Una
mujer y una silla
Luisa Castro
Estaba escrito en mi agenda del siete de
julio, el mismo día que cumpliría treinta y cinco años: cambiar silla.
Para que el grupo de sillas que abrigaban la mesa del
comedor no desentonara, aquella silla marrón tenía que ser roja. Pero llevaba siendo
marrón mucho tiempo, cuatro o cinco meses, desde que la comprara apresuradamente. Había
quedado con el vendedor, también apresuradamente, en cambiarla en cuanto les llegara la
roja, sin tener en cuenta esa lentitud que nos invade a los que vamos cumpliendo años sin
que en nuestra casa los muebles acaben de asentarse. Sí, yo la quería roja, pero
entonces no la tenían roja, la tenían marrón. Yo, que iba para los treinta y cinco sin
tener en mi vida una mesa de comedor, no podía esperar ni dos días a que llegara una
silla.
-No importa dije-, me llevo ahora ésta. Cuando
llegue la otra, vendré a por ella.
Y estuve mirando la silla marrón durante cuatro,
cinco meses, sin ser capaz de cogerla y llevarla a cambiar, cuando empezaron a llamarme
casi a diario de la tienda.
-Ya tiene aquí la roja. Ya puede venir a buscarla.
-Hoy no puedo, mañana voy.
Apunté el recado que tenía que hacer en varias hojas
de varias semanas, me acosté pensando en la silla muchas noches, me levanté muchas veces
con el temor de que en el teléfono una voz educada me diera los buenos días y me lo
recordara:
- ¿Quiere que se la llevemos nosotros? También
podemos llevársela.
-No, no, iré yo.
-Si prefiere la marrón, puede quedarse con ella.
-No. Yo prefiero la roja, en serio.
Y llegó el día de devolver la silla. Un siete de
julio como otro cualquiera, sólo que aquel día yo cumplía treinta y cinco años. Juré
que no pasaría la mañana sin hacer el recado. Me levanté con decisión. Cogí la silla
marrón en el regazo, bajé con ella por las escaleras y la metí en el coche, en el
asiento del copiloto, con las patas hacia arriba. Me puse al volante y eché a rodar.
Siempre me ha gustado conducir. Recordaba que el
camino de la tienda era otro, pero me metí por la calle que atravesaba el río segura de
que iba a llegar al mismo sitio. En eso, Santiago no es una ciudad como otras. El tejido
urbano es antiguo, implantado de viejo, y las aldeas de los alrededores acceden al centro
por caminos estrechos y alquitranados que llevan directamente de las puertas de las casas
al mercado de abastos, y poco más. Las comunicaciones radiales que llevan del centro a
las comarcas no están comunicadas entre sí por esos puentes circulares que tejen la tela
de araña de una gran ciudad. Me metí con el coche por esos huecos de paisaje verde, con
la esperanza de encontrar en algún momento el atajo que me llevase al centro comercial,
pero poco después de atravesar el río enseguida me di cuenta de que no habría tal
atajo. Aun así, la belleza de la carretera que ahora me llevaba monte adentro merecía
gastar unos kilómetros en llegar a ningún sitio y sin mirar el reloj. La silla marrón
iba a mi lado, sentada patas arriba como un compañero mudo y escéptico.
Pensé por un momento que aquella era una de las
escenas más absurdas de mi vida, una mujer que el día de su treinta y cinco cumpleaños
huye de casa con una silla por todo equipaje hacia un destino imprevisible y desconocido.
¿Quién me iba a echar de menos si nunca más volvía? ¿Acaso el dueño de la tienda se
preocuparía por encontrarme? Seguí conduciendo, mientras fantaseaba con la idea de
llegar a un lugar maravilloso, un prado verde y mojado donde me bajaría, pondría mi
silla, la silla que nunca debí comprar, y me sentaría allí a contemplar las vistas, la
ciudad a lo lejos con el perfil de la catedral, y quizás, en torno a mí, como sucede
alrededor de los centros urbanos más antiguos, iría creciendo una acumulación de
objetos ocasionales y necesarios que yo aún no tenía y ya iba siendo hora de albergar;
en el último instante, aquella silla a punto de ser rechazada se convertiría en la
primera piedra sobre la que se erigiría mi iglesia, y al pie de ella un hombre que me
besase al llegar, los hijos que tendría con ese hombre, las paredes que construiríamos
para protegerlos del frío, las camas donde dormiríamos, y finalmente la mesa y las
sillas que compraríamos para sentarnos a comer los días de fiesta con nuestros
invitados. La silla marrón sería la primera piedra de mi nueva vida, una silla
encontrada, no querida. La miré, allí en el coche, a mi lado, y empecé a sentir pena
por deshacerme de aquel mueble.
De repente, cuando ya estaba pensando en dar la
vuelta, un poco cansada de hacer kilómetros sin más provecho que el de la imaginación,
miré el reloj de mi coche: pasaba de la una y media. La misma hora en la que yo había
nacido, según mi madre, la una y media del mediodía, la hora en que cierran todas las
tiendas. Calculé que estaba más lejos del centro comercial de lo que en un principio me
había parecido. Pensé que o volvía a toda prisa para cambiar la silla antes de que
cerraran, o me olvidaba ya para siempre del asunto. Pero hice lo segundo, claro está. Di
la vuelta en redondo y metí la primera. No perdí tiempo en buscar atajos, bajé como un
rayo por el camino asfaltado por el que había llegado hasta allí y cubrí en cinco
minutos el trayecto que me separaba del centro y que me había llevado media hora recorrer
en mi huida imprevista. Vi las caras asustadas de los paisanos que se apartaban en las
cunetas, los árboles que dejaba atrás, los prados verdes y mojados con los que había
tenido mi momento de intimidad y que ahora se volvían definitivamente ajenos. En seguida
crucé el río y volví al centro. Las carreteras sembradas de coches y semáforos me
condujeron sin pérdida hasta el centro comercial. Estaban poniendo el rótulo de cerrado
cuando llegué. El dependiente me miró con la laxitud de los tenderos de las pequeñas
ciudades. Cogí en el regazo la silla marrón como si fuera un niño enfermo.
-Vengo a cambiar la silla le dije, como quien
entra de urgencias y viene de lejos, de uno de esos pueblos en los que no hay hospitales,
ni centros comerciales.
El hombre miró la silla y la reconoció. Nos dejó
pasar.
-Adelante dijo-. Ya estábamos cerrando.
La silla roja estaba en un grupo de muebles sin
ordenar, en una esquina de la tienda. Me pareció descolorida.
-Sí, es ésa dije. Y entregué la mía.
Pasaba ya de la hora de comer cuando llegué a casa.
La puerta delante de mí se abrió sola, como un vendaval, como si alguien me hubiese
presentido subiendo las escaleras. Detrás de la puerta, unos niños rubios de corta edad
me recibieron expectantes.
-Feliz cumpleaños, mamá.
Pasé con la silla a través de sus gritos y su
agitación hasta el salón donde la silla marrón había dejado su vacío. Un hombre
sentado en el sofá dobló el periódico que estaba leyendo y se acercó a besarme.
-Felicidades, cariño me dijo.
Intenté actuar con normalidad. Puse la silla en su
sitio. Fui a la agenda para tachar el recado que venía de hacer. Le pregunté a aquella
gente qué querían para comer.
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