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índex català     deciembre 2006   n° 56
Véase en este mismo número el relato "Más que mujer "

Bajo el agua

Mojca Kumerdej

Traducción de
Tina Svelc

   
      - ¿De veras no vas a nadar conmigo? -me preguntó mientras bajaba por entre los guijarros del lago hacia el agua fría.
     -Ya sabes que no., no me gusta nadar -respondí como respondo siempre que me lo pregunta; parece como si lo olvidara, o, quizá, lo hace para no recordar.
     Nunca sabrás la razón. Jamás la diré. Para poder pasar el tercer verano, nuestro verano juntos, sin que nadie nos estorbara, había que hacer un sacrificio.
     Aquella tarde de julio vi todo. Es más, no hice nada, aunque hice todo. Tal vez fuera el destino: marcharme de la playa a la casa pues desde la madrugada sentía nauseas y estuve a punto de vomitar. No recuerdo bien si leía o no. Quizá no hacía nada, salvo dar vueltas por la casa e ir por momentos a la terraza. Os vi jugando en la playa, a ti y a la pequeña, con sus largos rizos claros. No es verdad que no se me ocurriera pensar en lo que más tarde sucedería. Hasta deseé que pasara.
     Jamás había sentido algo especial por los niños, ni siquiera pensaba en ellos, y si pensaba que nosotros podríamos tener uno es simplemente porque así suele ocurrir entre dos personas que se quieren. Quizá ni siquiera habría pensado en nuestra hija si no hubiera advertido que aquella mujer te distraía y te adulaba, que al hablar contigo acariciaba a propósito los mechones de su pelo: le vibraban las comisuras de los labios al pronunciar una palabra y mordía su labio inferior y lo lamía -fingiendo un gesto espontáneo que en realidad era premeditado y malicioso-. Y vi cómo al verla tu mirada se tornaba húmeda y fría. Supe entonces que era urgente tomar medidas. Cierto, era más atractiva que yo y tenía el don de esparcir esa clase de magnetismo cálido del que carezco. Y así sucedió todo.
     Cuando por primera vez pusiste tu mano en mi vientre sabía que te ya tenía para siempre. Entonces tomé la decisión -te tendré entero, sin estorbos que puedan perjudicar nuestro amor-. Pero cuando nació la pequeña cambiaste, dejaste de verme de la misma forma que antes. Ya no era tu amante sino la madre de tu hija. La madre de una criatura que de bebé se convirtió en niña y luego, cada vez más, en una mujercita. Cuando volvías a casa siempre la acariciabas primero a ella, jugabas con su pelo de miel, la besabas en las mejillas. Sólo más tarde llegaba mi turno. Su manera de llorar durante los primeros meses era indescriptible. Desde ese momento pensé que debía hacer algo. Todas las noches me despertaban sus chillidos penetrantes, me levantaba y trataba de callarla mientras que tú lo hacías muy raras veces, pues debías estar descansado por la mañana, como si yo no tuviera que estarlo por el simple hecho de tener que quedarme en casa para hacerme cargo de ella. Para cuidar a tu hija. A tu amante preferida, como decías con frecuencia, sin darte la más mínima cuenta del dolor que me causabas. Ella lo sabía muy bien, era la primera y la querías mucho más que a mí. No fueron pocas las ocasiones en que en sus grandes ojos diáfanos percibí una sonrisa maligna cuando la abrazabas mientras yo permanecía al margen, esperando mi turno cuando vosotros os hubieseis cansado el uno del otro. La pequeña sabía ser malévola. Inventaba cosas absolutamente falsas como que no le había preparado su plato preferido de aquel día o la comida prometida el día anterior; o que le había dado unas bofetadas la vez que me desobedeció en el centro comercial, cuando, de hecho, fue ella quien se escapó de mis manos tan sólo para llamar la atención: luego los empleados anunciaron su pérdida por el altavoz y, con la ayuda de las vendedoras, busqué entre las perchas hasta que por fin la encontraron en el departamento de deportes. Se reía en mi cara diciéndome "¡Mira cuánta gente me buscaba!, todos querían encontrarme, incluso tú, que no tienes a nadie en el mundo que te considere la más importante".
     Cuando por fin la encontré no la abofeteé, tan solo la sujeté fuerte y rocé su pelo, pero gritó como si le doliera; no fue así, fui yo quien sintió el dolor, la humillación de tantas veces; pude sentir las miradas de todos clavadas en mí, reprochándome la educación que le daba, lo mala madre que soy, y otras cosas por el estilo, reflejadas en sus ojos. Más tarde, en casa, no te enfureciste con ella sino conmigo, por haberla perdido de vista, por haber permitido que tu niña se escapase de mi regazo.
     Eran incontables las ocasiones en que ella solía portarse de este modo, sólo para convertirse en el centro de atención. Cuando nos visitaban nuestros amigos se sentaba en el sillón, cruzaba las piernas y luego, como una mujercita, les hacía preguntas un tanto extraordinarias para su edad, y también preguntaba sobre sexo. ¡Ay!, como la adoraban todos, será una verdadera rompecorazones, sabrá tener a los hombres en jaque, se ve que es muy lista, está claro que será de una belleza impresionante. Es inteligente y hermosa, decían mirándote. La perfecta hija de su padre, estoy segura de que pensaban, gracias a Dios no se parece tanto a su madre. Tiene los ojos de color verde mar, lo labios grandes, una sonrisa que desarma y todo lo consigue, excepcionales dotes para la conversación., como su papá. Habrá quien se pregunte qué puedes ver en mí. Ahora ya tenemos a una niña, lo entiendo, pero ¿qué viste en ese entonces, cuando según dices te enamoraste de mí? La gente suele ser calculadora, así que se enamoran de otros cuya belleza es parecida a la suya propia, siempre consideran para quién no se es suficientemente bonito y atractivo, quién no les merece. Al mirarnos se habrán dado cuenta y habrán pensado que tal vez merecías una mujer más atractiva que yo. Sin embargo, ninguna otra en el mundo entero era capaz de amarte tanto como yo, ninguna otra era capaz de hacer lo que yo hice: no hacer nada en el momento crucial y fatídico.
     Al nacer la pequeña todo cambió. Se acabaron aquellos domingos recostados en la cama hasta el medio día, en el suelo una bandeja de madera llena de fruta, pan integral, queso y café con cardamomo. No, se acabó. Cuando estábamos a punto de despertarnos y me estrechabas en tus brazos, entonces se abría la puerta y ella corría hasta nosotros en camisón, saltaba sobre la cama y te abrazaba. Y toda nuestra intimidad se terminaba para el resto del domingo, para toda la semana. Nuestro tiempo pasó a ser el tiempo de la pequeña. Ella era quien le dictaba el ritmo a nuestras mañanas, a nuestras noches. No quisiste hacerme caso: encerrarnos en la habitación, nunca se sabe qué mosca le picará y seguro que vuelve a aparecer gateando en nuestra recámara.
     -No está bien, es inhumano -replicabas-, todavía es una niña y nos necesita.
     -De acuerdo, pero no cada vez que se le ocurra, sino ¿qué pasa con nosotros?
     -Es nuestra hija -dijiste frunciendo el ceño y lanzándome una mirada despreciable de reproche como si no la quisiera lo suficiente.
     Cada madrugada, al despertarme y empezar a sentirte a mi lado, a tocarte, miraba con miedo hacia la puerta, escuchaba con atención y deseaba no oír esos pasitos finos acercándose a nuestra habitación, no ver cómo la manivela de la puerta empezaba a moverse.
     Siempre logró robar toda la atención. Incluso el día de mi cumpleaños. Había preparado la fiesta meticulosamente, me había arreglado, todo parecía perfecto. Pero en cuanto llegó la gente, algunos de ellos con sus hijos -es la forma de celebrar los cumpleaños en verano, cada invitado se alegra al ver el asador en el jardín, donde los niños pueden jugar sin peligro ni miedo-, la pequeña ya era el centro de atención. Los amigos me dieron los regalos y en un instante ya se les había olvidado a qué habían venido. Yo había insistido un par de veces en que me hubiese gustado celebrar mi cumpleaños de otra forma, no por la tarde en el jardín y con todos aquellos niños, sino de noche, nosotros dos, juntos, a solas, con la pequeña en casa de mis padres. Las dos veces te opusiste diciendo que mi cumpleaños era la fiesta de toda la familia y que nuestros padres se habrían ofendido de no haberlos invitado. Me rendí por una sola razón: haría cualquier cosa por ti porque te amo con tanta intensidad como nunca he amado a nadie, y, sobre todo, como jamás he sido amada. Ni siquiera puedes imaginar lo que significa amar a alguien que te ama menos, saber que toca y acaricia a otra persona con mayor sentimiento que a ti, mientras tú estás dispuesto a entregarse por completo, dispuesto a regalar incluso lo que no tienes. Eso es lo que hice yo por ti; por primera vez en mi vida, tomé para mí lo más importante, lo que durante los últimos cinco años se me había ido escapando, poco a poco, ante mis ojos.
     Aquel mes de julio fue bastante caluroso. La pequeña cumplía cuatro años y medio. En el pasado me habría ilusionado mucho, como aquellos veranos anteriores a su nacimiento que pasábamos solos en el Adriático. En cambio, con la pequeña empezaron las vacaciones familiares, con nuestros amigos y sus hijos. Hace tres años veraneábamos con una pareja, tenían también una niña que empezaba a dejar de serlo. A sus quince años era esbelta y muy alta, un poquito más que yo, y con una piel perfecta como la de muy pocas adolescentes. ¿Acaso crees que no me di cuenta de cómo estiraba su cuerpo joven y esbelto, ese cuerpo por madurar, ronroneando como un puma y moviendo los labios   sugestiva, cada vez que sin interés aparente le preguntabas algo y ella te respondía absolutamente enamorada? ¿Sobre qué hablaríais?, pensaba yo al observaros a cierta distancia, sin escuchar vuestras palabras pero fijándome en un lenguaje corporal inequívoco y evidente: Me gustas mucho. Yo lo sabía, no te atreverías a hacer nada, apenas tenía quince años, era la hija de nuestros amigos, tan solo diez años mayor que tu niña. Sin embargo, al observar a ese ser humano, esa mujer naciente a la que en unos pocos años y en otro contexto hubieras tocado y yendo más allá de las conversaciones cotidianas -¿sobre qué, Dios mío, es posible conversar con una adolescente a menos que el diálogo sea una simple excusa para estar con ella el mayor tiempo posible sin romper con las reglas de la decencia?- iba descubriendo en ella a nuestra pequeña.
     Tal vez fuera el destino: levantarme y caminar desde la playa hacia la casa, cuesta arriba, aquel mediodía de julio. No recuerdo exactamente qué hacía en ese momento, nada en particular, nada más que acercarme de tanto en tanto a la terraza para verte hablar con la quinceañera mientras jugabas con la pequeña. Pasado un rato miré de nuevo, construías castillos de arena con tu princesa del mar. Estabais solos, aparte de nuestros amigos, la joven también se había retirado a la sombra.
     Al mirar por la ventana la última vez, vi tu cuerpo bronceado recostado bajo la sombrilla. La pequeña jugaba en la arena a tu lado. La marea mecía el delfín hinchable que habíais dejado en la orilla del mar.
     La pequeña, cuando se dio cuenta de que el oleaje lo alcanzaba y la marea empezaba a llevarse el delfín, echó a correr tras él. Entré a la terraza; en aquel mismo instante deseé lo que estaba empezando a suceder. Tú seguías dormido. La pequeña corría en dirección al delfín, trataba de cogerlo, y el delfín le escapaba una y otra vez. Yo lo sabía muy bien; con sólo dar un grito, con sólo llamarte en voz alta te hubieses despertado y, de un salto, hubieses salvado a la pequeña de la espuma salada que burbujeaba alrededor de su cuerpo.
     Entonces surgió la oportunidad -todo volvería a ser como antes-. Tú y yo, solos, nadie entre nosotros midiendo el ritmo de las horas, los días, las noches, los años por venir. Parecía como si todo a mí alrededor se detuviera, desaparecieron los sonidos, la luz cegaba con su blancura. Con los ojos entreabiertos yo observaba el suceso, y no sentía nada; ningún dolor, ningún miedo, me limitaba a observar algo que deseaba con todas mis fuerzas.
     En un momento la pequeña se sujetó de las aletas de delfín, después una gran ola le arrancó con mucha fuerza el animal hinchable de las manos, y ella lo soltó débilmente. Vi sus manitas tratando de aferrarse y cómo la profundidad del mar empezaba a ahogarla. Dejé de mirar. Me giré y, regresando al interior, llené el vaso de coñac y me dejé caer sobre la cama. Cerré los ojos, a mi alrededor se oscureció el mundo. Caí en manos del sueño sin dormir. Después sentí una mano sobre mí y mi mirada se encontró con los ojos húmedos de nuestra amiga. Entonces supe que había sucedido. Que la historia se había terminado. "La pequeña. -me abrazó con fuerza-, la pequeña ya no está", y la mujer estalló en un llanto. Me levanté mareada por el coñac y por un sueño raro; te vi sentado en el sillón, envuelto en una funda de color arena, abrazando al pequeño delfín hinchable. Sentado a tu lado estaba nuestro amigo y en el sofá su hija de quince años que se enfrentaba por primera vez a la muerte. Había otra gente en casa, en poco tiempo llegó la policía y el juez de instrucción. Fue la joven quien encontró a nuestra pequeña, volviendo a la playa después de la comida vio su cuerpo bocabajo. Tú, desquiciado, me dijeron que saltaste al agua tratando de resucitar a tu princesita del mar, que ya había nadado hacia otros océanos, mares, lagos, ríos. Sí. A pesar de que enterramos su cuerpo, me persigue la sensación de que su ser se derramó en las aguas del planeta. A veces incluso pienso que me acuerdo de cómo se encontraron nuestras miradas en el momento de su último esfuerzo por coger el delfín; es probable que advirtiese a su madre observándolo todo sin ayudarla. Que la dejó morir.
     No es que su muerte no me afectase, al fin de cuentas era mi hija. Pero aun así, durante aquellos meses sentí mayor pena por ti; te reprochabas su muerte por quedarte dormido en la playa, tan solo durante media hora, en un momento inoportuno. Le podría haber pasado a cualquiera. Pero te sentías culpable por mí, por la madre de la niña que no pudiste proteger de la muerte. Yo te trataba con amor y cariño, era comprensiva contigo, te consolaba, intentaba convencerte de que había sido un accidente, tú no eras culpable de nada, sucedió y ya está. Estoy convencida de que su muerte llevó al final tu compromiso con nuestra relación, aunque soy consciente de que el sentimiento que guardas hacia mí no es tanto de amor como de culpa.
     Hubo un momento de duda y me preguntaste: "Pero, tú también la querías mucho, ¿verdad?".
     -Por supuesto -contesté -era nuestra hija.
     Recuerdo bien de tu mirada, es como si la respuesta no te hubiese convencido y quisieras escuchar algo más.
     Te abracé, me enredé en tu cuerpo y empecé a hacerte el amor, lentamente, con ternura. Era una tarde de domingo y nadie podría estorbarnos.
     La muerte de la pequeña te ha hecho cambiar, te has vuelto más sensible y vulnerable, has dejado de coquetear con otras mujeres. Cuando me comentas muy discreto tu deseo de tener otro hijo me volteo y, triste, te respondo: "Ya sabes que no puedo, me causaría demasiado dolor". Entonces me acaricias y tu beso indica que me comprendes. Pero no es así. Jamás te revelaré la verdad.
     No me gusta nadar porque al entrar en el agua pienso que en un instante podría sentir en mi piel su blando cabello de miel, y sus manitas tirarían de mí arrastrándome con todas sus fuerzas bajo el agua.
     A veces sueño con el mar, llevándosela sobre el delfín azul, y corro hacia ella; otras veces sueño cómo me sujetan, ella y el delfín, y me sumergen hacia el fondo.
     De estos sueños siempre me despierto con un terrible dolor que me encadena a un espasmo inerte, apenas respiro, mi corazón palpita con fuerza, pero no solo eso; a la vez se escucha el latido, un tanto acelerado, de otro corazón más pequeño.
     Nunca te despierto. Espero hasta que pase, voy al cuarto de baño y me doy una ducha. Entonces vuelvo a recostarme a tu lado, te doy un beso intenso lleno de un amor incalculable y me quedo abrazada a ti.
     

     

© Mojca Kumerdej 2006.
 © De la traducción Tina Svelc.
   


Este texto no puede reproducirse ni archivarse sin permiso del autor y/o The Barcelona Review. Rogamos lean las condiciones de uso.

Carné:

Mojca Kumerdej es una escritora eslovena, además de filósofa, cronista cultural y crítica de teatro. Autora de los libros Krst nad Triglavom (2001) y Fragma (2003), al cual pertenece este relato.


     Véase en este mismo número el relato "Más que mujer ".

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