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índex català   julio -agosto  2002  n° 31

Entrevista

Una mujer y una sillaUna mujer y una silla
Luisa Castro


Estaba escrito en mi agenda del siete de julio, el mismo día que cumpliría treinta y cinco años: cambiar silla.
      Para que el grupo de sillas que abrigaban la mesa del comedor no desentonara, aquella silla marrón tenía que ser roja. Pero llevaba siendo marrón mucho tiempo, cuatro o cinco meses, desde que la comprara apresuradamente. Había quedado con el vendedor, también apresuradamente, en cambiarla en cuanto les llegara la roja, sin tener en cuenta esa lentitud que nos invade a los que vamos cumpliendo años sin que en nuestra casa los muebles acaben de asentarse. Sí, yo la quería roja, pero entonces no la tenían roja, la tenían marrón. Yo, que iba para los treinta y cinco sin tener en mi vida una mesa de comedor, no podía esperar ni dos días a que llegara una silla.
      -No importa –dije-, me llevo ahora ésta. Cuando llegue la otra, vendré a por ella.
      Y estuve mirando la silla marrón durante cuatro, cinco meses, sin ser capaz de cogerla y llevarla a cambiar, cuando empezaron a llamarme casi a diario de la tienda.
      -Ya tiene aquí la roja. Ya puede venir a buscarla.
      -Hoy no puedo, mañana voy.
      Apunté el recado que tenía que hacer en varias hojas de varias semanas, me acosté pensando en la silla muchas noches, me levanté muchas veces con el temor de que en el teléfono una voz educada me diera los buenos días y me lo recordara:
      - ¿Quiere que se la llevemos nosotros? También podemos llevársela.
      -No, no, iré yo.
      -Si prefiere la marrón, puede quedarse con ella.
      -No. Yo prefiero la roja, en serio.
      Y llegó el día de devolver la silla. Un siete de julio como otro cualquiera, sólo que aquel día yo cumplía treinta y cinco años. Juré que no pasaría la mañana sin hacer el recado. Me levanté con decisión. Cogí la silla marrón en el regazo, bajé con ella por las escaleras y la metí en el coche, en el asiento del copiloto, con las patas hacia arriba. Me puse al volante y eché a rodar.
      Siempre me ha gustado conducir. Recordaba que el camino de la tienda era otro, pero me metí por la calle que atravesaba el río segura de que iba a llegar al mismo sitio. En eso, Santiago no es una ciudad como otras. El tejido urbano es antiguo, implantado de viejo, y las aldeas de los alrededores acceden al centro por caminos estrechos y alquitranados que llevan directamente de las puertas de las casas al mercado de abastos, y poco más. Las comunicaciones radiales que llevan del centro a las comarcas no están comunicadas entre sí por esos puentes circulares que tejen la tela de araña de una gran ciudad. Me metí con el coche por esos huecos de paisaje verde, con la esperanza de encontrar en algún momento el atajo que me llevase al centro comercial, pero poco después de atravesar el río enseguida me di cuenta de que no habría tal atajo. Aun así, la belleza de la carretera que ahora me llevaba monte adentro merecía gastar unos kilómetros en llegar a ningún sitio y sin mirar el reloj. La silla marrón iba a mi lado, sentada patas arriba como un compañero mudo y escéptico.
      Pensé por un momento que aquella era una de las escenas más absurdas de mi vida, una mujer que el día de su treinta y cinco cumpleaños huye de casa con una silla por todo equipaje hacia un destino imprevisible y desconocido. ¿Quién me iba a echar de menos si nunca más volvía? ¿Acaso el dueño de la tienda se preocuparía por encontrarme? Seguí conduciendo, mientras fantaseaba con la idea de llegar a un lugar maravilloso, un prado verde y mojado donde me bajaría, pondría mi silla, la silla que nunca debí comprar, y me sentaría allí a contemplar las vistas, la ciudad a lo lejos con el perfil de la catedral, y quizás, en torno a mí, como sucede alrededor de los centros urbanos más antiguos, iría creciendo una acumulación de objetos ocasionales y necesarios que yo aún no tenía y ya iba siendo hora de albergar; en el último instante, aquella silla a punto de ser rechazada se convertiría en la primera piedra sobre la que se erigiría mi iglesia, y al pie de ella un hombre que me besase al llegar, los hijos que tendría con ese hombre, las paredes que construiríamos para protegerlos del frío, las camas donde dormiríamos, y finalmente la mesa y las sillas que compraríamos para sentarnos a comer los días de fiesta con nuestros invitados. La silla marrón sería la primera piedra de mi nueva vida, una silla encontrada, no querida. La miré, allí en el coche, a mi lado, y empecé a sentir pena por deshacerme de aquel mueble.
      De repente, cuando ya estaba pensando en dar la vuelta, un poco cansada de hacer kilómetros sin más provecho que el de la imaginación, miré el reloj de mi coche: pasaba de la una y media. La misma hora en la que yo había nacido, según mi madre, la una y media del mediodía, la hora en que cierran todas las tiendas. Calculé que estaba más lejos del centro comercial de lo que en un principio me había parecido. Pensé que o volvía a toda prisa para cambiar la silla antes de que cerraran, o me olvidaba ya para siempre del asunto. Pero hice lo segundo, claro está. Di la vuelta en redondo y metí la primera. No perdí tiempo en buscar atajos, bajé como un rayo por el camino asfaltado por el que había llegado hasta allí y cubrí en cinco minutos el trayecto que me separaba del centro y que me había llevado media hora recorrer en mi huida imprevista. Vi las caras asustadas de los paisanos que se apartaban en las cunetas, los árboles que dejaba atrás, los prados verdes y mojados con los que había tenido mi momento de intimidad y que ahora se volvían definitivamente ajenos. En seguida crucé el río y volví al centro. Las carreteras sembradas de coches y semáforos me condujeron sin pérdida hasta el centro comercial. Estaban poniendo el rótulo de cerrado cuando llegué. El dependiente me miró con la laxitud de los tenderos de las pequeñas ciudades. Cogí en el regazo la silla marrón como si fuera un niño enfermo.
      -Vengo a cambiar la silla –le dije, como quien entra de urgencias y viene de lejos, de uno de esos pueblos en los que no hay hospitales, ni centros comerciales.
      El hombre miró la silla y la reconoció. Nos dejó pasar.
      -Adelante –dijo-. Ya estábamos cerrando.
      La silla roja estaba en un grupo de muebles sin ordenar, en una esquina de la tienda. Me pareció descolorida.
      -Sí, es ésa –dije. Y entregué la mía.
      Pasaba ya de la hora de comer cuando llegué a casa. La puerta delante de mí se abrió sola, como un vendaval, como si alguien me hubiese presentido subiendo las escaleras. Detrás de la puerta, unos niños rubios de corta edad me recibieron expectantes.
      -Feliz cumpleaños, mamá.
      Pasé con la silla a través de sus gritos y su agitación hasta el salón donde la silla marrón había dejado su vacío. Un hombre sentado en el sofá dobló el periódico que estaba leyendo y se acercó a besarme.
      -Felicidades, cariño –me dijo.
      Intenté actuar con normalidad. Puse la silla en su sitio. Fui a la agenda para tachar el recado que venía de hacer. Le pregunté a aquella gente qué querían para comer.

© Luisa Castro

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  julio -agosto 2002  número 31 

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