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índex català   julio - agosto  2003  n° 37

Guía de Amsterdam para turistas suicidas
Alfonso Fernández Sánchez


Amsterdam. Finales de abril, principios de mayo. Escribir sobre Amsterdam es escribir sobre las bicicletas, los canales y los tranvías. Amsterdam tiene ese orden europeo delicioso e inteligente, que, no obstante, a veces oprime a los despistados ciudadanos mediterráneos. Tiene algo de maqueta perfecta: los tranvías se deslizan casi en silencio, los taxis (casi todos enormes cochazos conducidos por árabes) espían la ciudad, los turistas (casi todos ingleses extremadamente obesos o extremadamente delgados) pasean a pie y gritan, pero son las bicicletas (casi todos holandeses y estudiantes) quienes imponen su ritmo sencillo y jovial sobre la ciudad. Incluso sobre el idioma holandés, tradicionalmente brusco y que aquí parece suavizarse. Los holandeses mantienen, sin embargo, esa frialdad propia - ironías al margen- de las personas altas y que solo se traspasa con centímetros. Quizá por ello en Amsterdam hay muchas más bufandas que discusiones, al revés de lo que ocurre, por ejemplo, en Madrid, Barcelona o Atenas. Nadie eleva la voz, el ambiente distendido parece impedir la confrontación de opiniones, dicen unos. También el frío, opinan otros, parece ser un buen antídoto contra la polémica. Pero nadie discute.

En Amsterdam, por lo que se puede comprobar echando una ojeada a los grandes ventanales transparentes del Jordaan o el Pijp, se vive bien y con tranquilidad, normalmente en pareja, uno o dos hijos y una botella de vino por noche. No más. El periódico, un libro o el último disco U2 son los utensilios cotidianos para alcanzar el sueño. Se desayuna fuerte, concienzudamente. La comida es ligera y breve, algún tentempié precocinado, refrescos y café. Se fuman cigarrillos de liar. El tabaco, al igual que el alcohol, es bastante caro. También la marihuana y las prostitutas del barrio rojo. Pero aquí son legales. El gran negocio holandés de estas últimas décadas es el "turismo narcótico": Holanda se las ha arreglado, como ocurre en cualquier nación próspera de hoy en día, para hacer confluir conservadurismo moral y neoliberalismo económico. Es la ecuación que rige las grandes países de la actualidad. Infalible. Una especie de hipocresía de última generación, con la corbata, las empresas de trabajo temporal y la guerra preventiva como estandartes.

Sin embargo, la ciudad es mucho más hermosa que su extensa literatura turística. El viento parece, en ocasiones, detenerse: como si quisiese contemplarse en los canales. Los timbres de las bicicletas son una versión ingenua y encantadora de los cláxons contemporáneos. Las casas evitan las líneas rectas y todas parecen asentarse sobre un equilibrio fugaz e imposible. Escenografía solo apta para dibujos animados. Las plazas parecen decorados de una película a medio terminar que, no sé por qué, me llevan a los dibujados por Alexandre Traurner para Irma la Dulce; la ciudad es otra, París, pero los edificios también parecen inclinarse sobre los paseantes, tratando de establecer conversación, de dialogar. Las casas tienen rostro. Quizá por eso dan ganas de escribir la ciudad, de dibujarla. La gente, sin embargo, se empeña en fotografiarla obsesivamente: he visto jaurías de fotógrafos, todos ellos sepultados por una maraña de cámaras, objetivos, filtros, carretes, haciendo cola para tomar la instantánea de una escalera de caracol. Con respetuosa educación aguardan a que cada uno acabe de encuadrar, girar las rueditas del diafragma y la velocidad, colocar o no colocar el flash y, finalmente, disparar. Lógicamente, tras una de estas sesiones el objeto fotografiado suele acabar exhausto y pide clemencia: esto es, se vuelve invisible o desaparece, hastiado.

Amsterdam, a pesar de sus múltiples heridas fotográficas, es bellísima en los días de lluvia sin viento cuando parece sonar de fondo la trompeta tímida de Chet Baker, justo en el momento de caer de la ventana de su hotel. Una última nota soplada con el aliento del vértigo. Ironías del destino: debido a la escasa altura de los edificios amstelodameses, la defenestración constituye uno de los métodos menos efectivos para el suicidio; los canales tampoco facilitan la labor debido a su escaso calado. Otra cosa, todo hay que decirlo, es lanzarse al río Amstel. Pero en el río no hay suicidas, sólo hay muertos. Y no es lo mismo. La mezcla salvaje de barbitúricos y alcohol parece, pues, el más adecuado. Algunos expertos, suicidas fracasados, lo llaman el método Marilyn. En Amsterdam hay, sin embargo, muy pocos motivos para el suicidio, la mayoría se los trae consigo en el equipaje, envueltos con esmero, a salvo de las aduanas de la razón. Algunas veces son declarados, negligentemente, como "botellas de sentido común", otras pasan desapercibidos bajo espléndidas gafas de sol. Amsterdam siempre recibe a los suicidas con los brazos abiertos. Son –de eso no cabe la menor duda- los turistas más agradecidos, los viajeros más entusiastas, los transeúntes más lentos, aquellos que no regresan, pero que tampoco se quedan. Son como los objetos fotografiados demasiadas veces, al cabo de un tiempo desaparecen.

© Alfonso Fernández Sánchez
Alfonso Fernández Sánchez (Piedras Blancas, Asturias, 1978). Licenciado en Periodismo por la Universidad Pontificia de Salamanca. Actualmente realiza el doctorado en Teoría de la Comunicación y Estudios Culturales en la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona, cuyo proyecto de investigación versará acerca de la autenticidad en la música pop-rock. Colabora habitualmente en diversas revistas barcelonesas de esas llamadas de tendencias y en periódicos como "El Norte de Castilla" y "La Voz de Avilés". Vive en Barcelona.
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