Una herida esquemática
Ana Blandiana
Traducido del rumano por Joaquín Garrigós
“Realmente, en cuanto oí el violento traqueteo de la lancha supe que iba a morir”, reconoció para sus adentros el delfín, un tanto intimidado ante el poder de la inmanencia. Sólo de él había dependido el alejarse, ni siquiera le habría hecho falta correr a gran velocidad. Que no lo hiciera era demostración de que todo tenía que ocurrir tal y como ocurrió. Además, eso hasta tenía un cierto encanto. Si se hubiese atrevido a confesarlo todo, habría reconocido que tenía una sensación en cierto modo placentera, como si se sintiera halagado por la importancia que, de pronto, se le daba, por convertirse aunque sólo fuera unos instantes en el centro de la atención.
Ahora se dejaba llevar por esas olas que estaba acostumbrado a hender sin tener nunca tiempo de contemplarlas y descubría lo placentero que era estar muerto y a merced de unos elementos tan inesperadamente apacibles. Cuando fue arrojado a la orilla (o, más exactamente, cuando, tras depositarlo delicadamente en la arena y asegurarse de que podía abandonarlo con toda tranquilidad, el mar se retiró mansamente dejando su macizo y largo cuerpo cubierto de gotas, aureolado de un brillo metálico) tuvo un momento de terror; como si hubiese querido volver a toda prisa y, al constatar que no podía hacerlo, comprendiera que ya no tenía nada que temer. Se quedó así, inmóvil, por primera vez en su vida y, aunque la expresión le pareciera totalmente impropia, no renunció al superlativo aplicado a una realidad a la que ya no tenía derecho. Por primera vez inmóvil representaba una revelación tal que el descubrimiento de la inmovilidad se englobaba, paradójicamente, en la vida. Era tan intensa que no podía considerarse independiente de la vida. Luego, a excepción de la inmovilidad, ya no ocurría nada, y esa nada era uno de los estados más plácidos que había conocido nunca.
-Parece un molde- oyó de pronto una voz sorprendentemente cercana.
-En cualquier caso, un cuerpo geométrico perfectamente ideado. Lo tiene todo para correr por el agua a gran velocidad. La cabeza, como la de un submarino; el cuerpo, un fuselaje aerodinámico; la cola, timón y hélice al mismo tiempo. No le falta nada ni le sobra nada; entre todas las suposiciones, la más difícil de admitir es que estemos ante un animal, una criatura- completó alguien hablando despaciosamente y que tuvo la virtud de poner nervioso al delfín.
-Sobre todo el ojo, totalmente antinatural- agregó la primera voz en un tono tan serio que al delfín se la pasó el enfado. Le habría gustado cerrar el párpado dos o tres veces en plan demostrativo pero el hecho de que ya no estuviera en situación de demostrar nada no lo entristecía sino que lo divertía sobremanera.
-Y esa piel parece plástico- precisó alguien pedante y bien educado.
-¿Cómo que parece? ¡Es plástico, polietileno, poliuretano, policroruro de vinilo! ¡Mira aquí, se ve la fibra del tejido industrial, la marca de fábrica!
Naturalmente, al delfín le habría gustado ver también el sitio donde su piel demostraba ser un producto industrial pero ya no necesitó acordarse de que no podía moverse. Estaba empezando a descubrir los límites y las ventajas de su nueva situación.
-Y ese supuesto ojo, trazado tan geométricamente- continuó doctamente la misma voz burlona, que se sabía escuchada, -¿quién podría afirmar que puede ver? Esa imitación de vida está hecha de forma tan burda, tan falta del pálpito de la autenticidad que ni el niño más ingenuo lo tomaría por un ojo de verdad. Lo han hecho todo de cualquier manera, para salir del paso, poco resistente y con los materiales más baratos.
Extrañamente, la palabra barato ofendió al delfín menos que la palabra materiales.
-Se han acostumbrado a no esforzarse mucho, a hacer las cosas con el menor gasto posible, los idiotas de los consumidores se lo tragan todo, se contentan con lo que sea- decía totalmente irritado el que peroraba. -Esos pobres niños tienen que tomar por un delfín esta masa de plástico producida en serie. Y, por supuesto, los padres a pagar.
-Aquí nadie está pidiendo a nadie que pague- observó con rigor la voz pedante del principio. -Y, sin embargo, creo que tiene usted razón. Es un diseño perfecto y parece un auténtico animal. Sobre todo, la cola se ajusta perfectamente a las leyes de la náutica y la dinámica y la silueta también. Las cosas en la vida real nunca son tan perfectas.
“A decir verdad, tendría que sentirme halagado. A su modo, sin darse cuenta, me están haciendo unos elogios disparatados”, ironizaba el delfín, un poco harto ya de la situación y falto también de ese bienestar que había creído descubrir.
-¿Qué perfectas ni qué ocho cuartos?- vociferó el cardo borriquero. -Han fabricado un modelo para idiotas del que han sacado cincuenta ejemplares y los han colocado por toda la playa en posiciones “naturales”. Esos delfines perfectos de ustedes forman parte del inventario de la playa, como los columpios o los aparatos de gimnasia.
“Y yo que me creía único”, pensaba el delfín sin mucha alegría. Para ser sincero, estaba empezando a cansarse de toda esa algarabía humana que había surgido en torno suyo y se preguntaba si por ventura toda esa palabrearía tonta y absurda era lo que se llamaba muerte.
-Pero, papá, sí que es un delfín de verdad. Míralo, está herido.
“La herida como prueba de autenticidad; no está mal”, pensó el delfín. Y recordó, como una plácida sensación, el acerbo dolor que durante unos segundos antes de morir le produjera la herida. Había sido como la revelación brutal de un universo de intenso resplandor del que no sabía nada y que había dejado de existir antes de que él pudiera descubrirlo. La blanco inmovilidad que tomó su lugar después fue demasiado acaparadora y acariciadora como para dejar sitio al pesar y a la nostalgia. Sólo ahora, al oír las voces de los que tenían sobre él la inmensa ventaja de poderlo contemplar (ante esa ávida contemplación, que a uno lo devoren los peces viene a ser un inesperado privilegio), el delfín recordó con pena la brevedad de su intenso y vivo dolor, como si hubiese sido una ocasión por la que hubiese pasado tontamente, sin haberle sacado provecho.
-Creo que alguien lo ha golpeado, papá- se oyó la voz del niño, era una voz que denotaba preocupación, como si temiera agravar la herida o aumentar el dolor. -O quizá se golpeó él solo- añadió en tono más triste, como conclusión consigo mismo.
-Una herida totalmente esquemática, hecha a base de pintura corriente, pero muy viva, para que se vea- contestó contrariada, un poco histérica la voz siempre más irritada del que sostenía el origen industrial del delfín, prueba inequívoca de que era el padre del niño. Y añadió entre dientes: -Han llegado a imitar hasta las heridas.
-Pero, papá, es una herida de verdad, fíjate, hasta le salió sangre, es un delfín de verdad- gritó el chico desesperadamente ante la falta de fe en la evidencia, a punto de echarse a llorar. Y en ese justo instante estalló en una explosión de júbilo, chillando a grito pelado: -¡Se mueve, mira, papá, es verdad, está vivo, se mueve, se mueve!
El delfín esperó por un momento el argumento en contra del padre y, sólo tras convencerse de que no vendría, reconoció también que la inmovilidad se había terminado. Había sido arrastrado al agua. Se alejaba lentamente trasportado por el vaivén de las olas que a cada movimiento lo adentraban más y más. Pero él sabía que nada había cambiado. No era él el que se movía. Por eso mismo, las voces que todavía podía oír con claridad sólo parecían un contrapunto burlón.
-¡Os lo dije, os lo dije y no me creísteis!- decía el niño en son de triunfo. -¡Mirad cómo rompe la ola con las aletas, mirad, mirad!
Pero en realidad era la ola la que golpeaba las aletas y las obligaba a moverse rítmicamente. El delfín se dejaba llevar sobre la temblorosa superficie del mar, sometiéndose a un ritmo tan igual a sí mismo que parecía otra hipóstasis de la inmovilidad. “Así también se está bien”, pensó feliz mientras esperaba la putrefacción. Pero oyó la voz débil, siempre iracunda, del padre indignado.
-Es una perversión total; ya no estamos en condiciones de distinguir un ser vivo de una desastrosa copia de plástico. Nos han hecho desconfiar tanto que hemos llegado a poner en tela de juicio a la misma naturaleza. Ya no podemos reconocer ni la vida de tanto como nos tienen acostumbrados a sucedáneos e imitaciones.
“Igual de apasionado y siempre errado”, pensó el delfín con un cierto desprecio que olvidó de inmediato. Como si la muerte sólo hubiese sido la ocasión de renunciar a determinados sentidos para agudizar otros, sentía la caricia del agua por su cuerpo, la fuerte presión, casi sensual del oleaje que nunca había tenido tiempo de observar y, especialmente, la inacabable profundidad del balanceo, que el sol reflejaba hasta lo más hondo y se hacía más grande ya en la superficie.
La perfección casi insoportable del universo que había atravesado con la arrogancia inconsciente de la vida, sintiéndose parte de ella, se le revelaba infinitamente dulce y cruel ahora, en el instante en que, finalmente, ya no le pertenecía a él. O quizás no se trataba de eso sino sólo del gradual y paulatino descubrimiento de la placidez de ya no ser...
-¡Yo he tenido razón, está vivo, míralo cómo se desliza entre las olas, está vivo!- aún le llegó, irónico, el eco, el grito apagado del niño.
-Sí. Hay que reconocer que me he engañado- explicó, muy lejos, una voz pedante que por la forma de hablar, redondeando las palabras, daba la impresión de estar encantadísimo de haberse engañado. -La perfección...
Pero, felizmente, el delfín ya no oía. Se había alejado mucho de la orilla o, sencillamente, es que ya había muerto del todo.
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