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índex català              mayo - junio  n° 42

El escritor,
McOndo
y la tradición

Por Edmundo Paz Soldán


Comencé a escribir en serio cuando estudiaba en Buenos Aires, hacia 1986. Tenía diecinueve años. La ignorancia es atrevida: yo no conocía la tradición boliviana, y decidí crearme la mía propia y mirarme en el espejo de Borges, Kafka y Vargas Llosa. Con mis primeros cuentos armé mi primer libro: Las máscaras de la nada. Los amigos del libro lo publicó en Bolivia en 1990. En ese entonces no sabía cuáles eran mis proyectos estéticos o narrativos, pero no me importaba mucho. Importaba escribir. De las primeras lecturas críticas que se hicieron de mi obra, recuerdo que alguien escribió que mis cuentos eran "atemporales" y que podían ocurrir en cualquier lugar. Lo tomé como un elogio. Luego me di cuenta de que para muchos críticos locales, se trataba de una crítica: un escritor boliviano debía necesariamente hablar de la aguda crisis social del país, y si era posible utilizar el campo y las minas como territorios para la ficción.
       Cuatro años después publiqué mi segundo libro de cuentos, Desapariciones, en la misma vena narrativa de Las máscaras. Algo ocurrió poco después: tuve una polémica con Cé Mendizabal, un crítico y escritor boliviano. Yo defendía la importancia de los premios literarios en un país como Bolivia, en el que hay pocas posibilidades de publicar libros; Cé defendía a sus amigos que andaban de poetas malditos en los cafés de La Paz, llevaban sus manuscritos bajo el brazo y tenían el noble gesto de ni siquiera intentar publicarlos. A partir de ahí comenzaron a surgir las críticas, sobre todo de parte de esos poetas y narradores que se las daban de malditos —algunos periodistas, algunos críticos, muchos ellos de la carrera de Literatura de la universidad estatal de La Paz-. Se me dijo que en mis libros no estaba el país. ¿Dónde estaban los campesinos? ¿Dónde, los mineros? Se me dijo que yo no sufría, que Bolivia no me dolía (supongo que esos críticos con los que jamás había intercambiado palabra alguna me conocían muy bien; y supongo que también pensaban que la medida del escritor la daba el sufrimiento: país sufrido como pocos, me pregunto, entonces, porque no tenemos la mejor literatura del mundo).
      Estas críticas las viví con un gran sentido de culpa. Era inmaduro. Y la formación católica, bueno, no es fácil desecharla del todo. Decidí expiar la culpa con una novela: Alrededor de la torre. Era mi novela "boliviana", en la que me atrevía a mirar de frente el problema del racismo en el país. Y las críticas arreciaron: imagino que a algunos la novela, simplemente, no les gustó. Soy el primero en reconocer sus defectos. Pero otros dijeron que alguien que jamás había sufrido en carne propia el racismo era el menos indicado para escribir sobre ese tema (si los escritores sólo pueden escribir sobre lo que viven en carne propia, digamos adiós a la literatura). Ciertos frentes de batalla estaban trazados: yo no convencería a mis críticos de nada ni ellos tampoco a mí. Eso me liberó.
      Fue más o menos en ese período que participé en la malhadada antología McOndo. La antología, editada por los escritores chilenos Alberto Fuguet y Sergio Gómez, era un intento de presentar una muestra de la nueva narrativa latinoamericana: urbana, hiperreal, reacia al realismo mágico, muy a tono con la cultura popular norteamericana y con las nuevas tecnologías que iban apareciendo en el paisaje del continente. Ya sabemos que McOndo cometió muchos errores y simplificaciones: no se puede, por ejemplo, combatir un estereotipo –Latinoamérica es el continente del realisMcOndomo mágico, donde todo lo extraordinario es cotidiano— con otro –Latinoamérica como este gran universo urbano repleto de centros comerciales y celulares. De todos modos, la antología fue importante porque, junto al manifiesto publicado ese mismo año por los escritores del Crack, presentaba en escena, acaso de manera algo visceral, a una nueva generación de narradores latinoamericanos que intentaba recuperar lo mejor de la tradición literaria latinoamericana y a la vez, de manera paradójica, intentaba romper con esa tradición. En lo personal, formar parte de McOndo me ayudó a comenzar a leer a mis contemporáneos: leer a escritores como Alberto Fuguet o Rodrigo Fuguet me ayudó a soltarme, a tener una visión más irreverente y menos solemne de la literatura, a afianzarme en mi propio proyecto aunque ello significara sentirme un poco solo dentro de la tradición de mi país.
      Decidí, entonces, volver al principio, pero con una diferencia: ahora, no era la ignorancia la atrevida, sino el conocimiento de causa. Si al principio no sabía de crítica o literatura nacionales, ahora sí sabía, pero tampoco me interesaba mucho entroncarme en la tradición boliviana o esforzarme por seguir cierto dogmatismo crítico. Las tradiciones, ya lo sabemos, se pueden tornar agobiantes cuando se las vive como obligaciones. Y las lecturas críticas son sólo eso, lecturas de críticos, ejercicios del criterio que pueden tornarse descriteriados cuando se convierten en culto de algo: del color local, de los que han sabido retratar mejor que nadie al aparapita paceño, del centro, de los márgenes, del margen del margen. Y sí, me alejaba de la tradición sabiendo, paradójicamente, que ese alejamiento era parte de la tradición: por más que dé mil volteos, desconozca o niegue a la literatura nacional o ambiente mi próxima novela en la China, soy parte de una literatura nacional. Como también me gustaría ser parte de la literatura latinoamericana, de la norteamericana y, por qué no, de la universal. Todo escritor debería aspirar a la universalidad.
      Por supuesto, estoy consciente de los riesgos que implica mi proyecto narrativo: juntar elementos aparentemente incongruentes entre sí, elaborar una reflexión sobre el impacto de las nuevas tecnologías –la fotografía digital, la computadora—en el contexto de una novela realista, tradicional, de corte político-social, ambientada en uno de los países más atrasados del mundo. Digamos, juntar Borges con Vargas Llosa, y añadirle un toque de Philip Dick. Ahora sí, lo puedo decir: mi proyecto se funda en las críticas que recibí en Bolivia hace algunos años. Y me gusta el riesgo, que me digan que no se puede hacer lo que hago, o que lo que hago no cuaja del todo. Como dijo Roberto Bolaño, las malas críticas me las he ganado en el frente de combate, y no en simulacros de guerra. Incluso a ratos me arrepiento de todas las polémicas en las que incurrí. Parafraseando a Hemingway: mis ataques habrían valido la pena si al menos una de mis frases hubiera podido lograr que mis críticos escribieran mejor (sí, lo sé, esos críticos también pueden parafrasear a Hemingway).
      Para mí, lo ideal sería que la novela pudiera crear un mundo autónomo y no tuviera que depender de la realidad para legitimarse. Creo firmemente en las ideas de Vargas Llosa acerca del "elemento añadido" en la ficción. Es decir, mi versión de Cochabamba, o Bolivia, o América Latina es una versión distorsionada, en la que se encuentran añadidos muchos elementos que no forman parte de la realidad, o se encuentran radicalizadas ciertas tendencias incipientes de esta realidad. Quizás haya más piratas informáticos en El delirio de Turing que en Bolivia. Pero no se trata de analizar cuán fiel a la realidad es mi versión de ésta, sino de ver si mi versión distorsionada puede alcanzar una autonomía estética, una coherencia narrativa propia. Por supuesto, cuando uno conoce muy bien el referente –cuando uno es boliviano, o latinoamericano-, ese referente se cuela en la lectura y a veces es imposible separarlo de la versión de éste que uno está leyendo. Y coteja. Y no se la cree. Son los riesgos, en todo caso asumidos. Prefiero, en todo caso, fracasar en el intento que dedicarme a escribir novelas en las que no haya apuesta alguna. Hace unos quince años yo buscaba leer novelas perfectas, redondas, obras maestras. Ahora, me doy cuenta que Philip Dick no escribió ninguna novela redonda –bueno, quizás Ubik— y sin embargo sus novelas imperfectas me dicen mucho más que las novelas redondas de muchos otros. Cruzo los dedos para que al menos eso me salve. Que los lectores no encuentren la perfección en mis obras, pero que descubran algo que les haga mirar el mundo de otro modo.
      
mcondo

 © Edmundo Paz Soldán 2004
      
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Edmundo Paz SoldánBIO: Edmundo Paz Soldán nació en Cochabamba, Bolivia, en 1967. Es profesor de Literatura Latinoamericana en la Universidad de Cornell. Ha publicado las novelas Días de papel (Premio Nacional de Novela Erich Guttentag, 1992), Alrededor de la torre (1997), Río fugitivo (finalista en el Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos, 1998), Sueños digitales (2000), La materia del deseo (2002) y las colecciones de cuentos Las máscaras de la nada (1990), Desapariciones (1994) y Amores imperfectos (1998). A su vez, es coautor, junto a Alberto Fuguet, de la antología de nueva narrativa latinoamericana Se habla español (2000). Ha obtenido en su país el Premio Nacional de Novela 2003 por El delirio del Turing.
      Sobre Edmundo Paz Soldán en The Barcelona Review, véanse la entrevista que nos ofreció en el número 36, los cuentos La visita y Los otros (TBR 39), y las reseñas de La materia del deseo (TBR 35) y El delirio de Turing (TBR 41).

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 mayo - junio  n° 42 

Narrativa

David Hernández de la Fuente: Instinto maternal
David Hernández de la Fuente: Ángeles de quince años
Laura Hird: The Happening
Clara Sánchez: Fragmentos de Un millón de luces

Entrevistas

Alberto Fuguet: "Estados Unidos es un país latinoamericano"
Clara Sánchez: "La engañosa seguridad en que sobrevivimos"

Palabras del oficio

Edmundo Paz Soldán: El escritor, McOndo y la tradición

Reseñas

Stefan Zweig
Ardiente secreto por Alejandro Tellería

Antonio Paniagua
Amputados por Andrés Samper

W.G. Sebald
Sobre la historia natural de la destrucción por Juan Vaccaro Sánchez

Manuel Azaña
Discursos políticos por Carlos Vela

Fernando Pessoa
El libro del desasosiego
por Jorge Gracia Ibañez

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