El niño Jesús
Dimitri Dimitri
– ¿Me puedes explicar qué es lo que estaba pasando ahí dentro? –dice una cabeza enorme con bigote.
– ¿No tienes nada que decir? –repite esa olla a presión de quinientos litros con un bigote negro y unas cejas negras como dos gusanos negros sobre sus ojos negros inyectados en sangre.
– ¿Qué hemos hecho mal? –dice una mujer sentada al lado del cabezón, avergonzada.
– Habrá que analizarlo detenidamente. ¿Has oído? ¡Ha-brá-que-a-na-li-zar-lo-de-te-ni-da-men-te! –grita la cabeza estratosférica a dos dedos de distancia del rostro del niño Jesús–. ¿Es que no te avergüenzas ni siquiera por lo que les estás haciendo pasar a tus padres? ¿Es que no tienes el más mínimo sentido de la dignidad? –el aire al salir de sus fosas nasales levanta varios pelos del bigote, como cuando hace viento en un campo de fútbol –. Ya lo ve, señora, parece que la cosa es más seria de lo que creíamos.
Pero antes de analizar esta situación retrocedamos un poco más atrás en el tiempo. Este momento en la historia, este hecho en concreto, hizo cambiar al niño Jesús. Le hizo centrarse, como le pedía el Jefe de Estudios de su instituto, y el Hombre con la Cabeza más Grande del Mundo: estudiar y ser un chaval del que sus padres pudieran sentirse orgullosos. Pero para ello tuvo que coger carrerilla.
El instituto era un instituto de monjas. Un dato que será importante más adelante.
Todo esto sucedió antes del embarazo de Claudia y del regalo del joven Jesús. Dos años antes.
El niño Jesús era lo que habitualmente se denomina un niño popular. Se podría decir que era un niño popular de los que pasan desapercibidos, es decir, de la pandilla de los que molan pero siempre en papeles de secundario. De los que mueren en la primera refriega para dar verosimilitud a la batalla. De los buenos, pero no de los listos. Ni interesantes.
Al niño Jesús sus padres le regalaron un ordenador por su cumpleaños. Un ordenador Amstrad con sesenta y cuatro kilobytes de memoria. Con casete incorporado. La relación con sus padres era una relación normal en esa edad, la típica relación del palo y la zanahoria, donde si te regalaban una bicicleta aprobabas el primer curso, y por un ordenador te esforzabas en segundo de bachillerato. Si no lo hacías, te encontrabas con la bicicleta sin ruedas, o el ordenador desconectado. El niño Jesús era muy habilidoso corriendo tras las zanahorias.
Tenía un par de amigos que no eran populares. Pero al contrario que él, sí que eran protagonistas en la pandilla de los apestados. Digamos que eran los reyes de los apestados. Los tuertos en el reino de los ciegos. Eran los Hermanos Sacamantecas. Los llamaban así porque eran hermanos gemelos, eran gordos y siempre se estaban sacando los mocos en clase y se los pegaban el uno al otro. Se los pegaban en el pelo, en la oreja, en todos los sitios. Se los comían. Los Sacamantecas era el nombre de una pareja de luchadores de lucha libre americana que salían por la tele y que resultaban muy divertidos. Ellos también tenían un Amstrad. Los Sacamantecas del instituto, no los luchadores.
También en la pandilla de Jesús, la pandilla que molaba, muchos tenían ordenador, pero se trataba del flamante Spectrum de ciento veintiocho kilobytes. Con disquetera, nada de la antigualla del casete. Así se podían intercambiar los juegos unos a los otros. El niño Jesús se reunía a escondidas con los Sacamantecas, en la Casamanteca, como llamaban los de la pandilla que molaba a la casa de los gemelos, y se grababan sus videojuegos en cintas de noventa minutos gracias al casete con doble pletina de Papamanteca. Mientras, Mamamanteca les preparaba galletas. No hace falta decir de qué eran las galletas. Allí se grabaron videojuegos con los que pasaron gran parte de su tiempo, y organizaban sus torneos y sus tardes. Con el Fernando Martín Basket, un juego de baloncesto en el que se jugaba uno contra uno y era insólitamente divertido. El Panthis, en el que una mujer con unos atributos impresionantes iba matando todo tipo de bichos hasta llegar a no se sabe dónde. En el After the War, un hombre muy fuerte iba matando gente en un entorno post-apocalíptico hasta llegar a tampoco se sabe dónde. En el Gryzzor, el favorito del niño Jesús, dos soldados futuristas iban saltando plataformas y matando a otros soldados para llegar a no se sabe dónde. El Strider lo protagonizaba un tipo rubio con cuchillas en los pies que mataba malos hasta llegar a nadie sabe dónde. Los juegos tenían una temática bastante variada.
Los Sacamantecas eran: uno gordo y el otro, el Más Gordo.
En este entorno de pandillas, pelotas de fútbol y llegar a no se sabe dónde, se desenvolvía el feliz niño Jesús. En una época en que los años se contaban de septiembre a junio y eran largos. Larguísimos, casi una eternidad.
Los Sacamantecas vestían siempre con la misma ropa y se la intercambiaban de uno a otro, de modo que si no los conocías bien, era normal confundirlos. Siempre vestían con pantalones cortos, hasta en invierno, y camisetas negras. Y botas ortopédicas. Pantalones cortos de todos los colores, y camisetas negras con calaveras. Y llamas. Tenían todos los modelos posibles de camisetas horribles. Con sacrificios, motoristas, empalamientos y torturas. Con guerreros musculosos empuñando espadas. Con seres venidos del averno señalándote. Camisetas negras con imágenes diabólicas en las que había siempre unas letras en inglés escritas en la parte superior. Letras de colores y en una tipografía espantosa. En muchas era imposible saber qué había escrito porque las letras se subían unas encima de otras y hacían juegos de simetría rebuscados o se camuflaban dentro del ojo de un esqueleto o estaban cubiertas de sangre. Los Sacamantecas soportaban todo tipo de burlas por su forma de vestir, no ya por lo demoníaco de las camisetas, que también, sino por el hecho de ser gordos y apestados y no hacer nada por disimularlo con esos pantalones cortos todo el año, esas calaveras y esos bocatas quilométricos de embutido que les preparaba Mamamanteca. Pero eran los únicos que tenían un Amstrad.
El niño Jesús engañaba a su pandilla diciéndoles que tenía que estudiar y se presentaba en la Casamanteca a jugar torneos y a comer galletas. Un día, después de tres horas seguidas de matar a gente y llegar a no se sabe dónde, les preguntó que por qué esas camisetas. Y lo de los pantalones cortos. Que por qué no hacían nada para integrarse en el sistema. Que si lo hacían él mismo podía interceder por ellos para entrar en la pandilla que molaba y así relacionarse con chicas y ser normales. Pero que ellos tenían que dar ese primer paso. Que mientras tanto tenían que seguir siendo amigos de este modo, sin saludarse apenas en el instituto, porque él no quería perder su posición y además ya empezaba a estar enamorado de Claudia. Y ella de ninguna manera se relacionaría con nadie que se relacionase a su vez con ellos. La confianza da asco.
En ese momento los Sacamantecas se quedaron mirándose el uno al otro durante unos segundos. Unos segundos largos. E importantes. Unos segundos importantes para el devenir de toda esta historia. Y uno de ellos se levantó y sin decir nada se acercó al casete de doble pletina de Papamanteca y puso una cinta de noventa minutos TDK en la que había escrito algo en bolígrafo y había pegada una pequeña foto. Durante esos segundos importantes para entender todo esto, lo único que se escuchaba era el ruido de las botas ortopédicas de uno de los Sacamantecas. Y le dio al play y puso el volumen a tope. Cerró la puerta.
Aquella cinta empezaba con un discurso del primer ministro inglés Winston Churchill a sus tropas durante la Segunda Guerra Mundial. Un discurso a sus aviadores. Un discurso a los ases del aire. A aquellos héroes que se jugaron la vida para salvarnos a todos. A los Sacamantecas y al niño Jesús. Y después empezaba la música, el concierto en directo. Y los Sacamantecas movían sus cabezas y cantaban en un idioma que bien podía ser inglés o ruso por aquel entonces. El niño Jesús gritó y dijo que rebobinasen aquello. Y lo escucharon otra vez. Y otra. Y esos tres primeros minutos, en los que el primer ministro Churchill arengaba enfervorizado a sus pilotos fascinaron al niño Jesús. La música vino después, y era genial. Pero el discurso era otra cosa, otro nivel. Un discurso donde decía que lucharían en cualquier parte, sin mirar atrás. Que lucharían en el aire. Que lucharían en todas las costas, con fuerza y con honor. Que defenderían su isla. Que lucharían en las colinas. En las montañas. Y que nunca se rendirían. Y ese momento de transición, ese final del discurso y ese primer acorde, quedó grabado a fuego en los ojos del niño Jesús.
And we will never surrender.
Poco a poco los Sacamantecas le fueron introduciendo en el submundo de cintas grabadas y portadas recortadas del catálogo de Discoplay o de la Kerrang ! y pegadas sobre las carátulas de las cintas. De revistas donde esos tipos peludos y encuerados posaban haciendo gestos obscenos. Y a partir del discurso del primer ministro Churchill y aquel concierto en vivo después de la muerte, Jesús fue penetrando en un sendero sin vuelta atrás. En lo que quizá fue el gran error de su vida. En el momento en que echó abajo todas sus esperanzas de ser una persona normal. Y centrada.
Empezó a gastarse todo el dinero de su paga en cintas vírgenes de casete. Se las compraba de noventa minutos aunque corría el rumor de que eran malas para los cabezales del casete debido al excesivo peso que tenían que arrastrar. Pero así le cabía un álbum por cada cara de la cinta. Y fue acumulando más y más grabaciones, todas copiadas de los Sacamantecas, que se las copiaban de un primo suyo que nadie sabia de quién se las copiaba. El casete de doble pletina de Papamanteca echaba humo entre videojuegos y elepés.
Solían juntarse en el tejado de la Casamanteca y subían el radiocasete a pilas. Y unas cuantas cintas. Enroscaban el volumen al máximo y se acostaban en el suelo. Y al ritmo de aquellos acordes salvajes jugaban a ver formas dibujadas en las nubes. A ver calaveras y sierras eléctricas. A ver caras diabólicas y magos. Y dragones. También veían un montón de mujeres desnudas. Los tres solían coincidir bastante en las visiones, aunque el Sacamantecas Más Gordo siempre veía algo más. Siempre encontraba más calaveras y más carros de combate. Siempre decía que allí había un hacha sangrienta de más.
Desentrañando aquellos rabiosos diálogos eléctricos entre los dos altavoces del radiocasete a pilas, en una lengua que tan sólo ellos eran capaces de comprender, los tres se sentían libres como águilas, capaces de volar hasta tocar el sol.
Y le daban la vuelta a la cinta.
El niño Jesús era habilidoso para encontrar aviones en las nubes. Aeroplanos de guerra pilotados por aquellos héroes a los que no les importaba dirigir sus Spitfire directos al corazón de la Luftwaffe. Jugarse la vida por los cielos a velocidades de vértigo y luchando contra las fuerzas aéreas del Eje. Para salvarlos a todos, incluidos los que estaban en la azotea con el radiocasete. Seres que a él le parecían casi mitológicos, sobrehumanos. Y mientras los contemplaba volar, prestaba atención a cómo el primer ministro Churchill los arengaba para el más grande de todos los posibles destinos de un ser humano.
A veces subía al tejado el Abuelomanteca y les contaba historias de la guerra. Les decía que ellos sí que vivían a gusto, con esas camisetas de calaveras y esa música a tope. Y les contaba que en su época no había nada de esto, ni música ni calaveras, y que habían sufrido mucho y les había tocado pasar hambre y comer ratas y beber agua contaminada. Y ellos se reían imaginando a todo el mundo comiendo ratas, y bocadillos de rata, y canapés de rata y refrescos de zumo de rata. Y le hacían repetir al Abuelomanteca esas historias de la guerra. Una guerra que para ellos era la misma de la que hablaba Churchill. La Guerra. Aunque el niño Jesús no concebía a uno de sus ases del aire comiendo una empanadilla de rata. No hubiese sido digno de un héroe.
Los Sacamantecas, el niño Jesús y el Abuelomanteca jugaban también a otro juego muy divertido. Cargaban al tejado la escopeta de perdigones del Abuelomanteca –a escondidas de Mamamanteca– y esperaban a que pasase alguien cerca de la esquina sobre la que ellos tenían mayor visibilidad. Y entonces el Abuelomanteca disparaba a la señal de stop que había allí plantada y la gente salía corriendo o se agachaba. Algunos levantaban las manos como si les estuviese deteniendo la policía. Otros corrían de un lado a otro como animales desorientados. A los niños les gustaba especialmente cuando pasaba alguien haciendo footing y la señal de stop rebotaba y resonaba y el corredor si estaba lo suficientemente agotado podía incluso caer al suelo del susto. El Abuelomanteca disparaba con gran precisión a pesar de su pulso tembloroso y su deficiente vista. Había sido un excelente francotirador durante La Guerra, decía con orgullo. Siempre tenían el volumen de la música muy alto en el tejado de modo que nadie distinguía de donde provenía el disparo, o al menos eso creían.
Y cada día más, el Sacamantecas Más Gordo seguía viendo cosas que ni su hermano ni el niño Jesús eran capaces de ver. Y le llamaban mentiroso. No se creían que viese aquellos castillos ni aquellos arroyos. Ni tampoco los ejércitos de vikingos y sus banderas. Veía fantasmas. Sobre todo en los cúmulos veraniegos veía cosas increíbles. El Sacamantecas Más Gordo intentaba explicar en qué parte del firmamento lo encontraba pero era evidente que mentía como un bellaco. Que mentía para ser el que más figuras veía. Que fingía. Pasó a encontrarlas en todos los sitios, no sólo en las nubes. Y no acertaban a saber por qué se inventaba todo aquello. Se le aparecían siluetas por la calle y sombras por los tejados. Y les intrigaba el motivo que tendría el Más Gordo de los Sacamantecas para engañarles y querer ser diferente.
Al niño Jesús ya no le importaba que le viesen con los Sacamantecas.
Cuando la vida parecía una continuidad de bocadillos, videojuegos, guitarras, nubes y más bocadillos que no terminaría nunca, se dio la condición de salida del bucle. De ese bucle de felicidad. Alguien de su pandilla oficial, la pandilla que molaba, le dijo al niño Jesús que su prima le había dicho que Claudia le dijese que era posible que estuviera ella por él. Que Claudia no quería que él se enterase, pero estas cosas funcionaban así. Ellas dejaban circular el torcido rumor de forma inteligente y ellos tenían que actuar en consecuencia. De lo más maquiavélico.
A través de todos los intermediarios de la prerrelación el niño Jesús pudo saber que Claudia no aceptaría de ningún modo que él se transformase en el tercer Sacamantecas. Una niña tan mona jamás se acercaría a esos tipos gordos de las calaveras. Tuvo que elegir entre una niña con la que se había cruzado un total de diez frases en dos años de instituto, y los dos mejores amigos de su vida hasta la fecha.
Y como es natural no volvió a dirigir la palabra a los Sacamantecas.
Se citaron y se dieron un beso de tornillo. Y no hablaron mucho. Ella le dejó tocar una teta por encima de la blusa. Y se despidieron. Y ya no hubo más citas. Por esos motivos extraños que rigen la vida adolescente se evitaron durante el tiempo suficiente para que se enfriase la relación. Durante el resto del curso. Y no se volvieron a relacionar hasta dos años después. Con aquello de la nota y del embarazo.
El niño Jesús tenía ahora un beso de tornillo para contar. Y había tocado una teta a través de una blusa. Pero no tenía ni novia ni amigos ni tejado donde poder ir a descifrar nubes. Tampoco se atrevía a acercarse a los Sacamantecas porque estaba avergonzado de cómo se había comportado. Su primera relación sentimental había sido fugaz.
Las visiones del Más Gordo de los Sacamantecas iban cada vez a más. Cada vez se le veía más a menudo señalando sombras y siluetas por todas partes, con su hermano diciéndole que no fuera tan mentiroso. Todo el instituto le llamaba pirado. Porque veía fantasmas. Sobre todo en los días muy soleados.
Ese mismo verano al Más Gordo de los Sacamantecas se le desprendieron las dos jodidas retinas de sus ojos. Y ya no vio ningún fantasma más. Nunca vio nada más porque se quedó ciego.
Según el doctor Dédalo mirar al Sol cara a cara fue una insensatez. Lo correcto era inclinarse ante él mostrándole sumisión y el error ingenuo de tratarle con la desfachatez propia de niños descentrados había tenido como consecuencia que los dos ojos de su cara se le derritiesen a uno de ellos. Que no era la primera vez que veía algo así, dijo con un nudo en la garganta. También dijo que, si la entendían, esa era una excelente lección de vida para esos dos chicos.
En la segunda semana del curso siguiente, aprovechando que sus padres habían salido, los Sacamantecas se encerraron en el garaje de su casa y arrancaron el nuevo Opel Astra de Papamanteca. Y cerraron las puertas y abrieron las ventanillas. Y se tomaron un rohipnol cada uno, con una cinta de Judas Priest sonando en el casete. Painkiller. Y se durmieron escuchando su música favorita. E introdujeron tanto monóxido de carbono en su sangre que su corazón se paró y alcanzaron lo que se dice una muerte dulce. Al menos así lo relataba el periódico.
El titular decía “Dos adolescentes se suicidan al ritmo de música satánica”.
Pero el niño Jesús superó todo eso. De hecho le preocupaba lo poco que le había afectado. Sin embargo le fascinaba el hecho de poder suicidarse al ritmo de los riffs de K. K. Downing y a las órdenes de su adorado Rob Halford. Su sentimiento de tristeza era atravesado por flechazos de envidia hacia sus amigos y su decisión. Y compró la primera cinta original de su vida, ese Painkiller que anestesió a sus colegas. Como homenaje póstumo a los Sacamantecas. Y la camiseta con un monstruo de metal montando una especie de motocicleta que tenía dientes de sierra en torno a las ruedas.
En una de las revistas de los Sacamantecas le preguntaban a Rob Halford sobre sus letras. El contestaba que con aquella música que tocaban era normal que hablasen de demonios, poblaciones devastadas, incesto y apocalipsis. Que cualquier otra cosa hubiese sido un fraude. Y que con su voz sonando como una cuchilla de afeitar y aquellas guitarras despedazando la carne como dos sierras mecánicas no iban a ponerse a cantar sobre enamorados ni injusticias sociales. Una respuesta lógica, dijo una vez el Más Gordo de los Sacamantecas.
El niño Jesús estaba más centrado que nunca. Estudiaba, y se comportaba muy formal. Pero seguía pensando en Rob Halford. Le excitaba sobremanera aquel álbum. El último que escucharon los Sacamantecas antes de despedirse. Antes de sonreír por última vez. Tal y como él lo visualizaba, primero se sentaría el Sacamantecas sin ojos, y su hermano gemelo lo acomodaría. Quizá se pondrían el cinturón de seguridad para el viaje. Y los somníferos con Fanta de naranja y el volumen a tope. Así lo contaba el periódico. A un lugar donde los dos pudiesen valerse por sí mismos. Donde uno no fuese una carga para el otro. Donde nadie se riese de ellos. Puede que a uno de esos castillos que distinguían entre las nubes, o luchando en alguno de esos ejércitos con sus escudos, sus banderas y sus cimitarras al ritmo de las bestias de cuero y metal que salían por los altavoces del Opel Astra de Papamanteca.
Y sonriendo.
– ¿Me puedes explicar qué es lo que estaba pasando ahí dentro? –dice una cabeza enorme con bigote.
– ¿No tienes nada que decir? –repite esa olla a presión de cincuenta litros con un bigote negro y unas cejas negras como dos gusanos negros sobre sus ojos negros inyectados en sangre.
Llegados otra vez a este punto vale la pena retroceder unas cuantas horas más para aclarar las cosas; para saber por qué está tan enfadado el Hombre con la Cabeza más Grande del Mundo.
El niño Jesús había seguido todo el año comportándose tal y como se esperaba de él. Incluso mejor. Superado el trago de Claudia del año anterior. Y el viaje de los Sacamantecas. Sacaba muy buenas notas. Y hablaba muy poco. Demasiado poco.
Desde su posición de jefe de estudios del instituto, El Hombre con la Cabeza más Grande del Mundo convenció a los padres de Jesús de que el niño corría el peligro de volverse una persona antisocial. Una verdadera lástima, con el expediente del niño. Y le asignaron una psicóloga. Los martes y los jueves al finalizar las clases. Les dijo que era una chica muy agradable. Y era invidente, con lo que ese ejemplo de superación ante las dificultades podría ayudar a su hijo a centrarse y a comprender que los Sacamantecas podrían haber superado su desgracia. Sus amigos los gorditos hubiesen podido salir adelante a pesar de la ceguera, como había hecho ella; eso sí, estando centrados, claro. Esa era la clave. La psicóloga ciega había enviudado hacía poco y todo el mundo la admiraba por su tenaz resistencia ante la mala suerte. No dejaba de repetir ese verbo. Centrarse. El niño Jesús debía centrarse.
– ¿Qué hemos hecho mal? –dice una mujer sentada al lado del cabezón, avergonzada.
– Habrá que analizarlo detenidamente. ¿Has oído? ¡Ha-brá-que-a-na-li-zar-lo-de–te-ni-da-men-te! –grita la cabeza estratosférica a dos dedos de distancia del rostro del niño Jesús.
– ¿Es que no te avergüenzas ni siquiera por lo que les estas haciendo pasar a tus padres?
El momento en que el Hombre con la Cabeza más Grande del Mundo abrió la puerta de su despacho y se encontró con el niño Jesús pilotando a la cieguita en la postura de la carretilla no fue uno de los más agradables en la vida del niño Jesús. El primer polvo del niño Jesús fue interruptus gracias a su jefe de estudios y a su bigote enfurecido. Lo que contempló el niño Jesús justo después de su primera eyaculación no autoprovocada fue una cabeza desproporcionada y un bigote descomunal gritando como un poseso. Su primera experiencia sexual no fue lo que se puede decir, convencional. Ni satisfactoria. Su segunda relación sentimental había sido fugaz e incomprendida.
Para el niño Jesús todo aquello pasó en un instante. De la primera vez que folló lo único que recuerda son las consecuencias. Y a nadie le pareció un comportamiento que cabía esperar de un chaval como él.
Y el castillo de referencias simbólicas construido con la intención de centrarlo se desmoronó en cuanto metió su polla de niño dentro de aquella psicóloga ciega.
– ¿Es que no tienes el más mínimo sentido de la dignidad? –el aire al salir de sus fosas nasales levanta varios pelos del bigote, como cuando hace viento en un campo de fútbol.
– Ya lo ve, señora, parece que la cosa es más seria de lo que creíamos.
El niño Jesús ya anticipaba que sus relaciones con el sexo opuesto no iban a ser tan fáciles como en las películas. Lo que más le fastidiaba era que él seguía estando enamorado de Claudia y le preocupaba lo que pensara ella sobre el asunto.
El titular iba a ser “Niño sodomiza a ciega en un colegio de monjas, al ritmo de música satánica”.
– ¿Por qué lo hiciste? Dinos algo, por Dios –dice la señora, llorando.
– No lo sé, tenía la oportunidad de follar. Soy un niño. ¿Qué queréis? Si llego a saber todo este rollo, no lo hago. Tampoco ha sido para tanto.
Y el Hombre con la Cabeza más Grande del Mundo y el Bigote más Asqueroso dice que la canción que sonaba en el casete de su despacho trataba de una patrulla infernal. Que era la misma que escuchaban los Sacamantecas en el momento de su último adiós y eso no podía ser una casualidad. Y la traduce. Porque además de jefe de estudios y además de tener la Cabeza más Grande del Mundo es profesor de lengua inglesa. Y el niño Jesús no comprende cómo este señor del Bigote tan Asqueroso puede ser profesor de la lengua de su admirado Sir Winston Leonard Spencer Churchill.
Según Bigote, Rob Halford dice que:
Un torbellino demente incendia su camino como un fuego salvaje.
También que:
Los jinetes de la noche, los mercaderes de la muerte y las portadoras de tormentas arrasan todo a su paso.
Y el niño Jesús los divisa a lo lejos. Ve venir a los caballeros montados en sus carros metálicos tirados por dragones de fuego. Al principio los distingue como tres nubes lejanas y con forma difusa, pero a medida que se van acercando toman forma. El mismo niño Jesús y los Sacamantecas, con sus armaduras relucientes, sus látigos y sus cascos con cuernos. Gritando y riéndose. Y pegándose mocos los unos a los otros.
El Hombre con la Cabeza más Grande del Mundo sigue:
Puños al aire, ojos en llamas. La máxima gloria. Son la patrulla infernal.
Se demora unos segundos que utiliza para observar al niño Jesús que a su vez sólo tiene ojos para la horda demoníaca que se le viene encima. Y no puede parar de reír.
Directos a tu garganta y asfixiarte, cortarte la carne hasta los huesos.
Vaporizarte. Aterrorizarte. Pulverizarte.
– ¿De que te ríes? –Pregunta gritando, con el bigote ardiendo.
Ése sería su sueño. Pasar toda la eternidad arrasando poblaciones, violando mujeres y matando niños al ritmo de esa música endiablada. Sacándose mocos y cortando cabezas. Pero lo que más molaba de todo era poder hacerlo con sus dos mejores amigos. Esa sería la mejor parte.
El jefe de estudios y su Bigote terminan por fin:
Señores de Cromo. Guerreros de acero. Ladrones de Almas.
Son los perros del infierno, rajando nuestros corazones.
Son la patrulla infernal.
La sonrisa en la cara del niño Jesús era ya de oreja a oreja mientras la señora presente y dos de las monjas del instituto estaban llorando a lágrima viva. Una de las hermanas rezaba un rosario.
– Ya lo ve, señora, parece que la cosa es más seria de lo que creíamos –en un gesto lento y apesadumbrado.
– Debemos erradicar la presencia satánica en la vida de su hijo, recuerde lo que hicieron sus amigos los gorditos –los llantos de la señora son desgarradores.
– Me han informado en la Central de Jefes de Estudios que esto ya pasó en los Estados Unidos de América. Hace años allí ya se suicidaron dos jóvenes escuchando a esta orquesta de Belcebú. Hay que tomar todas las precauciones posibles –informa con autoridad y con un break-dance de bigote.
Nunca salió el titular porque la noticia no se hizo pública. Dijeron que no querían más escándalos y que era mejor solucionarlo internamente. Quemaron todas las cintas de noventa minutos con recortes de revistas pegados a modo de portadas del niño Jesús. Y le hicieron prometer no volver a escuchar aquellos mensajes de Satanás.
Cuando su mamá le dijo que si escuchaba aquellas cintas del revés se podían distinguir mensajes diabólicos, el niño Jesús comprendió que por más que creciese nunca pertenecería a aquella clase de seres denominados adultos.
Y el niño Jesús se centró. Como todos querían. Volvió a ser miembro de pleno derecho de la pandilla que molaba y sacó muy buenas notas para comer sus zanahorias. Y los años empezaron a ser más cortos. Pasaron a contarse desde enero a diciembre –en vez de septiembre a junio. De ser casi eternos pasaron a confundirse unos con otros y a parecer que pasaban de dos en dos o de tres en tres. Pero durante esos años confusos a veces, sobre todo en verano, seguía viendo soldados y dragones en las nubes. Y se sacaba los mocos mientras tatareaba las letras de Rob Halford.
Un día pasó por la esquina junto a la Casamanteca y la señal de stop ya no estaba allí. Habían arrancado de raíz la perforada y cicatrizada placa con la que él y sus amigos se divertían y la estaban sustituyendo por una rotonda y una escultura incomprensiblemente absurda en el centro de la misma.
Y ésa fue la última lágrima que resbaló por las mejillas del niño Jesús.
|