Carlos Robles Lucena
La trompa de Yumsi folktale
No habíamos reparado hasta entonces en que aquella vieja idea buenista, la que considera a nuestros abuelos como formidables cuentacuentos, tenía algo de valor. A parte de rellenar páginas en revistillas universitarias del primer mundo, queremos decir, dejando de banda la maravillosa tarea de completar planes de estudio de Estudios Culturales, decimos. Siempre nos había hecho carcajear eso de pensar a nuestros mayores como en torpes bibliotecas andantes; que la muerte de uno de ellos era como si se quemara una literatura entera. Habíamos llegado al acuerdo tácito y generalizado de considerarla otra falacia postcolonialista; probablemente tramada por cuatro blanquitos sensibles para domesticar la envidia de que nos pasáramos la mayor parte de nuestra vida bailando y follando.
Pero aquella tarde de domingo se nos estaba haciendo eterna porque ya nos habíamos fumado la marihuana en el funeral de Babu. “Voluntad divina”, dijo el padre Kitumzi; “Que le pasaron el virus por menos de 5 dólares” cuchicheamos nosotros, además la furgoneta que traía el cine portátil con la última de Stallone se encalló justo en el bache que arreglamos anteayer. Alguien dijo que era una mierda vivir en una aldea de mierda y sí, fue justamente entonces, que nos dio por arrepentirnos de no habernos quedado nunca a escuchar los cuentecillos que nos quería imponer el abuelo.
Así las cosas decidimos que aquella tarde nacería una nueva oralidad tanzana no apta para menores. Esto será la nueva ola, que con un poco de suerte, y si metemos unos pocos “bwanas” y otro poco de nuestro consabido encanto étnico, nos publican en el National Geographic como a esos presumidos, iba a decir estúpidos pero mejor no, de los Masai.
Después de dos inicios desastrosos -la historia del primo de Oñona que se metió en un tronco para poder tirarse a una blanca en Mombasa y un chiste sobadísimo- estábamos a punto de darnos por vencidos. Entonces alguien dijo que explicaría la verdadera historia de Yumsi.
Quien dijo eso fue Georgie, el vate pesado, y le soltamos algo así como que ya teníamos bastante con sus odas interraciales en clase de religión como para que ahora nos soltara un cuentecillo moralista sobre el tonto del pueblo.
“No, no es eso, esta es la historia de cómo Yumsi consiguió acostarse con mama Consolata, la viuda más guapa de la aldea”. Dijo Georgie.
Entonces nos callamos para que Anthony empezara a cantar la canción de rigor que precede, o al menos eso pone en los manuales de folklore, a toda velada cuentística que se precie. Hacía más o menos así:
“Dale a tu cuerpo alegría Macarena
que tu cuerpo es pa’darle alegría y cosa buena
dale a tu cuerpo alegría Macarena, eeeeee, Macarena, aaay!”.
No sé la traducción exacta pero Antón nos dijo que le habían dicho que iba sobre una chica muy guapa y muy golfa y a todos nos gustó -aunque Georgie que salió con sus alienaciones culturales de costumbre, que ya dice mi madre que tantas lecturas panafricanas no pueden ser buenas- nos pareció una buena canción para empezar la historia.
De repente llegaron, Laurenty y Asuán, con una caja entera de cervezas Tusker -las habían dejado enterradas en la orilla del lago la semana pasada y no se acordaron hasta hoy- y Wangu, exultante ante las nuevas musas, entonó el himno nacional cambiando el que “Dios bendiga a los niños de Tanzania” por el que “Dios bendiga a la cerveza Tusker, su color ambarino, su dulzura de miel sin picotazos, sus fabulosas cualidades organolépticas “.
El silencio siguió a los chasquidos intermitentes de nuestras dentaduras abriendo los cascos de la pócima. Vale. Shhhhhhhhh.
Antes, Yumsi, había sido una lacra y un cuidado, una saliva amarga en la que reconocernos, una especie de lugar común sobre el pueblo.
Su historia empezó aquel día en que apareció ensangrentado entre los desperdicios misioneros porque su madre no quería quedarse a aquel bichillo que más parecía una cría de hiena que un alma de Dios. Su tía Cristina no pensó igual y le acercó a sus larguísimos pechos a beber de esa leche tan falta de hierro según la OMS, pero tan y tan rica que el bebé que se hizo grande como un elefantito.
Después pasó exactamente lo que no tenía que pasar y Yumsi resistió sonriente a malarias y pedradas, que de todo frecuentó su frente, y cumplió siete sin palmarla y eso en Afrika significa que teníamos Yumsi para rato.
Yumsi el tonto, bajito y giboso, el apedreado canónico, más saña a menos edad, aunque, eso sí, con un gesto casi paternal de la muñeca, que ya sabemos como se las gastan algunos padres por estos lares: que a falta de carnales, él tenía a buen recaudo moratones de todo el clan, como para no sentirse huérfano ni un instante.
Aún puedo imaginármelo subiéndose a la jiba de Madonna, que era la vaca preferida del alcalde, y dejándola tan nerviosa que ya nunca soltó ni gota, “por contagio de memez” ensayó el hechicero; así pues, abortado su sueño vaquero, el niño no tuvo más remedio que dedicarse a la farándula.
O meterse en la secta del Santo Espíritu, que para el caso es lo mismo. La variedad del artista, en realidad, era bien poca: lo llevaban de taberna en taberna, y a cambio de un par de Tusker, Yumsi divertía al personal con su mensaje pastoral y su baile paquidérmico.
De sobras conocéis como se las gastan los del Santo Espíritu, con sus gorritos de cruz roja y su presunto don de lenguas, la cosa iba más o menos así: primero desgranaban las bondades del palomo sagrado para con nuestros días, que antes Yahvé, que después Jesús, que el tercer milenio es del pajarillo sabiondo aleluya y sacaban al tonto de Yumsi, con su tartamudeo feliz -extraña jerga pseudosuajílica-, con su trance hacía otros infiernos más divertidos que el que nos desgasta cotidiano, y la multitud carcajeaba: los hombres, mientras se consumían la pesca en cervezas, glosaban sus razones -socarronas o empáticas, según el nivel etílico- para reinstaurar la eugenesia en casos como éste; las mujeres como compadeciéndole, por una especie de caridad católica para con los retrasados mentales que en cualquier caso, y esto lo dijo el Padre Kitumzi, es lo que Yumsi era.
Pero pasó que cuando todo estaba preparado para el bautizo de Yumsi -ya sabéis, las religiones y sus manías onomásticas- como miembro definitivo del Santo Espíritu (los tamtames de la secta ritmando la ceremonia, todo el pueblo orillando la bahía) a él le dio miedo del agua y se escapó corriendo mientras la multitud le respondía con su consabida lluvia de tiernos guijarrillos. Debido al apedreamiento incesante y a su correr imposible los únicos pantalones que vestía (normalmente sobrepone los tres que tiene, por si acaso erecciona) fueron resbalándole hasta un enredo final de piernas y tela: todo lo demás fue el silencio y la admiración hacia la trompa que le colgaba al tonto. Hasta que el hechicero (que andaba algo impopular por las últimas muertes) le gritó que esa polla no podía ser humana, que era un monstruo, que un elefante violó a su madre, que su condena sería la de no conocer nunca mujer.
Yumsi , mientras su grito inconsolable se nos quedaba por mucho tiempo más allí, huyó.
Más arriba Mama Consolata estaba construyendo su casa nueva, ahora contenta porque el apestoso enjambre que la persigue zumbándole marranadas estaba en el bautizo de Yumsi; ella, ya un poco sudada, se había podido remangar la falda sin miedo a violación y seguía poniendo barro entre las cañas. Que el caso es que quería construirse una cabaña nueva, muy apañada, que la antigua no aguantó ni las lluvias del Niño ni las perrerías de su niño, que se emborricó hasta colgar aquel póster de Van Dame con unas alcayatas tan enormes que terminaron por agrietar el adobe.
Nunca nadie supo exactamente que pasó cuando ambos se encontraron. Pero a la mañana siguiente el tonto despertó al calor de los pechos guarida de Consalata. Ella explicó después, mientras iban a por agua, que Yumsi llegó llorando y medio mueto, que se ovilló a sus pies y poco a poco, y se durmió.
Después contó cómo lo había llevado hasta su catre y cómo empezó a hablar en sueños de la muerte de su mama Cristina, de cómo vagó por las llanuras y las colinas alimentándose de mangos, aquellos que producen leve accesos de fiebre, de pájaros de colores vivos escapando, de las termitas microscópicas que le devoraban el hígado....
Antes de amanecer, aprovechando que la luna no quema, Yumsi empezó a construirse una cabañita al lado de la de Consolata, y lo que fue más sorprendente, a currar regularmente. Cuando Yumsi empezó a trabajar, era una mañana fría de agosto, volvió a concentrarse la aldea, entre murmullosa y paparazzi, como atraída por una fuerza hipnótica hacía lo que hasta ahora había encarnado el patrimonio mínimo de estupidez que requiere todo grupo, y allí estaba Yumsi, cargando agua, patoso como nadie, con unos calcetines verdes como guantes, llevando tierra de termitero, encendiendo el horno para los tochos, cayéndose y levantándose, soportando las burlas, sudando todas las borracheras que no había sudado, y entonces, poco a poco, todo el mundo se fue primero callando y después pirando, como un poco tristes y un poco alegres porque entendían que algo estaba muriéndose y algo estaba inexplicablemente naciendo hacia otra parte.
Sólo faltó que Cleophace y su sempiterna camiseta de Intermón (él era uno de los elegidos) le ofreciese trabajar para la obra de la escuela para que Yumsi sonriera toda su dentadura de piano desafinado y la comitiva se fuera definitivamente marchando en un solemne sepelio admirativo ante su nueva condición.
Aquella noche el hotelillo de mama Katerina estaba hasta los topes, muchos trueques ecónomico-eróticos y toda la cosa, sonaba Pepe Kalé y su Musiki Machine, la batería andaba un poco exhausta de tanto trajín de sucesos, tal vez por eso, las luces, cítricas, parpadearon cuando Yumsi entró, bordeando a los necios, y pidió una cerveza Tusker con los primeros veinticinco chelines de su nueva semanada. Alguien dijo que ya sabía que que esto iba a pasar, que Yumsi era lo que era y ya. Pero esa sería su última borrachera pública (que dice mi madre que en la choza de Consolata a veces se oyen demasiadas risas) y la opinión pública se pone inquieta acerca del porqué de tanta felicidad, si a pesar de todo (dicen) tampoco es para tanto, que al fin y al cabo, el tonto nunca será padre de nadie, nunca será rico, nunca será guapo, nunca será occidental.
Yumsi, mientras abre su segunda cerveza con los dientes, sabe su don.
Carecer de hijo y mujer en propiedad le circunscribe como el único adulto del pueblo que no tiene a quien maltratar. El núcleo duro del don, para él, reside en tener la mirada limpia; y cuando a Yumsi, como ahora, se le nubla la vista por haber bebido, ni su corazón se opaca. Es el único hombre (desde el día del lago sabemos que su fama de ser el capón más grande de este lado del Victoria era pura envidia) que cuando bebe no entrevé, en su pobre magín inundado de música zaireña, a mujer alguna bajo el influjo de la palma, el puño o el codo.
No le asalta la culpa de beber con sabor a sudor ajeno. Yumsi baila mientras se maravilla ante la etiqueta de la cerveza enfrente de sus morros XL: fondo ocre, silueta recortada en marrón; composición: elefante gris sobre fondo amarillo: amargura maltea bañada en rayos de alba: Visio elefantina: nunca estuvo tan cerca de la trompa de un elefante, Yumsi el valiente baila, mueve la pelvis como nunca, baila y piensa: sabor a orgullo de sueldo ganado, a sudor rebozado en roja arcilla de tochos rotos, piensa, y mientras baila, tambaleándose a ritmo paquidermo, nota crujir los 200 chelines en su bolsillo derecho.
© Carlos Robles Lucena (Terrassa, 1977)
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Cuida una antología tímida de Monterroso que pronto entregará a Random House. En abril Quimerapublicó su relato “Último peón de reina” del que ahora ensaya esta versión musical: http://vimeo.com/46841451.
Fue cofundador, coeditor y fotocopiador en exclusiva de los fanzines difuntos Sedhante y Hebdomadario. Debutó sobre papel a finales de los 90 con el drama en un acto “¿equilátero?”, rescatada y estrenada hace un par de meses por los estudiantes del Aula de Teatre de la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona.
Del mismo autor en TBR: barcelonareview.com/80/s_crl.html