El bogavante
Javier Martín
A las dos del mediodía abro la puerta de La Gran
Muralla y busco a Xu con la mirada. A veces es a Xiao a quien veo primero, pero casi
enseguida se adelanta Xu, y yo prefiero que sea ella quien me conduzca a la mesa que más
me gusta, en la esquina de la derecha, frente a la puerta de la cocina, al lado de la gran
pecera donde permanece inmóvil Mariano. Mariano es un bogavante y se diría que está
muerto si no fuera porque no se ha descompuesto, porque sus ojos me miran aunque sean
negros e inexpresivos, y porque a veces mueve una antena y entonces parece más vivo que
nunca y es como si me saludara con un gesto tan mínimo como su vida.
Para tomar nota del pedido prefiero a Xiao. Xu me
conduce a mi mesa, Xiao anota los platos y Mariano da muestras de renonocerme mientras
tomo asiento y espero mi comida contemplando la sensualidad de los movimientos de Xiao y
la exactitud de los de Xu.
Nunca hemos hablado, sólo conozco sus sonrisas,
festiva como una verbena la de Xiao, dulce como un vino dulce la de Xu. Creo que no hablan
mi idioma, Xiao repite "aloz" cuando yo digo arroz frito, y "lollo"
cuando señalo en la carta el rollo de primavera; después sonríe y vuela hacia la
cocina, desde donde me llega el sonido de su voz suave y enérgica hablando en su lengua.
Xu sólo dice una palabra conocida para mí, en este
sentido es casi como Mariano; a las dos, cuando abro la puerta, ella se acerca y con su
sonrisa de mistela pregunta: "¿Uno?" Es una pregunta retórica porque siempre
soy uno, nunca he venido ni vendré acompañado.
A veces, cuando doy por terminada la comida y me
levanto de la mesa para volver al trabajo, Xu o Xiao se acercan y dicen
"glacias" mientras recogen los platos con aire ocupado. Lo dicen como si de
verdad agradecieran mi visita, como si yo no fuera un cliente más al que se ven obligadas
a sonreír y a tratar con cortesía oriental. Verdaderamente les complace que venga a
verles y que no deje en el plato ni un solo grano de aloz flito tles delicias.
Verdaderamente hay en sus voces y en sus rostros más amabilidad de la que nunca he
recibido.
Desde hace diez años soy el secretario del Gremio de
Churreros Artesanos de la provincia, una especie de funcionario gris y ridículo. Estoy
solo en la oficina, trabajo ocho horas al día, cuarenta horas a la semana. Una vez al mes
hay reunión de la Junta y asisten cuatro o cinco churreros de los diez que la integran,
casi siempre los mismos, tipos solitarios y poco comunicativos que dejan un fuerte olor a
frito cuando se marchan, un olor que satura el aire y no desaparece hasta que están a
punto de volver para la siguiente reunión. Una vez al año hay Asamblea y en los locales
del gremio se concentran todos los churreros de la provincia, unos doscientos. Ese día el
olor a frito es insoportable, y cuando se marchan uno ya no tiene esperanzas de que llegue
a desaparecer aunque abra todas las ventanas, aunque rocíe el aire con los ambientadores
más persuasivos.
Para mí sólo existen Xu y Xiao, Xiao y Xu, el resto
de los camareros no me interesa, y deben de saberlo porque nunca me atienden; sólo ellas,
con sus tareas bien delimitadas, siempre en el mismo orden, siempre primero Xu y después
Xiao.
No importa que no se llamen así. Preguntarles su
nombre hubiera sido tan inútil como meter la cabeza en el acuario y consultar con su
inquilino si le parecía bien ser el bogavante Mariano o si prefería seguir siendo un
bogavante anónimo.
Antes de ir a La Gran Muralla, paso por la oficina de
correos. Subo las escaleras y busco con la mirada el número de mi portezuela cromada
entre los cientos de idénticas portezuelas cromadas. Siempre me digo que no habrá nada,
pero mi pulso se acelera un poco segundos antes de abrir el pequeño nicho. Casi siempre
está vacío, casi nunca hay nada, pero, por repetida, la desilusión es ya efímera y
mansa.
Salgo de allí a toda prisa y procuro no pensar hasta
que llego a la puerta de La Gran Muralla para encontrar la sonrisa reparadora de Xu, su
voz que sólo sabe decir en mi idioma unas pocas palabras: "¿uno?",
"glacias"; sus movimientos exactos y pulcros que me conducen hasta mi mesa del
fondo, junto al acuario, donde Mariano me saluda con un gesto imperceptible, poco antes de
que Xiao exhiba la fiesta de su sonrisa y repita con sus labios diminutos mis palabras:
"aloz", "lollo", tal vez, también, al final, un sincero
"glacias".
Al bogavante le puse Mariano por mi abuelo, a ellas
las llamo Xu y Xiao por nada o porque sí, no hay chinos entre mis antepasados y no
podría llamarlas Narcisa y Hortensia, como se llamaban mis abuelas. Lo de Mariano es
diferente, no es chino, o al menos no lo parece, y en cuanto le conocí (¿puede conocerse
a un bogavante?) pensé en mi abuelo y comprendí cuánto tenían en común. Mi abuelo
Mariano pasó sus últimos años sentado junto a la chimenea, dormitando, sin moverse
apenas, sin que nadie supiera qué pensaba o si pensaba. Siempre enfrascado en la difícil
tarea de no molestar.
Contraté el apartado de correos hace tres años por
consejo de la agencia. Garantizar la discreción, mantener la privacidad, ocultar siempre
el nombre real y la dirección. Para ellos soy Solus. La empleada de la agencia
hizo un mohín de desagrado cuando leyó en mi ficha el seudónimo que había elegido. No
dijo nada porque tienen prohibido hacer comentarios personales a los clientes, pero soy
experto en interpretar silencios y el suyo fue de reprobación, casi de desprecio.
En estos tres años sólo he recibido tres cartas, una
por año. No las he contestado, no he concertado ninguna cita, no he conocido a nadie.
Tengo cincuenta años, vivo y trabajo solo, mi nombre no importa y mi seudónimo es Solus.
Una vez al mes, unos hombres llenan de olor a aceite frito mi oficina. Una vez al año,
una pequeña multitud de churreros invade mi solitario territorio, dejando la huella
indeleble de su tufo. Hace unos meses descubrí La Gran Muralla, allí conocí a Xu y a
Xiao. Me sonreían cada día y me decían palabras amables: glacias, lollo, aloz ...
También conocí a Mariano, el bogavante. Desde entonces, la angustia de hallar siempre
vacío mi apartado de correos venía siendo menos dolorosa y ya casi no me importaba que
ninguna cliente de la agencia se interesara por un tipo que se hace llamar Solus. La
sonrisa dulce de Xu me hacía olvidar la soledad, el saludo imperceptible de Mariano
traía a mis recuerdos la memoria de mi abuelo, las festivas evoluciones de Xiao sanaban
mi espíritu, y la gratitud de todos ellos me animaba a seguir viviendo.
Ahora me lo han quitado todo. Hace un mes, un día
cualquiera, llegué a La Gran Muralla como siempre, a las dos del mediodía. Un señor de
avanzada edad al que veía a menudo en el otro extremo del restaurante me explicó entre
sollozos que un juez había ordenado el cierre del local. Presentí que había ocurrido lo
peor, que alguien, sin calcular las consecuencias de sus actos, me había infringido el
peor castigo imaginable. Aun así, desesperadamente, me encaramé a la reja de las
ventanas y en vano traté de atisbar muestras de actividad en el interior del restaurante.
Una cinta adhesiva con el sello del juzgado precintaba
la puerta como una burda mordaza. Fueron llegando algunos clientes habituales; algunos
comprendían y se marchaban enseguida, indiferentes, pensando en el lugar más próximo
donde saciar su apetito, encaminados tal vez a una segunda opción de la que serían
igualmente asiduos. Otros, en cambio, preguntaban interesándose por los detalles,
demorando el conocimiento de la verdad o facilitando su asimilación; pero al final se
decidían a partir, cabizbajos, rumiando quizá, en su soledad, los peores augurios.
El anciano y yo nos resistíamos a abandonar,
teníamos una conciencia demasiado clara de la magnitud de lo que aquella puerta cerrada
nos quitaba y no podíamos aún renunciar a la remota posibilidad de un milagro.
Aguantamos hasta las siete. Después, desolados, emprendimos en ayunas la retirada.
Durante estas últimas semanas he tratado de averiguar
qué ha ocurrido con Xu y con Xiao. Por fin hoy, en la comisaría, ante mi incomprensible
insistencia, me han explicado que eran inmigrantes ilegales y que han sido expulsadas del
país. Sin poder contener las lágrimas he preguntado por el bogavante. Se llamaba
Mariano, he dicho sin pensar. Los dos policías se han mirado con sorna. En sus
rostros, esa expresión que me es tan familiar, esa actitud que prescinde voluntariamente
de las palabras para acentuar la superioridad, el desprecio, la indiferencia.
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