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índex català  noviembre-diciembre  n° 39

Una cena con el señor Azad
Por Monica Ali
Traducción de Mirta López

 
      
Nazneen saludó con la mano a la mujer de los tatuajes. Siempre estaba allí cuando miraba al edificio de enfrente, por encima de la hierba marchita y las lajas rotas. La mayoría de los pisos que bordeaban tres lados de un cuadrado tenían cortinas de tul, y la vida tras ellas era toda formas y sombras. Pero la mujer de los tatuajes no tenía cortinas. Estaba allí sentada de la mañana a la noche, con sus grandes muslos desbordando los lados de la silla, inclinada hacia delante para tirar la ceniza en un plato, o inclinada hacia atrás para beber de una lata. Ahora echó un trago y arrojó la lata por la ventana.
      Era mediodía. Nazneen había terminado las tareas de la casa. Pronto comenzaría a preparar la cena, pero primero dejaría pasar un rato. Hacía calor, el sol caía implacable sobre el marco metálico de las ventanas y destellaba en el cristal. Un sari rojo y dorado colgaba de un piso de la última planta del edificio Rosemead. Más abajo había un babero y un minúsculo pantalón con peto. El letrero atornillado a los ladrillos estaba escrito en angulosas mayúsculas inglesas arriba y en florituras bengalíes abajo. Prohibido arrojar basura. Prohibido aparcar. Prohibido jugar a la pelota. Dos viejos con panjabi y turbante avanzaban muy despacio por el sendero, como si no quisieran ir a donde iban. En el centro del jardín, un esmirriado perro marrón olfateó el césped y defecó. La brisa que soplaba en la cara de Nazneen estaba impregnada del hedor de los desbordantes cubos de basura comunitarios.
      Hacía seis meses que la habían enviado a Londres. Si yo fuera de las que desean, pensaba todas las mañanas antes de abrir los ojos, ya sé qué desearía. Luego abría los ojos y veía la cara abotargada de Chanu sobre la almohada, junto a ella, los labios entornados con indignación incluso mientras dormía. Veía la cómoda rosada, el espejo con marco ondulado y el monstruoso armario negro que ocupaba la mayor parte de la habitación. ¿Era hacer trampa pensar sé lo que desearía? ¿No era lo mismo que pedir un deseo? Si sabía cuál sería el deseo, en algún lugar de su corazón lo había pedido ya.
      La mujer de los tatuajes le devolvió el saludo. Se rascó los brazos, los hombros, las partes accesibles de los muslos. Bostezó y encendió un cigarrillo. Al menos las dos terceras partes de la piel visible estaban cubiertas de tinta. Nazneen nunca había estado lo bastante cerca (nunca más cerca ni más lejos que ahora) para descifrar los dibujos. Chanu le había dicho que la mujer de los tatuajes era un Ángel del Infierno, y Nazneen se había asustado. Había supuesto que los tatuajes serían flores, o pájaros. Eran feos y afeaban más de lo necesario a la mujer, pero estaba claro que a ella no le importaba. Cada vez que la veía tenía la misma expresión de aburrimiento e indiferencia. El mismo estado que buscaban los sadhus que recorrían las aldeas musulmanas envueltos en harapos, indiferentes a la amabilidad de los extraños y la crueldad del sol.
      A veces Nazneen pensaba en bajar, cruzar el jardín y subir al cuarto piso del Rosemead. Probablemente tendría que llamar a varias puertas antes de que saliera la mujer de los tatuajes. Le llevaría algo, una ofrenda de samosas o bhajis, y la mujer sonreiría, Nazneen sonreiría, y a lo mejor se sentaban juntas frente a la ventana, dejando pasar el tiempo más plácidamente. Lo pensaba pero no iría. Si llamaba a la puerta equivocada, le atenderían extraños. La mujer de los tatuajes podía enfadarse por la intromisión. Era obvio que no le gustaba levantarse de la silla. Pero incluso si no se enfadaba, ¿de qué serviría? Nazneen sabía decir dos cosas en inglés: lo siento y gracias. Podía pasar otro día sola. Era sólo un día más.
      Debería empezar a preparar la cena. El cordero al curry estaba listo. Lo había hecho la noche anterior, con tomates y patatas nuevas. En el congelador quedaba pollo de la vez que habían invitado al doctor Azad y él había cancelado la cita a último momento. Tenía que preparar el dhal y las verduras, moler las especias, lavar el arroz y hacer la salsa para el pescado que traería Chanu esa noche. Enjuagaría los vasos y los frotaría con papel de periódico para que brillasen. Debía quitar algunas manchas del mantel. ¿Y si algo salía mal? Podía pegársele el arroz. Podía salar demasiado el dhal. Chanu podía olvidar el pescado.
      Sólo era una cena. Una cena. Un invitado.
      Dejó la ventana abierta. Se subió al sofá para alcanzar el sagrado Corán del alto estante que Chanu, bajo coacción, había construido especialmente para él. Fijó su intención con todo el fervor posible, apretando los puños y hundiendo las uñas en las palmas para protegerse del demonio. Luego abrió el libro en una página al azar y empezó a leer.

A Dios pertenece todo lo que hay en los cielos y la tierra. Os exhortamos, como exhortamos a aquellos que recibieron el Libro antes que vosotros, a que temáis a Dios. Si lo rechazáis, sabed que a Dios pertenece todo lo que hay en los cielos y la tierra. Dios se basta a sí mismo y es digno de alabanza.  

      Esas palabras le asentaron el estómago y se sintió mejor. Hasta el doctor Azad era insignificante ante Dios. A Dios pertenece todo lo que hay en los cielos y la tierra. Lo repitió varias veces en voz alta. Estaba en paz. Nada podía turbarla. Sólo Dios, si quería. Tal vez Chanu gruñera y renegase porque el doctor Azad iba a cenar con ellos. Que renegase. A Dios pertenece todo lo que hay en los cielos y la tierra. ¿Cómo sonaría en árabe? Más hermoso aún que en bengalí, supuso, porque aquellas eran las auténticas palabras de Dios.
      Cerró el libro y miró alrededor, para comprobar que la habitación estaba ordenada. Los libros y los papeles de Chanu estaban apilados debajo de la mesa. Debía quitarlos de ahí, o el doctor Azad no tendría sitio para los pies. Tenía que poner en su sitio las alfombras que había colgado en la ventana y sacudido con una cuchara de madera. Eran tres: roja y naranja, verde y violeta, marrón y azul. La moqueta era amarilla con hojas verdes. Cien por cien nylon y, según Chanu, muy resistente. El sofá y los sillones eran del mismo color que las boñigas de vaca seca, un color práctico. Los pequeños tapetes de plástico del respaldo los protegían del aceite que usaba Chanu en el pelo. Había muchos muebles, más de los que Nazneen había visto nunca en una sola habitación. Incluso si contaba todos los muebles del caserío donde había vivido en su país, los de los ghar de todos los tíos y las tías, no serían tantos como los que había en aquella sola habitación. Había una mesa de centro con tablero de cristal y patas de plástico anaranjado, tres mesitas apilables de madera, la mesa grande que usaban para cenar, una estantería, un armario esquinero, un revistero, un carrito lleno de carpetas y archivadores, el sofá y los sillones, dos escabeles, seis sillas de comedor y una vitrina. El papel de las paredes era amarillo, con cuadrados y círculos marrones perfectamente alineados hacia arriba y hacia abajo. Nadie tenía nada parecido en Gouripur. Eso la hacía sentirse orgullosa. Su padre era el segundo hombre más rico del pueblo y nunca había poseído nada semejante. La había casado bien. De las paredes colgaban platos sujetos con ganchos y alambres, platos que eran sólo de adorno, no para comer. Algunos tenían los bordes dorados. Chanu lo llamaba pan de oro. Sus diplomas estaban enmarcados y mezclados con los platos. Aquí lo tenía todo. Todas esas cosas preciosas.
      Dejó el Corán en su sitio. A su lado, en una funda de tela, estaba el libro más sagrado de todos: el Corán en árabe. Acarició la tela.
      Nazneen miró la vitrina de cristal, llena de animales de cerámica, figuras de porcelana y frutas de plástico. Tenía que quitarle el polvo a cada objeto. Se preguntó cómo entraba el polvo y de dónde venía. Todo pertenecía a Dios. ¿Para qué querría Él los tigres de arcilla, las baratijas y el polvo?
      Entonces, porque había dejado que su mente vagase y perdiera la concentración otra vez, comenzó a recitar mentalmente uno de los suras del sagrado Corán que había aprendido en la escuela. No sabía qué significaban las palabras, pero el ritmo la tranquilizaba. Respiró con el abdomen. Dentro y fuera. Despacio. En silencio. Nazneen se durmió en el sofá. Contempló los arrozales color jade y nadó en el lago fresco y oscuro. Fue andando a la escuela del brazo de Hasina, brincando durante parte del trayecto, y se cayó y se limpió las rodillas con las manos. Los pájaros mynah graznaban en los árboles, las cabras huían, asustadas, y los melancólicos búfalos de agua pasaron por a su lado como un cortejo fúnebre. El cielo, que estaba arriba, era ancho y vacío, y los campos se extendían ante ella, pero podía verlos hasta el final, donde la tierra emborronaba el cielo con una línea azul oscura.
      Cuando despertó eran casi las cuatro. Corrió a la cocina y empezó a picar cebolla con ojos todavía somnolientos, así que no tardó en cortarse el dedo, un profundo tajo en el índice izquierdo, justo debajo de la uña. Abrió el grifo del agua fría y puso la mano bajo el chorro. ¿Qué estaría haciendo Hasina? Este pensamiento la asaltaba constantemente ¿Qué estará haciendo ahora mismo? Ni siquiera era un pensamiento. Era una sensación, una punzada en los pulmones. Sólo Dios sabía cuándo volvería a verla.
      Le preocupaba que Hasina se rebelase contra el destino. Eso no podía traer nada bueno. Nadie diría lo contrario. Pero pensándolo bien, analizándolo en profundidad, ¿quién podía asegurar que Hasina no estuviera siguiendo su destino? Si el destino era inmutable por mucho que una luchase contra él, entonces era posible que Hasina estuviera destinada a fugarse con Malek. Quizá luchase contra eso, y eso fuera precisamente lo que no podía cambiar. Ah, todo debería ser más sencillo para alguien que había tomado la decisión hacía mucho, mucho tiempo, de estar a la entera disposición del destino, pero ¿cómo saber qué dirección te mandaba tomar? Y había que llegar al final de cada día. Si Chanu volvía por la tarde y encontraba la casa desordenada, las especias sin moler, ¿podía decirle no me preguntes por qué no hay nada listo, porque no lo he decidido yo sino el destino? Hasta una infracción más nimia que esa justificaría que una esposa recibiera una paliza.
      Chanu no le había pegado aún. No parecía tener intención de hacerlo. De hecho, era amable y comprensivo. Sin embargo, sería una tontería suponer que no le pegaría nunca. La consideraba trabajadora (lo había oído al teléfono). Se sorprendería si lo defraudaba.


      - Es una chica inocente. Del pueblo.
      Una noche se había levantado a buscar un vaso de agua. Hacía una semana que se habían casado. Ella se había ido a la cama, pero Chanu se había quedado levantado y estaba hablando por teléfono cuando Nazneen se acercó a la puerta.
      - No - dijo Chanu -. Yo no diría eso. No es hermosa, pero tampoco demasiado fea. Cara ancha, frente grande. Los ojos demasiado juntos.
      Nazneen se llevó la mano a la cabeza. Era verdad. Tenía la frente grande. Pero nunca había pensado que sus ojos estuvieran demasiado juntos.
      - Ni alta ni baja. Aproximadamente un metro con sesenta. Las caderas un poco estrechas, pero creo que lo bastante anchas para parir. Dadas las circunstancias, estoy satisfecho. Puede que cuando envejezca le crezca barba, pero ahora tiene sólo dieciocho años. Y un tío ciego es mejor que ningún tío. He esperado demasiado para buscar esposa.
      ¡Caderas estrechas! Ya te gustaría a ti tener ese defecto, se dijo Nazneen pensando en los rollos de grasa que colgaban de la barriga de Chanu. Podrías meter tus cien lápices y bolígrafos entre esos rollos y mantenerlos firmes y a buen recaudo. También cabrían un par de libros. Siempre que los palillos que tienes por piernas soportasen el peso.
      - Además es trabajadora. Limpia, cocina y todo lo demás. La única pega es que no puede ordenar mis archivos, porque no sabe inglés. Pero no me quejo. Como he dicho, es una chica del pueblo: totalmente inocente.
      Chanu continuó hablando, pero Nazneen regresó sigilosamente a la cama. Un tío ciego es mejor que ningún tío. Su marido tenía un dicho para todo. Cualquier esposa es mejor que ninguna esposa. Algo es mejor que nada. ¿Qué había imaginado? ¿Qué estaba enamorado de ella? ¿Qué estaba agradecido porque ella, que era joven y elegante, lo había aceptado? ¿Qué le debían algo por haberse sacrificado casándose con él? Sí. Sí. Comprendió amargamente que había imaginado todas esas cosas. Qué tonta. Qué ideas solemnes. Cuánta presunción.


      La hemorragia parecía haberse detenido. Nazneen cerró el grifo y se envolvió el dedo en papel de cocina. ¿Con quién había hablado Chanu aquel día? A lo mejor era una llamada de Bangladesh, de un pariente que no había ido a la boda. O quizá fuera el doctor Azad. Esa noche vería por sí mismo la frente grande y los ojos demasiado juntos. La sangre atravesó el papel. Se lo quitó y miró cómo las gotas rojas caían en el fregadero de aluminio. Se fundían unas con otras, como si fueran de mercurio, y luego se escurrían por el desagüe. ¿Cuánto tardaría el dedo en desangrarse por completo, gota a gota? ¿Y el brazo? ¿Y el cuerpo, un cuerpo entero? Lo que más echaba de menos era la gente. Nadie en particular, sólo la gente. Si pegaba la oreja a la pared, podía oír sonidos. La televisión. Toses. A veces la cadena del lavabo. Alguien que corría una silla en el piso de arriba. El griterío procedente del jardín. Cada persona encerrada en su caja, contando sus posesiones. Le costaba recordar un momento de sus dieciocho años de vida que hubiera pasado sola. Hasta que se había casado. Hasta que había llegado a Londres para sentarse un día tras otro en esa caja grande llena de muebles que limpiar. Y el sonido amortiguado de vidas privadas, aisladas herméticamente arriba, abajo y alrededor.
      Nazneen se examinó el dedo. La hemorragia había parado otra vez. Un montón de pensamientos inconexos se agolparon en su cabeza. Hablaría con Chanu de comprar otro sari. Abba no se había despedido de ella. Pensó que iría a verla por la mañana, antes de que salieran hacia el aeropuerto de Dacca. Pero ya se había marchado al campo cuando ella se levantó. ¿Era porque la quería mucho, o porque la quería muy poco? Necesitaba cera para los muebles. Y lejía para el lavabo. ¿Chanu querría que le cortase los callos otra vez? ¿Qué estaría haciendo Hasina?
      Fue al dormitorio y abrió el armario. La carta estaba en el fondo, en una caja de zapatos. Se sentó a leerla en la cama, con los pies casi rozando las puertas barnizadas con laca negra. A veces soñaba que el armario se le caía encima y la aplastaba contra el colchón. Otras, que se quedaba encerrada dentro y llamaba y llamaba, pero nadie la oía.

Nuestro primo Ahmed me dio tu dirección gracias a Dios. Me entero de tu casamiento y rezo muchas veces el día de tu boda y ahora también. Rezo para que tu esposo sería un buen hombre. Me escribes y me lo cuentas todo.
Ahora soy tan feliz que casi me da miedo. Casi no me atrevo a abrir los ojos. ¿Por qué es? ¿De dónde sale el miedo? Dios no me ha ponido en la tierra sólo para sufrir. Lo sé siempre hasta los días sin luz.
     Malek tiene un trabajo de primera en el ferrocarril. Su tío es muy importante en la compañía. Malek se levanta muy temprano por la mañana y vuelve muy tarde. No sabe mucho de trenes y esas cosas pero dice que no importa. Lo que importa es que es listo. No hay nadie más listo que mi marido.
      ¿Puedes creerlo? Vivimos en un edificio de tres plantas. Nuestro piso tiene dos habitaciones. No hay balcón pero yo subo al terrado y ahí hay un suelo de piedra marrón para refrescarse los pies. En el dormitorio tenemos una cama con muelles y un armario y dos sillas. Doblo los saris y los guardo en una caja debajo de la cama. En el salón tenemos una silla de mimbre y una alfombra y una banqueta. También hay una estufa de queroseno y yo la tapo con un chal porque así está todo ordenado. La cacerola y las sartenes están dentro de una caja. Casi no hay cucarachas y sólo veo una o dos de vez en cuando.
      Soy feliz aunque no tenemos nada. Tenemos amor. El amor es felicidad. A veces me dan ganas de correr y saltar como una cabra. Igual que cuando tú y yo cuando fuimos a la escuela. Pero aquí no hay mucho sitio para correr y yo tengo dieciséis años y soy una mujer casada.
      Ahora todo va bien entre nosotros. No dejo que la lengua me meta en líos y se hace lo que dice mi marido. Sólo porque un marido es bueno con su esposa no quiere decir que ella puede decir lo que quiera. Si las mujeres entenderían esto no les pegarían. Malek tiene un empleo de primera. Rezo por tener un hijo. Rezo para que la madre de Malek perdonará el crimen de nuestro matrimonio. Ya llegará. Cuando pase el tiempo me querrá como a una hija. Si me equivoco ella no es una buena madre porque las madres quieren todas las partes de un hijo y yo ahora yo soy una parte de él. Si Abba estaría viva ¿crees que perdonaría lo que Abba no puede perdonar? A veces pienso que sí. Muchas veces pienso que no y entonces me enfado y me pongo triste.
      Pienso en ti cada día y te mando amor hermana. Mando respeto para tu marido. Ahora que tienes la dirección escribe y cuéntame todo sobre Londres. Recuerdas esa historia que nos contaron de niñas y que empieza así: Había una vez un príncipe que vivía en una tierra lejana a siete mares y trece ríos de distancia. Así es como pienso en ti. Pero como una princesa.
      Nos veremos un día dentro de poco y seremos como niñas pequeñas otra vez.

      Alguien estaba llamando a la puerta del piso. Nazneen abrió sólo un poco, con la cadena puesta, luego cerró para quitar la cadena y abrió del todo.
      - Nadie se lo dice a la cara - decía en ese momento la señora Islam a Razia Iqbal -, pero todos hablan a sus espaldas. No me gustan los cotilleos.
      Nazneen cambió un salam con las visitas y fue a preparar el té.
      Sentada en el sofá, inclinada sobre la mesa de centro, la señora Islam dobló unos pañuelos y se los metió en las mangas de la rebeca.
      - Difundir rumores es nuestro pasatiempo nacional - señaló Razia -. Aunque eso no significa que sea bueno. La mayoría de las veces no hay ni una pizca de verdad en ellos. - Miró a Nazneen, que estaba poniendo las tazas de té en la mesa -. ¿Qué es lo que dicen esta vez? Si me lo cuenta alguien más, podré aclararlo enseguida.
      - Bueno - dijo la señora Islam lentamente. Se reclinó contra el tapizado marrón. Tenía las mangas estiradas y abultadas. Llevaba zapatillas de felpa y calcetines negros. Nazneen le miró los pies a través del cristal de la mesita y los vio moverse con un entusiasmo que no se le notaba en la cara-. Recuerda que no tenía hijos. Y llevaba más de doce años casada.
      - Sí, es verdad - dijo Razia -. Es lo peor que le puede pasar a una mujer.
      - Y si una decide saltar desde el piso dieciséis, se acabó todo. - La señora Islam sacó un pañuelo de la manga y se enjugó la fina capa de sudor de la frente. Con sólo mirarla, Nazneen sintió un calor insoportable.
      - Sí, si saltas desde esa altura, no tienes ninguna posibilidad de quedar convertida en un vegetal - convino Razia. Aceptó la taza que le alargó Nazneen y la sujetó con las dos manos, unas manos grandes como las de un hombre. Llevaba zapatos negros con cordones, anchos y de suela gruesa. El sari no le iba nada -. Pero fue un accidente, desde luego. ¿Por qué decir lo contrario?
      - Un terrible accidente - dijo la señora Islam -. Pero todo el mundo murmura por detrás del marido.
      Nazneen bebió un sorbo de té. Eran las cinco y diez y lo único que había hecho era picar dos cebollas. No estaba enterada del accidente. Chanu no le había comentado nada. Quería saber quién era esa mujer que había muerto de una forma tan horrible. Ensayó preguntas mentalmente, componiéndolas y recomponiéndolas.
      - Es una pena - dijo Razia. Le sonrió a Nazneen, y ésta pensó que no tenía aspecto de estar sinceramente apenada. Más bien parecía profundamente divertida, aunque apenas si levantó las comisuras de la boca, para aparentar compasión en lugar de placer. Tenía la nariz larga y estrecha y unos ojos pequeños que nunca miraban de frente, sino siempre de lado, como si estuviera estudiando constantemente a los demás, o incluso burlándose de ellos.
      La señora Islam emitió un sonido que indicaba que sí, que era una verdadera pena. Sacó otro pañuelo y se sonó la nariz. Tras un intervalo prudencial, dijo:
      -¿Te has enterado de lo de Jorina?
      - He oído varias cosas - respondió Razia, como si no sintiera el menor interés por Jorina.
      -¿Y qué opinas?
      - Eso depende de a qué se refiera exactamente. - Razia miró el té con los ojos entornados.
      - No diré nada que no se sepa ya. Es difícil mantener en secreto que una trabaja fuera de casa.
      Nazneen se percató de la rapidez con que Razia alzaba los ojos. Era evidente que no estaba tan bien informada como la señora Islam. La señora Islam lo sabía todo de todo el mundo. Llevaba casi treinta años en Londres, y qué bengalí podía guardar un secreto de ella? Había sido la primera en visitar a Nazneen poco después de su llegada, cuando aún le daba vueltas la cabeza, cuando los días eran sueños y vivía sólo por las noches, mientras dormía. Chanu decía que la señora Islam era respetable. Por allí no había mucha gente respetable que pudieran visitar o recibir en casa.
      - Verás - había dicho Chanu la primera vez que se lo explicó -, aquí casi todos son sylhetis. Forman una piña, porque proceden del mismo distrito. Se conocen de allí, y cuando vienen a Tower Hamlets se comportan como si aún estuvieran en la aldea. Casi todos han saltado del barco. Así es como llegan. Consiguen trabajos insignificantes en el barco, trabajos pesados, o se esconden como ratas en la bodega. - Se aclaró la garganta y habló hacia el fondo de la habitación, de manera que Nazneen giró la cabeza para ver a quién se dirigía -. Y cuando vienen a ocultarse aquí, es casi como si estuvieran en casa. Ya ves, y luego resulta que para los blancos somos todos iguales: un montón de monos sucios que pertenecen al mismo clan. Pero esos son campesinos. Ignorantes. Analfabetos. Catetos. ¡Gente sin ambiciones! - Se sentó y se rascó la barriga-. Yo no los miro por encima del hombro, pero qué se le va a hacer. ¿Qué se puede esperar de un hombre que no ha hecho nada en su vida aparte de conducir un ricshaw, que jamás ha cogido un libro?
      Nazneen pensó en la señora Islam. Si conocía la vida de todo el mundo, debía de mezclarse con todo el mundo, incluidos los campesinos. Y aun así era respetable.
      -¿Cómo que va a trabajar fuera? - preguntó Razia -. ¿Qué le ha pasado a su marido?
      -A su marido no le ha pasado nada - respondió la señora Islam. Nazneen admiraba la forma en que las palabras salían de su boca, igual que balas. Ya era demasiado tarde para preguntar por la mujer que había caído del piso dieciséis.
      - El marido sigue trabajando - dijo Razia, como si fuera ella la que estaba pasando información.
      - El marido sigue trabajando, pero no es capaz de dar de comer a su mujer. En Bangladesh, un salario puede alimentar a doce personas, pero Jorina no puede llenar su estómago.
      - ¿Dónde trabajará? ¿En la fábrica de ropa?
      - Entre personas de toda clase: turcos, ingleses, judíos. De toda clase. Yo no soy anticuada - dijo la señora Islam -. No uso burkha. Llevo el purdah en la mente, que es lo importante. Pero si te mezclas con esa gente, incluso si es buena gente, acabas renunciando a tu cultura para aceptar la de ellos. Así son las cosas.- Pobre Jorina - dijo Razia -. ¿Te imaginas? - Le preguntó a Nazneen, que por supuesto no se lo imaginaba.
      Siguieron hablando. Nazneen preparó más té y respondió preguntas sobre sí misma y su marido pensando todo el tiempo en la cena y en la imposibilidad de mencionarla, porque no debía incomodar a sus invitadas.
      - El doctor Azad conoce al señor Dalloway - le había explicado Chanu -. Tiene influencia. Si intercede por mí, me ascenderán automáticamente. Así funcionan las cosas. Asegúrate de freír bien las especias y de cortar la carne en trozos grandes. Esta noche no quiero trozos pequeños.
      Nazneen preguntó por los hijos de Razia, un niño y una niña de cinco y tres años respectivamente, que estaban jugando en casa de una tía. Se interesó por la artrosis de cadera de la señora Islam, y ésta emitió unos sonidos como para indicar que la cadera la hacía sufrir, desde luego, pero que ella, como buena estoica, no diría una palabra al respecto. Entonces, justo cuando a Nazneen empezaba a dolerle el pecho a causa de la ansiedad por la cena, las invitadas se levantaron y corrió a abrirles la puerta. Se sintió grosera mientras la sujetaba, esperando que salieran.
      

© Monica Ali, 2003
© De la traducción, Mirta López, 2003
"Una cena con el señor Azad" aparece en la reciente edición de Granta en español, y es un extracto de la novela Siete mares, trece ríos, de Monica Ali. Ambos libros están publicados en España por Emecé. Esta versión electrónica de "Una cena con el señor Azad" ha sido publicada en The Barcelona Review con el permiso de la editorial.
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Ver la reseña de Siete mares, trece ríos en este mismo número.

Ver en TBR 38 la reseña al primer número de Granta en español.

Este texto no puede reproducirse ni archivarse sin permiso del autor y/o The Barcelona Review. Rogamos lean las condiciones de uso.
Monica AliBIO: Monica Ali nació en Bangladesh en 1967, hija de padre inglés y madre hindú. Después de graduarse en Filosofía, Política y Economía por la Universidad de Oxford, trabajó en el mundo de la publicidad. Fue seleccionada por la revista Granta como uno de los mejores escritores británicos menores de cuarenta años de 2003. Con Siete mares, trece ríos, su primera novela, la crítica británica se ha rendido a sus pies. Hasta setiembre de 2003 los derechos se han vendido a 19 idiomas en todo el mundo.
      Ver en Tbr 38 la
reseña al primer número de Granta en español.
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reseña de Siete mares, trece ríos en este mismo número.

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noviembre-diciembre  n° 39

Narrativa

Monica Ali
Una cena con el señor Azad

Edmundo Paz Soldán
El visita
Los otros

Alejandro Tellería
Don Abel Velezmoro se defiende del frío invierno

Gibran Tschiedel
En el autobús

Poesía

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