Ese tocho
Por Patxi Irurzun
...Continuación:
véase la primera entrega en el
número anterior.
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Cuando regresé al hotel el
único resto que quedaba de la chica que me había levantado el día del chupinazo junto
con Burru era su tanguita, olvidada en un extremo de la cama, como por descuido. Pero a
mí ya no me la daban. Las chicas nunca se olvidaban las bragas porque sí. Yo sabía que
ella la había dejado allá como un señuelo, para que yo la olisqueara como un perro en
celo. Que fue exactamente lo que hice. Lo que hubiera hecho cualquier otro hombre. Y es
que somos todos unos cerdos. Descubrí también un número de teléfono garabateado con
carmín en el espejo. Aquella chica se pensaba que estaba en una película y ya se veía
la mujer del multimillonario futbolista, y cómo la invitaban a fiestas, y a desfilar en
pasarelas... Pero yo no pensaba llamarle. No me arrepentía en absoluto de ser un cerdo.
Yo había obtenido de aquella chica lo que quería y ella... lo había intentado. Lo
sentía. Además, yo no le había interesado en absoluto bajo el sombrero de mejicano.
Así que...
TOC, TOC llamaron de repente a la puerta.
Pensé que sería de nuevo ella, pero al abrir me
encontré con Doña Rogelia, es decir, con una mujer encorvada, con una pañoleta en la
cabeza y gafas oscuras. No tardé en reconocer a la alcaldesa.
Tengo que hablar con usted dijo, en un
tono que era como si estuviera expulsando a alguien del pleno municipal.
La hice pasar y conseguí desprenderme de la tanga que
todavía llevaba entre las manos, pero no pude disimular que olisquearla me la había
puesto morcillona. Observé, cuando nos sentamos en la cama, que ella fijaba sus ojos
durante apenas una milésima de segundo entre mis piernas y cómo se ruborizaba, cómo su
cara se convertía en una manzana royal y cómo enrojecía todavía más cuando intentaba
explicar que estaba allá para pedirme que declarara públicamente que entre nosotros no
había sucedido nada, lo cual no casaba en absoluto con la excitación que, evidentemente,
la iba embargando, sobre todo cuando le ayudé a desprenderse de la pañoleta y con las
yemas de mis dedos coloqué en su sitio sus cabellos desordenados.
Dios mío, ¿qué me hace?
Yo cada vez estaba más cachondo y no pude evitar
propinarle el primer mordisco en el cuello. A todas las mujeres les gusta que las besen en
el cuello casi tanto como a nosotros que lo hagan en otra parte. Deslicé después mi mano
hasta su estómago. Tenía una tripa suave y mullida, sin llegar a ser fofa. Pensé que
nunca había sido madre, y que le gustaba sentir allá el calor de mi mano. Después
solté el cierre de su falda. Ella no se resistió. Bajé hasta sus muslos y los separé
levemente. Al hacerlo se elevó el olor espeso de su sexo. Yo recordé un bosque en un
día de lluvia, allá en Argentina. Mojé mis manos en cada charco, busqué en su fondo
piedras mágicas y, cuando di con la más hermosa de todas, ella gimió, se mordió los
labios, tembló como una hoja de otoño desprendida. Aquel era mi momento preferido,
cuando las cogía bruscamente, como por sorpresa y me las colocaba a horcajadas,
hundiéndoles mi miembro, más descomunal que nunca. Me gustaba entonces acariciarles las
nalgas, hurgarles en el ano, sentir como palpitaba todavía como un corazoncito tras el
orgasmo... Y después, una vez acostumbradas a mis hechuras, las tumbaba sobre la cama,
boca arriba, y las penetraba a placer. Les gustaba, les gustaba mucho, a todas... a todas,
excepto a la alcaldesa.
¿Qué es eso? preguntó, sujetando el
colgante que se balanceaba en mi cuello y que le golpeaba en la cara con cada empujón. Y
después comenzó a gritar como poseída:
¡Dios, mío, un lauburu, estoy en la cama con
un radical! ¡Me está violando!
Yo no sabía qué era un lauburu. Aquel colgante era
sólo un amuleto mapuche en forma de estrella que me regaló mi abuelo, poco antes de
morir
¡No, no! insistía, pero pronto
comprendí que en el fondo, cuanto más al fondo mejor, le gustaba, le provocaba alguna
fantasía morbosa, en la que ella se convertía en mártir.
¡Terrorista, asesino! me gritaba.
Y aunque al principio me resultaba algo incómodo
después le fui cogiendo el gusto y no tardé en dispararle todo mi esperma por su cuerpo,
sobre su sexo, el estómago, su carita de manzana... Fue entonces también, a una con
aquel orgasmo tan rico y tan profuso, cuando se me escapó aquello otro:
Pichurri le dije.
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"Pichurri". Que vergüenza.
Me sonó ridículo... pero no extraño. Aquella cursiladas se me solían escapar en
momentos como aquel, justo al correrme. Eran como un antídoto para lo que vendría
después, la llamada tristeza post-coitum. Siempre, cuando acababa de hacer el amor,
experimentaba aquel vacío. Un vacío que era como cuando me metían un rosco en casa y el
graderío se convertía en un cementerio; un vacío que me alejaba de la mujer que tenía
tumbada al lado en la cama, la convertía en una extraña, y me convertía a mí mismo en
un extraño al que incluso se le arrebata la idea de que el motorcito del mundo es el
amor, incluso aquel amor de baja intensidad, el sexo rápido y furtivo; un vacío que, por
el contrario, me hacía creer que el amor, y el mundo, sólo eran descargas de energía, y
nuestras vidas se reducían a todo lo que quedaba en medio, los esfuerzos egoístas para
proporcionárnoslas. Como aquellas palabras supuestamente amorosas que en realidad sólo
buscaban la manera de echar un segundo casquete que se llevara consigo aquel dichoso
vacío. Como irse desesperadamente a buscar el gol tras encajar uno.
Cada vez, de todas maneras, me costaba más. Un
miembro sexual descomunal tenía sus inconvenientes, te rozaba en los muslos cuando
subías rematar en el tiempo de descuento los córners y, en lo sexual, costaba horrores
volver a elevar semejante mole.
Así que allá estaba, tumbado, diciéndole lindezas a
la alcaldesa y masturbándome por debajo de la sábana sin demasiado entusiasmo, mientras
ella se vestía en un rincón de la habitación pudorosamente, con todo el peso del
arrepentimiento cristiano y de sus responsabilidades políticas sobre las espaldas. A fin
de cuentas había venido hasta mi habitación a pedirme que salvara su culo y yo no había
hecho más que sobárselo.
Lo siento, me tengo que ir, hoy me toca presidir
la corrida se disculpó, pero al pronunciar esta palabra volvió a ponerse colorada
y su arrebol fue como una gran grúa que me elevó el ánimo. Pegué un salto en la cama y
le rodé la cintura cogiéndola por detrás. Esta vez lo hicimos allá mismo, en el suelo.
Me excité muchísimo: me gustaban las mujeres que decían guarradas mientras cogían y
aunque la alcaldesa se creía muy europea no podía evitarlo y gritaba como una loca (o
tal vez lo hacía la troglodita que aún llevaba en su interior):
Clávame esa tranca, entera, si, campeón,
fóllame, como a una perra, que se jodan todos, frígidas, pichicortos, todos unos
mierdas, no como nosotros, elegidos, especiales, así, así...
Por un momento tuve la sensación de que a la
alcaldesa en realidad no le volvían locas mis manos, ni mi tranca, que en el fondo era
como la chica del bar y solo le excitaba la idea de relacionarse, incluso íntimamente,
con ricos y famosos. La penetré con rabia, con odio incluso. No pensaba salvar su culo,
se lo iba a hacer añicos. Era una hipócrita, una clasista. Y yo no me olvidaba de dónde
venía, tal y como me había enseñado Dios, es decir Diego Armando Maradona. Yo era un
arrabalero, así que le escupí, le azoté las nalgas, le insulté... Y a ella... le
gustó, le volvió a poner caliente aquella violencia. Aunque también comprendió lo qué
había, y cuando terminamos, apelotonó su ropa, se fue al baño y salió minutos
después, de nuevo vestida de alcaldesa.
Le exijo que desmienta ante la prensa lo nuestro
y que condene esa foto trucada. Es por su bien y el de su carrera dijo, de esa
manera en que los políticos convierten en favores sus amenazas y chantajes. Después me
alargó una tarjeta. Era la de Txus Cuenco, el periodista.
En cuanto se fue marqué su teléfono. ¿Qué otra
cosa podía hacer?
Txus, lo del balcón es cierto. La alcaldesa
intentó hacerme una paja confesé.
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Nunca llegué a ver publicado un
titular tan pegajoso como aquel: "La alcaldesa intentó hacerme una paja". Lo
más parecido fue: "A la alcaldesa no le tembló la mano con Tocho". Pero el
artículo que venía debajo no era sino una sarta de mentiras que trataban de protegerla a
ella. Decían que, puesto que a través de las urnas era imposible desalojarla de su
puesto, todo había sido un burdo montaje para hacerlo por medios no democráticos; que la
alcaldesa era un ejemplo de entereza y no había dudado en enfrentarse con un ídolo de
masas yo con tal de que, tenía gracia, resplandeciera la verdad y el orden
constitucional; decían incluso que yo era un subversivo que nunca había ocultado sus
simpatías por grupos violentos como los Boixos Nois, en Barcelona, y como prueba
irrefutable de ello aportaban una foto en la que tras mi portería ondeaba una bandera de
los mismos. Pero lo más increíble de todo era que la opinión pública acabó
tragándose todo aquel kalimotxo mediático en el que la alcaldesa ponía la chispa de la
vida con su sonrisita de niña que nunca ha roto un plato y los periódicos aquel vino en
polvo, más falso que un euro de cartón. Durante los primeros días me enervé
sobremanera, llamé una y otra vez a Txus Cuenco, pero sólo me contestaba su buzón de
voz: En este momento me estoy tomando un... ¡patxarán Zoco, el que te vuelve
loco!, deja tu mensaje después de la señal.
Traté, en fin, de no darle mayor importancia y
disfruté del resto de las fiestas en la medida de lo posible, que era a su vez la medida
exacta de mi sombrero de mejicano, gracias al cual pude tomar anónimamente por bares y
peñas, sacarme un peluche en las barracas y mearme por la paredes, preferentemente en
aquellas en las que había carteles electorales con fotos de la alcaldesa. Pensaba que en
cuanto comenzara la temporada me centraría en el fútbol y pronto recuperaría el favor
del público con mis despejes de puño a lo Mazinger Z. Pero no tardé en darme cuenta de
que Godman, a pesar de que mi fichaje había sido idea suya, me evitaba en los
entrenamientos, y cuando llegaron los primeros partidos me vi por primera vez en mi
carrera calentando banquillo. Pronto comprendí que también a Godman lo tenían atrapado
desde que gritó "¡Viva San Quintín!" en lugar de "¡Viva San
Fermín!" y que no alinearme no era en realidad decisión suya. El público tampoco
me echaba demasiado de menos, teníamos un buen equipo, encajábamos pocos goles y por
primera vez en muchos años Osasuna estaba en puestos UEFA. Tan solo un pequeño sector de
Graderío Sur continuaba coreando aquello de "¡Ese Tocho, ese Tocho, eh!" y,
aunque yo se lo agradecía, no me hacían un gran favor, pues eran precisamente aquellos a
los que los periódicos siempre calificaban como "los de siempre": gamberros,
radicales, borrachos...
Incluso mis manos parecían haber perdido sus
propiedades y la falta de Vitamina C C de casquete iba debilitándome. Mi
único apoyo era Dios, es decir, Diego Armando Maradona. Todavía podía creer en él; en
un Dios que tropieza, y que, como un gato callejero, cae de pie y se vuelve a levantar
enrabietado; en un Dios que lleva al Ché Guevara tatuado en un hombro; en un Dios al que
Andrés Calamaro le escribe canciones; en un Dios que no olvida que él también nació en
el arroyo.
Y Diego, gracias a Dios, es decir a sí mismo, no me
falló.
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Fue en uno de los partidos estelares
de la temporada, contra el Real Madrid, a finales de temporada, y en el que nos jugábamos
la clasificación para Europa además de el gustazo añadido de arrebatarle al
Madrid la liga en favor del Eibar. Habían pasado ya muchos y muy largos meses desde
los sanfermines. Era un sábado, con partido televisado, en plena jornada de reflexión
electoral. Al día siguiente había comicios municipales y a Pichurri las encuestas le
daban como clara favorita. A mí ya no me importaba, había decidido que en cuanto
terminara la temporada dejaría Pamplona, me retiraría del fútbol y me ganaría la vida
participando en "Hotel Glamour 2". La única ilusión que me quedaba era, eso
sí, una despedida a lo grande. Recé mucho para ello y, ¡oh milagro!, Diego Armando
Maradona escuchó mis plegarias.
Fue en una internada de Beckhan, cuando nuestro
portero se fue hacia el astro inglés y evitó el gol rompiéndole una rodilla. Penalti y
tarjeta roja. A Godman no le quedó otra opción que sacarme. Me cambió por Burru, el
capitán.
Demuéstrales todo lo que se han perdido
me dijo.
Nos abrazábamos y mientras lo hacía recordé aquello
que me dijo el día que nos conocimos. "Son todos unos moñas". Como la propia
ciudad, pensé yo. Como su alcaldesa, la alcaldesa que se merecía aquella ciudad
hipócrita, que se desmelenaba a golpe de calendario y luego hacía como que no había
pasado nada.
Cuando me coloqué bajo la portería ya supe que
pararía aquel penalti. A mis espaldas oí de nuevo mi grito de guerra: "¡Ese Tocho,
ese Tocho, eh!", al principio desde su lugar habitual, en el fondo sur, luego como
una ola que iba anegando todo el estadio. Fue Ronaldo quien chutó. Intentó un
"folla seca", al centro, suave. A un jugador de su categoría sólo le quedaba
la gloria de ganar un campeonato de esa caprichosa manera, pero yo le calé e incluso tuve
tiempo de dar un poco de espectáculo, de echarme a un lado y despejar el balón con una
chilena. El Sadar no se vino abajo sólo porque aún necesitábamos un gol. Los minutos,
sin embargo, pasaron sin que el marcador se moviera en parte gracias a otros cuantos
paradones míos y, cuando ya estábamos en el descuento y el balón salió por la
línea de fondo del Madrid, no me lo pensé. Salí corriendo en dirección al área
contraria, a rematar el córner. Hasta entonces yo había parado los goles. ¿Por qué no
podía despedirme metiendo uno? ¿Por qué todo por una vez no podía ponerse del revés?
¿Por qué no iban a librarse las guerras a tartazos de nata? ¿Por qué el mundo no
podía pertenecer por un día a los pobres, a los muertos de hambre con sombrero mejicano?
Mientras corría iba pensando todo aquello y notaba cómo la idea y, todo hay que decirlo,
el roce de mi descomunal miembro viril contra el muslo, me provocaban, me excitaban,
volvían a engrandecerme. Creía incluso que podía volar y cuando vi el balón suspendido
sobre el área pequeña cerré los ojos, me lancé de cabeza y... ¡AYYYYY! De repente
sentí algo que impactaba contra mis genitales. Un dolor horrible, que incluso me hizo
perder el conocimiento. Pero sólo fueron unos segundos y cuando volví en mí no tardé
en darme cuenta de que mis compañeros me abrazaban, me llevaban en volandas... Había
metido gol, lo había metido de rebote y con la punta del pito, pero gol a fin de cuentas.
Estábamos clasificados para la UEFA. Y el Madrid galáctico había perdido su
vigesimotercera liga.
¡Ese Tocho, ese Tocho, eh¡ rugía El
Sadar.
Pero yo no olvidaba quien era ni de dónde venía y,
cuando finalizó el partido y me rodeó una nube de periodistas, sólo escuché una
pregunta entre las muchas con que me abordaron.
¿A quien le dedica ese gol? Tómese una copa en
agradable compañía en Ben-Hur.
Era Txus Cuenco. Le miré a los ojos, después a todas
las cámaras que me apuntaban, y dije:
Se lo dedico a la alcaldesa. Para ti, Pichurri,
con amor. Por echarme siempre que lo he necesitado una mano.
Y mientras hablaba, como quien no quiere la cosa, me
rascaba la parte más sobresaliente de mi anatomía. Y no estoy.
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