índex català mayo - junio n° 48 |
El Dictador (historia muda en cuatro escenas) Rafael Sánchez Villegas
El Dictador en las calles El Dictador ha decidido pasear por sus calles. Una impresión superficial: esas calles no le pertenecen. Camina acompañado por su mujer y algunos hombres. En cada esquina saluda para recibir estupefacción. Usa un traje, un gemelo que llevará puesto el día de su muerte, cuando, después de visitar a los muertos parisinos, decida descansar, río abajo, sobre el Sena (porque a esas alturas aún imaginará decidir). Señor Presidente, por aquí por favor. Intentamos alcanzar a El Dictador. Esfuerzo inútil, el documento fílmico ha decidido perdernos en el bosque, escenario distinto, quién sabe si anterior o posterior al primero. Chapultepec se llena de blanco y, a veces, de negro silencio (silicio). El Dictador y su compañía avanzan en línea recta o hacia algún rincón de la historia. Las calles manifiestan un ritmo ajeno. ¡Cuán valiente fue el viejo chapulín! La compañía asiente mientras se asombra con remodelaciones urbanas nunca ordenadas: los pobres adornan, con su intento de supervivencia, la sombra de los árboles. El Dictador regresa a la escena anterior. No puedo imaginar cómo habrán metido una escena de otro tiempo a medio camino de un momento distinto. No es mi problema, ya habrá especialistas buscando huellas de El Dictador y su camarógrafo más allá de la cinta negra, en los remansos de la imaginación nunca reconocida como tal. Ya llegamos Señor Presidente, aquí estamos al fin. El Dictador y compañía suben al carruaje, oscuro como la puerta que, al cerrarse en las narices de nuestra pantalla, impide que el camarógrafo se termine la cinta, el tiempo. De alguna manera, estoy seguro que el camarógrafo se imaginó lo que sucedió después, dentro de un carruaje que se alejaba rumbo al lugar común, donde El Dictador duerme, mientras las calles sueñan con la cotidianeidad de su descanso. Sí, seguramente el de la cámara lo imaginó, yo no lo haré. El Dictador en el Palacio Podría filmar una película con todas las puertas que El Dictador ha cerrado en mi cara. No sería difícil: tengo un amigo, gran actor de comedias, que es la viva imagen de El Dictador. En cuanto a la caracterización, no dudo que mi amigo, ganador indiscutible de aplausos semanales, sepa estudiar y, posteriormente, representar hasta el más insignificante movimiento del mostacho de El Dictador. Intimidades de un Dictador. No, no; sería mejor que llevara por título El Dictador en su recámara. Aunque también lo he visto en otras partes del Palacio. Nunca he entrado al Palacio pero, por alguna razón, creo conocer cada pasillo, cada recámara. Es cómo si yo hubiera vivido ahí por mucho tiempo. De cualquier manera, no se necesitarían muchos relojes para conocerlo: por el número de ventanas que tiene el Palacio, se nota que su exploración exhaustiva no sería cosa de varias reelecciones. El Dictador en el Palacio. Sí, ¿por qué no? Es sencillo, en pocas palabras la exacta descripción de lo que filmaría allá adentro. Primero mostraría a El Dictador en su recámara. Ahí es donde alimenta sus abusos. Conmigo nunca se ha pasado; no como rumoran. Yo soy los ojos del pueblo, y el pueblo está harto de El Dictador o, por lo menos, eso dicen los que saben. Yo no sé, mi cámara piensa, en muchas ocasiones, mejor que yo. El Dictador, en la primera escena, tendría que estar en su recámara, sentado junto a una ventana. Aunque, tal vez sería mejor abrir con El Dictador peinando su mostacho en el baño, frente a un espejo enorme. Luego se iría a la cama. Mi cámara peligra bajo la lluvia. Yo debiera estar en mi casa y no pensando en una película que jamás filmaré. Debiera llegar, cenar algo y destender las sábanas. Antes, tendría que lavarme los dientes. Tal vez me enfrente al espejo, ya es hora de que me atreva. Caminaría a mi cama y, sentado en una orilla, retrasaría el acto de desvestirme. Lo más seguro es me quede percibiendo la ventana, la única ventana de mi casa, de reojo. No me asomaré para burlarme de la lluvia, ya estoy empapado. El Dictador en el ferrocarril Yo sabía que en el año de 1888 las vías llegaron, desde la lejana y siempre entrañable Roma, a la casa de los "cuates de provincia"; ahora ya no estoy muy seguro de esto. Nos hemos de fijar, antes que nada, en el bigote negro de El Dictador. Su mujer, la mujer mexicana, no lo acompaña. Es un viaje de boleto singular. He ahí el problema: no quiero imaginar que 1888 comienza y termina en estaciones del tren. ¡Vaaamonos! El Dictador es hombre de pocas palabras. Ha de haber resultado difícil para el escultor de su efigie cinematográfica incluir textos entre escenas, de esos que gustaban hacer para no insultar a los sordos, y no para dar tiempo de volar a una palomita. La garganta se reseca, dilatada se resigna: el maíz ha crecido y, en efecto, hay espacio para dos; de alguna manera, el espacio, el espacio espacio, fue hecho para dos. ¿Su boleto, señor? Cuando no se alcanza para más que un boleto, quiere decir que ya no se piensa volver o que, por algún artificio incomprensible, se está dispuesto a regresar a pesar de no haber decidido la partida. El Dictador ni siquiera trae maleta, su bigote lo delata, pues comienza a convertirse en canas. El tren se oscurece, las ventanas, como espejos malignos, ya no dan cabida a reflejos malhechos o realidades tergiversadas por la transparencia. El Dictador está solo, como un ruido, como un tren lejano. Si viene o si no viene, ¿quién sabe? Díez horas después. Hay ciertas cosas que no he dicho sobre El Dictador. No se trata de un olvido, de esos que dan risa cuando uno se acuerda de haberlos olvidado. Todo lo que he ocultado acerca de El Dictador no es cuestión de ganas o de ánimos flacos. El Dictador aún tiene poder: me ha ordenado dispararle antes de que, por un descuido de la tecnología de los medios inconformes con sus trazos naturales, él comience a hablar. El Dictador siempre fue hombre de pocas palabras o, al menos, así me lo confesó un día, ante de irse a París en ferrocarril, antes de que dejara el Palacio. El Dictador en París El Dictador se ha ido a París. Sabe caminar las calles, pero las calles no saben alabar sus pies. Su mostacho blanco y su esposa, su esposa aún más blanca. Los días se acercan, por primera vez está dispuesto a escucharlos. Tantos días con los científicos, tanta ciencia lo había entretenido. Ahora, cercano al panteón de Notre Dame, se da cuenta de que nunca aprendió a hablar francés. Mesieeg, pog agquí pog favog. Ya olvidó los días en que hablar español, hablarlo como él lo hacía, se traducía en la razón completa de muchos. Intenta encontrar la voz extraña. ¡Esos franchutes, qué gracioso hablan español! Siente una mano, la de él quizá, la de la dependencia de sí mismo. Aquellos días en que no necesitaba ni de su propia voz para ser escuchado ya son corridos bien bailados. Mira qué hermoso, la torre. Se imagina por un momento trepado en la punta de la torre metálica, bailando como el indio cansado, pero conciente de su vuelo. Él está cansado. Viajaría por el Sena, sin guías, sin burlas, sólo para sentirse solo. Desde abajo rayaría los puentes, los completaría con su mano temblorosa que, entonces, sabría hacer de la ciudad una impresión azulada, mientras él, en blanco y negro, usaría sus brazos como almohada. En verdad es muy bella, una maravilla del progreso, sin duda. Intuye que su viaje ha terminado. Si quisiera continuar tendría que hacerlo acompañado; la frustración es mejor compañía. No interrumpe su impresionismo imaginado, no es justo dejar tanto color para no perder el camino de regreso al carro. Los caballos estarán ahí, sus pasos serán llevados hasta su presente. El color rodeándolo y él, con frac negro y mostacho blanco, se encuentra libre del color que lo acechaba. Fin.
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© Rafael Sánchez
Villegas 2005 Este texto obtuvo una mención honorífica en el 2º Concurso Nacional de Cuento Histórico. Este texto no puede reproducirse ni archivarse sin permiso del autor y/o The Barcelona Review. Rogamos lean las condiciones de uso. |
CARNÉ: Rafael Sánchez Villegas (Tepic, México; 1981). Licenciado en Historia por la Universidad de Guadalajara. Ha publicado ensayos, artículos, reseñas, cuentos y poemas en revistas, periódicos y libros colectivos de Tepic, Guadalajara, San Luis Potosí, Morelia, Distrito Federal (México), La Habana (Cuba) y Madrid (España). Es autor del libro de poemas Galería Prosaica presenta (Universidad Autónoma de Nayarit / Fundación Cultural Julián Gascón Mercado, 2004). www.sanchezvillegas.tk |
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