biografía del autor

imageCamilo Torres

Adioses

 


      

No recuerdo quién escribió, ni dónde, “La otra gran aventura son los libros”.
       Bioy Casares

Aquella noche llovieron cucarachas sobre mi cama y maldita la gana que tengo hoy de hacer realismo mágico. Vivía con mi madre en un cuarto muy pequeño con puerta de calle y mi cama de fierro estaba contra la pared, bajo una ventana marquesa que no se había abierto en ochenta años, pero cuyas ventanillas en la parte superior, que abría con un palo, dejaban pasar algún hálito de alivio para el calor húmedo. Esa noche empezaba la primavera y, como todos los años, pude reconocer su llegada, no por el resurgir de un sentimiento amoroso ni por el revivir de las rosas ni por una experiencia dionisiaca del mundo, sino por las cucarachas que puntualmente cada doce meses salían del desagüe, trepaban la vetusta ventana de madera y se arrojaban sobre mi cama en plena medianoche.
       Ese año fueron siete las intrépidas y cuando sentí su urgente presencia en mi cama quise prender la luz y me di con que había, como tantas noches aquellos años, un apagón. Alguna torre de electricidad dinamitada por los senderistas u otra incalculable acción de guerra y yo tuve que perseguir siete cucarachas grandes como habanos con un fósforo titubeante que parecía no querer comprometerse en la batalla, porque las velas estaban caras y escaseaban, hasta que a las dos horas, con cinco piezas cobradas y las maldiciones de mi madre sobre mi cabeza, hice un armisticio con las sobrevivientes y decidí que, por esa noche, podíamos pernoctar juntos y en paz. Al menos eso creí yo, que nada sabía del destino.
       A las tres de la madrugada, más o menos, se encendió la luz sobre mi cara y recordé que no había oprimido de nuevo el interruptor cuando intenté encenderlo. De inmediato, o al menos eso me pareció en mi somnolencia, la cuadra se llenó de voces, de pasos de gigantes, de chillidos y de culatazos en las puertas. Casi me rompen la mía antes que la abra porque mi mamá buscó sus mejores andrajos para recibir a las visitas.
       Entraron cinco militares con pasamontañas. Uno pidió mis documentos, otro sacó a madre a la calle y los demás se lanzaron a revisar el cuarto como si fuera una cueva con la promesa de un tesoro escondido. Afuera los gritos crecían como un incendio. No sé cuántos camiones de tropa llegaban y se iban según un orden incomprensible. Juro que escuché una carcajada.
       —¿Por qué tenía la luz prendida cuando llegamos?
       No supe qué responderle. Era un joven oficial del Ejército Peruano. En efecto, cuando el operativo empezó la luz de mi casa estaba encendida.
       —Me dormí con la luz prendida —mentí, pensando que la verdad podía resultar menos creíble.
       —¿Por qué demoraron tanto en abrir la puerta?
       A eso le respondí la verdad. El oficial no era blanco ni cholo; no llevaba máscara, tenía lentes oscuros en plena noche y era demasiado joven para dirigir tantos hombres revisando tantas casas. La incertidumbre de su raza era inquietante, incluso un negro o un indio, por inverosímil que fuera en esa posición de mando, me habría causado menos confusión. Pero él no era nada de eso. Bien podría haber sido un alien.
       —¿Por qué tiene libros?
       Ahora revisaba los ciento sesenta y seis volúmenes escogidos que con tanto esfuerzo había comprado en el mercado de libros de segunda mano de la avenida Grau. (Esto y lo que sigue no lo podrá comprender jamás alguien que viva en un país donde haya bibliotecas y librerías.) Pensé que responder “me gusta leer” podía sonarle ofensivo. No quería que por nada del mundo ese joven se sintiera ofendido por mí.
       —A veces doy clases de nivelación a los chicos del barrio —mentí de nuevo.
       —¿Esto es marxismo?
       Tenía en la mano enguantada la edición de Ariel de La historia del surrealismo de Nadeau.
       —No —respondí con timidez y evidente respeto—, el surrealismo es otra cosa. Tiene que ver con la pintura moderna y eso.
       El marciano dejó el libro sobre la cama y tomó El existencialismo es un humanismo de Sartre, Qué es el budismo de Borges y Alicia Jurado (ése aún no lo había leído) y El romanticismo alemán de Benjamin.
       —¿Tiene libros rusos?
       Empecé a ponerme nervioso. Me ganó el miedo y se me atropellaron las palabras.
       —No. Comparto el repudio de Jorge Luis Borges a la narrativa psicológica rusa que el maestro argentino publicó en su prólogo a La invención de Morel en 1942.
       Cuando me asusto hablo cojudeces. Recordé (en la alta noche llena de cucarachas ese recuerdo era inevitable) a Rodrigo Büchlein Cavalieri charlando plácidamente en su oficina de la Universidad Católica, con una edición de Guido Cavalcanti entre sus manos de pianista y diciéndome: “No hay de qué preocuparse, las fuerzas del orden solo persiguen a los terroristas”.
       El oficial no me hizo caso.
       —¿Esto es chino? —me miró a los ojos mientras exhibía como prueba decisiva la edición del Centro Editor de América Latina de Poetas de la dinastía Tang, con una ilustración de portada amarilla y chinísima.
       Asentí, derrotado, y la ruma sobre la cama aumentó. Una mujer lloraba y gemía en algún lado. También la traducción del I Ching de Richard Wilhelm y la Vida de Li Po de Arthur Waley siguieron a los poetas Tang.
       Una cucaracha apareció sobre la cama y el oficial retrocedió con espanto.
       —¡Saque ese bicho! —ordenó.
       Rapidísimo, la aplasté con el último ejemplar sobreviviente de la revista Cuadernos de Composición, donde Luis Loayza publicó algunos de sus relatos por primera vez y donde apareció el único cuento que Abelardo Oquendo diera a la imprenta. Maldito Büchlein.
       —Soldado, llévese estos libros.
       El oficial salió a la puerta de la casa y dio órdenes a todo el mundo, civiles y militares, suplicantes y asustados, enmascarados llenos de adrenalina y niños que creían que se venía la Navidad. Un soldado sin rostro trajo un costalillo de yute y echó dentro mis ciento sesenta y seis libros.
       —¡El oficial se refería solo a ese grupo! —clamé con desesperación.
       —Calla, mierda.
       Allí se fue la primera edición de Los miserables (París, 1862); un ejemplar intonso de Los ríos profundos dedicado por su autor a una mujer amada que nunca abrió sus páginas; los Nueve ensayos dantescos de Borges, no lo volvería a ver hasta doce años después en una librería de Madrid; la versión de Alianza Editorial de Nostromo, por la que había pagado mi sueldo de una quincena; Los dioses de Grecia de Walter Otto; los Cantos de Pound; la adaptación teatral de En busca del tiempo perdido hecha por Luchino Visconti y que nunca fue editada sino en Italia; y los dos primeros libros que leí, a los ocho años, la Iliada y la Odisea según don Luis Segalá y Estalella. Volví a recordar a Büchlein y a su madre. Esto me llevó a pensar en la mía, que estaba con los vecinos en la calle. Mientras esté en la calle estará bien, pensé o quise pensar, la barbarie la guardan para las mujeres y los niños que se quedaron en las casas. Todo irá bien con tal que no se ponga lisa con los soldados enmascarados.
       El oficial regresó. Con los anteojos negros, su expresión era indescifrable y ominosa. Su rostro descubierto en medio de los soldados incógnitos era una ostentación de impunidad. No sé por qué se me ocurrió que podía ser extranjero.
       —Usted tiene mucha suerte —sonrió con pena.
       Nunca supe por qué me dejó vivo. ¿Los camiones estaban llenos? ¿Recibió una súbita orden de retornar a su base? ¿Tuvo alguna secreta razón personal para salvarme? Alguien me dijo que a los sospechosos de ser intelectuales subversivos los mutilaban de alguna manera y cuidaban de no matarlos para que sirvieran de escarmiento vivo ante los terroristas.
       Los soldados y el oficial se marcharon de mi pequeño cuarto con puerta de calle. Los camiones partieron con prisioneros que las comisarías no recibieron jamás y que los diarios todavía recordaban un par de semanas más tarde. La gente empezó a darse cuenta de que seguía viva y las familias comenzaron a reagruparse con los miembros que habían quedado.
       Nunca volví a ver a mi madre.

A Paola Cárdenas 

Biografía:

Camilo Torres nació en Lima, Perú, en un año incierto. Estudió Filosofía en la Universidad de San Marcos y Literaturas Hispanoamericanas en The Graduate Center de CUNY, New York, donde obtuvo el título de máster. Actualmente es profesor en la Universidad de Lima. Ha publicado cuentos y poemas en revistas como "Renacimiento" (Sevilla) y "Hueso Húmero" (Lima), y ha ganado el premio "El Cuento de las Mil Palabras" de la revista "Caretas". Tiene un volumen de relatos en busca de editor.