El retrato
José Luis Torres Vitolas
Me miras sobre la repisa, en marco plateado, con la corbata al
cuello y esa sonrisa que reconoces, perdida hace tiempo. Me miras y te callas una vez
más. Te reprimes. Sabes que podrías decir algo que la hiriese, pero no lo haces. Sólo
cruzas los brazos en silencio, buscando mi aprobación, pero yo sólo río. Ella llora.
Grita. Te acusa. Su brazo estirado con el dedo en el aire es un rifle a punto de
fusilarte. Los insultos, las imprecaciones, los lamentos rebotan en las paredes de la
sala, en los muebles, en la puerta, en mí, en ti y ella se siente sola y esta nueva
sensación, aunque dudes en admitirlo, te agrada. Te acaricia como una cosquilla ligera
que estira tus labios hacia una sonrisa que apenas termina de definirse, pero que está
lejos de ser como la mía.
Ella llora más.
Te maldice. "Vete a la mierda", explota.
"¡Lárgate! Anda, ¡márchate con tu china! ¡Acuéstate con ella! ¡Puerco! ¡Eso
eres! ¡Un puerco! ¡Te gusta el lodo, la basura! A eso seguro sabe, ¿no? ¡A eso! No, no
muevas la cabeza
No lo niegues. Es asqueroso. ¡Animal! ¡Animal! Una negra, una
chola, una india y ahora esto
¡Una china en celo! ¡Dios! ¡La peor raza de todas!
¡Una china!"
Sus ojos te miran tristes, el rimel y el delineador
negros de antes, que siempre le han dado esa apariencia aristocrática, ahora, húmedos,
se disuelven. Se expanden formando en su rostro dos hoyos oscuros desde donde caen sus
lágrimas negras que dividen su cara, partiéndola en pedazos distintos, en realidades
diferentes, una ajena a la otra, como fragmentadas por un espejo roto, en donde la más
triste, pero a su vez la más procaz, la más hiriente, es aquel fragmento que contiene a
la boca que palpita desesperada.
"Mamá", dices y avanzas hacia ella que
enmudece con los labios apretados y todo el cuerpo expectante, al acecho. Sus manos se
crispan, aprietan una ira que parece superior a ambos. "Mamá", repites, esta
vez a su lado y una bofetada suya te tumba. La mejilla roja, la ira en su rostro, tu
corazón ardiendo como cuando tenías once y yo, desde la repisa, río.
"Eres un maricón", te dijo entonces cuando
te golpeó igual y empezaste a llorar al bajar del auto. "Los hombres no lloran,
maricón", gritó furiosa delante de tus compañeros de escuela y tú levantaste la
mochila del suelo. Tus cuadernos esparcidos, los lápices y libros, un charco de cosas en
la acera, justo unos pasos antes de entrar en el colegio. Lo chicos alrededor, riéndose,
señalándote y de nuevo ella, siempre ella, ella, atrás, desde el auto, con la voz
gruesa, como un trueno: "¡Maricón! ¡Maricón! ¡Así nunca serás un De
Landa!"
Y otra vez ella, ahora, de pie, grande, la voz ronca,
te mira furiosa y tú sigues de rodillas, como perro con el hocico husmeando sobre la
alfombra. El lado izquierdo de tu cara está encendida, avergonzada. Sientes la sangre
entre los dientes y que el labio inferior se te adormece. Ya no ríes como yo, como
antes
Inés, piensas
Inés, Inés, Inés
La
imaginas en la esquina, a dos cuadras, parada bajo el viento de la tarde. "Ya
vuelvo", le diste un beso y te abrazó tan alegre, que temiste perderla en ese
momento. "Te amo", te dijo y volviste a besarla. Luego, balbuceaste algo,
sorprendiéndote a ti mismo y ella te miró con los labios abiertos por un eterno segundo.
Su boca se alargaba y se encogía, dudando entre risa o llanto y entonces, de repente,
empezó a sonreír, entornando sus ojos alargados, parpadeando, conteniendo unas lágrimas
dijo esa palabra que ya para ese instante temías, no por ella, no por mí, ni por ti ni
por lo que sentías, sino por tu madre. Y mortalmente Inés dijo "sí".
"Sí, sí, sí", repitió atorándose conmovida mientras te acariciaba los
cabellos. Y tú, te asustaste aún más. "Ya vuelvo", le dijiste mecánicamente,
y la dejaste por algo que habías olvidado. Caminaste hacia la casa tratando de cobrar
valor, tratando de recordarte a ti mismo, que trabajas, que mantienes la casa. Que eres el
jefe de quince operarios, que te respetan y hasta te temen apenas tu voz revienta en la
planta. Que tu madre está enferma y debería más bien agradecerte que te hayas quedado
en casa, no como tus hermanos que se fueron, que se marcharon para dejarla sola apenas
tuvieron la puerta semiabierta. Y poco a poco, cerca, cada vez más cerca, tu andar
cabizbajo se fue haciendo más firme, más pausado, como si hubieses cobrado valor así de
pronto con el frío que empezaba a llegar junto con la noche.
Pero fue inútil. Ahora lo sabes.
"¡Maricón!", vuelve a gritarte. "¡Nunca puedes buscarte una mujer de
verdad, acaso? ¿Qué vas a poder? ¡Maricón! ¿Qué diría tu padre? ¡Me das asco!
¡Apestas a esa china! ¡Y tú, como un imbécil allí, babeando! ¡Se menea, seguro, y
aúlla como perra en celo y no te das cuenta de que te quiere atrapar! ¡Abre las piernas
porque quiere un hijo! ¿No recuerdas a la otra? ¿No recuerdas a la chola con la que te
casaste? ¿A la Iris, esa? Felizmente la niña salió a ti, gringuita. Porque un De Landa
cholo
o chino
¡Dios me guarde!"
Y entonces tú empiezas a llorar, así, a cuatro
patas, boca abajo, apretando los dientes, la cara roja, con la alfombra persa bajo tus
manos como el único cielo posible de un perro. De repente tu madre se te acerca. Te
palmea la espalda. La sientes grande, siempre más alta que tú, con su cuerpo enfermo,
pero nunca débil, a tu costado.
"Esa china es una mierda, hijo, créeme." Ya
no grita. Su voz ronca se suaviza. "Si te lo digo es porque me preocupo. Si no soy
yo, ¿quién te va a cuidar
?"
Se arrodilla a tu costado y te abraza. Y tú lloras
sin moverte. "Ya, ya, mi niño, ya pasó
" susurra acariciando tus cabellos
y empieza a entonar una canción de cuna.
Tú sigues llorando, pensando en Inés y sobre todo en
aquél "ya vuelvo", que se estanca entre tus dientes.
Y yo, sobre la repisa, encerrado en mi marco de plata,
los veo a los dos, me miro allí, bajo los brazos de ella, y sin saber por qué, sigo
riendo a mamá que saluda alegre detrás de aquel hombre que va a tomarme la foto.
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