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índex català     mayo - junio  n° 48

La indiferencia de los peces
Eduardo Iriarte Goñi

 

Llega el momento y se miran. No es un gesto repetido a breves intervalos. Lo hacen una vez en cada trayecto, y, para quien no esté atento, es una mirada fugaz. Sus ojos se cruzan de camino hacia otros lugares, y en ese instante, les delata un leve rastro de sonrisa en los labios. Sobre todo a ella, que no tarda en volver a concentrarse en la lectura, o al menos en aparentar que lo hace.

Todos los días, a las siete de la mañana y luego a las ocho de la noche, la ayuda a subir al transbordador. A todos ayuda, aunque nadie suele reparar en ello. Aparece taciturno, con cara de sueño sea cual sea el día de la semana, y se aposta a la entrada del barco. Al no haber pasarela, ni nada por estilo, el viajero se ve obligado a dar una zancada larga para pasar del embarcadero a la cubierta, más o menos inestable dependiendo del tiempo y las olas, y del estado de ánimo también. Y allí está él para cogerle por el codo, con la firmeza indiferente de quien lo hace miles de veces cada día, tal vez sólo unos cientos cuando las horas de luz son menos.

Nunca lo he visto sin sus pantalones azul marino y su chubasquero tirando a gris, ni siquiera en verano; el pelo, casi al rape para que la brisa no pueda despeinarlo por mucho que se empeñe. A diferencia de los pasajeros, que suelen contemplar el paisaje aunque hagan el viaje a diario, él permanece con la mirada vuelta hacia dentro, absorto en otras vistas, salvo cuando aparece ella, claro. De no ser porque todos lo saben empleado del servicio marítimo, pensarían que es un viajero mareado, por lo serio de su semblante, y por una tez incomprensiblemente pálida en alguien que pasa la mayor parte del tiempo a la intemperie.

La mujer del libro ocupa siempre el mismo asiento, en la primera hilera, dentro de la cabina acristalada, junto a un vidrio levísimamente agrietado, un asiento que, por mucho que el barco vaya repleto, siempre le está reservado. Suele haber algo encima que disuade a los demás pasajeros, una prenda de ropa o un rollo de cuerda que ella aparta, sabedora de que es su lugar por derecho propio.

Se sienta él en el extremo opuesto de la misma fila. Y durante ese trayecto, sólo ése, finge seguir la línea de la costa con la mirada, hasta que esa línea se cruza con el perfil de ella, y entonces la contempla unos instantes, a la espera de que parpadee o se retire un mechón suelto detrás de la oreja. Se sabe observada, y por tanto acompañada, y rara vez pasa página.

Lleva el pelo recogido en una cola poco coqueta y las manos que sujetan el libro son las manos bastas de quien ha fregado muchos suelos ajenos. Una cicatriz antigua le come el rabillo del ojo derecho, y la nariz, que algún día fue respingona, se la dejó chata de golpe un puñetazo ensañado. Cuando cruza la cubierta se aprecia en ella una leve cojera, debida a una fractura mal curada que de tan vieja ya no le duele. Y, tal vez por eso, a ella la coge con las dos manos —una en el codo, como a todos, otra, más cálida, en la espalda— y la acompaña unos pasos cuando sube a bordo, aunque yo creo que es para notarla más cerca, tenerla asida durante unos instantes, en una suerte de caricia cálida al tiempo que mecánica.

No se saludan. No quieren que nadie sepa que se conocen —y no sólo de vista y por costumbre—, ni que intuya nadie que tienen un vínculo más fuerte incluso que el de dos amantes infieles a otros y fieles a sí mismos; más duradero, y, sobre todo, más hondo.

Lo sé porque estaba presente una noche de diciembre cerrado, más de media docena de años atrás. Era el último trayecto del día y la lluvia insistente había disuadido a los escasos turistas, o había hecho adelantar el regreso a casa de quienes tomaban el transbordador por obligación. En el último instante, cuando el barco, por inercia, se iba a hacer a la mar vacío, llegó ella acompañada por el hombre que era su pareja, y que alguna vez, muy rara, la acompañaba, callado y malcarado en el trayecto de ida, o vociferante y farruco en el de regreso, si ella retrasaba la vuelta para esperarlo.

Que era un borracho, saltaba a la vista, pero todo el mundo la aparta y disimula cuando, por la calle, alguien grita más de lo debido, o recrimina a su pareja por algo que sólo a ellos atañe, o incluso se ensaña con ella, obligándola a encogerse sobre sí misma y callar la vergüenza. Más de una vez habían dado un espectáculo en plena cubierta, ante la mirada atónita de turistas y la mirada indiferente de quienes hacían habitualmente el mismo viaje pero nunca se habían creído en la obligación de intervenir. Avisaba entonces el empleado al patrón, que salía de la cabina superior rezongando y conminaba al voceras a que se anduviera con ojo y arreglase sus asuntos en otra parte.

Esa noche, sin embargo, la oscuridad de la bahía y la ausencia total de miradas, y por tanto de testigos, le animaron a dar rienda suelta a una furia que, mal que bien, por lo general acostumbraba a contener hasta el momento de llegar a casa. Comenzó por propinarle unos empellones en el hombro, impertinentes más que violentos, como si quisiera calentarla para que respondiera y así tener excusa para continuar. Ella, como siempre, aguantaba, callando lo que pensaba y murmurando palabras que quería tranquilizadoras pero le salían asustadas. Así durante un rato, hasta que el cansancio y la lluvia y la desgana le hicieron plantarle cara para sorpresa suya, y sobre todo de él. Lo atravesó con la mirada y le mentó a su madre en un alarido corto y seco que se tragó la marea de inmediato.

Antes de haber acabado siquiera deseó no haberlo hecho, pero no había ya tiempo de desdecirse. La cogió por la cara como si se la fuera a estrujar y le estrelló el cráneo contra el vidrio de la cabina con tal fuerza que una grieta lo surcó fulminante de arriba abajo. Se desplomó ella aturdida, pero antes de quedar tumbada sobre cubierta ya había recibido la primera patada, preludio a muchas más que la dejaron boqueando en busca de aire como un atún recién pescado.

La cogió luego por las solapas del abrigo para ponerla en pie, pero no la sostenían las piernas, y la zarandeó de aquí para allá en un baile desmañado hasta dejarla apoyada contra la barandilla, su cintura pegada a la de ella, las bocas muy cerca, separadas apenas por unos jadeos que se hacían visibles entre ambos en forma de nubecillas de aliento, una pose casi romántica de no haber sido porque tenía él la intención de lanzarla por la borda.

Y lo hubiera hecho, bien lo sé, si aquel golpe a traición no le hubiese dejado inconsciente, el cráneo con una larga herida por la que salía un reguerillo de sangre que la lluvia diluía enseguida.

La abrazó el empleado para que no perdiera el equilibrio, y fue ésa la única vez que la rodeó con sus brazos, y que ella, casi ausente, respondió con un gesto similar. Luego, tras separarse avergonzados, se quedaron mirando el cuerpo inerte, y hubieran seguido mirándolo hasta llegar a tierra, porque ya pasaban por delante de Pedreña, y no faltaba mucho para que atracaran. Pero movió una pierna primero, luego la otra y después la cabeza, obligándolos así a reaccionar.

Se llegó hasta la cabina del patrón, que escuchaba la radio y pilotaba casi sin mirar, y cogió una red cargada de plomos que nadie iba a echar de menos porque no era de nadie. Ayudadas sus manos por las de ella, fueron trabando el cuerpo en el entramado de malla y le envolvieron la cabeza con la relinga, deformándole el rostro hasta dejarlo irreconocible. Añadieron lastre al peso ya casi muerto con unas sólidas herramientas, y luego, sin mediar palabra, sabedores los dos de lo que debían hacer, levantaron el fardo y lo dejaron caer por la borda.

Ella, empujada por un pudor repentino, dio media vuelta y entró en la cabina de pasajeros para tomar asiento en el mismo sitio que, a partir de entonces, ocuparía dos veces al día. No la siguió él, sino que se quedó mirando la estela del barco, vigilando la superficie para comprobar que nada saliera a flote, hasta que la oscuridad hizo inútil la tarea.

Ahora, cada vez que pasan por delante de la punta de Pedreña, cruzan sus miradas, la única vez en todo el trayecto. Notan el cadáver del marido muerto que los observa impotente desde las profundidades de la ensenada. Y el agradecimiento de ella no es amor, pero a él le llena tanto como si lo fuera de veras, y no necesita más, porque es hombre solitario, aunque no tanto como para no desear el cariño ajeno.

Ojalá no lo supiera, pero lo sé. Los veo todos los días, a la ida una vez, otra a la vuelta. Los miro desde las cuencas vacías de aquellos ojos que los peces de la bahía se comieron hace ya tiempo.

 

© Eduardo Iriarte Goñi 2005

Este texto no puede reproducirse ni archivarse sin permiso del autor y/o The Barcelona Review. Rogamos lean las condiciones de uso.
Carné: Eduardo Iriarte Goñi. Editor y traductor de profesión, hasta la fecha ha publicado más de sesenta novelas y ensayos de autores como Gore Vidal, Tom Wolfe o Somerset Maugham, entre muchos otros, además ha tenido ediciones a su cargo de los poetas Louis MacNeice, Paul Muldoon y W. H. Auden. En 2002 publicó la novela Simulacros de vida (Laia Libros) y al año siguiente quedó entre los finalistas del Premio Nacional por su traducción de la antología poética Lo más importante es saber atravesar el fuego (La Poesía, señor hidalgo) de Charles Bukowski. Su última novela, Sombras lentas que caen, fue galardonada con el Premio Gabril Sijé y será publicada esta primavera por la editorial Nostrum.

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mayo - junio  n° 48

Narrativa

Fernando Ampuero: Voces
Patxi Irurzun:
El chubasquero del Coronel Tapiocca
Eduardo Iriarte Goñi:
La indiferencia de los peces
Rafael Sánchez Villegas:

El Dictador (historia muda en cuatro escenas)

Palabras del Oficio

Sergio Ramírez: Constancias de un vicioso

Entrevista

Edmundo Paz Soldán & Alberto Fuguet

Necrológica

Marcela Restom:
Entre humo y cenizas:Guillermo Cabrera Infante

Notas de actualidad

Orden de Don Quijote para Isaac Goldemberg

Reseñas

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Asclepios Miguel Espinosa
Historia de dos aventureros Umberto Jara

CINE/DVD
Metallica. Some kind of monster Joe Berlinger & Bruce Sinofsky

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