiene un mirilla y, de acuerdo con lo que se ve por ella uno puede decidirse a abrir la puerta o alejarse de puntillas, dejando que el intruso pierda la paciencia y se marche a tomar viento. "¡Por el amor de Dios...!", exclama en voz muy baja al ver a Alberola y, completamente saturado, opta por lo último.
      Alberola, sin embargo, le deja un mensaje debajo de la puerta. Él no se va así como así. ¡No! ¡Qué va!
      Alix lee el papel y lo rompe en dos, en cuatro, en ocho pedazos. Intenta tocarse la punta de los pies sin doblar las piernas. Es consciente de la dependencia emocional de Alberola hacia él. Tiene incluso la sospecha de que inspira al memo una vaga atracción homosexual. Se oprime las cuencas de los ojos con el índice y el pulgar en actitud de cansancio. Cruzan fosfenos el párpado y siente una súbita repulsión hacia Alberola, hacia la configuración de su cabeza, el estilo de sus zapatos, la caligrafía del papelito en el que lamenta no poder estar con él debido a la fiesta a que ha sido invitado por los influyentes, y a la que, aunque no tiene muchas ganas, no puede dejar de acudir.
      Los pensamientos de Alix galoparán en círculo en torno a ello, sin descanso. Lo sabe. Le ha tocado la china.
      Que llueva. Quiere que llueva. Mientras se servía café entra las tranquilizadoras líneas curvas y rectas de su mobiliario había unas cuantas nubes. Desde entonces, éstas han disminuido y se han separado. Permanece en pie junto a la ventana. Molido. Los árboles aún están verdes aunque con toques amarillos aquí y allá que los embellecen, siempre le han gustado, pero no les presta demasiada atención. Una sustancia empieza a taponar los conductos por los que antes pasaba la sabia. A Alix no le sorprendería descubrir que él también se está secando, que va a transformarse en el resentido común, en el escéptico que se contenta con regodearse en su propia negatividad, en otro modelo de latoso, al fin y al cabo.
      El cielo ya está completamente despejado. Como reza el tópico: si todos ellos volaran, no se vería nunca el sol.

© Antonio Otero

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