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índex català   julio - agosto  2003  n° 37

El bogavante
Javier Martín

      

A las dos del mediodía abro la puerta de La Gran Muralla y busco a Xu con la mirada. A veces es a Xiao a quien veo primero, pero casi enseguida se adelanta Xu, y yo prefiero que sea ella quien me conduzca a la mesa que más me gusta, en la esquina de la derecha, frente a la puerta de la cocina, al lado de la gran pecera donde permanece inmóvil Mariano. Mariano es un bogavante y se diría que está muerto si no fuera porque no se ha descompuesto, porque sus ojos me miran aunque sean negros e inexpresivos, y porque a veces mueve una antena y entonces parece más vivo que nunca y es como si me saludara con un gesto tan mínimo como su vida.
       Para tomar nota del pedido prefiero a Xiao. Xu me conduce a mi mesa, Xiao anota los platos y Mariano da muestras de renonocerme mientras tomo asiento y espero mi comida contemplando la sensualidad de los movimientos de Xiao y la exactitud de los de Xu.
      Nunca hemos hablado, sólo conozco sus sonrisas, festiva como una verbena la de Xiao, dulce como un vino dulce la de Xu. Creo que no hablan mi idioma, Xiao repite "aloz" cuando yo digo arroz frito, y "lollo" cuando señalo en la carta el rollo de primavera; después sonríe y vuela hacia la cocina, desde donde me llega el sonido de su voz suave y enérgica hablando en su lengua.
      Xu sólo dice una palabra conocida para mí, en este sentido es casi como Mariano; a las dos, cuando abro la puerta, ella se acerca y con su sonrisa de mistela pregunta: "¿Uno?" Es una pregunta retórica porque siempre soy uno, nunca he venido ni vendré acompañado.
      A veces, cuando doy por terminada la comida y me levanto de la mesa para volver al trabajo, Xu o Xiao se acercan y dicen "glacias" mientras recogen los platos con aire ocupado. Lo dicen como si de verdad agradecieran mi visita, como si yo no fuera un cliente más al que se ven obligadas a sonreír y a tratar con cortesía oriental. Verdaderamente les complace que venga a verles y que no deje en el plato ni un solo grano de aloz flito tles delicias. Verdaderamente hay en sus voces y en sus rostros más amabilidad de la que nunca he recibido.
      Desde hace diez años soy el secretario del Gremio de Churreros Artesanos de la provincia, una especie de funcionario gris y ridículo. Estoy solo en la oficina, trabajo ocho horas al día, cuarenta horas a la semana. Una vez al mes hay reunión de la Junta y asisten cuatro o cinco churreros de los diez que la integran, casi siempre los mismos, tipos solitarios y poco comunicativos que dejan un fuerte olor a frito cuando se marchan, un olor que satura el aire y no desaparece hasta que están a punto de volver para la siguiente reunión. Una vez al año hay Asamblea y en los locales del gremio se concentran todos los churreros de la provincia, unos doscientos. Ese día el olor a frito es insoportable, y cuando se marchan uno ya no tiene esperanzas de que llegue a desaparecer aunque abra todas las ventanas, aunque rocíe el aire con los ambientadores más persuasivos.
      Para mí sólo existen Xu y Xiao, Xiao y Xu, el resto de los camareros no me interesa, y deben de saberlo porque nunca me atienden; sólo ellas, con sus tareas bien delimitadas, siempre en el mismo orden, siempre primero Xu y después Xiao.
      No importa que no se llamen así. Preguntarles su nombre hubiera sido tan inútil como meter la cabeza en el acuario y consultar con su inquilino si le parecía bien ser el bogavante Mariano o si prefería seguir siendo un bogavante anónimo.
      Antes de ir a La Gran Muralla, paso por la oficina de correos. Subo las escaleras y busco con la mirada el número de mi portezuela cromada entre los cientos de idénticas portezuelas cromadas. Siempre me digo que no habrá nada, pero mi pulso se acelera un poco segundos antes de abrir el pequeño nicho. Casi siempre está vacío, casi nunca hay nada, pero, por repetida, la desilusión es ya efímera y mansa.
      Salgo de allí a toda prisa y procuro no pensar hasta que llego a la puerta de La Gran Muralla para encontrar la sonrisa reparadora de Xu, su voz que sólo sabe decir en mi idioma unas pocas palabras: "¿uno?", "glacias"; sus movimientos exactos y pulcros que me conducen hasta mi mesa del fondo, junto al acuario, donde Mariano me saluda con un gesto imperceptible, poco antes de que Xiao exhiba la fiesta de su sonrisa y repita con sus labios diminutos mis palabras: "aloz", "lollo", tal vez, también, al final, un sincero "glacias".
      Al bogavante le puse Mariano por mi abuelo, a ellas las llamo Xu y Xiao por nada o porque sí, no hay chinos entre mis antepasados y no podría llamarlas Narcisa y Hortensia, como se llamaban mis abuelas. Lo de Mariano es diferente, no es chino, o al menos no lo parece, y en cuanto le conocí (¿puede conocerse a un bogavante?) pensé en mi abuelo y comprendí cuánto tenían en común. Mi abuelo Mariano pasó sus últimos años sentado junto a la chimenea, dormitando, sin moverse apenas, sin que nadie supiera qué pensaba o si pensaba. Siempre enfrascado en la difícil tarea de no molestar.
      Contraté el apartado de correos hace tres años por consejo de la agencia. Garantizar la discreción, mantener la privacidad, ocultar siempre el nombre real y la dirección. Para ellos soy Solus. La empleada de la agencia hizo un mohín de desagrado cuando leyó en mi ficha el seudónimo que había elegido. No dijo nada porque tienen prohibido hacer comentarios personales a los clientes, pero soy experto en interpretar silencios y el suyo fue de reprobación, casi de desprecio.
      En estos tres años sólo he recibido tres cartas, una por año. No las he contestado, no he concertado ninguna cita, no he conocido a nadie. Tengo cincuenta años, vivo y trabajo solo, mi nombre no importa y mi seudónimo es Solus. Una vez al mes, unos hombres llenan de olor a aceite frito mi oficina. Una vez al año, una pequeña multitud de churreros invade mi solitario territorio, dejando la huella indeleble de su tufo. Hace unos meses descubrí La Gran Muralla, allí conocí a Xu y a Xiao. Me sonreían cada día y me decían palabras amables: glacias, lollo, aloz ... También conocí a Mariano, el bogavante. Desde entonces, la angustia de hallar siempre vacío mi apartado de correos venía siendo menos dolorosa y ya casi no me importaba que ninguna cliente de la agencia se interesara por un tipo que se hace llamar Solus. La sonrisa dulce de Xu me hacía olvidar la soledad, el saludo imperceptible de Mariano traía a mis recuerdos la memoria de mi abuelo, las festivas evoluciones de Xiao sanaban mi espíritu, y la gratitud de todos ellos me animaba a seguir viviendo.
      Ahora me lo han quitado todo. Hace un mes, un día cualquiera, llegué a La Gran Muralla como siempre, a las dos del mediodía. Un señor de avanzada edad al que veía a menudo en el otro extremo del restaurante me explicó entre sollozos que un juez había ordenado el cierre del local. Presentí que había ocurrido lo peor, que alguien, sin calcular las consecuencias de sus actos, me había infringido el peor castigo imaginable. Aun así, desesperadamente, me encaramé a la reja de las ventanas y en vano traté de atisbar muestras de actividad en el interior del restaurante.
      Una cinta adhesiva con el sello del juzgado precintaba la puerta como una burda mordaza. Fueron llegando algunos clientes habituales; algunos comprendían y se marchaban enseguida, indiferentes, pensando en el lugar más próximo donde saciar su apetito, encaminados tal vez a una segunda opción de la que serían igualmente asiduos. Otros, en cambio, preguntaban interesándose por los detalles, demorando el conocimiento de la verdad o facilitando su asimilación; pero al final se decidían a partir, cabizbajos, rumiando quizá, en su soledad, los peores augurios.
      El anciano y yo nos resistíamos a abandonar, teníamos una conciencia demasiado clara de la magnitud de lo que aquella puerta cerrada nos quitaba y no podíamos aún renunciar a la remota posibilidad de un milagro. Aguantamos hasta las siete. Después, desolados, emprendimos en ayunas la retirada.
      Durante estas últimas semanas he tratado de averiguar qué ha ocurrido con Xu y con Xiao. Por fin hoy, en la comisaría, ante mi incomprensible insistencia, me han explicado que eran inmigrantes ilegales y que han sido expulsadas del país. Sin poder contener las lágrimas he preguntado por el bogavante. –Se llamaba Mariano–, he dicho sin pensar. Los dos policías se han mirado con sorna. En sus rostros, esa expresión que me es tan familiar, esa actitud que prescinde voluntariamente de las palabras para acentuar la superioridad, el desprecio, la indiferencia.
    

© Javier Martín 2003
Nacido en 1965, Javier Martín (kofu@eresmas.com) es licenciado en Filología Francesa por la Universidad de Barcelona. Entre otras cosas, también es escritor. Entiende la literatura, ante todo, como una forma de pensamiento. Ha publicado el libro de poemas La vuelta al mundo (Diputación Provincial de Zaragoza, 2001) y el libro de relatos Paraguay no tiene mar (Editorial Calambur, 2002), bien acogido por la crítica.

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