Una visión
del mundo
John Cheever
traducción de Aníbal Leal
Esto lo escribo en otra casa de campo a orillas del mar,
sobre la costa. La ginebra y el whisky han marcado anillos en la mesa frente a la cual me
siento. Hay poca luz. De la pared cuelga una litografía coloreada de un gatito que tiene
puestos un sombrero adornado con flores, un vestido de seda y guantes. El aire huele a
moho, pero yo creo que es un olor grato, vivificante y carnal, como el agua de la sentina
y el viento en tierra. Hay marea alta, y el mar bajo el farallón golpea los muros de
contención y las puertas y sacude las cadenas con fuerza tal que salta la lámpara sobre
mi mesa. Estoy aquí, solo, para descansar de una sucesión de hechos que comenzó un
sábado por la tarde, cuando estaba paleando en mi jardín. Treinta o cincuenta
centímetros bajo la superficie descubrí un pequeño recipiente redondo que podía haber
contenido cera para lustrar zapatos. Con un cortaplumas abrí el recipiente. Dentro
encontré un pedazo de tela encerada, y al desplegarla hallé una nota escrita sobre papel
rayado. Leí: «Yo, Nils Jugstrum, me prometo que si al cumplir los veinticinco años no
soy socio del Club Campestre de Arroyo Gory, me ahorcaré». Sabía que veinte años antes
el vecindario en que vivo era tierra de cultivo, y supuse que el hijo de un agricultor,
mientras contemplaba los verdes senderos del arroyo Gory, habría formulado su juramento y
lo habría enterrado en el suelo. Me conmovieron, como me ocurre siempre, esas líneas
irregulares de comunicación en las cuales expresamos nuestros sentimientos más
profundos. A semejanza de un impulso de amor romántico, me pareció que la nota me
sumergía más profundamente en la tarde.
El cielo era azul. Parecía música. Acababa de
cortar el pasto y su fragancia impregnaba el aire. Me recordaba esos avances y esas
promesas de amor que practicamos cuando somos jóvenes. A1 final de una carrera pedestre
uno se echa sobre la hierba, junto a la pista, jadeante, y el ardor con que abraza la
hierba de la escuela es una promesa a la cual se atendrá todos los días de su vida.
Mientras pensaba en cosas pacíficas, advertí que las hormigas negras habían vencido a
las rojas, y estaban retirando del campo los cadáveres. Pasó volando un petirrojo,
perseguido por dos grajos. El gato estaba en el seto de uvas, acechando a un gorrión.
Pasó una pareja de oropéndolas tirándose picotazos, y de pronto vi, a menos de medio
metro de donde estaba, una culebra venenosa que se despojaba del último tramo de su
oscura piel de invierno. No sentí temor ni miedo, pero me impresionó mi falta de
preparación para este sector de la muerte. Aquí encontraba un veneno letal, parte de la
tierra tanto como el agua que corría en el arroyo, pero pareció que no le había
reservado un lugar en mis reflexiones. Volví a casa para buscar la escopeta, pero tuve la
mala suerte de encontrarme con el más viejo de mis perros, una perra que teme a las
armas. Cuando vio la escopeta, comenzó a ladrar y a gemir, atraída sin piedad por sus
instintos y sus sentimientos de ansiedad. Sus ladridos atrajeron al segundo perro, por
naturaleza cazador, que bajó saltando los peldaños, dispuesto a cobrar un conejo o un
pájaro; y seguido por dos perros, uno que ladraba de alegría y el otro de horror,
regresé al jardín a tiempo para ver que la víbora desaparecía entre las grietas de la
pared de piedra.
Después, fui en automóvil al pueblo y compré
semillas de hierba, y más tarde fui al supermercado de la Ruta 27 para comprar unos
brioches que había pedido mi esposa. Creo que en estos tiempos uno necesita una cámara
para filmar un supermercado el sábado por la tarde. Nuestro lenguaje es tradicional, y
representa la acumulación de siglos de relaciones. Excepto las formas de los productos,
mientras esperaba no pude ver nada tradicional en el mostrador de la panadería. Éramos
seis o siete personas, y nos demoraba un viejo que tenía una larga lista, una relación
de alimentos. Mirando por encima de su hombro leí:
6 huevos
entremeses
Me vio leyendo el papel y lo apretó contra el pecho,
como un prudente jugador de naipes. De pronto, la música funcional pasó de una canción
de amor a un cha-cha-cha, y la mujer que estaba al lado comenzó a mover tímidamente los
hombros y a ejecutar algunos pasos. «Señora, ¿desea bailar?», pregunté. Era muy fea,
cuando abrí los brazos avanzó un paso y bailamos un minuto o dos. Era evidente que le
encantaba bailar, pero con una cara como la suya seguramente no tenía muchas
oportunidades. Entonces, se sonrojó intensamente, se desprendió de mis brazos y se
acercó a la vitrina de vidrio, donde estudió atentamente los pasteles de crema. Me
pareció que había dado un paso en la dirección apropiada, y cuando recibí mis brioches
y volví a casa estaba muy contento. Un policía me detuvo en la esquina de la calle
Alewives, para dar paso a un desfile. A1 frente marchaba una joven calzada con botas y
vestida con pantalones cortos que destacaban la delgadez de sus muslos. Tenía una nariz
enorme, llevaba un alto sombrero de piel y subía y bajaba un bastón de aluminio. La
seguía otra joven, de muslos más finos y más amplios, que marchaba con la pelvis tan
adelantada al resto de su propia persona que la columna vertebral se le curvaba de un modo
extraño. Usaba gafas, y parecía sumamente molesta a causa del avance de la pelvis. Un
grupo de varones, con el agregado aquí y allá de un campanero de cabellos canos, cerraba
la retaguardia y tocaba Los cajones de municiones avanzan. No llevaban estandartes,
por lo que podía ver no tenían finalidad ni destino y todo me pareció muy divertido. Me
reí el resto del camino a casa.
Pero mi esposa estaba triste.
¿Qué pasa, querida? pregunté.
Tengo esa terrible sensación de que soy un
personaje, en una comedia de televisión dijo. Quiero decir que mi aspecto es
agradable, estoy bien vestida, tengo hijos atractivos y alegres, pero experimento esa
terrible sensación de que estoy en blanco y negro y de que cualquiera me puede apagar. Es
sólo eso, que tengo esa terrible sensación de que me pueden borrar. Mi esposa a
menudo está triste porque su tristeza no es una tristeza triste, y dolida porque su dolor
no es un dolor aplastante. Le pesa que su pesar no sea un pesar agudo, y cuando le explico
que su pesar acerca de los defectos de su pesar puede ser un matiz diferente del espectro
del sufrimiento humano, eso no la consuela. Oh, a veces me asalta la idea de dejarla.
Puedo concebir una vida sin ella y los niños, puedo arreglarme sin la compañía de mis
amigos, pero no soporto la idea de abandonar mis prados y mis jardines. No podría
separarme de las puertas del porche, las que yo reparé y pinté, no puedo divorciarme de
la sinuosa pared de ladrillos que levanté entre la puerta lateral y el rosal; y así,
aunque mis cadenas están hechas de césped y pintura doméstica, me sujetarán hasta el
día de mi muerte. Pero en ese momento agradecía a mi esposa lo que acababa de decir, su
afirmación de que los aspectos externos de su vida tenían carácter de sueño. Las
energías liberadas de la imaginación habían creado el supermercado, la víbora y la
nota en la caja de pomada. Comparados con ellos, mis ensueños más desordenados tenían
la literalidad de la doble contabilidad. Me complacía pensar que nuestra vida exterior
tiene el carácter de un sueño y que en nuestros sueños hallamos las virtudes del
conservadurismo. Después, entré en la casa, donde descubrí a la mujer de la limpieza
fumando un cigarrillo egipcio robado y armando las cartas rotas que había encontrado en
el canasto de los papeles.
Esa noche fuimos a cenar al Club Campestre Arroyo
Gory. Consulté la lista de socios, buscando el nombre de Nils Jugstrum, pero no lo
encontré, y me pregunté si se habría ahorcado. ¿Y para qué? Lo de costumbre. Gracie
Masters, la hija única de un millonario que tenía una funeraria, estaba bailando con
Pinky Townsend. Pinky estaba en libertad, con fianza de cincuenta mil dólares, a causa de
sus manejos en la Bolsa de Valores. Una vez fijada la fianza, extrajo de su billetera los
cincuenta mil. Bailé una pieza con Millie Surcliffe. Tocaron Lluvia, Claro de luna en
el Ganges, Cuando el petirrojo rojo rojo viene buscando su antojo, Cinco metros dos, hay
tus ojos, Carolina por la mañana y El Jeque de Arabia. Se hubiera dicho que
estábamos bailando sobre la tumba de la coherencia social. Pero, si bien la escena era
obviamente revolucionaria, ¿dónde está el nuevo día, el mundo futuro? La serie
siguiente fue Lena, la de Palesteena, Porsiemprejamás soplando burbujas, Louisuille
Lou, Sonrisas, y de nuevo El petirrojo rojo rojo. Esta última pieza de veras nos hace
brincar, pero cuando la banda lanzó a pleno sus instrumentos vi que todos meneaban la
cabeza con profunda desaprobación moral ante nuestras cabriolas. Millie regresó a su
mesa, y yo permanecí de pie junto a la puerta, preguntándome por qué se me agita el
corazón cuando veo que la gente abandona la pista de baile después de una serie; se
agita lo mismo que se agita cuando veo mucha gente que se reúne y abandona una playa
mientras la sombra del arrecife se extiende sobre el agua y la arena, se agita como si en
esas amables partidas percibiese las energías y la irreflexión de la vida misma.
Pensé que el tiempo nos arrebata bruscamente los
privilegios del espectador, y en definitiva esa pareja que charla de forma estridente en
mal francés en el vestíbulo del Grande Bretagne (Atenas) somos nosotros mismos. Otro
ocupó nuestro puesto detrás de las macetas de palmeras, nuestro lugar tranquilo en el
bar, y expuestos a los ojos de todos, obligadamente miramos alrededor buscando otras
líneas de observación. Lo que entonces deseaba identificar no era una sucesión de
hechos sino una esencia, algo parecido a esa indescifrable colisión de contingencias que
pueden provocar la exaltación o la desesperación. Lo que deseaba hacer era conferir, en
un mundo tan incoherente, legitimidad a mis sueños. Nada de todo eso me agrió el humor y
bailé, bebí y conté cuentos en el bar hasta cerca de la una, cuando volvimos a casa.
Encendí el televisor y encontré un anuncio comercial que, como tantas otras cosas que
había visto ese día, me pareció terriblemente divertido. Una joven con acento de
internado preguntaba:
¿Usted ofende con olor de abrigo de piel
húmedo? Una capa de marta de cincuenta mil dólares sorprendida por la lluvia puede oler
peor que un viejo sabueso que estuvo persiguiendo a un zorro a través de un pantano. Nada
huele peor que el visón húmedo. Incluso una leve bruma consigue que el cordero, la
mofeta, la civeta, la marta y otras pieles menos caras pero útiles parezcan tan
malolientes como una leonera mal ventilada en un zoológico. Defiéndase de la vergüenza
y el sentimiento de ansiedad mediante breves aplicaciones de Elixircol antes de usar sus
pieles... Esa mujer pertenecía al mundo del sueño, y así se lo dije antes de
apagarla. Me dormí a la luz de la luna y soñé con una isla.
Yo estaba con otros hombres, y parecía que había
llegado allí en una embarcación de vela. Recuerdo que tenía la piel bronceada, y cuando
me toqué el mentón sentí que tenía una barba de tres o cuatro días. La isla estaba en
el Pacífico. En el aire flotaba un olor de aceite comestible rancio un indicio de
la proximidad de la costa china. Desembarcamos en mitad de la tarde, y me pareció
que no teníamos mucho que hacer. Recorrimos las calles. El lugar había sido ocupado por
el ejército, o había servido como puesto militar, porque muchos de los signos de las
ventanas estaban escritos en inglés defectuoso. «Crews Cutz» (cortes de cabello), leí
en un cartel de una peluquería oriental. Muchas tiendas exhibían imitaciones de whisky
norteamericano. Whisky estaba escrito «Whikky». Como no teníamos nada mejor que hacer,
fuimos a un museo local. Vimos arcos, anzuelos primitivos, máscaras y tambores. Del museo
pasamos a un restaurante y pedimos una comida. Tuve que debatirme con el idioma local,
pero lo que me sorprendió fue que parecía tratarse de una lucha bien fundada. Tuve la
sensación de que había estudiado el idioma antes de desembarcar. Recordé claramente que
formulé una frase cuando el camarero se acercó a la mesa. Porpozec ciebie nie
prosze dorzanin albo zylopocz ciwego dije. El camarero sonrió y me elogió, y
cuando desperté del sueño, el uso del lenguaje determinó que la isla al sol, su
población y su museo fuesen reales, vívidos y duraderos. Recordé con añoranza a los
nativos serenos y cordiales, y el cómodo ritmo de su vida.
El domingo pasó veloz y agradable en una ronda de
reuniones para beber cócteles, pero esa noche tuve otro sueño. Soñé que estaba de pie
frente a la ventana del dormitorio de la casa de campo de Nantucket que alquilamos a
veces. Yo miraba en dirección al sur, siguiendo la delicada curva de la playa. He visto
playas más hermosas, más blancas y espléndidas, pero cuando miro el amarillo de la
arena y el arco de la curva, siempre tengo la sensación de que si miro bastante tiempo la
caleta me revelará algo. El cielo estaba nublado. El agua era gris. Era domingo... aunque
no podía decir cómo lo sabía. Era tarde, y de la posada me llegaron los sonidos tan
gratos de los platos, y seguramente las familias estaban tomando su cena del domingo por
la noche en el viejo comedor de tablas machimbradas. Entonces vi bajar por la playa una
figura solitaria. Parecía un sacerdote o un obispo. Llevaba el báculo pastoral, y tenía
puestas la mitra, la capa pluvial, la sotana, la casulla y el alba para la gran misa
votiva. Tenía las vestiduras profusamente recamadas de oro, y de tanto en tanto el viento
del mar las agitaba. La cara estaba bien afeitada. No puedo distinguir sus rasgos a la luz
cada vez más escasa. Me vio en la ventana, alzó una mano y dijo: Porpozec
ciebie nie prosze dorzanin albo zyolpocz ciwego.Después, continuó caminando
deprisa sobre la arena, utilizando el báculo como bastón, el paso estorbado por sus
voluminosas vestiduras. Dejó atrás mi ventana, y desapareció donde la curva del
farallón concluye con la curva de la costa.
Trabajé el lunes, y el martes por la mañana, a eso
de las cuatro, desperté de un sueño en el cual había estado jugando al béisbol. Era
miembro del equipo ganador. Los tantos eran seis a dieciocho. Era un encuentro improvisado
de un domingo por la tarde en el jardín de alguien. Nuestras esposas y nuestras hijas
miraban desde el borde del césped, donde había sillas, mesas y bebidas. El incidente
decisivo fue una larga carrera, y cuando se marcó el tanto una rubia alta llamada Helene
Farmer se puso de pie y organizó a las mujeres en un coro que vivó:
Ra, ra, ra gritaron. Porpozec
ciebie nieprosze dorzanin albo zyolpocz ciwego. Ra, ra, ra.
Nada de todo esto me pareció desconcertante. En
cierto sentido, era algo que había deseado. ¿Acaso el anhelo de descubrir no es la
fuerza indomable del hombre? La repetición de esta frase me excitaba tanto como un
descubrimiento. El hecho de que yo hubiera sido miembro del equipo ganador determinaba que
me sintiera feliz, y bajé alegremente a desayunar, pero nuestra cocina lamentablemente es
parte del país de los sueños. Con sus paredes rosadas lavables, sus frías luces, el
televisor empotrado (donde se rezaban las oraciones) y las plantas artificiales en sus
macetas, me indujo a recordar con nostalgia mi sueño, y cuando mi esposa me pasó el
punzón y la Tableta Mágica en la cual escribimos la orden de desayuno, escribí: Porpozec
ciebie nieprosze dorzanin albo zyolpocz ciwego. Ella se rió y me preguntó qué
quería decir. Cuando repetí la frase en efecto, parecía que era lo único que
deseaba decir se echó a llorar, y por la tristeza que expresaba en sus lágrimas
comprendí que era mejor que yo descansara un poco. El doctor Howland vino a darme un
sedante, y esa tarde viajé en avión a Florida.
Ahora es tarde. Me bebo un vaso de leche y me tomo un
somnífero. Sueño que veo a una bonita mujer arrodillada en un trigal. Tiene abundantes
cabellos castaños claros y la falda de su vestido es amplia. Su atuendo parece anticuado
quizá anterior a mi época y me asombra conocer a una extraña vestida con prendas
que podía haber usado mi abuela, y también que me inspire sentimientos tan tiernos. Y
sin embargo, parece real... más real que el camino Tamiami, seis kilómetros hacia el
este, con sus puestos de Smorgorama y Giganticburger, más real que las calles laterales
de Sarasota No le pregunto quién es. Sé lo que dirá. Pero entonces ella sonríe y
empieza a hablar antes de que yo pueda alejarme. "Porpozec ciebie... ",
empieza a decir. Entonces, me despierto desesperado, o me despierta el sonido de la lluvia
sobre las palmeras. Pienso en un campesino que, al oír el ruido de la lluvia, estirará
sus huesos derrengados y sonreirá, pensando que la lluvia empapa sus lechugas y sus
repollos, su heno y su avena, sus zanahorias y su maíz. Pienso en un fontanero que,
despertado por la lluvia, sonríe ante una visión del mundo en el cual todos los
desagües están milagrosamente limpios y desatascados. Desagües en ángulo recto,
desagües curvos, desagües torcidos por las raíces y herrumbrosos, todos gorgotean y
descargan sus aguas en el mar. Pienso que la lluvia despertará a una vieja dama, que se
preguntará si dejó en el jardín su ejemplar de Dombey and Son. ¿Su chal?
¿Cubrió las sillas? Y sé que el sonido de la lluvia despertará a algunos amantes y que
su sonido parecerá parte de esa fuerza que arrojó a uno en brazos del otro. Después, me
siento en la cama y exclamo en voz alta, para mí mismo:
¡Calor! ¡Amor! ¡Virtud! ¡Compasión!
¡Esplendor! ¡Bondad! ¡Sabiduría! ¡Belleza! Se diría que las palabras tienen
los colores de la tierra, y mientras las recito siento que mi esperanza crece, hasta que
al fin me siento satisfecho y en paz con la noche.
The New Yorker, 29 de septiembre de 1962.
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