índex català mayo - junio n° 42 |
Dos fragmentos de Un millón de luces por Clara Sánchez
A veces el presidente de este castillo se dirige a mí para preguntarme si me he adaptado bien a la casa, si me encuentro a gusto, lo que me produce una alegría inusitada no experimentada desde que era una niña. Por el contrario, otras veces pasa sobre su ligero arrastrar de pies y mirando al suelo, sumido en sus pensamientos e ignorando mi presencia, lo que me produce un desagrado doloroso. Al principio, como me molestaba que influyera tanto en mis estados de ánimo, prefería no verle y en cuanto oía el arrastrar de pies hacía como que buscaba algo debajo del mostrador o me volvía hacia mis archivadores, donde almacenaba todo lo que una recepcionista debe saber sobre su empresa y empleados. Hasta que me di cuenta de que más o menos a todo el personal le ocurría lo mismo. Hay consejeros que se animan extraordinariamente cuando al encontrárselos en el vestíbulo les da una palmada en la espalda y bromea con ellos, o que se desaniman cuando no les hace ni caso. Y lo mismo les sucede a los conserjes, al personal de limpieza y a todos cuantos nos encontramos bajo su influencia. Me equivoqué aquel primer día en su coche en que creí que gustarle o no dependía de mí. Así que no entiendo lo de su esposa con Jorge. Tal vez pierda parte de su poder al salir del castillo, como los que pierden su atractivo al bajar del descapotable y quitarse las gafas de sol. Claro que de momento, hasta que no suba el siguiente peldaño de mi carrera dentro de cinco meses, sólo los veo en el paréntesis del vestíbulo y no sé cómo se comportan antes de entrar y después de salir. El vestíbulo es un lugar de paso, si se piensa bien, tan de paso como la propia vida. Por lo que estoy acostumbrada a ver gente una sola vez. Y estoy acostumbrada a olvidarla en cuanto sale por la puerta giratoria, aunque no se trata exactamente de olvidar puesto que no llego a recordarla. Es increíble la facilidad con la que se borran los ojos, las bocas, los gestos. Ahora están y ahora ya no están, aparecen y desaparecen, no son reales. Son visiones, se deshacen, no sé cómo viven ni si llegan a morir porque se deshacen antes. Sólo quienes pasan muchas veces, quienes se repiten una y otra vez, se graban en el aire del vestíbulo. Una de estas personas es Teresa, la mano derecha de Emilio Ríos. Es la que más deprisa anda por esta planta cero, desprendiendo un halo de eficacia y seguridad en sí misma que acobardan. Por su forma de hablar y de comportarse da la impresión de que todos le parecemos tontos. Ronda mi edad, yo tengo treinta y dos y ella treinta y cinco años, y siempre va armada de móvil, portátil y agenda voluminosa. Tiene unas piernas impresionantes pegadas a un tronco y una cara completamente anodinos, por lo que en ella las piernas resultan un detalle monstruoso. Los detalles monstruosos lo son no por feos, sino por estar en el cuerpo equivocado. Manos delicadas en brazos toscos, cuellos anchos y fuertes sosteniendo rostros pequeños, voces profundas emergiendo de cuerpos menudos, ojos espectaculares en caras insignificantes. Casi todo el mundo tiene algún detalle monstruoso, sólo es cuestión de fijarse bien. Aunque en el caso de Teresa no es necesario porque las piernas te saltan a la cara, nadie puede dejar de mirarlas, ni siquiera el presidente. Sin embargo, enseguida se intuye que es imposible que ella y Ríos se acuesten juntos ni que tengan ni hayan tenido jamás el más mínimo roce corporal. Su relación es de corte castrense, de general a sargento, o algo así. Lo que no me impide suponerle a Teresa una profunda admiración por él. De otra manera no se entiende que llegue todas las mañanas, sin faltar una, arreglada y en perfecta forma, como si todo lo que existe fuera de la Torre de Cristal sirviera tan sólo para preparar de nuevo la entrada aquí, la entrada en el tiempo verdadero y en la vida verdadera. Suele llevar el pelo recogido en moño o trenza y pendientes de bolas plateadas, y blusas de seda, y mucho rimel en unas pestañas que se abren y cierran sobre unos ojos funcionales, hechos sólo para ver, no para ser mirados, por lo que hasta la cintura resulta bastante tradicional e incluso chapada a la antigua, y en cambio, de cintura para abajo hace pensar en esas que se contorsionan alrededor de una barra de acero. A veces Teresa acompaña a Emilio Ríos en alguno de sus viajes y entonces es como si el edificio perdiera fuerza, se diría que este organismo gigante acusa la ausencia de su dueño, la somatiza, y se debilita hasta que sus propias luces brillan menos de lo acostumbrado. La puerta gira lo imprescindible y todo queda sumergido en un silencio casi inmóvil, por lo que no es raro que quien más y quien menos se relaje, no porque no quiera trabajar, sino porque le falta impulso. Y si alguna vez el presidente regresa antes de lo previsto, como la vez que ni siquiera pudo embarcar por el atentado de las Torres Gemelas, aviso corriendo a Jorge porque me resulta horrible la idea de que lo pille con su mujer, eso sí con un pretexto cualquiera, pues Jorge no debe saber que sospecho lo suyo con Hanna. Aun así noto que se ha creado un fuerte lazo de solidaridad entre nosotros y que, cuando le cuento en una de nuestras charlas que le he echado una solicitud porque me gustaría tener un cargo de más responsabilidad que éste, porque creo que aquí me estoy desperdiciando, podría jurar que Jorge se lo dice a Hanna, y que Hanna habla con su marido, y que su marido habla con el director de Recursos Humanos. De no ser así no se entiende que a los quince días el director de Recursos Humanos me llame para que suba a verle. Mi madre siempre me decía que hay que portarse bien con todo el mundo porque nunca se sabe de quién nos puede venir la ayuda. Puede que tuviese razón. * * ** He de decir como descargo a lo que vendrá más tarde que
todo mi tesón está centrado en darle contenido a mi puesto de trabajo, en trasladar mi
casilla, con mesa, ordenador y papelera incluidos, de la no existencia, de la pura
fábula, a la existencia real. Quiero formar parte de la misma dimensión que el resto de
mis compañeros. Siempre he tenido una idea muy clara de lo que es el trabajo. El trabajo
no tiene que gustar y el trabajo tiene que costar, porque si el trabajo gusta y no cuesta
ya no es trabajo y no tienen que pagarte por ello. Por eso se han inventado los
compañeros, los jefes y las torres de cristal, para darle consistencia a la idea de
trabajo, para que no se piense que el trabajo es como cualquier otra cosa que se hace por
gusto, como escribir o dibujar, siempre que escribir o dibujar resulte placentero y no un
sufrimiento. Y cuando en el colegio nos preguntaban qué queríamos ser de mayores,
mezclando en la pregunta lo que nos gustaba hacer con la manera en que nos íbamos a ganar
la vida, las respuestas de mis compañeros bombero, enfermera, maestra, modelo
actriz, peluquera, el acomodador del cine, el que pica los billetes en el tren- me
parecía que no encajaban con lo que veía a mi alrededor. Nunca vi, por ejemplo, que mi
padre volviese contento del trabajo. Raúl a veces tampoco, pero la mayoría del tiempo
estaba bastante conforme e incluso disfrutaba de él, por lo que me parecía que no se
ganaba lo que le pagaban. En mi caso, no se puede decir que desarrolle un trabajo
auténtico, pero sufro todos sus inconvenientes y además tampoco me encuentro a gusto en
la Torre de Cristal, por lo que no me parece mal que me paguen. |
© Clara Sánchez 2004 Un
millón de luces, Clara Sánchez, Alfaguara, 2004. Este texto no puede reproducirse ni archivarse sin permiso del autor y/o The Barcelona Review. Rogamos lean las condiciones de uso. |
BIO: Clara Sánchez nació en
Guadalajara en 1955 y en la actualidad reside en Madrid, donde estudió Filología
Hispánica. Es colaboradora en programas de cine y ha escrito numerosos artículos y
cuentos en periódicos, revistas y antologías. Ha prologado, asimismo, libros de Yukio
Mishima entre otros autores. Hasta ahora ha publicado siete novelas: Piedras preciosas
(Debate, 1989), No es distinta la noche (Debate, 1990), El palacio varado
(Debate, 1993), Desde el mirador (Alfaguara 1996), El misterio de todos los
días (Alfaguara, 1999), Últimas noticias del paraíso, por la que obtuvo el
Premio Alfaguara de novela 2000 (véase un extracto en el número 20 de nuestra
revista), y su última novela Un millón de luces (Alfaguara, 2004) de la que
ofrecemos dos fragmentos. Véase entrevista en este número |