Pedro Andreu
Dátrebil
(fragmento de la tercera parte )
Tres horas más tarde me había esfumado de El Seco en un coche robado. Era arriesgado, pero no me quedaba otra. Necesitaba algo de liquidez, cuanto antes, y no se me ocurría nada. Conduje del tirón hasta la pequeña ciudad donde había vivido hasta los quince años. No sé por qué lo hice. La carretera me llevó hasta allí. El coche robado me llevó hasta allí. Mi nostalgia me llevó hasta allí. Di vueltas por el barrio de mi infancia. Las ventanillas bajadas. Calor asfixiante que quemaba en las fosas nasales. Atardecía. El sol era un huevo frito cuya yema rota teñía el cielo, las paredes, el asfalto. Las sombras de los árboles se alargaron y las farolas fueron encendiéndose. Derramaron su luz vieja de lejía. Ya era de noche. Me llegaban voces de las casas, olor a fritanga. Dejé la zona de bloques de protección oficial a mis espaldas y me adentré en otra compuesta de viejos casetones mal construidos en solares desnudos, cubiertos de vegetación seca, escombros, basura. Avancé despacio por una vía sin apenas iluminación que ascendía por una suave colina desde donde se podía observar gran parte de aquella pequeña ciudad. Reconocí el colegio del que me habían expulsado dos semanas por lanzar un pupitre por la ventana desde el segundo piso, el descampado donde los niños jugábamos a la pelota, el jardín de la casa de Carmencita, donde por vez primera besé a una niña, tres años mayor que yo. Dejé atrás la vivienda abandonada del alemán. Recordé las historias que se contaban de ella: que el propietario había sido un oficial nazi que asesinó a su mujer y sus tres hijos antes de ahorcarse. De chavales nos provocaba auténtico pavor. Seguía deshabitada. El techado se había desplomado con las estaciones y los años. Una nostalgia mostaza, como la hepatitis, me había anegado los pulmones. Tantos recuerdos y anécdotas olvidadas. Llegué hasta mi antigua casa. Estacioné enfrente. Apagué las luces y el motor. Me moría por un cigarro. Al fin reuní fuerzas. La curiosidad me mordía las orejas. Dejé el coche y crucé la calle. Avancé por el descuidado jardín hasta la planta baja donde había sido un niño y después un adolescente difícil. La vivienda estaba en peores condiciones que entonces. La pintura levantada, las mosquiteras de las ventanas agujereadas. Me planté ante la puerta. Se escuchaba la televisión, un programa de prensa amarilla donde los invitados gritaban como papagayos. Toqué al timbre. Una. Dos. Tres veces. Una última vez, con persistencia. Dejé mi dedo largos segundos presionando el botón. No creía que allí estuviera mi madre, que debía de ser una anciana de sesenta y muchos años, quizás setenta, pero tal vez supieran en qué residencia encontrarla, o dónde estaba enterrada. Mi vieja siempre tuvo una salud delicada y hacía tiempo que pensaba que la habría palmado. Pero me equivocaba. La puerta se abrió y allí estaba ella. Sus ojos claros hundidos en una cara que alguna vez fue hermosa aunque ahora se plegara en profundas arrugas. Su boca de suela de zapato, torcida hacia abajo por las comisuras. El cabello gris sucio recogido en una coleta. Sus movimientos y su voz eran los mismos, pero se habían hecho ligeramente más lentos, el timbre más áspero. Bajo ellos podía adivinarse a la Margot de hacía dos décadas, aquella misma madre seca, estricta, distante. Fingió no reconocerme.
–Hola, madre –le dije.
Margot me miró de arriba abajo con cara de gato asqueado. Se apoyaba en un bastón barato de madera.
–¡Quién coño te crees que eres! –me gritó la vieja– ¡Fuera de mi propiedad!
–Madre, soy yo, Once –repliqué mientras le mostraba mi mano izquierda, los seis dedos, aquel doble meñique malformado.
–¡Fuera de aquí, malnacido! Mi hijo está muerto… ¿Cómo te atreves? Lo atropelló el tranvía en un paso a nivel. Lo sabe todo el barrio. Tenía solo quince años… ¡Fuera, joder! Voy a llamar a la policía. ¡Fuera!
–¡Madre…! Necesito un lugar donde quedarme una temporada…
Cerró la mosquitera y la puerta de sendos golpes. Me quedé totalmente descolocado. Mi propia vieja renegaba de mí. Prefería no saber nada de mí a perder la paga mensual del seguro privado. No había cambiado en todo ese tiempo, seguía siendo la misma arpía avara y resentida de siempre. Regresé al auto. Mi vida pasada me cubrió como una manta. El verano sudaba en mi espalda, en mis axilas, en las corvas de mis piernas. La noche era una bayeta mojada. Me quedé dormido enseguida. Soñé con Jota, la camarera de la playa. Me comunicaba que mi mujer había sido atropellada, que había muerto. En el funeral la gente bebía ponche y me señalaba. Me acercaba al féretro y el cadáver de mi mujer era el de mi madre, vieja, acartonada. Mi madre muerta me pedía un cigarrillo. Quiero fumar el último: el viaje será largo, me decía la muerta. Luego me desperté. Un ejército invisible de gorriones piaba entre las ramas de los árboles. Vi a un niño descender la cuesta en su bici mientras gritaba de felicidad. Vi a un hombre de mediana edad paseando a tres perros. Vi a unos adolescentes jugando a cortejarse mientras se perdían por la acera. Pasé tres días y cuatro noches en mi auto frente a mi antiguo hogar, a pesar del peligro de vivir en un coche robado. Tres días sin comer nada. Bebía en una fuente pública cercana. Allí me refrescaba el cuello, la nuca, la cabeza. A la cuarta noche vi a mi madre salir de la casa, esperar en la parada de autobús, tomar el transporte público. Quién sabe adónde iría a aquellas horas, puede que alguna de sus tres hermanas hubiera enfermado, pensé, y fuera a verla al hospital. Qué sé yo. La cuestión es que decidí que era hora de largarme de nuevo. Mi vieja no quería saber nada de mí, la muy hija de perra. Estaba muerto de hambre, las tripas pedían a gritos que hiciera algo por solucionarlo.
–Que te jodan, Margot –murmuré.
Luego crucé la calle y el jardín. Bordeé la casa y rompí el cristal de una de las ventanas traseras para colarme dentro. Allí estaban los mismos muebles que conocía, pero mucho más viejos. Olía a humedad y a falta de limpieza. Fui hasta la cocina y me preparé un bocadillo de mortadela que devoré de cuatro mordiscos. Me abrí una cerveza. Me senté en el sillón de orejas del salón y puse la tele. Me aburrí pronto y paseé por el resto de habitaciones. Mi antiguo cuarto era ahora un trastero lleno hasta arriba de cachivaches inservibles. Debajo del colchón de mi vieja encontré un sobre con doscientos pavos. La muy idiota seguía guardando el dinero en el mismo sitio. Conté los billetes y me los metí en el bolsillo del pantalón. Al cerrar la puerta de la calle tras de mí, seguía escuchándose el televisor encendido adentro para nadie. Me metí en el coche y partí de allí con la intención de no regresar jamás.
La noche fue un vértigo redondo de carreteras comarcales. El aire irrespirable, tan caliente que lo notabas pesado en los pulmones. Los camiones que me cruzaba. Una estación de servicio donde llené el depósito, compré tabaco y tomé un café doble. La luna como un tapón de corcho amarillento. Di vueltas a cuáles debían de ser ahora mis próximos pasos. Seguía sin ocurrírseme nada. Seguía necesitando pasta. Al final decidí volver a la playa del avión. Abandoné el coche robado en un pueblo cualquiera y tras unas horas de espera tomé un autobús hasta El Seco. Luego un microbús hasta la playa, el único que salía en todo el día con esa dirección. Llegué a la costa a mediodía. Llevaba cinco días sin ducharme. Olía a perros. Estaba molido por el viaje y harto de un verano que no había hecho sino empezar a abrirse, como una flor caliente.
© Pedro Andreu
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Pedro Andreu (Palma, 1976) es autor de una extensa obra poética, compuesta, entre otros títulos, por Anatomía de un ángel hembra, El frío, Alquiler a las afueras o Laura y el Sistema. Ha publicado dos novelas: El secadero de iguanas y Dátrebil. Ha obtenido diversos premios literarios, como el Cafè Món, el Blas de Otero o el I Premio Internacional de Novela Fantástica. Dátrebil acaba de ser publicada por Frida Ediciones.Más info: www.pedroandreu.com