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Fragmentos de un diario desconocido Noni Benegas
Quien dice sombra FedericoGallego Ripoll
Balada de l’aprenent de joieria que tenia la mare puta Albert Tugues
Noni Benegas
Fragmentos de un diario desconocido
.-Ed La Palma Col. Eme Madrid 2017.
La escritura como bisturí
La colección eMe (Escritura de mujeres en español) dirigida con delicadeza y acierto por la poeta Nuria Ruiz de Viñaspre se ha empeñado desde hace ya un par de años en publicar la obra poética, ensayística o narrativa de escritoras cuya obra tiene o ha tenido un alcance limitado para proyectarlas a través de unas cuidadas ediciones. El común denominador es que sean obras escritas en español sin tener en cuenta la nacionalidad de la escritora. Así han publicado en esta colección la poeta argentina María Negroni o la cubana Isel Rivero además de unas cuantas escritoras españolas. La colección publica trabajos originales o reedita aquellos textos ya olvidados pero que merecen ocupar de nuevo los anaqueles de las librerías según el parecer acertadísimo de la directora de la colección, es el caso de Flavia Company que ha reeditado Querida Nélida o el poemario que hoy nos ocupa de Noni Benegas Fragmentos de un diario desconocido .
Este poemario obtuvo en el año 2004 el Premio Esquío de Poesía que concede en el Ferrol la Fundación Caixa Galicia. No es éste el único premio que la obra de Benegas ha merecido ya que, entre otros, ha sido premiada con el Premio Platero de las Naciones Unidas, el Vila de Martorell y el Miguel Hernández.
Fragmentos de un diario desconocido como ya nos avanza el título, se trata de un diario que recoge, como la propia autora ha manifestado en algunas ocasiones, los escritos de un diario en tres noches de los años 1995/96 y tres madrugadas de 1999.
El diario escrito en tercera persona y en cursiva nos habla sobre todo de la palabra y de la escritura, al igual que los poemas compuestos en primera persona. Esa palabra que debería ayudar a descubrir una realidad a veces incómoda y siempre difícil que es la familia.
Como poeta Noni Benegas hace en este libro una exploración minuciosa de lo que es el lenguaje y hasta donde llegan sus posibilidades para nombrar y expresar todo aquello que nos inquieta y que configura nuestra identidad.
El diario busca a través del recuerdo descubrir y poder explicar la realidad de la familia que es quien en primera instancia nos construye. “Las palabras/(dices)/son un hilo/ te conducen”, dice Benegas en uno de los primeros poemas del libro.
El contraste explícito yo/ella, una primera persona que nos habla y una tercera de la que se habla y funciona como un espejo llena estas páginas.
También se trata de amar y no solo de saber “A través de la familia ajena habría amado a la propia” dice el diario.
Amor, dolor, recuerdo, búsqueda, conocimiento, aparecen trazados en este poemario en el que se nos dice “No sé si puede soportar que haya escritura” porque ella no desea nunca que la palabra se convierta en la bomba que puede destruir un mundo hecho de pequeñas cosas que duelen.
Ella, la familia.
M Cinta Montagut
M C M para TBR 2017
Presencia de la luz
Federico Gallego Ripoll.
-Quien dijo sombra
Ed. Diputación de Valladolid.
Fundación Jorge Guillén Marzo 2017
El poeta Federico Gallego Ripoll con este libro obtuvo el Premio Villa del Libro 2015, uno de los muchos premios que a lo largo de su larga y fecunda trayectoria poética ha obtenido. Dicha trayectoria comprende casi una veintena de entregas a pesar de lo cual se puede decir de él que es un poeta oculto, casi íntimo porque a pesar de la amplitud y calidad de su poesía su nombre no suena en los foros literarios más conocidos.
La voluntad de Gallego Ripoll es, en sus propias palabras, “intentar conocer y compartir esta fracción del mundo donde habito”. Mirar, ver, comprender, indagar a través de lo visible lo invisible para ofrecer al lector una visión, una interpretación del mundo a través de la palabra como vehículo único, de la luz que la palabra misma ofrece y de la desnudez del verso y del poema como obra redonda y acabada en los ojos de quien lo lee y hace suyo.
La labor del poeta es generosa siempre ya que trabaja para dar, para entregar a los demás parte de sí mismo y de su mundo en un constante diálogo con las cosas.
Desde su primera entrega Poemas del condottiero (1981) hasta este último Quien dice sombra la poesía de gallego Ripoll transcurre por una senda de claridad en la que el amor, la luz como símbolo de conocimiento, la sombra como contrapunto necesario para que la luz brille, y el constante diálogo consigo mismo y con un tu que representa la otredad a la que siempre nos encontramos confrontados aparecen como constantes. También el poeta busca de manera incesante a las preguntas vitales presentes en los seres humanos en todo tiempo.
Quien dice sombra es un poemario dividido en tres partes que se inicia con una cita de Paul Celan de la que el poeta ha extraído el título de su obra. La vida cotidiana, la constatación de que el tiempo pasa irrevocable y con su pasar se lleva tantas cosas. Dice el poeta “Conocí/ la frágil maquinaria de los días felices/ el precio de la nada y de la prisa”.
Todo el libro destila la sensación de que el paso del tiempo nos sitúa frente a nuestra propia finitud. “nada ajeno ni propio me retiene/ pues nada ajeno/ ni propio soy ni somos”. Podemos afirmar que este no ser ni una cosa ni otra se traduce poéticamente en una desnudez y una claridad en la que cada palabra tiene un peso específico y una presencia única e inevitable.
La palabra ocupa toda la segunda parte del poemario. “Sólo el poeta-él si- cuidando el fuego, sorprende por el ojo de la cerradura la trémula verdad de la palabra, despeinada y dichosa, desnudándose”. Gallego Ripoll sabe que a la palabra únicamente se le puede acechar, espiar, pero no poseer porque por su propia naturaleza es resbaladiza y esquiva. Y a pesar de ello consigue transmitirnos su luz y explicarnos una parcela del mundo y de las cosas con unas palabras cristalinas y exactas que abren en nosotros infinitos caminos de belleza y misterio.
M Cinta MONTAGUT
© MCM para TBR 2017
Albert Tugues,
Balada de l’aprenent de joieria que tenia la mare puta.
Emboscall Ed. Barcelona, 2016.
¿DE QUÉ MEJOR MORIR?
Cuando la provocación es un arte, obliga al lector a tomar partido. Lograr que el lector se implique en su lectura, es función primordial del poeta; si lo logra, ya habrá salvado una parte importante del acto poético que, siempre, debería ser transgresor.
Albert Tugues nos tiene acostumbrados a que así suceda. No se puede transitar su poesía sin llenarse las botas de lodo, de desamparo o de mistela (de vida, en fin). Como algunos sacramentos, la poesía de Albert Tugues imprime carácter; tras ser bautizado en ella, cada lector sabe que no habrá una nueva entrega que no se cobre su parte: esos son el juego y el envite pero, en definitiva, ¿de qué mejor morir, que de poesía?
En cada poema el poeta se sube a la azotea increpando desde ella al mundo y a sus elementos. Deslenguado, desvergonzado, tiene poco que perder. ¿No está loco, el poeta?, ¿no está marginado, no es invisible?, ¿no es poeta, el poeta? Pues aténgase el lector a las consecuencias, a perder un dedo en la jugada o un pequeño retal de experiencia donde nunca más vuelva a crecer la hierba o a alzarse la fogata. Decir y callar, conscientes de que “aquest no dir serà el poema”. Huir del sueño, de la luz, de la palabra, escarbando en la propia existencia como con un estilete que pretende agrandar la herida. Pero la piel del sueño es inevitable, como la línea del horizonte o el relámpago, que continúa existiendo aunque apretemos fuerte los párpados, conscientes de que sobre la ruindad de los escenarios pequeños siempre predomina el triunfo de un pétalo blanco que sobrevive a la rutina de los ojos que lo miran quizás sin apreciarlo.
Elegir la poesía para huir de la realidad suele ser un camino equivocado. La realidad que acontece en el poema siempre prepondera, sin sombra ni zaguán ni trinchera en que emboscarse. No es bueno, para evitar el escozor de la piel, arrancar la piel; sin piel, el hueco de la piel ya no dejará de escocer nunca, será un suplicio de los dioses, una verdad sin reverso.
La poesía es un milagro pequeño y persistente, obcecado, tenaz. No calla ni bajo el agua, ni contra el muro, ni frente a la pistola, ni sobre los cuerpos destrozados. Florece en cada mes del año, en cada día, y cada día se abre como un fruto en sazón.
Pero, a veces, en la suciedad del abandono, sobreviviendo a la mugre de las conciencias ateridas, brilla el pequeño tesoro de una minúscula flor blanca o una realidad subterránea que traviste de metáfora cotidiana la verdad profunda del dolor y de la vida, como esas “sillas misteriosas” necesarias para que el sueño adquiera consistencia y se sobreponga a la ruindad de lo evidente, allí, en el mismo lugar donde la espada del corsari negre redime la afrenta de una noche que también necesita huir para sobrevivir, sobrevivirse. Niño, pájaro, poeta, se confunden en el posible gesto de salvación del vuelo o del cobijo. Escribir es a veces un ejercicio de recreación de la memoria iniciática de la infancia que, al ser evocada terapéuticamente, suaviza las aristas y permite la reconciliación con los propios demonios.
“No he huido nunca hacia la amnesia”, dice Edna O’Brien. Tampoco lo hace Albert Tugues cuando evoca la luz que se filtra a través de los vitrales de una iglesia el Domingo de Ramos. ¿Quiénes no hemos estado ahí?, ¿quiénes no nos hemos sentido acogidos por la gratuita gratitud de la madre en el momento, rehén de su ignorancia, de dejar de ser niños, de acompañar con la yema de los dedos el borde donde la luz desemboca en la sombra, una sombra interna y externa que quedará bajo las uñas para siempre?
Esa turbiedad de la conciencia, ojos opacos, un regusto amargo en el aire que devuelve el pecho ignorante. La identidad se configura mediante la suma de rincones oscuros, descampados donde el aire pesa lastrado por la rebeldía ante la usurpación, la falta de decisión para el asesinato, la impotencia ante una cruda vida que nos impide definirnos, que nos obliga a respirar un aire rojizo por el azogue y la pesadumbre. Ninguno lo sabrá, no lo dirá a nadie; el sueño resguardado por la vigila mantendrá el agraz regusto de las flores blancas de más acá de los labios, patrimonio inexplicable y particular, del dolor propio ante la extranjería de cualquier otro sentimiento que parece existir sólo para dañar. Cada esquirla de vidrio roto conserva intacta la imagen de la tragedia, cada esquirla, cada verso truncado, cada rama florida metáfora intangible de la felicidad evanescente que se puede rubricar con el aséptico filo de una gillette, sueños y flores, la madre en la trastienda del dueño ocasional a mal recaudo. No vol somiar, no ho vol fer, no vol veure una altra vegada com allò s’esmuny cap al misteri i s’endinsa en la foscor…, escondiendo el canto. Y siempre una translúcida presencia de los pétalos blancos, leitmotiv, símbolo de la futilidad de alegría, de la tibieza efímera y la efímera desmemoria. Asesinar el dolor indefenso en el centro del sueño. La transgresión abarca en igual medida lo descubierto con tanta carnalidad, con tanto desparpajo y libertad, como lo insinuado tras los vértigos del poema, los versos no escritos, en la madriguera inconsciente de los anhelos evocados como cirujano que extrae y exculpa.
La memoria del poeta actúa como reclamo, pero la palabra poética es imparable una vez se derrama en la página en blanco, porque los términos se alían, se envalentonan, pierden el oremus y hacen acontecer en el poema una verdad profunda no siempre prevista. El poeta los intenta aquietar entre las paredes que ha pretendido levantar a priori, los límites, las evidencias permitidas, y ha de actuar con contundencia sujetando las bridas de su propia escritura para impedir que salten la cerca y canten, giman, mascullen, insulten, digan la verdad sin subterfugios.
Albert Tugues, especialista en crear mundos paralelos o en ir ampliando las
fronteras del envés de un único mundo en el que va situando su experiencia y, por ende, la nuestra, que conduce la mirada muchas veces sorprendida y/o estupefacta del lector, nos obliga en este libro al exorcismo de los propios demonios, pues algo hay de común en la desprotección de todas las infancias que roe los tobillos de la propia y expone nuestros tendones al ácido corrosivo del dolor irrevocable, transversal como una flecha que atravesara el dorso del sansebastián inmenso donde se aglutina toda la Humanidad.
Somos aquello que leemos aceptándolo, somos el instante previo a la escritura, y el poso de dolor, y la desgana a que recurre la impotencia como sucedáneo del olvido.
Pero recorrer este itinerario de continua vigilia no sólo nos retrotrae a un tiempo que quisiéramos no pensar que existe/existió, sino que nos sitúa en el centro de la herida, en lo que permanece de lo que ya no es: el borbotón, la brasa, el renuevo, la insobornable memoria. “Se bebe para olvidar una cosa y se olvida todo menos esa cosa”, dice Gloria Fuertes. Y si acaso hubiera un instante mínimo de piadosa desmemoria, aquí está Albert Tugues golpeando nuestros dedos con el pequeño martillo de cincelar la plata con el que aquel lejano aprenent de joieria que tenia la mare puta marca sobre nuestro corazón el ritmo de un tiempo que nos va desmoronando poco a poco.
Federico Gallego Ripoll
© Federico Gallego Ripoll para TBR 2017
NUESTRO HOMBRE EN ÍTACA
Salvador Galán Moreu
Llamarse nadie
Valladolid, Difácil, 2017
En la primera página de «La plaza de Santa Ana» —el tercer relato de Llamarse nadie— el narrador explica: «Jeremías es boliviano, pero eso no importa. Aquí lo importante no es dónde nacen los personajes, sino que todos vienen de sitios distintos. Además, Jeremías no es un personaje, sino el narrador. A mí no me consideréis. Yo soy nadie. El spoiler de un guión aún por redactar. Un habitante de los márgenes. Yo no cuento». En la última página de ese mismo relato, ese mismo narrador-que-no-narra concluye: «la historia, a veces, es lo de menos».
En la primera página de «Berlinesas» —el sexto relato de Llamarse nadie— se afirma que «el punto de partida o el destino» de la familia protagonista «no importa», y en la página siguiente se agrega que el nombre de esa misma familia «carece de relevancia».
En resumen: de los personajes no nos interesa su procedencia ni su nombre ni su rumbo —es decir: de dónde venimos, quiénes somos, adónde vamos, las palabras con las que identificamos a los otros para que puedan abandonar esa otredad, las preguntas que los nativos de Tahití le hicieron a Gauguin cuando llegó a la isla y que el pintor francés primero y Siniestro Total después inmortalizaron en un cuadro y en una canción, respectivamente—; del narrador o narradores pudiera interesarnos alguna cosa, pero este o estos se esconden en otros personajes, en otros nombres o directamente niegan su importancia o incluso su existencia y, por tanto, también rechazan ser identificados; y de la historia —lo que nos queda— ya hemos descubierto que, por mucho que nos interese, «es lo de menos».
Y, sin embargo, todo en Llamarse nadie —tercer artefacto narrativo de Salvador Galán Moreu (Granada, 1981) tras Augustus Pablo y todos los nombres del reggae y El centro del frío— gira en torno a las identidades —es decir: a la capacidad de designar del lenguaje— y a las historias, pero no «historia» en el sentido de hechos, de aquello que sucede, sino del relato de aquello que (tal vez) ha sucedido.
Así, los doce cuentos del libro (organizados en tres partes: «El espíritu de la navidad», «Llamarse nadie» y «David Lynch sueña el buen nombre de Laura Palmer») son algo parecido a náufragos alcanzando la costa a los que el lector interroga sobre su procedencia, su nombre y su rumbo. Pero, como Odiseo —primer nadie de la literatura— frente al cíclope, estos textos prefieren no revelar su verdadera identidad y, en lugar de contestar a nuestras preguntas, nos retan a imaginar las respuestas.
El regreso a casa de un dependiente enfebrecido por la enfermedad y los libros; un aprendiz de escritor que no logra distinguir entre realidad y ficción; un oficinista bien avenido con su doppelgänger; un monstruo antirracista que no quiere ser nombrado; o una doctora en psiquiatría llamada Laura Palmer. Curiosamente, los protagonistas de Llamarse nadie —los más extravagantes y los más convencionales; los Ulises de Galán Moreu son tan homéricos como joyceanos— han convertido en ínsula las derrotas cotidianas y las ausencias, y se definen ahora desde esa periferia, desde un exilio a veces interior y otras literal. Y es en esa cotidianidad un poco gris donde, casi imperceptiblemente, se filtra lo imposible, como si a Cortázar le hubieran dado cinco minutos para meter mano en un cuento de Carver. O viceversa. Pequeñas fisuras por donde lo inexplicable se cuela en el relato y, en ocasiones, se acaba convirtiendo en su esencia.
No obstante, incluso cuando los protagonistas se obsesionan con esas anomalías sigue reinando cierta calma, cierta normalidad en la narración. No hay un descenso a la locura, a los abismos, como en la obra, por ejemplo, de Poe. Más bien se produce un extrañamiento, la sensación de un fallo en Matrix, un sutil cuestionamiento de lo real o, mejor, del discurso que sostiene lo real. Podríamos hablar aquí de subjetividad y posmodernidad, de posverdad o simulacro. Pero, sobre todo, podemos hablar de fe en el lenguaje, en la capacidad de la literatura para explicar eso que llamamos vida o, al menos, para nombrar lo que la vida podría ser. «Hay otros mundos, pero están en este», que decía aquel: la Ítaca de Homero, la Irlanda de Joyce, la Jamaica de Augustus Pablo. Ulises y Leopold Bloom recorriendo cada noche los bares de una isla. De cualquier isla.
Adrián Bernal
Fragmentos de un diario desconocido Noni Benegas
Quien dice sombra FedericoGallego Ripoll
Balada de l’aprenent de joieria que tenia la mare puta Albert Tugues
© tbr 2017
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