índex català noviembre-diciembre n° 39 |
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Clarice Lispector La manzana en la
oscuridad Franz Werfel La muerte del pequeño burgués Neil Gaiman Coraline Monica Ali Siete mares, trece ríos Biyi Bandele Thomas El enterrador compasivo y otros sueños |
1 El
valor de lo inefable
Viéndola en la multitud de fotografías y retratos que tenemos de Clarice Lispector, nadie diría que aquella mujer que nos observa, indolente, con un halo de imperturbabilidad, se temía a sí misma frágil y miedosa. De origen judío y nacida en Tchetchelnik, Ucrania, hacia 1920 cuando sus padres abandonaban Rusia y dirigían sus pasos hacia Brasil, su verdadero nombre fue Haia, "vida" en yiddish. Y en su obra, el tema de la vida, y su doloroso aprendizaje, estará entrelazado al tema del silencio, la soledad, la escritura, la imposibilidad de la palabra o el carácter sagrado y misterioso de la creación, del mundo. Temas indiscernibles los unos de los otros. Escritora sorprendente en el panorama narrativo brasileño de su época, en sus libros rompió con las convenciones novelescas, tales como la acción o el argumento, para conducirnos, mediante un lenguaje depurado, a lo insondable del alma humana. A los diecinueve años dio forma a su primera novela, Cerca del corazón salvaje, que sorprendió por su lirismo y sensualidad, y que acercó su escritura a la de Katherine Mansfield. Pero su proyecto más ambicioso fue su cuarta novela, La manzana en la oscuridad, publicada en 1961. Hasta once veces confesó su autora haberla copiado para saber qué era lo que quería decir. No teman ante la densidad que alcanza la novela. Parodia de la novela policíaca, el argumento es sencillo, banal. Es la historia de una huida, la huida de Martim tras haber cometido un crimen: el asesinato de su esposa. Pero no es sólo eso. Es también la historia de una pérdida, la de la identidad, unida a la del lenguaje, y su progresiva reconstrucción. Martim escapará de un hotel y emprenderá esa huida a través de una noche eterna, eterna y oscura, a través del desierto; elementos inherentes a la experiencia mística. Y su crimen, acto de desafío a la sociedad y símbolo de la caída necesaria para remontarse al origen, a lo primigenio, será el desencadenante de su búsqueda interior. Martim intentará "reconstruir en sus propios términos la existencia", la creación de un nuevo orden destruido por el crimen y en el que las palabras ya no son válidas. Pero para ello, habrá de atravesar diferentes niveles: el de las piedras, inanimadas; el de las plantas, silenciosas, del terreno que trabajará a su llegada a una hacienda del interior; el de los animales, las vacas, y su oscuridad; el de los humanos, al fin. Y en aquella hacienda a la que llega Martim, hombre de manos grandes y olor a herrumbre, el miedo a la vida y el miedo a la muerte estarán personificados en las figuras femeninas de Vitória y Ermelinda, respectivamente, con quienes su vida se entrelazará. Su llegada significará para ellas el aprendizaje de la libertad. Historia, pues, de un miedo, un miedo universal disfrazado de individualidad, que desaparecerá con la revelación, la comprensión. Comprensión que no podrá realizarse mediante la lógica, el pensamiento; comprensión que no llegará de la mano de la palabra, pues "hablar es el modo más simple de volvernos desconocidos" nos decía Lispector en otras páginas; comprensión, o verdad ansiada, que le llegará a Martim mediante el acto, mediante el fuego purificador que él mismo, tras haber ido reconstruyendo la realidad circundante, habrá creado sin necesidad de nombrarlo y que quemará sus manos, ahora capaces de reconocer en la oscuridad la manzana gracias a la intuición del tacto, del cuerpo, de esa otra mirada. La obra ha sido interpretada como una recreación del Génesis, elementos no faltan; de ahí que las sensaciones, las reflexiones de los personajes, que se apartan de lo literario y se acercan a la metafísica, sean protagonistas esenciales. La manzana en la oscuridad podría tratarse de un precedente de la que para algunos es su mejor novela: La pasión según G. H. Con La manzana en la oscuridad quedamos rendidos ante la capacidad de Lispector para percibir el mundo y trasladarlo al lenguaje, aunque, como Martim, tuvo el valor de dejar inexplicado lo que no se puede explicar. Porque entender es una manera de mirar y rozar con los dedos y dejarse atravesar. JAC 2 Los dos relatos que se presentan en este volumen, La muerte del pequeño burgués y La casa del luto, justifican por qué la obra de Werfel es considerada como uno de los ejemplos que mejor ilustran los cambios que marcan el comienzo del agitado siglo XX en el exquisito ámbito centroeuropeo. Producto de estos cambios se produjo la disolución de toda una identidad cultural que amparaba a escritores y pensadores de diverso origen a quienes la lengua alemana les brindó un lugar común en el cual se desarrolló una cultura exquisita. En ambos relatos Werfel revive el ideal de una Europa cívica, multinacional y refinada donde una misma humanidad era el soporte de una civilización permisiva que finalmente se desmoronó y que arrastró consigo todo vestigio de fraternidad, anunciando las particiones étnicas, las fronteras y los nacionalismos. La mirada del autor se dirige hacia el mundo circundante con un cierto recelo ante el irremisible avance de la civilización, pues no cree que ésta sea capaz de resolver los problemas existenciales del hombre; bajo las más refinadas formas del progreso ve ocultarse el germen de la decadencia y de la desmoralización interior. La última fase del imperio de los Habsburgo se halla representada por dos polos opuestos: la melancólica conciencia del declive soportado con callada dignidad -que encontramos en La muerte del pequeño burgués- y la ligereza despreocupada que se percibe en el ambiente de La casa del luto. El mito de este declive -edificado en el ámbito literario sobre la obra de Stifter, Ebner-Eschenbach, Rosegger o Grillparzer- presenta una completa sustitución de la realidad histórico-social por otra ficticia e ilusoria, es la sublimación de una sociedad concreta en un pintoresco, seguro y ordenado mundo de fábula. Viena nos enseñó otra forma de ser personas en los momentos de crisis y de pérdida de ilusiones, revolucionó definitivamente el papel del sujeto y lenguaje dentro del mundo novelesco. La base de ese imperio es burócrata, con su sentido del orden y de la jerarquía, con su inmovilismo político. Es el triunfo de la mediocridad, es la ética de la vida rutinaria y longeva. Algunos autores trascienden ese imperio y lo convierten en un mundo literario perdido: Trakl, Rilke, Kafka, Karl Kraus, Hofmmansthal, Musil, Doreder, Gregor von Rezzori o el propio Werfel. Es dramática la desorientación de algunos de ellos en la crisis que se cierne sobre todo Europa y que provocará la desaparición de la cultura austrohúngara. Con el fin del poder político del imperio nace el imperio que no muere, el imperio literario, el mito de un imperio que fue Uno en cuanto supo ser la suma de lo variado, no para homogeneizar, sino para conservar y unir lo que eran diferentes pueblos. El mito del imperio austro-húngaro, lejos de morir con su final cronológico, parece haber comenzado una etapa más sugestiva e interesante a partir de su desmoronamiento. La épica judeo-oriental tiende a fijar no ya una optimista idealización sino la dialéctica que se desarrolla incluso en la catástrofe, la copresencia de lo positivo y de lo negativo, la conciencia de que no existe solamente el caos, sino que existen tanto el caos como el orden, tanto la ternura como la perversión. De estas matrices surge el personaje del Sr. Fiala en La muerte del pequeño burgués, con su heroico-cómica perseverancia en la afirmación a pesar de la continua repetición de la derrota, verdadero héroe y un hombre emblemático, un miembro útil al Imperio y por tanto que contribuye al orden del mundo. El esfuerzo de esta épica tiende a reencontrar una relación entre el individuo y los objetos de la experiencia basada en la sensación de valor y bienestar que éstos transmiten, en los tiempos mejores largamente olvidados que conciben. Cuando cese esta relación con los objetos en el capítulo IV, empieza de hecho el relato de una muerte. No ha sido dedicado en este país suficiente interés a la esplendorosa Viena en los albores del siglo XX, pese a su capital importancia por cuanto revolucionó muchos de los grandes lenguajes en que se fundaba nuestra cultura. No sólo eso, desde entonces es para la historia el escenario de una cultura de la crisis que dio al traste con el "iluminismo" moderno. El escenario de una pérdida de inocencia y de un experimento espiritual de nuevos rumbos en pos de la auténtica claridad. La lectura de estas dos excelentes novelas a las que nos hemos referido discurre por este trágico escenario, anticipando nuevas pautas para la narrativa posterior. Literatura inteligente plena de decencia realista y sinceridad intelectual. CarlosVela _______________________ Otros nuevos mundos Neil
Gaiman A mi niño de la China Dice Italo Calvino que la fantasía es "el poder de evocar imágenes en ausencia, dentro del golfo fantástico del artista". Por mi parte, confieso conocer poco a Neil Gaiman, autor de Coraline, y sin embargo me tiene intrigada. En una entrevista publicada en Qué Leer (julio 2003), Gaiman me parece alguien muy versátil, de esos que inspiran confianza en las cosas bien hechas. Su particular "golfo fantástico" se forma en los constantes cambios de registro: de los guiones de cómics a las series de televisión y las películas, Gaiman se había estrenado ya como novelista con American Gods, y ahora repite la experiencia y se consolida en el género de la literatura fantástica. Gaiman crea una aventura especialmente diseñada para una niña, Coraline, a la que "introduce en un mundo extraño y la deja nadar en él para crecer y evolucionar". "Esto es muchísimo mejor", exclama Coraline, de pronto tentada por la trampa, es decir, la aparición de fantasmas en su vida. Una tarde, aburrida, Coraline abre la puerta tapiada del piso nuevo de sus padres y entra en un mundo casi igual al suyo. "Descubrir la diferencia entre lo familiar" será su aventura. Su otra madre y su otro padre la esperan en un piso exacto al de sus padres, aunque sus ojos de botones negros, sus gestos en los labios de fría cólera y su voz gélida "sí son distintos" de los verdaderos padres. O al menos "resultan raros", piensa Coraline de inmediato. La esperan para tentarla y no se andan con sutilezas: "¿Te gusta esto?" Y Coraline sucumbe al engaño, y a una seria amenaza: "Ya nunca querrás irte." Con el presagio, ese sotto voce de la amenaza, se obliga a la niña a abrirse a lo incomprensible. Y puede que, en su formulación oscura de lo que ha de venir, se implique a Coraline para que lo resuelva, mientras crece la excitación propia de quien trata con lo fantástico. ¿Acaso no será todo eso un maravilloso cuento que pretende alejar a Coraline de la realidad? Algo así como un reverso oscuro de Alicia en el país de las maravillas. Un mundo que proyecta lo que te gustaría tener en tu vida, o en tu casa, pero le añade un dudoso punto de indefinido y, por lo tanto, de ambigüedad. Coraline entra en la nada, y a continuación descubre que su otra madre desea apropiarse de su vida para dejarle sólo "bruma y niebla". Los gatos y las ratas que habitan ese mundo le advierten de la necesidad de escapar, mientras aún "tenga sangre en las venas". Aunque también le aconsejan que resista la tentación de mirar. Sin embargo, ver tu propia casa y tus propias cosas deformadas resulta demasiado tentador para resistirse. "El mundo exterior se había convertido en informes remolinos de niebla desprovistos del menor rastro del vida, y parecía que la casa se hubiese retorcido y estirado". Así crea Neil Gaiman una de las muchas sutilezas atmosféricas con las que nos seduce. Con acierto, añadiría, la deformación de los cuerpos y del mundo se juega en los adverbios, en unos dedos excesivamente largos, unos dientes demasiado grandes. De pronto, Coraline siente la certeza de que, tras estremecerse de miedo, habrá llegado el momento de actuar y resolver el engaño, pues su otra madre tiene prisioneros a sus padres y a cinco niños más, en el mundo tras la puerta tapiada. Por un instante, Coraline mira la casa "como si no fuese una casa de verdad, sino la representación de una casa". Y ahí cambia todo. Sólo entonces cede la naiveté, y comprende que se encuentra encerrada en "una parodia espantosa de las personas y los objetos reales". Por supuesto, el horror no deja otra opción, y Coraline quizá no esté soñando despierta. El efecto que busca Gaiman con este mirar infantil me recuerda unas palabras de Henry James: "Los niños pequeños tienen muchas más percepciones que términos para expresarlas; su visión es en cualquier caso más rica, su comprensión constantemente mayor que el vocabulario que suelen utilizar o del que disponen en total"(en el prólogo de Lo que Maisie sabía). No cabe duda de que Gaiman sabe muy bien cómo articular el punto de vista infantil en un estilo maduro, elegante y sutil. De hecho, así se insiste mejor en lo atroz de la aparición. No es para menos. Para cuando se le aparecen por vez primera los otros padres, en su propia casa, Coraline es ya más adulta. Algo en ella parece demasiado maduro, demasiado temerario para su edad. La embriaguez y el capricho infantil, incluso su ironía, contrastan con la audacia que demuestra a cada paso. De golpe, Coraline identifica la lógica de la maldad con un "juego sucio"; ella juega contra la otra madre y gana la partida. Aunque no revelaremos aquí cómo. Sólo diremos que Gaiman despliega un amplio repertorio de monstruos hábilmente retratados en las ilustraciones de Dave McKean que acompañan la novela. En cuanto a Coraline, y en palabras de su creador, "a nadie le imponen una carga mayor de la que puede aguantar". El lenguaje de Gaiman es valiente; yo al menos le seguiré la pista. Marta Rossich. Clarice Lispector La manzana en la
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