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índex català              mayo - junio  n° 42

Véase entrevista en este número

Dos fragmentos de
Un millón de luces
por Clara Sánchez


E
milio Ríos es un poco más alto que Hanna
. Y tiene la robustez que todo hombre, por endeble que sea, ostenta a la lado de una mujer, menos al lado de mi madre y mis tías, claro. Pero no es un centro de gravedad como Jorge ni arroja su sombra de catedral o de montaña, por lo que su sola presencia no basta para que Hanna se sienta segura, así que ha de sujetarla por el codo cuando andan por el vestíbulo o por la acera hasta el coche, dando la impresión de que está guiando a una ciega. La personalidad de Ríos no reside en ningún rasgo físico sino en su forma de andar, de mirar y de hablar. Camina arrastrando los pies, dejando su marca en cada milímetro de suelo por el que pasa. Su voz es fina, pero fría y cortante como un cristal roto, que deja claro que él es el señor de este castillo. No encuentro otra comparación mejor que castillo para estas torres de cristal encargadas de proteger a sus moradores de la excesiva realidad de la calle.
      A veces el presidente de este castillo se dirige a mí para preguntarme si me he adaptado bien a la casa, si me encuentro a gusto, lo que me produce una alegría inusitada no experimentada desde que era una niña. Por el contrario, otras veces pasa sobre su ligero arrastrar de pies y mirando al suelo, sumido en sus pensamientos e ignorando mi presencia, lo que me produce un desagrado doloroso. Al principio, como me molestaba que influyera tanto en mis estados de ánimo, prefería no verle y en cuanto oía el arrastrar de pies hacía como que buscaba algo debajo del mostrador o me volvía hacia mis archivadores, donde almacenaba todo lo que una recepcionista debe saber sobre su empresa y empleados. Hasta que me di cuenta de que más o menos a todo el personal le ocurría lo mismo. Hay consejeros que se animan extraordinariamente cuando al encontrárselos en el vestíbulo les da una palmada en la espalda y bromea con ellos, o que se desaniman cuando no les hace ni caso. Y lo mismo les sucede a los conserjes, al personal de limpieza y a todos cuantos nos encontramos bajo su influencia. Me equivoqué aquel primer día en su coche en que creí que gustarle o no dependía de mí.
      Así que no entiendo lo de su esposa con Jorge. Tal vez pierda parte de su poder al salir del castillo, como los que pierden su atractivo al bajar del descapotable y quitarse las gafas de sol. Claro que de momento, hasta que no suba el siguiente peldaño de mi carrera dentro de cinco meses, sólo los veo en el paréntesis del vestíbulo y no sé cómo se comportan antes de entrar y después de salir. El vestíbulo es un lugar de paso, si se piensa bien, tan de paso como la propia vida. Por lo que estoy acostumbrada a ver gente una sola vez. Y estoy acostumbrada a olvidarla en cuanto sale por la puerta giratoria, aunque no se trata exactamente de olvidar puesto que no llego a recordarla. Es increíble la facilidad con la que se borran los ojos, las bocas, los gestos. Ahora están y ahora ya no están, aparecen y desaparecen, no son reales. Son visiones, se deshacen, no sé cómo viven ni si llegan a morir porque se deshacen antes. Sólo quienes pasan muchas veces, quienes se repiten una y otra vez, se graban en el aire del vestíbulo.
      Una de estas personas es Teresa, la mano derecha de Emilio Ríos. Es la que más deprisa anda por esta planta cero, desprendiendo un halo de eficacia y seguridad en sí misma que acobardan. Por su forma de hablar y de comportarse da la impresión de que todos le parecemos tontos. Ronda mi edad, yo tengo treinta y dos y ella treinta y cinco años, y siempre va armada de móvil, portátil y agenda voluminosa. Tiene unas piernas impresionantes pegadas a un tronco y una cara completamente anodinos, por lo que en ella las piernas resultan un detalle monstruoso.
      Los detalles monstruosos lo son no por feos, sino por estar en el cuerpo equivocado. Manos delicadas en brazos toscos, cuellos anchos y fuertes sosteniendo rostros pequeños, voces profundas emergiendo de cuerpos menudos, ojos espectaculares en caras insignificantes. Casi todo el mundo tiene algún detalle monstruoso, sólo es cuestión de fijarse bien. Aunque en el caso de Teresa no es necesario porque las piernas te saltan a la cara, nadie puede dejar de mirarlas, ni siquiera el presidente. Sin embargo, enseguida se intuye que es imposible que ella y Ríos se acuesten juntos ni que tengan ni hayan tenido jamás el más mínimo roce corporal. Su relación es de corte castrense, de general a sargento, o algo así. Lo que no me impide suponerle a Teresa una profunda admiración por él. De otra manera no se entiende que llegue todas las mañanas, sin faltar una, arreglada y en perfecta forma, como si todo lo que existe fuera de la Torre de Cristal sirviera tan sólo para preparar de nuevo la entrada aquí, la entrada en el tiempo verdadero y en la vida verdadera. Suele llevar el pelo recogido en moño o trenza y pendientes de bolas plateadas, y blusas de seda, y mucho rimel en unas pestañas que se abren y cierran sobre unos ojos funcionales, hechos sólo para ver, no para ser mirados, por lo que hasta la cintura resulta bastante tradicional e incluso chapada a la antigua, y en cambio, de cintura para abajo hace pensar en esas que se contorsionan alrededor de una barra de acero.
      A veces Teresa acompaña a Emilio Ríos en alguno de sus viajes y entonces es como si el edificio perdiera fuerza, se diría que este organismo gigante acusa la ausencia de su dueño, la somatiza, y se debilita hasta que sus propias luces brillan menos de lo acostumbrado. La puerta gira lo imprescindible y todo queda sumergido en un silencio casi inmóvil, por lo que no es raro que quien más y quien menos se relaje, no porque no quiera trabajar, sino porque le falta impulso.
      Y si alguna vez el presidente regresa antes de lo previsto, como la vez que ni siquiera pudo embarcar por el atentado de las Torres Gemelas, aviso corriendo a Jorge porque me resulta horrible la idea de que lo pille con su mujer, eso sí con un pretexto cualquiera, pues Jorge no debe saber que sospecho lo suyo con Hanna. Aun así noto que se ha creado un fuerte lazo de solidaridad entre nosotros y que, cuando le cuento en una de nuestras charlas que le he echado una solicitud porque me gustaría tener un cargo de más responsabilidad que éste, porque creo que aquí me estoy desperdiciando, podría jurar que Jorge se lo dice a Hanna, y que Hanna habla con su marido, y que su marido habla con el director de Recursos Humanos. De no ser así no se entiende que a los quince días el director de Recursos Humanos me llame para que suba a verle.
      Mi madre siempre me decía que hay que portarse bien con todo el mundo porque nunca se sabe de quién nos puede venir la ayuda. Puede que tuviese razón.

* * **

He de decir como descargo a lo que vendrá más tarde que todo mi tesón está centrado en darle contenido a mi puesto de trabajo, en trasladar mi casilla, con mesa, ordenador y papelera incluidos, de la no existencia, de la pura fábula, a la existencia real. Quiero formar parte de la misma dimensión que el resto de mis compañeros. Siempre he tenido una idea muy clara de lo que es el trabajo. El trabajo no tiene que gustar y el trabajo tiene que costar, porque si el trabajo gusta y no cuesta ya no es trabajo y no tienen que pagarte por ello. Por eso se han inventado los compañeros, los jefes y las torres de cristal, para darle consistencia a la idea de trabajo, para que no se piense que el trabajo es como cualquier otra cosa que se hace por gusto, como escribir o dibujar, siempre que escribir o dibujar resulte placentero y no un sufrimiento. Y cuando en el colegio nos preguntaban qué queríamos ser de mayores, mezclando en la pregunta lo que nos gustaba hacer con la manera en que nos íbamos a ganar la vida, las respuestas de mis compañeros –bombero, enfermera, maestra, modelo actriz, peluquera, el acomodador del cine, el que pica los billetes en el tren- me parecía que no encajaban con lo que veía a mi alrededor. Nunca vi, por ejemplo, que mi padre volviese contento del trabajo. Raúl a veces tampoco, pero la mayoría del tiempo estaba bastante conforme e incluso disfrutaba de él, por lo que me parecía que no se ganaba lo que le pagaban. En mi caso, no se puede decir que desarrolle un trabajo auténtico, pero sufro todos sus inconvenientes y además tampoco me encuentro a gusto en la Torre de Cristal, por lo que no me parece mal que me paguen.
      Me han impuesto la tarea de reescribir de nuevo en el ordenador los viejos papeles que el vicepresidente pensaba tirar. Es una manera de hacerle el rodaje al teclado y al mismo tiempo de mirar por el ojo de una cerradura, que es algo que jamás haría en circunstancias normales, jamás espiaría por una ventana, ni por un agujero, ni por ninguna abertura de ningún tipo, porque nunca sabría con lo que me podría encontrar, porque me desagradaría sobresaltarme o sentir una gran repugnancia ante lo que viese. Incluso estos papeles los leo con cierta prevención como si de pronto de entre ellos fuese a saltar una rata y me fuese a morder, porque a los que no nos atrae mirar por el ojo de la cerradura cuando miramos lo hacemos con gran temor y precaución.
      Hay documentos de todo tipo y bastante correspondencia que se remonta a los años de estudiantes de Trenas y de Emilio Ríos. Es sorprendente la gran diferencia existente entre las cartas de uno y otro. Las de Emilio Ríos son las propias de un tarugo, que no conoce las más básicas reglas de acentuación, lo que es bastante decepcionante en un hombre como él, digamos que es su detalle monstruoso. Las de mi jefe son como los bordados de un mantel. Me lo puedo imaginar puliendo cada una de las palabras con una lima de uñas bajo sus abarcadores ojos. Alguien así no puede pasar por alto el asunto de los acentos sin una mueca de repugnancia, alguien así tiene que despreciar a Emilio Ríos. Sin embargo, el joven Sebastián desde el principio parece aceptar ser el segundo de a bordo. El joven Emilio es el emprendedor, el que tiene las ideas arriesgadas y el que cambia de estado de ánimo con harta frecuencia. Sebastián es el tesón el que da forma a los proyectos, el que concreta y hace realidad la intuiciones de Emilio.
      Según se desprende de la documentación, su primera gran intuición, la que les dio prestigio, fue la creación de compañías de seguridad privada. Asociado a esta idea aparece continuamente el nombre de J. Codes hasta que lo van dejando de lado. Hay cartas de Codes sin contestar que van subiendo de tono según pasa el tiempo, los llama sinvergüenzas por apropiarse de su proyecto y no compartirlo con él, les amenaza con denunciarles, les recuerda que no es tan joven como ellos y que necesita algún tipo de compensación. Les recuerda el día que fueron a verle y le prometieron que si su idea era viable y podían venderla le harían socio de la empresa Les recuerda lo que trabajó para ellos. Me da bastante pena el viejo J. Codes, sin embargo, a ellos no parece darles ninguna y de repente desaparece sin dejar rastro, como si se lo hubiese tragado la tierra. Sebastián y Emilio por fin venden la idea a una empresa en declive, que se hace de oro, y así comienza su reputación y encumbramiento. En ningún sitio figura que Codes recibiera un duro por esto. Tal vez ya había muerto, tal vez no era verdad lo que decía y quería aprovecharse del éxito de Ríos y Trenas. O tal vez se había resignado a vagar por ese mundo de ahí abajo, hecho para ser visto desde estas ventanas de aquí arriba. Lo que me lleva a pensar que la forma más rápida de perder la inocencia es mirar por el ojo de una cerradura. Pero quién quiere perder la inocencia.
      
BIO: Clara Sánchez nació en Guadalajara en 1955 y en la actualidad reside en Madrid, donde estudió Filología Hispánica. Es colaboradora en programas de cine y ha escrito numerosos artículos y cuentos en periódicos, revistas y antologías. Ha prologado, asimismo, libros de Yukio Mishima entre otros autores. Hasta ahora ha publicado siete novelas: Piedras preciosas (Debate, 1989), No es distinta la noche (Debate, 1990), El palacio varado (Debate, 1993), Desde el mirador (Alfaguara 1996), El misterio de todos los días (Alfaguara, 1999), Últimas noticias del paraíso, por la que obtuvo el Premio Alfaguara de novela 2000 (véase un extracto en el número 20 de nuestra revista), y su última novela Un millón de luces (Alfaguara, 2004) de la que ofrecemos dos fragmentos.
      Véase entrevista en este número

 © Clara Sánchez 2004

Un millón de luces, Clara Sánchez, Alfaguara, 2004.
Estos extractos de Un millón de luces se publican con el permiso de Alfaguara y de la autora.

Este texto no puede reproducirse ni archivarse sin permiso del autor y/o The Barcelona Review. Rogamos lean las condiciones de uso.

claraBIO: Clara Sánchez nació en Guadalajara en 1955 y en la actualidad reside en Madrid, donde estudió Filología Hispánica. Es colaboradora en programas de cine y ha escrito numerosos artículos y cuentos en periódicos, revistas y antologías. Ha prologado, asimismo, libros de Yukio Mishima entre otros autores. Hasta ahora ha publicado siete novelas: Piedras preciosas (Debate, 1989), No es distinta la noche (Debate, 1990), El palacio varado (Debate, 1993), Desde el mirador (Alfaguara 1996), El misterio de todos los días (Alfaguara, 1999), Últimas noticias del paraíso, por la que obtuvo el Premio Alfaguara de novela 2000 (véase un extracto en el número 20 de nuestra revista), y su última novela Un millón de luces (Alfaguara, 2004) de la que ofrecemos dos fragmentos.
      Véase entrevista en este número

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 mayo - junio  n° 42 

Narrativa

David Hernández de la Fuente: Instinto maternal
David Hernández de la Fuente: Ángeles de quince años
Laura Hird: The Happening
Clara Sánchez: Fragmentos de Un millón de luces

Entrevistas

Alberto Fuguet: "Estados Unidos es un país latinoamericano"
Clara Sánchez: "La engañosa seguridad en que sobrevivimos"

Palabras del oficio

Edmundo Paz Soldán: El escritor, McOndo y la tradición

Reseñas

Stefan Zweig
Ardiente secreto por Alejandro Tellería

Antonio Paniagua
Amputados por Andrés Samper

W.G. Sebald
Sobre la historia natural de la destrucción por Juan Vaccaro Sánchez

Manuel Azaña
Discursos políticos por Carlos Vela

Fernando Pessoa
El libro del desasosiego
por Jorge Gracia Ibañez

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