extracto de la novela
Últimas
noticias del paraíso
Clara Sánchez
El sábado por la tarde, después de comer, me encamino con el coche de mi madre al
apartamento de Eduardo. Según están las cosas tengo que ir olvidándome de las
quinientas mil pelas y del coche de segunda mano. Me cansa la pobreza. Tal vez tendría
que buscar un trabajo de verdad, de esos de los que sales agotado y cuya remuneración te
permite ser un consumista medio. Echo de menos consumir con regularidad. Ir, por ejemplo,
a unos grandes almacenes y encapricharme con chorradas y comprármelas. Debe de encerrar
un gran placer el hecho de poder tirar el dinero. Lo que me gustaría de verdad es
regalarle un montón de cosas a Yu. Desde que la vi el otro día casi no puedo imaginarla,
es un sueño demasiado grande. Cuando imaginaba a Wei Ping y a Tania, las imaginaba
reales. Sin embargo, la forma de Yu es demasiado ideal. Creo que nunca la tocaré.
Tomo el ascensor y me interno por el laberinto de
puertas hasta la 121. No encuentro huelías de que Yu haya vuelto por aquí en mi
ausencia. Reviso los detalles del escenario y los encuentro como la última vez. Me sirvo
un coñac sin quitarme el gabán y me tienta la idea de poner música, pero no creo que se
deba oir música en este apartamento. No creo que nadie deba advertir mi presencia. Sin
embargo, sí que podría encender la calefacción porque cuando me marche, el piso
volverá a enfriarse y será como si nunca la hubiese encendido.
Los radiadores se calientan con una celeridad pasmosa,
y al rato ya no se está tan mal aquí. Me entretengo en ordenar la correspondencia en un
montón en la mesa y en hacer otro montón con los periódicos. No sé si habrá algo que
deba buscar. Lo que sea debería buscarlo más a fondo entre los papeles y la ropa, pero,
aunque me cueste reconocerlo, Eduardo ha dejado de interesarme. Algún día todos hemos de
desaparecer, si no es de una manera, es de otra. Creo que ha llegado el momento de limpiar
la cocina y el polvo de los muebles. Procuro realizar estas tareas sin apenas ruido. El
coñac me anima, pero me hago el propósito de traer unas cervezas el próximo día. El
dormitorio no lo toco, dejo la ropa como está, la de la cama revuelta sobre el colchón,
las camisas y pantalones en el sillón, y los armarios abiertos como si de un momento a
otro el dueño fuese a alargar el brazo y a coger una percha. Todo lo hago para que Yu se
encuentre cómoda. Espero oír el ruido de la cerradura y verla entrar como el primer y
único día que entró. Pero las formas ideales no son reales y no vienen.
Llega un momento en que creo que no debo esperar más
y salgo del laberinto que guarda el secreto.
Cuando regreso a casa, recibo una llamada de Tania. En
España son las once de la noche y en México las cuatro de la tarde. Dice que necesita
hablar conmigo con una voz tan musical que casi no entiendo lo que dice.
Mi hermano se estaba relacionando con gente muy
peligrosa, dice.
Le aconsejo que se lo cuente a la policía simplemente
porque no se me ocurre otra cosa.
No es tan fácil, dice. Mi marido no quiere saber nada
de la policía. Se le echarían encima.
Yo no puedo hacer nada, le digo. En México todo es
más difícil, dice. Compréndelo. Eduardo y yo somos extranjeros.
Ya, pero aquí estamos como al principio. No hay
rastro de Eduardo.
Hablas como si hubiera..., dice con desesperación
atenuada por el acento melodioso, como si hubiera...
Entonces se me ocurre preguntarle algo que he deseado
preguntarle durante bastante tiempo, aunque ahora ya no lo desee tanto:
¿Eres feliz?
Como es natural al principio se desconcierta un poco,
pero enseguida contesta:
Eres tan romántico. Los románticos inspiráis mucha
confianza. Sois incapaces de hacerle mal a nadie.
¿Estás segura?
Completamente.
Tú nunca has sido romántica ¿verdad, Tania?
Te adoro, créeme.
Voy a decirte lo que de verdad creo. Eduardo no va a
volver. No sé si le ha ocurrido algo o si ha desaparecido voluntariamente. Sólo sé que
no va a volver. Quitate de la cabeza que vayas a verle de nuevo. Lo siento.
Noto que Tania sufre, que le he hecho daño.
No deberías decirme eso.
Lo sabes tan bien como yo. Tal vez sea él mismo quien
se ha arrancado de nuestra vida. Yo tampoco se lo perdono.
Es tan maravillosamente guapo, dice Tania. ¿Recuerdas
cuando nos bañábamos en la piscina? Tú eras tan masculino, y él, a él le desesperaba
no ser como tú.
Creo que es demasiado inteligente para dejarse
engañar por nadie, para dejarse acorralar, para que hayan podido con él, digo yo.
Sí, tal vez, dice Tania. Pero le echo de menos.
¿Sabes una cosa? Cuando éramos niños, con mucha frecuencia soñaba que Eduardo se
perdía y que no podíamos encontrarle. Se perdía en una muchedumbre. Tan menudo, tan
delgadito, de pronto desaparecía entre los demás como si se lo hubieran tragado los
huecos entre los cuerpos y los ojos que lo ignoraban. O íbamos de paseo por el campo y de
repente el espacio que había ante nosotros se abría, se hacía inmenso y dejábamos de
verlo, nada más. Me aliviaba tanto saber en el fondo que se trataba de un sueño. ¿Es
esto un sueño?
Ante un sueño se duda, pero no ante la realidad. Ésa
es la gran diferencia. La realidad es incuestionable.
Siempre has parecido mayor de lo que eres, en serio.
Le hubiera preguntado por qué ella nunca había
estado en mi mundo. Por qué no pasó ni por un segundo a mi vida. Pero ¿qué podía
saber de algo que nada más había apreciado yo? ¿Qué podía saber de sí misma en mí?
Hacía siglos que no iba por el Zoco Minerva. El Apolo
es la actualidad, el Minerva el pasado. Un viaje a la Pizzería Antonio, otro a la
tintorería. Creía que este lugar estaría lleno de sombras y me encuentro con que las
mismas personas ligeramente envejecidas continúan con los mismos cafés en las manos, y
los mismos cigarrillos, y las mismas voces. También permanece en su sitio el Alfa Romeo
con un niño dentro. Seguramente faltará alguien, pero en la vida el que falta no cuenta.
Los demás no se dan cuenta de que no está. No puede vivir quien no vive, y la vida está
compuesta por los que vivimos. La prueba es que todo continúa igual a pesar de que yo
haya faltado del Zoco Minerva durante tanto tiempo. En la Gran Memoria sólo hay una
oportunidad de ser recordado, ata de ahora. Compro un pañuelo para Yu y pienso con
intensidad que se lo entrego. Pienso que entra por la puerta del apartamento 121 y que yo
estoy esperándola. Pienso que este pensamiento está en la cabeza de pelo recogido en
cola de caballo y de cara con piel de porcelana y labios rojos y ojos encarcelados, ojos
misteriosos, que miran desde atrás, desde dentro, que son anteriores a ellos mismos.
Deposito con cuidado este pensamiento en su cabeza, amorosamente lo dejo entre sus otros
pensamientos desconocidos para mí.
Después de almorzar mi madre se sume en las revistas
de decoración y en los anuncios de ventas de casas, y yo me pongo la mejor ropa que tengo
y vuelvo a afeitarme porque me desagradaría parecerle, aunque ligeramente, un enfermo a
Yu. Antes de marcharme le pregunto a mi madre cómo va la elección de casa, si ha dado
con alguna. Entonces me confiesa que está dudando entre una mansión en las afueras o un
pisazo en Madrid. Le digo que por qué no las dos cosas. Ella se queda pensativa como
calculando las riquezas de su prometido. Me meto el pañuelo en el bolsillo y las llaves
del coche, cojo unas cervezas y salgo y veo un resplandor rojizo en el cielo como si el
universo se estuviera incendiando.
Repito el itinerario del día anterior por la tarde.
La autopista y un tramo de calles con edificios del siglo pasado hasta la Castellana. No
se me ocurre ningún pretexto para hacerle un regalo a Yu. Así que el pañuelo en el
bolsillo me pone un poco nervioso.
Es tan fácil llegar a la puerta color crema y
abrirla. La cierro tras de mí y en la primera ojeada al entorno me sobresalta una
novedad. La cama está hecha y las camisas y pantalones usados de Eduardo no a la vista.
En el baño, no sólo las toallas están colocadas en los toalleros, sino que son otras,
probablemente más limpias que las anteriores. Me hago la ilusión de que sea Yu quien
haya completado mi tarea. O ella o Eduardo. Enciendo la calefacción, me abro una cerveza
y me siento a esperar. Echo de menos una televisión. En ningún momento barajo la
posibilidad de que no venga porque si algo es impensable no sucederá. Estoy tan aburrido
y al mismo tiempo tan impaciente que me fumo un cigarrillo de la cajetilla de la cocina y
me bebo todas las cervezas menos una.
A eso de las siete oigo la cerradura. Y a
continuación entra ella. Cierra la puerta y dice hola. Una vez que el milagro ha ocurrido
es como si no hubiera ocurrido. Parece natural que algo haya sucedido, pero ¿y si no
hubiera sucedido? ¿Y si ella no hubiera venido? Entonces sólo quedaría la impaciencia.
Con esa insoportable impaciencia la miro yle digo:
Has venido.
También vine ayer, dice. Ya te habías marchado. Vi
que te habías dedicado a la limpieza.
Me parece absurdo que el apartamento esté hecho una
pocilga.
Estoy de acuerdo. Eduardo es muy ordenado y no le
gustaría encontrárselo sucio y revuelto.
No sé cómo explicarle que Eduardo no va a volver. No
tengo por qué hacerlo, al fin y al cabo no nos conocemos. Lo dejo pasar y empiezo a
preocuparme por el regalo. Tan sólo la idea de tener que entregárselo me sitúa en
inferioridad de condiciones, como si dar algo resultase tan incómodo como tener que pedir
algo.
Dice que otra vez se encuentra en casa. La
calefacción le está enrojeciendo las mejillas. Me las comería, pero no quiero tocarla.
Me cede la cerveza que queda y se sirve coñac. Esta vez lleva pantalones y jersey. Se
quita los zapatos. Se me ocurre pensar que acabarán cortando el gas y la electricidad y
que tarde o temprano tendremos que dejar de venir y me pregunto qué será de los trajes y
el resto de la ropa de Eduardo cuando no volvamos más. Entonces Yu se arrodilla a mis
pies y me desata los cordones de las botas, lo que me deja absolutamente confundido. Veo
su pelo sedoso y negro resbalarle por el cráneo. Veo cómo me quita las botas y por un
instante me da la impresión de que también va a tirar de los calcetines. En cierto modo
me alivia que se detenga ahí porque aparte de mi madre sólo me ha desnudado Sonia y lo
ha hecho con toda la urgencia de la pasión y además estando los dos de pie en la
semioscuridad de la trastienda, y no sentado yo cómodamente en un sofá con una cerveza
en la mano y un pañuelo envuelto en papel de seda en el bolsillo.
¿Estás más cómodo?, pregunta.
Asiento y pego un trago.
¿Se te ha comido la lengua el gato?
Es algo que no oigo desde que era pequeño. Sólo ella
podría decir algo así con su cara de muñeca y ese perfúme dulce que le sale de los
poros. De pronto me miro y encuentro que soy un tío con Levi's, sudadera, botas de
sierra, una botella de cerveza en la mano apoyada en el muslo, y debajo de los Levi's
tengo todo lo que hay que tener y además tengo ganas. Pero no quiero hacer nada, no
quiero pensar que soy un tío. Quiero verla y olerla con mucha parsimonia, sin calentarme.
La última vez que alguien me dijo eso yo tenía cinco
años.
Podrías haber evolucionado algo desde entonces, dice
sin parar de andar de un lado para otro.
Ven aquí, le digo, ¿por qué no te sientas?
¿Crees que hacemos bien, dice, al hacer como si nada
ocurriera?
¿Y qué otra cosa podemos hacer? Tenemos que seguir
el ritmo que él nos ha marcado. Nos ha dado una llave a cada uno ¿no? Esa llave abre
este apartamento y aquí estamos. Estoy seguro de que hay algo más que ahora mismo no
somos capaces de apreciar, digo con la seguridad de que ya no me interesa encontrar nada
más en el apartamento.
Tendríamos que buscar más a fondo.
Pero no ahora. Con precipitación no se saca nada en
claro. Lo haremos en cualquier otro momento cuando algún detalle nos llame especialmente
la atención.
La primera vez que vi a Eduardo, dice, me pareció el
chico más guapo del mundo. Nunca había visto a nadie así. Estaba en el parque paseando
a mi perrita y él se acercó. Se agachó y empezó a acariciarla.
Yo tengo un perro que se llama Hugo, dijo.
Yo dije: Ésta se llama Nina.
¿Nina?
Sí, por Nina Simone.
El mio es Hugo por Víctor Hugo.
Qué raro, dije yo. Nadie asociaría lo de Hugo con
Víctor Hugo.
¿Ah no?, dijo él riéndose.
Me hubiera apetecido besarle en ese momento. Esto
sucedía en otoño. Los rayos del sol le cruzaban la cara mientras acariciaba a Nina y
me hablaba.
A Eduardo le gusta mucho el sol, pero no lo resiste lo
más mínimo. Es muy alérgico, digo yo cortando el tono nostálgico de la conversación.
Lo que es es muy joven, dice Yu.
¿En serio? No es más joven que yo ni creo que más
que tú.
Pues estás muy confundido. Soy bastante mayor que
él.
No me digas, digo interesado a tope. Las mujeres
orientales solemos parecer bastante más jóvenes de lo que somos. Estoy casada. Dejé a
mi marido en Taiwan y vine a España para estudiar arte. Él me costea todos los gastos.
Es muy rico. Está metido en el negocio del petróleo.
Pensaba que sólo tenían petróleo los árabes.
He venido buscando algo. Era como si al-guien me
llamase desde aquí. No sé cómo explicar lo. Como si alguien aquí estuviese pensando en
mí con mucha más frierza que mi marido en Taiwan. Y cuando Eduardo en el parque file
hacia mí y me habló, pensé que era él.
Había llegado el momento de decirle que no era él,
sino yo, pero no lo dije porque no estaba seguro. En realidad antes de conocerla yo no
había pensado de ningún modo en Yu, sino de una forma muy moderada en Wei Ping. No se
podía comparar con la intensidad que había puesto en la idea de Tania por ejemplo. No
creía que una vaguedad así tuviese el alcance de llegar hasta Taiwan y arrancar del seno
de su familia a una preciosidad eternamente joven. Aproveché el silencio de ambos para
sacar del bolsillo del gabán el papel de seda que envolvía el pañuelo. Las palabras que
se utilizan para estas ocasiones son necesariamente torpes.
Es para ti. Una tontería. No sé si te gustará.
Es aterrador el desconcierto con que mira el paquete,
que en sus blancas y delicadas manos me parece ridículo. Estoy por arrancárselo antes de
que lo abra y tirarlo a la basura. Pero no hay más remedio que resistir. Ya no me acuerdo
de cómo es exactamente el pañuelo, y cuando lo extiende ante la luz de la lámpara me
doy cuenta de que he estado loco al pensar que Yu podría ponerse una mierda semejante.
Es muy bonito, dice, colocándoselo en el cuello,
luego en la cabeza y luego en los hombros. No sé qué me quieres decir con este regalo.
El fin ha llegado. ¿Qué quiero decirle con este
absurdo regalo? ¿Qué quiero decirle?
No sé qué quiero decirte, digo.
Pues yo sí creo saber lo que quieres decirme.
¿Ah sí?, digo ante el examen más cruel de mi vida.
Todos hemos tenido miedo alguna vez, dice.
Yo no tengo miedo, ¿de qué podría tener miedo?
¡Ay!, dice ella, de tantas cosas. Lo que es
verdaderamente extraño es que no se tenga miedo. ¿No crees?
Pues he oído durante toda la vida a muchos decir con
la mayor serenidad que nunca han tenido miedo.
Ésa es gente temible porque no puede comprender el
miedo de los demás y, por tanto, puede infúndirlo sin darse cuenta, dice.
Tú no pareces muy miedosa que digamos.
Pues te equivocas. Vivo temblando.
No ahora mismo.
Ahora también.
No puedo decirte de lo que tengo miedo. Ni yo mismo lo
sé.
Yu se sirve la tercera copa de coñac. Creo que se va
a emborrachar. Y me levanto para ver si hay café en la cocina.
Mi marido, dice otra vez, es un hombre muy rico. Lo
conocí cuando yo era una simple estudiante en Pekín. Se gastó una fortuna para que
pudiera salir de allí. Entonces creía que lo amaba, pero luego comprendí que en
realidad amaba su poder.
¿Y no es lo mismo? Quiero decir que si no amas el
poder en general, sino el poder de una determinada persona, es porque también amas a esa
persona con su poder. Como a otros se les ama con su belleza y a otros con su sabiduría.
El amor es lo menos puro y objetivo del mundo. Al amor le gustan los brillos, los adornos,
la chatarra, los reflejos cegadores de los falsos espejos, digo sin citar la autoría de
Alien.
Tienes razón. Sencillamente no lo amo. No salí de mi
país para encerrarme en un falso amor.
Utiliza la palabra amor con tanta familiaridad que
parece que lo sabe todo sobre él, que mientras que los demás hemos estado viviendo una
vida ciega y bruta ella ha estado inmersa en otra mucho más sublime y evolucionada. Tal
vez esta mujercita tenga cien años de amor. Le tiendo la taza de café y me siento de
nuevo en el sofá para verla mejor evolucionar por la habitación.
Lo siento por tu marido. Debe de sufrir mucho.
No quiero pensar en eso. A nadie se le puede evitar su
dolor con el propio. Y no te pongas en su lugar, no pretendas sentir lo que siente él
porque no tienes ni la más remota idea de cómo es. Seguramente lo que quieres decirme es
que si tu fueras mi marido sufrirías mucho ¿no es así?
Si. No me gustaría perderte. No me gustaría nada.
¿Te remordería la conciencia si hiciésemos el
amor?, dice.
Nunca pensé que fuésemos a hablar de este asunto
antes de haberlo hecho, digo algo confuso.
¿Qué tiene de malo? Todo merece ser comentado.
No de esta forma tan fría. No se trata de que
tengamos que discutir si nos parece bien o mal. Es algo que si tiene que ocurrir ocurre,
sin más.
¿Y los equívocos y los malentendidos? Tienes un
espíritu muy aventurero.
¿ASí abordabais el asunto Eduardo y tú? No me lo
digas. Conociendo a Eduardo sé que así era.
No te precipites, dice Yu. No sabes nada de lo que va
a suceder. El mundo en el que vamos a entrar, el mundo del amor, no tiene nada que ver con
esta conversación, dice y deja caer el pañuelo sobre mi cara. Y puesto que Yu tiene
marido y cien años, o sea, que no es como yo creía que era, no tengo por qué mantener
el propósito de no tocarla.
De madrugada me despierto y la miro. Le paso la mano
por la piel y por el pelo, es una niña que no es una niña. Tiene un olor dulce como si
por las venas le corriese jugo de moras o algo así. Ha venido de un lugar remoto hasta la
puerta color crema del apartamento 121 y se ha metido en la cama conmigo. No me ha
desnudado, yo la he desnudado a ella. A cada cual le corresponde lo suyo. A Sonia
desnudarme a mí. A mí desnudar a Yu. Y a Yu desnudar, podría jurarlo, a Eduardo. Aunque
no me apetece pensar que Eduardo haya estado con ella porque es una forma, aunque mínima
e imaginaria, de que también él esté aquí en la cama, idea que me resulta de verdad
repulsiva. Antes de dirigirnos a la cama, he cerrado los armarios para no ver sus trajes,
ni sus zapatos, ni las fúndas con cremallera. A ninguno de los dos se nos ha ocurrido
apagar la luz y no hemos cerrado los ojos en ningún momento.
Ahora mi verdadero objetivo en la vida es volver a
hacer el amor con Yu. Si me preguntaran ¿qué es lo quieres por encima de todo? Yo
tendría que reconocer que meterme en la cama con Yu. Lo que diría muy poco a mi favor
porque follar siempre es algo complementario, no primordial, así que los tipos como yo
que lo convertimos en lo fundamental somos preocupantes. No soy normal, y sólo yo lo sé,
lo que por una parte me tranquiliza y por otra me aísla bastante. Empiezo a comprender a
la clientela pornófila, simpatizo con ellos, los miro con simpatía. Qué solos están.
Son los que nunca salen de aquí con la cinta en la mano porque vienen provistos de
grandes bolsilíos o bolsos donde poder guardarlas. Las tienen que esconder, mientras que
los demás salen impunemente con ellas en la mano con el gesto del que es inocente como un
niño. Cuando ni un hombre ni una mujer pueden tener la misma clase de inocencia que un
niño, y no digo menos sino la misma. Es una aberración pretender que a los adultos les
interesen las mismas cosas que a los niños porque en ese caso no tendría interés
crecer. Nos desarrollaríamos para seguir haciendo lo mismo. Y sobre todo que nos
empeñemos en conservar al niño que fuimos cuando se supone que el tiempo corre para que
esa criatura se perfeccione, se eduque, se humanice y por fortuna deje de serlo. Nunca me
he recordado de pequeño con especial cariño, como si filera mi propio hijo o algo así.
Eso es imposible porque soy yo mismo y nada de lo que hacía me sorprende ni me asombra
porque ha quedado impreso en la conciencia que tengo de mi.
Uno de los clientes especiales, por no llamarlos
siempre de la misma manera, es una señora que ahora en invierno suele llevar un abrigo
beige con anchas solapas y cinturón de los que se atan y el pelo un poco revuelto por el
viento. Al principio yo le entregaba la cinta metida en una bolsita, y ella me la pagaba
sin mirarnos a los ojos, como si al mirarnos nos friésemos a encontrar con las escenas
del vídeo. Pero ahora le sonrío, e incluso me atrevo a decirle que se divierta. Y ella
me dice: Mi marido se anima mucho con esto. Y su esfrierzo por que su marido se anime me
parece encomiable. Me dan ganas de contarle que yo no hago nada más que pensar en comerme
a Yu bajo la espectacular luz de la lámpara colgada sobre la cama, que me pone
intensamente rosas en la boca los pezones, y la lengua y los pliegues resbaladizos y
narcotizantes por los que entro a lo desconocido. Se lo diría en correspondencia a lo que
yo sé de ella, pero no lo hago porque la mujer del abrigo de las anchas solapas y pelo
alborotado sólo tiene la misión de entrar en el videoclub una vez a la semana, sacar la
cinta del bolso y meter la que le entrego, pagar, hacer algún comentario, cada vez de
forma más relajada, y volver a empujar la puerta de cristal y desaparecer.
Sonia me ha notado algo. Dice:
Si no te fueras a enfadar, te diría que estás
distinto, distraído. ¿Tengo razón?
Mira, le digo, mi jefe te vigila. Esto es peligroso.
Estoy preocupado, de verdad.
No te dejes acojonar por ése, me suelta de un modo
que me sobresalta, porque Sonia tiene una voz bastante fina en la que no encajan bien
palabras del tipo acojonar o cojones, joder, polla, follar, cabronazo, coño, o la simple
expresión corriente de puta vida. En su boca suenan demasiado. Por eso cuando en la
trastienda me dice al oído fóllame con su vocecita salivosa, un escalofrío me recorre
de arriba abajo. Eso es algo que la distingue de Yu, pero que no es suficiente, porque yo
no iría a la Filmoteca con Sonia, ni siquiera me tomaría un café friera de aquí con
ella, pero sí con Yu. Quiero que Yu sea la chica con la que estoy cuando se encienden las
luces de la sala de la Filmoteca aunque no sea hija de un productor.
Oye, le digo, estoy preocupado por ti. Tendrías que
verle cuando me pregunta que con quién vienes y con quién vas y si hablas mucho conmigo.
¿Y por qué no me lo has dicho antes?
No quería asustarte.
Ya. Pero ahora sí te parece que debes asustarme.
No te comprendo.
Es igual. Ese no tiene un par de hostias, te lo digo
yo. Se le va la flierza por la boca.
Me desagrada que hables así, Sonia. No sabes lo mal
que suenan en ti esas palabras.
¿Qué palabras? ¿Hostia?
Ella tiene cara de sorpresa y yo de desagrado.
Te has cansado de mí, dice, haciendo girar la lata de
cerveza entre las manos.
Imagínate, le digo, que ahora entrase por la puerta y
nos sorprendiera tomándonos una cerveza.
Sí, imagínate, dice, qué tragedia.
Como mínimo, perdería el trabajo.
¿Esta mierda de trabajo es más importante que yo?
No digo eso, pero es el único que tengo.
Te conformas con muy poca cosa. Y como te conformas
con tan poco me sorprende que pases de mí. Es la primera vez que me ocurre. Creía que
esto era tan especial, tan diferente. No sé qué voy a hacer para no coger el coche y
venir hasta aquí. No puedo prometerte que no lo haga.
Entonces recoge las cosas que ha dejado esparcidas por
la mesa: cigarrillos, mechero, agenda y móvil. Las mete en el bolso y se levanta sin
intentar llevarme a la trastienda. No puedo creerme que haya sido tan fácil, que Sonia
sea tan maravillosamente buena conmigo. Sólo por eso le haría el amor con enorme
gratitud. Se me ocurre que sería el mejor polvo, pero es mejor no decir nada, no mover ni
un músculo y dejar que emprenda el camino de vuelta entre las estanterías hacia la
puerta de cristal. Me deja muy perplejo que la mujer más indecisa del mundo la empuje con
tal determinación y que sin mirar atrás salga y desaparezca.
Cualquier pérdida, aunque alivie, también deja un
vacío. La trastienda se ha quedado vacía de Sonia. Cuando me siento aquí a visionar,
como dicen en la tele, alguna película, a veces me acuerdo de ella, y me acuerdo con
afecto porque vino cuando tenía que venir y se marchó cuando tenía que marcharse. Los
pensamientos importantes son para el apartamento 121. El paraíso terrenal.
En lugar de arroyos, árboles frutales, manzanas y
serpientes, una cama. Un hombre y una mujer y acaso una cama. Ése es el auténtico y
único mensaje de las mil páginas de la Biblia. Le digo a Yu un millón de veces que ella
es el amor de mi vida, entendiendo por vida todo lo que uno puede intuir sobre sí mismo
de una sola vez, siempre de forma confúsa, porque en realidad no lo intuye con la razón,
sino con su propia y única vida. Tiendo a usar, para llamarla, la palabra amor en lugar
de su nombre. Sin embargo, ella en todo momento me llama Fran y nunca amor, que es la
palabra que más le va a su boca, a sus labios. Sólo la vision de sus labios despierta en
los míos un ansia desmedida de besarlos, morderlos y torturarlos.
Reprimo heroicamente este impulso y le pido que me
cuente cómo era su vida en Taiwan. Ella, cambiando de sitio unos libros, hace un gesto de
desagrado. Pero insisto. Le digo que quiero conocerla mejor.
¿Crees que es más importante lo que sepas de mí que
yo misma? Ya me tienes a mi.
A veces no es suficiente tenerte sólo ahora. También
me gustaría tenerte antes cuando no estabas conmigo. Sabes muchas cosas que no tengo.
Eres muy romántico ¿lo sabías?
Esto mismo ya me lo han dicho Sonia y Tania, así que
asiento con la cabeza, porque si me lo dicen ellas tres, a pesar de que a mi jamás se me
hubiera ocurrido pensar eso de mí, es que debe de ser cierto.
Si lo quieres saber, al casarme pasé de no tener en
Pekín nada propio, a vivir en una casa enorme con un tejado a cuatro aguas rematado con
dragones.
Según Yu tener una casa así en una isla tan
congestionada como Taiwan es un verdadero privilegio. Tras los muros que dan a la calle
comienza a extenderse el jardín con cerezos, bambúes, rosas, peonias y sauces
perfectamente ordenados. También hay un estanque con peces y una gran jaula en el
invernadero que va del suelo al techo, en que revolotean hermosos pájaros. Amplias salas
pintadas de color claro y muebles de teca y adornos de laca, confortables sofás, cuadros
y varios armarios llenos de suntuosos trajes antiguos.
Mi marido, dice, me ha pedido que vuelva y no sé qué
hacer. Eduardo ya no está, y a mí se me acaba el dinero.
Cuando algo parece un sueño es que es un sueño, no
hay duda. El mio terminará cuando un día ya no pueda entrar más en este apartamento y
cuando Yu se marche.
Los sueños no son reales porque son fáciles. Es
fácil amar a Yu. Es fácil entrar en el apartamento. Es fácil ser feliz allí y no
cansarme nunca de serlo. Todo lo demás es difícil. Nada más bajar a la calle y poner el
pie en la acera, la gravedad me clava al suelo, y siento el peso de cada gramo de los
sesenta y cinco kilos que he de desplazar contra el aire hasta llegar a la primera
bocacalle donde dejo aparcado el coche. Ruedo por la realidad con las ruedas pegadas al
pavimento. Está oscuro, y Yu muy lejos, en algún sitio que desconozco, del que no me ha
hablado. Para mí es como si volara a su maravillosa casa de Taiwan cada vez que nos
despedimos. Siempre elude darme su dirección y decirme si vive con alguien. Tampoco ella
sabe que trabajo en un videoclub y que entre mis proyectos más inmediatos está hacer un
corto. ¿Adónde pensará ella que vuelo yo?
El camino recorre la vida a la que despierto tras
abrir los ojos y ver la verdad, o sea, lo que seguiría estando ahí aunque no estuviera
yo. Continúa estando mi casa con su porche de baldosas rojas humedecidas por la niebla, y
dentro mi madre feliz y con la voz sospechosamente gangosa tachando en el calendario los
días que le faltan para dejar la clínica y tomar posesión de la casa imaginaria. Está
la televisión lanzando fantasmas a las cristaleras del salón.
Y está el Centro Comercial Apolo, en cuya fachada se
reflejan los montes, las arboledas y los coches aparcados. Las escaleras mecánicas me
expulsan junto al videoclub. A primera hora de la mañana, que en la ciudad más perezosa
del mundo son las diez, aún no se han mezclado los olores, de modo que el burger que hay
junto a la tienda huele a café y las boutiques a ropa. La calefacción comienza
a templar el ambiente hasta que al mediodía haga
olvidar que nos encontramos en el invierno más frío del siglo.
Casi todo lo que se llevan los clientes son dibujos
animados para los niños y serie B para echar una cabezada después de comer. La mujer del
abrigo de solapas grandes me dice, ya con gesto de cierta confianza, que si no puedo
proporcionarle algo diferente, más acción por decirlo de alguna manera. Le pregunto con
la misma confianza que si es que no se anima su marido lo suficiente con esto. Y me
responde en el mismo tono que es ella quien no se anima. Es un detalle que habría
preferido no conocer. Hubiera querido seguir viéndola exclusivamente como la agitadora y
portadora de los deseos de su marido. Entre la mañana y la tarde sólo me da tiempo a
verme una película.
Al llegar la noche, hay un momento en que espero y a
la vez temo que la puerta de cristal sea empujada por Sonia. En su lugar lo hace mi jefe,
lo que resulta decepcionante y a la vez tranquilizador. Saco el dinero de la caja, y lo
cuenta sin hablar apenas. Lo mete en un sobre, y el sobre en el bolsillo interior de la
chaqueta. Luego se me queda mirando y dice:
Te has pasado de listo, tío.
¿Cómo?, pregunto con la mosca detrás de la oreja.
Creía que podía confiar en ti.
Prefiero no decir palabra por el momento. Me limito a
sostenerle la mirada.
No me gusta que me tomen el pelo, dice. Puedo
intentar mantener un negocio para no tener que echar a un desgraciado como tú, dice. Pero
si me entero de que me está tomando el pelo lo mato ¿comprendes?
Niego con la cabeza.
Haz un poco de memoria, dice. ¿Qué le dijiste a
Sonia la semana pasada? ¡Ah!, perdón, perdón. Ahora que recuerdo, vosotros nunca
habláis.
Continúo impertérrito aunque con un calor interno
que no sé si voy a poder dominar.
Hablamos más bien poco, digo.
Pensabas que Sonia se iba a poner de tu parte ¿no?
Nunca he pretendido tal cosa.
Los jóvenes. Los jóvenes sois unos mamarrachos.
Estáis amariconados, no comprendéis a las mujeres. ¿Qué pensabas que iba a hacer
Sonia? ¿Qué pensabas?
No quiero nada de ella, la verdad, digo.
Por lo pronto vas a salir echando leches de aquí.
Cuando termine el mes, de patitas en la calle. Cerramos esto. Pero antes, las cuentas bien
claras ¿estamos?
Asiento, esperando que el suplicio termine pronto. No
quiero pensar en lo que ha podido decirle Sonia porque cualquier cosa que le haya dicho no
puede ser tan penosa para mi jefe como la verdad.
Me mira sin saber cómo vapulearme más, se pone el
abrigo y se dirige a la puerta. Antes de empujarla, sc vuelve y dice:
No quiero darte sermones. No soy tu padre, pero has
escogido un mal camino, el peor de todos, el de joderme.
No he tenido valor para defenderme. Pienso que he
debido decir algo en mi favor y, sin embargo, he callado y por lo tanto he admitido
cualquier cosa de la que Sonia me haya culpado. De pronto se me ocurre pensar que a partir
del mes que viene la mujer del abrigo de anchas solapas tendrá que ir mucho más lejos a
buscar sus vídeos y que no tendrá la confianza suficiente para pedir lo que necesita.
Sin las quinientas mil de Edu y sin este trabajo sólo
me queda el imaginario videoclub que tal vez me monte el doctor Ibarra. De momento
prefiero no contarle nada a mi madre. Me complace la imaginaria paz en que la encuentro
sumida cuando llego a casa después de hacerme andando en la oscuridad todo el largo de la
carretera que conduce del Apolo hasta aquí.
No me gusta que vengas andando de noche por donde no
hay iluminación. Cada día tienes menos miedo a todo y eso no es bueno.
¿Qué tal lo de las casas?, le pregunto.
Han encontrado un cuerpo en una playa de la Costa
Brava que pudiera ser el de Eduardo, dice.
Ha llamado su padre por teléfono, dice. Le gustaría
hablar contigo.
Estoy cansado, digo. Esta noche no quiero saber nada
de lo de Eduardo.
Mi madre se aproxima a mí, que estoy tirado en el
sofá, y me acaricia la cabeza, lo que soporto con cierta rigidez que ella no percibe
porque ya nada más percibe lo que le conviene percibir.
Haces bien, hijo. No quiero que te presionen. Por muy
amigo que seas de Eduardo no puedes devolvérselo.
Si no fuera por el tono gangoso, me enorgullecería el
pensamiento lógico de mi madre. Arrima la cara a la mía. Sé que a una madre siempre se
la quiere, así que el hecho de que me desagrade que pegue su cara en la mía no tiene por
qué hacerme dudar de mi cariño por ella.
No imagino qué podría hacer Eduardo en la Costa
Brava, digo incorporándome para coger el mando a distancia.
Qué más da, dice. Qué puede importar ya.
Lo que quiero decirte es que dudo que sea el cuerpo de
Eduardo. Creo que Eduardo no va a aparecer ni vivo ni muerto, digo sin pensar lo más
mínimo en Eduardo, sino en mi nueva madre, la animosa y cariñosa madre de la caída de
la tarde y de la noche, cercada por las tinieblas del jardín y por el rumor de las que se
extienden más allá como velos y velos que los hados encargados de preparar la suerte y
el infortunio dejan caer sobre nosotros.
No es como para estar tan alegre, le digo yo con algo
de rencor porque no está alegre por mí ni por nada de lo que le sucede en la vida a la
que yo pertenezco, sino por sus idas y venidas al cuarto de baño.
¿Prefieres que esté triste?
No, normal.
Quieres que no esté de ninguna manera, ni triste ni
alegre ¿no es eso?
Me gustaría que estuvieses como te saliera de dentro
estar.
Pues me sale estar así. No sé por qué te molesta.
Está bien. Está bien, digo subiendo las escaleras
hacia mi cuarto.
Me mira con expresión alterada.
Tengo que pensar por los dos ¿no te das cuenta? Y a
veces no es fácil. No es fácil vivir. No quiero que oigas esto. No quiero decirlo. Pero
no es fácil vivir. Llegar al final del día con el peso de haber vivido todo ese día. La
palabra es sobrellevar ¿no la has oído nunca? No quiero que oigas palabras como ésa.
Tú eres joven, no sabes nada ni tienes por qué saberlo.
Dime qué no sé.
No soy yo quien debe decirtelo. El tiempo te lo dirá.
En este momento pienso que si algún día estoy al
borde de la desesperación me pegaré un tiro. Y que desde luego no voy a tener hijos para
no mostrarles mi desesperación. Estoy convencido de que deseo que se case. No veo el
momento de que traslade sus sustancias a otra casa, donde tendrá que empezar por buscar
escondrijos para ocultarlas de los aros dorados de su marido.
No sueñes con que me vaya a vivir contigo y el
dentista, le grito desde arriba.
Ja, desde que tenía diez años no he vuelto a soñar.
Me pongo la camiseta de promoción del Apolo, que me
sirve para dormir, y me meto en la cama con la Biblia. Me produce una gran paz la
sensación de que estoy leyendo algo sagrado, donde no siempre se entiende todo.
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