Carlos Robles Lucena
VIGENCIA DE LOS AUTOCINES EN EL ESTADO DE TEXAS
-El aire provocado por el arabesque de tus tres metros de pierna desplazaría una embarcación de vela ligera a una velocidad de seis nudos por hora -me susurra Vlad en un despiste de la coreógrafa.
-Al juntar las piernas, a través del corazón de luz que se abre entre la parte interna de mis muslos y mi pubis podría pasar un novillo de dos años- le respondo después yo cuando en medias puntas espero el crescendo de violines del fin del tercer cuadro.
Hace ya más de un año que trabajé en una película de éxito considerable y Vlad cree que todavía disfruto contemplándome en esa yo desmesurada. Así que insiste en llevarme a verla en cuanto acaba el ensayo. Sobre pantallas cada vez más grandes. En fantasmales cines de reestreno. Conduciendo durante horas con el hielo que nos calma las articulaciones mojando el suelo tapizado de la furgoneta de los electricistas.
Vlad lleva dos años en la compañía. Resulta más rápido de lengua que de pies. Discípulo de vete tú a saber qué tradición dancística paleosoviética postula que el ballet clásico es una eficiente arma de cambio social. Que los bailarines son algo más que musculados marcadores de paquete y otras exageraciones de las que nunca me acuerdo.
Algo de esa fe conserva, cuando acabamos el ensayo y me aborda todavía sudado, la camiseta estrecha de chiste y las mallas rotas y los antebrazos deliciosos con los que me sujeta en vilo y me dice que hoy también vamos al cine.
Ayer la vimos en el rectángulo estándar de un destartalado centro comercial. Imposible resistirse a mis diligentes movimientos captados en steadycam alterando el pulso de los espectadores. A mis sendas enormes tetitas temblando en technicolor. Cómo no disfrutar desdoblada entre la pantalla y la platea constatando lo que puede hacer mi arte en sus mentes y en sus sexos. Las dos entradas y las palomitas extragrandes y mi batido favorito por seis dólares setenta. Oferta irrenunciable. Lástima que no podamos volver.
Hoy vamos al encuentro de la pantalla panorámica más grande del estado de Texas. Veinte yardas de largo por ocho pies de altura. Cinemascope. Se encuentra en un viejo autocine de las afueras de Santa Teresita. Rodeada de desierto. A unas dos horas en coche.
-Parece que en las pelis cada día bailas mejor-me dice ya en la furgo.
-Es la práctica- le sigo. Lástima que tres veces al día, cuatro si es festivo y programan también la sesión de madrugada, me quiebren las piernas por la rótula, me arranquen la epidermis, me hagan brotar ásperas alas negras de los omoplatitos.
-No me hagas más spoilers que sólo la hemos visto ocho veces -sigue bromeando mientras apura otro Gatorade y gira bruscamente hacia la derecha y los restos de ciudad se extinguen del golpe en el retrovisor.
-La verdad- me atrevo a decirle después de un rato, quizás animada por los treinta minutos de línea recta y la profusa antología de folclor ucraniano -lo que realmente me jode es que a cada rato me cercenen la cabeza para pixelarme encima la cocorota de Ella.
El violín de viento, el serrucho diatónico y las voces ancestrales siguen sonando otros tres buenos cuartos de hora.
Vlad aparca por fin en la gasolinera para estirar los pies y desaguar los excesos isotónicos. Yo aprovecho para hacerle desaparecer el cedé, comprar un par de cosas y husmear en la zona de revistas que informan sobre la ceremonia de entrega de los premios.
Ella es la principal nominada.
En cada una de las portadas su rostro cubre el mío como una máscara.
Su preciosa cabeza de koré descubierta en una pizzería del Upper West Side.
El cambio de apellido a los ocho años por razones comerciales.
Los honores en Harvard.
La que en sus brazos desfallecieron Lukas, Jake, Gael y Devendra.
La que nació en el cumpleaños de su madre.
La que mantiene regularmente correspondencia manuscrita con Safran Foer.
La vegana radical que sólo altera su dieta al encontrarse en estado de buena esperanza.
La que declara ante los flashes ganadores: los premios son redundantes, el trabajo en sí mismo procura su propia recompensa.
La que ha utilizado el ochenta por ciento de mis tomas como doble de cuerpo para aparecer no sólo como una actriz excelente sino como una bailarina superdotada.
Poseedora del fuego sagrado.
Tocada por el hálito de Yahvé
Hallamos el descampado del autocine atraídos por la enorme pantalla que aparece en el horizonte como un ovni herido. Pagamos los seis dólares al tipo de la entrada sin bajarnos de la furgoneta.
-Os pongo la película y me voy - nos dice-, tengo que atender otros asuntos.
-Si no endurecen las leyes de admisión de menores en moteles tendrá que cerrar el negocio en unos meses- me comenta Vlad en una extraña incursión sociológica. Yo le muerdo el cuello con suavidad para que se calle.
Anochece cuando las primeras imágenes resplandecen en la pantalla. Como otro cielo. A nuestro alrededor no hay más que arena y piedras que ya son sombra y la caseta vacía del proyeccionista.
Vlad se acomoda en el asiento mientras me dice que en la zapatilla de ballet que aparece en estos momentos en la pantalla podría remontar el río Volga con cincuenta húsares armados hasta los dientes.
Yo sigo callada y empiezo a disfrutar con la música de Tchaikovski. La disciplina, la libertad y el encadenamiento, el tesón, la dureza, la rapidez, la ligereza, las oposiciones de los brazos a las piernas, el mecanismo de la danza.
Y cuando queda poco para el final lo tomo de la mano y le digo que me ayude con los preparativos de esta última función. Pesan menos de lo que me imagino. Huelen bien.
Cruzamos las miradas al llegar a los pies de la pantalla gigante. Entonces sus deliciosos brazos me levantan y al prender fuego a la tela, que crece rápido avivado por la suave ventisca, siento que realizamos otro acto hermoso.
Con las coloradas caras calientes nos alejamos unos metros. Acurrucados sobre el techo de la furgo, comiendo palomitas de la misma bolsa, nos parece que cuando el viento la mece, lo que queda de Ella sonríe.
© Carlos Robles Lucena (Terrassa, 1977)
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Bio: Cuida una antología tímida de Monterroso que pronto entregará a Random House. En abril Quimera publicó su relato “Último peón de reina” del que ahora ensaya esta versión musical: http://vimeo.com/46841451. Fue cofundador, coeditor y fotocopiador en exclusiva de los fanzines difuntos Sedhante y Hebdomadario. Debutó sobre papel a finales de los 90 con el drama en un acto “¿equilátero?”, rescatada y estrenada hace un par de meses por los estudiantes del Aula de Teatre de la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona.